Ignoro si la situación actual es la que nos merecemos. Si el pesimismo
más o menos reinante es lo que, después de más de veinte
años dedicándonos con absoluto entusiasmo a la creación
de lectores, obtenemos como resultado de dicha entrega. Pero sería
bueno que no cayéramos en cierta ingenuidad masoquista.
Si hemos aceptado desde hace años que la escuela y el sistema
educativo no transforman la realidad social, ¿por qué hemos
de esperar que desde la escuela o el instituto se vayan a fabricar lectores
en serie? ¡Como si tal producción fuera posible y natural!
Semejante mecanicismo explicativo no es convincente. Lo único que
se consigue con él es responsabilizarnos de un hecho en el que, contra
todas las apariencias, apenas tenemos una incidencia decisiva. Los lectores,
caso de que se hagan, se hacen en casa, no en la escuela, ni en el instituto.
En la escuela y, sobre todo, en el instituto, más bien se deshacen.
De cualquier modo, si estamos abonados al método mecanicista como
discurso explicativo, habría que convenir en que si algo ha fallado
no ha sido precisamente el entusiasmo del profesorado, sino, con toda probabilidad,
los medios empleados, tanto teóricos como prácticos. A mayor
abundamiento hay que consignar que las distancias insalvables entre el discurso
teórico y la práctica cur-ricular se han vuelto endémicas.
Muy poco de lo que se discurre en laboratorios o en universidades, ámbitos
que en su mayoría son ajenos a la práctica docente, llega
al aula en condiciones de hacerse realidad.
Lo paradójico de esta situación es que seguimos lamentando
los niveles bajos de lectores -como si nos fuera en ello todo nuestro prestigio
y profesionalidad-, pero citamos como causas de tales índices vergonzosos
las mismas razones que tradicionalmente se invocan. [ 1 ]
Cabría apuntar, por tanto, que si las causas señaladas
no son las verdaderas razones del bajón o estancamiento de lectores,
tampoco sus aplicaciones prácticas serán las más adecuadas
ni las más óptimas. Porque si el diagnóstico no es
correcto, tampoco lo será su propedéutica, en especial, la
llamada tradicionalmente animación lectora. La responsabilidad de
los teóricos en este aspecto resulta decisiva. Si ellos no han sido
capaces de dictaminar cuáles son las causas reales de este bajón
lector, es imposible dar, por tanto, con los medios adecuados para erradicarlas.
En el fondo más superficial, el hiato entre teoría y práctica
sigue siendo una de las causas más relevantes de que la situación
actual produzca tantos gorigoris apocalípticos relativos al nivel
lector de la población, sea infantil, juvenil o adulta.
La animación lectora
Lamentablemente, la animación lectora no hace lectores. Puede
que ayude a desarrollar en los niños una actitud positiva hacia el
libro y hacia la misma lectura, pero si lo consigue será más
por las actividades socializantes creadas alrededor del libro que por el
propio libro. Podría decirse que la animación lectora está
muy bien hasta que llega el momento de leer un libro. Mientras no haya que
leer, la animación es una gozada.
La animación lectora no basta. Ni en Primaria, ni en Secundaria.
La animación lectora es una especie de muleta ortopédica que
ayuda a mantenerse en pie, lo cual no es poco, pero no ayuda a andar.
Leer no es ningún juego, ni ninguna aventura, ni ningún
viaje. Dejémonos de tópicos y metáforas que en nada
ayudan a entender el complejo acto lector. Leer es haber leído. Ello
supone un ejercicio, un trabajo cognitivo y metacognitivo, un movimiento
recursivo de la inteligencia y de la afectividad, de la memoria, del léxico,
del imaginario social y simbólico y, en última instancia,
de los conocimientos referenciales que uno alberga en su personalidad. Añádase
a ello la coerción física real de estar en silencio, de no
moverse y de poner los cinco sentidos en la página. Estamos, por
tanto, ante un panorama que en nada se parece a un juego de verdad.
Es curioso que la animación lectora se practique en los niveles
educativos más tempranos, es decir, en el sector de lectores que
menos la necesitan. De ahí su éxito. Los niños y niñas
de Primaria no necesitan animación de ningún tipo. Se vuelcan
en la lectura a poco que les abras un libro lleno de entusiasmo lingüístico
y de complicidad psicológica.
El problema serio de verdad está en la transición de la
pubertad a la adolescencia y juventud. El derrumbe es casi total. Es inaudito
el número de alumnos y alumnas que hasta la fecha leían y,
de pronto, dejan de leer. Y ojo, porque en su mayoría son adolescentes
cuya competencia lectora está suficientemente desarrollada. Aquí
la cuestión no es que no sepan leer; es que no quieren hacerlo. En
la mayoría de los casos porque no les gusta. En realidad, no les
ha gustado nunca. Si han leído, lo dicen de forma bien clara, es
porque se les ha obligado a hacerlo mediante el acomodo de la coacción
exquisita, democrática y el blablabla más o menos coercitivo.
Pero, también, añaden que no se arrepienten de haber leído.
Sólo que ahora, en plena adolescencia, no les atrae hacerlo.
El hábito lector
La existencia de esta legión de adolescentes que no quieren leer,
sabiéndolo hacer, muestra que la lectura no es un hábito que
se forme en los años de la escolarización en Primaria y, menos
aún, en Secundaria.
Y es que el hábito lector no se forma en la escuela, sino en casa.
Los lectores rara vez se hacen en la escuela. Vienen predispuestos desde
la familia. No negaré que la escuela hace algunos lectores, pero
poca cosa. La labor más entusiasta de la escuela, y ya no digamos
de los institutos, en los tramos superiores, consiste en anular casi por
completo esa inclinación lectora que comenzó a cultivarse
en los primeros años.
Se tiende a considerar que un alumno que ha leído durante toda
la primaria seguirá haciéndolo en el siguiente nivel educativo
con el mismo entusiasmo. Se trata, sin duda, de una representación
lineal y muy conductista de lo que es la lectura y la afición a leer.
Pero la realidad es otra. Los hábitos, caso de que existan, exigen
una fuerza de voluntad consciente y no son resultado de una influencia externa,
más o menos exquisita o ruda. El hábito se forma con actos
de la voluntad y del carácter. No son producto espontáneo
de una educación recibida pero no construida activamente por el sujeto.
Y no hay que olvidar que las prácticas de lectura se inscriben, por
lo general, en un régimen más o menos conductista y coercitivo,
el del aula; rara vez, el de la biblioteca. Los hábitos no son resultado
de la inconsciencia, ni fruto espontáneo de la repetición.
Hay que echarle ganas y tiempo, reflexión y trabajo. No nos hacemos
lectores porque sí. El ser humano es un manojo de elecciones, las
cuales, en determinado momento, se hacen selectivas, exclusivas y excluyentes.
Si la influencia del entorno escolar fuera decisiva, todo el mundo se
haría lector, quisiera o no. Pero aquí hay algo más.
Posiblemente, una predisposición subjetiva, proveniente, tal vez,
del ADN. No diré que la inclinación a leer sea innata, pero
intuyo que tiene que ver con el componente neurobiológico del sujeto.
Hijos de padres lectores empedernidos se convierten unos en lectores y otros
no leen ni lo imprescindible para que sus padres dejen de darles la matraca
autoritaria de que lo hagan. Desde luego, demos a la educación lo
que es suyo, pero ¿cuándo llegaremos a otorgar de manera exacta
y pertinente lo que pertenece a la genética? Pues por mucho que se
diga, y por mucho que los animemos, jamás conseguiremos que todos
los niños y las niñas lean por, ¿cómo dicen?,
¡ah, sí!, por placer. Ya. Ni por placer ni por obligación.
No quieren leer, aunque sepan hacerlo. Es inevitable. No toda la humanidad
infantil y juvenil está destinada a convertirse en un Borges coyuntural.
En las primeras edades no existe el hábito lector, sino tan sólo
una afición coyuntural y esporádica. El hábito es cosa
de la madurez, es decir, de la rigidez y monotonía de la existencia.
Al fin y al cabo, ¿hay algo más monótono que el acto
lector?
Considero un camino equivocado la obsesiva pretensión de hacer
lectores en la escuela y en el instituto. Porque no es ésa su función
primera y última. Ser lectores, hacerse lectores, forma parte de
las decisiones autónomas e íntimas del sujeto. Lo que compete,
por tanto, al profesorado es formar a este sujeto para que pueda ser lector.
Al fin y al cabo, lo que la lectura hace de nosotros es, lisa y llanamente,
lectores. Nada más. El resto es metafísica más o menos
edulcorada por una verborrea estomagante.
Lo que realmente interesa es que los adolescentes posean un nivel de
competencia o formación lectora óptimo. Sin éste, es
difícil que alguien quiera leer o que opte por el ocio lector. Aquello
que no se entiende produce desazón. Más aún: un libro,
que en muchos casos ha sido el signo flagrante de la derrota y del fracaso
académico, no puede despertar ningún atractivo ni convertirse
en un campo magnético gravitatorio de las propias inclinaciones.
Muchos profesores, voluntariosos y lectores ellos, viven casi como una
neurosis la pretensión de hacer lectores. Nada habría que
objetar a dicho entusiasmo, pero, si éste se reduce a llevar adelante
actividades de animación que nada inciden en el desarrollo de habilidades
y estrategias cognitivas para la formación de un lector competente,
nuestra actitud más que de alabanza sería crítica.
En la actualidad resulta mucho más fácil entregarse a hacer
animación lectora que a formar lectores competentes.
Algunas propuestas
Entonces ¿qué hacemos con la lectura? La respuesta es tan
contundente como sencilla: hacerla. Porque la lectura se hace, no se dice.
Pero, como diría Jack el Destripador, vayamos por partes, y señalemos
algunos posibles caminos a seguir.
A la lectura por la escritura
Más que afición lectora, que también, lo más
deseable sería desarrollar la afición por la escritura. Nos
lamentamos de que el alumnado no lea, pero ¿escribir? ¿Quién
escribe en los ciclos de Secundaria y de Bachillerato?
En mi opinión, no contemplar la escritura como un objetivo específico
del aprendizaje es la causa que más directamente influye en la falta
de apetito lector. Porque quien escribe, lee. Y quien escribe, lee dos veces.
No conozco ningún método más poderoso para despertar
y afianzar la afición a la lectura que convertir las clases de lengua
en talleres de escritura. Para ello, es conveniente desterrar la falsa idea
de que leer es más fácil y más sencillo que escribir.
Como acto intelectual, la complejidad de la lectura es superior a la de
la escritura. Sin embargo, seguimos emperrados en hacer lectores, mucho
más que en hacer escritores.
Apostar por los saberes procedimentales
En relación con el punto anterior, es necesario desterrar el verbalismo
que to-davía asola la enseñanza de cualquier materia. El profesorado
continúa hablando demasiado, cada vez más.
El método verbalista sigue en pleno funcionamiento y rendimiento.
Se sigue desconfiando de la capacidad intelectual de los alumnos, a los
que hay que explicarles todo porque, si no, no aprenden, no saben, no distinguen,
no señalan, no deducen, no se enteran. Pero la mayor parte de los
conocimientos impartidos son inservibles -excepto para el examen- ya que
no se hace explícita la dimensión práctica de dichos
saberes declarativos. Profesores que describen con verdadera pericia y perfección
la intención comunicativa de las distintas formas verbales, no permiten,
sin embargo, que sus alumnos escriban ni una línea poniendo en funcionamiento
dichos conocimientos.
Si hay algo que falla en el sistema educativo es la enseñanza
y aprendizaje de la lengua como algo activo y procedimental. Se siguen enseñando
cantidad de términos y de conceptos, sin aprenderlos, es decir, sin
ver en ellos ninguna posibilidad comunicativa y, menos aún, creativa.
Por desgracia se olvida que todo concepto gramatical lleva implícita
una propuesta de escritura creativa que el profesorado debe encontrar y
explotar.
La práctica de años nos muestra que cuando el alumnado
sabe hacer algo con un adverbio, una subordinada sustantiva de sujeto, una
estructura in medias res, unas elipsis narrativas, una ración de
monólogos interiores, etcétera, no suele mostrar ningún
inconveniente en leer los libros más complejos que caen en sus manos.
Desarrollo de la competencia lectora
Con toda probabilidad quizás sea ésta la tarea más
difícil y que más quebraderos didácticos produce: determinar
en qué consiste dicho desarrollo y cuáles son los factores
que lo determinan.
Estamos muy acostumbrados a dejarnos llevar por la inercia pedagógica
que se deriva del uso continuado del libro de texto. Pero bien sabemos que
los libros de texto, aunque abordan la competencia lectora desde un punto
de vista teórico en sus introducciones, naufragan ostensiblemente
en la propuesta real que hacen para su desarrollo. Cualquiera puede revisar
las lecturas comprensivas que se ofrecen en sus páginas para darse
cuenta de que todas están cortadas por el mismo patrón semántico
y que no conducen a un progreso de dicha competencia.
La competencia lectora no se resuelve con una batería de preguntas
sin más sobre un texto concreto. Y menos aún si dichas preguntas
se reducen a buscar la frase correspondiente al "quién hizo
aquello", "cómo lo hizo" y "qué le
sucedió". Este tipo de preguntas, que exigen respuestas explícitas
y concretas, no movilizan ni la inteligencia ni la afectividad del lector,
y, por tanto, su competencia como tal.
El alumnado lo único que puede conseguir mediante tales ejercicios
y actividades es convertirse en un experto en buscar respuestas a unas preguntas.
Para que las preguntas sean significativas desde el punto de vista de
la competencia lectora tienen que estar determinadas por unos objetivos
claros y precisos para cultivar las habilidades -interpretar, valorar, retener
y organizar- que subyacen al desarrollo de una competencia lectora óptima.
En contadísimas ocasiones, las actividades que se hacen sobre los
textos buscan de modo organizado y sistemático el desarrollo de aquellas
habilidades. La mayoría de las actividades que se proponen en los
libros de texto no responden a objetivos específicos que busquen
la formación de lectores competentes. Por ello, dichas actividades
son una pérdida de tiempo y de energía.
Hacia un planteamiento interdisciplinar de la lectura comprensiva
En mi opinión, lo que falla en el aula es la lectura comprensiva.
Y ello es así porque tampoco se contempla en todas las áreas
el desarrollo de la competencia lectora como un objetivo específico
y procedimental del aprendizaje. [ 2 ]
La clásica diferencia de Bereiter y Scardamalia entre knowledge
telling (decir el conocimiento) y knowledge transforming (transformar el
conocimiento) sigue sin encarnarse en la mayoría de las asignaturas
del currículo, especialmente en las áreas, para entendernos,
no lingüísticas. En la mayoría de las aulas, también
de lenguaje, el profesor dice el conocimiento, hace circular datos por el
aula, pero ahí se quedan, en hipotético valor de cambio para
un examen. En ningún momento, se transforma dicho conocimiento en
algo propio, autónomo, personal. Para ello sería necesario,
no sólo rea-lizar prácticas sistemáticas de lectura
comprensiva en todas las áreas, sino, también y sobre todo,
transformar los conocimientos aprendidos en procesos de escritura, mediante
los cuales se organiza y se construye la realidad.
Al fin y al cabo, no sólo enseñamos los distintos saberes
de las distintas materias, sino también los usos lingüísticos
relacionados con estos saberes.
Si todo el profesorado maneja textos en sus respectivas áreas,
resulta lógico que un objetivo común a todas ellas sea el
desarrollo de la competencia textual del alumnado, sin la cual no es posible
la adquisición de términos, conceptos y teo-rías con
los que se organiza todo tipo de conocimientos.
Por tanto, se trata de poner objetivos a lo que se sabe para escribirlo.
Y estos objetivos no son otros que los de cualquier situación comunicativa:
contar, convencer, mostrar, describir, exponer, opinar y seducir.
Convendría decir claramente que como profesores no tenemos ninguna
obligación de hacer lectores, ni en serie, ni en cadena, ni en fila
india. Diría más: la prioridad de las escuelas e institutos
no es hacer lectores. Los profesores y las escuelas no son responsables
de los niños y adolescentes que no quieren leer, sino de los que
no saben leer.
Como profesor, soy responsable del desarrollo de la competencia lectora
de mis alumnos, pero no de si experimentan placer o les salen callos en
las cisuras por leer o no leer.
Como profesor, tengo la obligación de saber cuáles son
las habilidades y estrategias que conducen al alumnado a desarrollar dicha
competencia lectora. Pues lo importante y decisivo es esto: que sepan leer,
que comprendan y entiendan lo que leen. Porque sin comprensión no
hay nada. Ni deleite, ni afición, ni hábito, ni reconstituyentes
simbólicos, ficcionales o metafísicos. Que más tarde
quieran leer o no, es asunto de su voluntad, de su carácter y de
su temperamento. Al fin y al cabo, leer es un acto libre, ¿no? Pero
si no se sabe leer, me río yo de si el asqueroso imperativo es incompatible
con el verbo leer o con su forma perifrástica.