Litoral

Género anfibio

por Jordi Gracia García

Litoral nº 248, 2º Semestre 2009

Género anfibio

 

 

            El lector caprichoso de cartas se sabe de naturaleza viciosa porque su voracidad no tiene límites. No importa demasiado quiénes sean los autores de las cartas; sí importa la naturaleza intelectual y moral de esas cartas, su capacidad para poner en juego criterios y compromisos vitales, ideas e ilusiones, desengaños y frustraciones que hacen que nombres de papel se conviertan en personas reales, con aliento, con fisonomía moral, con cobardía o con apasionamientos gratuitos o bien fundados. En la lectura misma se hacen personajes más que personas, aunque el efecto proceda de lo contrario, es decir, de que quienes hablan son personas en lugar de personajes, pero percibidos en una perspectiva privada, secreta, humildemente cotidiana. Y es esa perspectiva insólita, absolutamente exótica en nuestra experiencia común, la que produce un efecto de verdad que a menudo es desarmante. O lo es tanto como lo es la literatura y su capacidad para entrometer al lector en la conciencia y la intimidad, en la fragilidad de un personaje que se hace ante nuestros ojos de lectores. Es lo que pasa con los grandes epistolarios.

            La ilusión más vibrante que engendra una buena carta es, así, su veracidad, su pura inmediatez: se lee con la misma verdad con la que se percibe la proximidad física de alguien, cuando un autor respira en el papel y como si de veras funcionase el sortilegio que hace presente al corresponsal distante. La ilusión es narcotizante para los interlocutores y no pierde casi nada de su sortilegio cuando el lector de esa carta no es ni amigo ni conocido del autor: cuando leemos las cartas de un pintor a otro pintor, o de un escritor a otro, de un autor a su amante o de una amante a su amor secreto la emoción que afluye en la lectura tiene mucho de resurrección artificial. Asistimos sin querer a la intensidad de una vida escrita en directo, con su miedo y su pudor o su impudor, con sus convenciones también y sus intereses concretos e inmediatos.

¿Cómo leer sin un poco de aprensión las espléndidas cartas de Pedro Salinas a su mujer Margarita Bonmatí cuando se acaba de terminar la lectura del epistolario a su amante Katherine Withmore? La ilusión de verdad contradictoria y compleja que entregan las buenas novelas, la recreación de los instantes turbadores y callados en las biografías de las personas, está en agraz, tibia e imperfecta, en la lectura de los epistolarios cuando éstos son abundantes y caudalosos, cuando abarcan períodos muy extensos de tiempos y biografía, como en los admirables que hoy tenemos de Pedro Salinas y Guillén, o los que tenemos e iremos teniendo de Juan Ramón Jiménez, o de Unamuno o de Adolfo Salazar o de Luis Cernuda. La fascinación es irreprimible porque el juego consiste en detectar los chispazos y las emociones, la fresca verdad de una confesión o de una reacción impulsiva, cuando todavía no ha pasado por el filtro depurador del biógrafo o del historiador, o cuando todavía no ha pasado por el artificio deformador de la memoria y el relato autobiográfico.

La potencia de esa verdad súbita y vivacísima es sin embargo la trampa más peligrosa de los epistolarios. Pueden hacer creer lo que no existe o fingir un retrato ecuánime que es sólo parcial, interesado o provisional. Su efecto narcótico es una amenaza porque propicia el engaño involuntario si dejamos de leerlas como literatura y empezamos a hacerlo como documentos o pedazos de biografía fiable. Es una paradoja formidable: cuanta más intensidad parcial y subjetiva, cuanta más deformación exagerada o sarcástica, cuanto más artificio literario convoque el autor de la carta más fascinante será la riqueza de su figura moral pero también más compleja será su descodificación o su interpretación, y más expuesta a la mala lectura por parte de intérpretes precipitados. Las cartas nunca son documentos inocentes y su fascinación a menudo reside precisamente en la capacidad de fingir que son inocentes, que son espontáneas, que son graciosamente expresivas y plenamente verdaderas; lo son sin duda en sí mismas, pero sólo como verdad literaria, como verdad artificial, porque el lector caería de lleno en el sortilegio si entiende esa carta como documento fiable, cuando lo será solo contrastado con muchos otros más. La literatura para ser verdadera no necesita ser contrastada con nada que no sea ella misma, y por eso esas cartas rinden al máximo de su potencial leídas como cartas y no como documentos. La tensión de la escritura y la imaginación del escritor de cartas amistosas, largamente narrativas, jovialmente reflexivas o disparatadas, prestan un juego literario y poderoso no exactamente concebido con ese efecto, que es el que experimentamos cuando le escribe Ortega a su futura mujer, cuando Mercè Rodoreda se angustia por su éxito literario en su correspondencia con Joan Sales, cuando Julio Cortázar juega con tantos de sus corresponsales, cuando Joan Oliver se confiesa desnudo ante la ecuanimidad de juicio y la sabiduría estable de Josep Ferrater Mora, cuando Rosa Chacel se conmueve ante las cartas que recibe de muchachos jovencísimos que aprecian su obra y le reclaman una amistad que será mucho más valiosa para ella que para ellos (porque ellos son Pedro Gimferrer, Ana María moix o Guillermo Carnero), cuando Octavio Paz anima impetuosa y felizmente los primeros pasos de un poeta como el mismo Gimferrer o cuando Vicente Aleixandre endulza una y otra vez sus opiniones líricas de cara a tantos poetas que esperan su amistosa palabra.

Ninguno de estos casos está exento de un resorte de funcionamiento crucial que tiene que ver con la manufactura propiamente literaria de la carta y tiene que ver también con sus condiciones y sus límites: la carta es antes que otra cosa un documento de fidelización, un contrato humanizado de amistad, una prenda de la deuda contraída entre dos por el intercambio de sus sentimientos y de sus afectos. Las cartas lo simbolizan en sí mismas, tanto si son buenas como si son malas, o tanto si quieren ser cartas de enemistad como si son cartas derramadas de afecto. Pero en ellas gobierna sobre todo la intención y el interés, el cálculo y la complicidad, la estrategia y la táctica, y sin todo ello, esas cartas no funcionarían como los objetivos fascinantes que son porque carecerían de la argamasa que las hace literariamente valiosas y no sólo documentalmente útiles. La verdad de la cuestión es lo contrario de lo que parece: la fortuna de que esas cartas estén escritas por escritores y por autores conscientes del oficio, y el hecho de que en ellas pongan mucho de su saber y su astucia, su inteligencia y sus recursos, logra hacerlas verdad porque son artificio, porque responden a un arte de la carta que no está hecho de convenciones o instrucciones sino de experiencia cultural y literaria, de compromiso y verdad. Su veracidad, su impresión de vitalidad y confesión, nacen de la manipulación inteligente y astuta de la información y de los tonos, de los detalles y las anécdotas, de la oralidad y de la confidencia menor, de la elipsis y las reservas.

Los grandes epistolarios contienen esos recursos y son ellos los que procuran la ilusión de verdad que tenemos ante un buen epistolario. Su valor como documento no tiene nada que ver: lo que importa ahora es determinar que las razones de la vigencia de esas cartas, las razones que nos hacen leerlas, a menudo tienen más que ver con esos elementos conjugados porque conspiran para convertirlas en literatura, porque nos hacen leerlas como literatura, y ya ajenos al perfil del lector que busca datos o necesita reconstruir un episodio histórico. Cuando Italo Calvino escribe a sus autores las cartas en las que comenta los libros rara vez escuchamos el informe profesional de un excelente lector: escuchamos a un excelente lector que sabe que detrás del nombre de un autor novel o inédito hay un ser discapacitado o impedido para recibir una respuesta negativa, pero sabe también que a ese minusválido temporal le conviene escuchar una voz honrada que le hable de su literatura como si no fuese su literatura sino la del otro. Calvino no imposta la voz sino todo lo contrario: la hace literaria porque la hace verdadera al ser matizado y escrupuloso, al no perder el tono coloquial, al querer cumplir con una función rutinaria como quien cumple con un arte, el arte de educar a autores y lectores, de recomendar esto o lo otro, el arte de decir la verdad.

El salto es al vacío porque es un salto a la literatura sin asideros, sin condiciones o sin finalidad ulterior a ella misma. Son las buenas cartas las que impulsan la  operación de leer como texto literario lo que había sido concebido como texto comunicacional o instrumental. Fue quizá decisivo lo que se comunicaron y abatió o entusiasmó su contenido a su receptor, y pudo ser vital para quienes las escribieron y las recibieron. Pero nada de eso importa al lector que asiste a ese cruce de cartas desde el desinterés, es decir, desde el máximo interés del placer y del gozo de lector. Las sorpresas de los epistolarios son magníficas por esa razón, que es puramente literaria: ignoramos si podrá llegar el instante en el que esas cartas dejarán de ser documentos privados en nuestra lectura para convertirse en literatura. A menudo los corresponsales nos resultan apenas conocidos o ni siquiera teníamos un interés previo en ellos, y sin embargo, y exactamente igual que sucede con una novela de la que ignoramos completamente su argumento y sin embargo quedamos atrapados en ella o seducidos por algunos de sus personajes, logran cautivarnos sin razones externas o anteriores al hecho mismo de la lectura: se han hecho fundamentalmente literatura. Es verdad que se empieza a leer el epistolario de Zenobia Camprubí por un inmoderado afán de saberlo todo de Juan Ramón pero a medida que el lector recorre los centenares de páginas va sabiendo que la ley literaria está creciendo por su cuenta y sin menospreciar la información precisa sobre Juan Ramón va quedando también entregado al relato detallista, fresco y tantas veces alegre de la vida de una mujer casada con un señor que es poeta, dispuesta a contar infinidad de cosas con gracia y con plena conciencia de narradora que quiere hacer comprensible a sus interlocutores lo que está siendo su vida. En ese quicio, o en ese tránsito, funciona la naturaleza anfibia del lector de cartas: lee con la conciencia de que esos textos pudieron ser cruciales o muy importantes para las vidas reales de los personajes y sin embargo no escapa a la tensión estética y ética que procura la buena literatura. Quizá son las cartas mismas un género anfibio.

 

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