Toda civilización tiene su relato y este relato cuenta con el agua como uno de sus elementos principales en buena parte de aquellas que a lo largo y ancho de la geografía se han sucedido durante siglos, por muy apartadas en el tiempo o en el espacio que pudieran estar unas de otras. Así es, la cultura del agua ha ilustrado el mismo devenir de los pueblos desde el mismo origen de la historia y el origen mitológico de sus dioses y pueblos, frecuentemente bajo la forma de grandes catástrofes diluviales o como nacedero o lugar de origen de las más diversas deidades.
Ya en tiempos muy remotos, siglo xxvii a. C., la saga babilónica de Gilgamesh dejó en tablillas de arcilla la impronta del agua y el aviso de origen divino a una suerte de Noé arcaico, Utnapishtim, para salvar a la humanidad y a los animales terrestres del castigo dictado por un consejo de dioses, inundación de tal ímpetu que se hubiera preferido que la humanidad hubiese sido devorada por leones, diezmada por hambrunas o por epidemias antes que verse sometida a la constante caída de agua durante seis días y seis noches, hasta que al séptimo todo se calmó y renació la vida.
Otras formas de la manifestación de la importancia del agua son el origen de la creación del hombre a través de la arcilla, uniendo por tanto tierra y agua en personajes como el sumerio Ziusudra o el acadio Atrahasis (siglo xvii a. C.), protagonista este de una historia muy similar a la leyenda de Gilgamesh, al que se le encomienda la tarea de salvar al ser humano de una inundación terrible gracias a una embarcación, sometido anteriormente a distintas penurias con el fin de reducir la excesiva población humana por medio de sequías, hambres y plagas, pero que con el tiempo había vuelto a procrear y causarles molestias, la razón de su nuevo exterminio. La creación del mundo gracias al agua se retoma posteriormente en el caso de la leyenda babilónica de Enûma Elish (siglo vii a. C.) recogida en unas tablillas de la ciudad de Nínive. En ella, los dioses creadores nacen directamente del agua, como la diosa del mar Tiamat y el dios de los ríos Apsu, que a su vez engendraron al resto de las divinidades.
Esta misma leyenda perpetúa sin importarle los siglos aquella cosmogonía del diluvio universal a orillas del Tigris y el Éufrates. En las Sagradas Escrituras sufre algunos cambios pero manteniendo indudables coincidencias: ya no son un grupo de divinidades, sino un Dios único, dado el monoteísmo judaico, que la transforma en la conocida historia del Arca de Noé recogida en el Génesis, libro que también habla de los cuatro ríos del Edén. La ira de Yahvé envía un castigo purificador que acabe con sus hijos, dada la malicia que poseen y que ha provocado que Dios se haya arrepentido de haberlos creado, idea recurrente en la Antigüedad y muestra de un evidente pesimismo antropológico.
La cercana civilización egipcia hizo suya también la idea de la unión de la tierra y el agua para crear al hombre de la arcilla. Así, el dios Jnum moldea con agua del Nilo al hombre y le da vida, mientras que la diosa Anuket representa la divinización del gran río, su fertilidad y por ende la lujuria, que se ve acompañada por Hapy, dios de las inundaciones, que habitaba cerca de unas cataratas acompañado de un harén de diosas rana. Creación por las aguas del Nilo y destrucción regeneradora por el efecto fertilizador en un territorio desértico, pues, van juntas y así moldean tanto su cultura como su economía y su misma subsistencia. Un ejemplo de ello es que la dependencia del Nilo da lugar a una de las diez plagas del Éxodo, empleadas para forzar la liberación del pueblo judío y mostrar ante el endurecido corazón del faraón la grandeza del Dios de Israel, convirtiendo por medio de Moisés sus aguas en sangre al golpe de una vara en sus orillas y pereciendo todos los peces que en él habitaban, corrupción del agua que impide que los egipcios pudieran saciar su sed. En otro lugar, la Biblia nos muestra a través de Isaías la profecía sobre Egipto en la que el río se secará, junto con las praderas de la ribera y sus sementeras, trayendo las desgracias a los agricultores y pescadores, en definitiva, los que sostienen la vida de esta cultura fluvial.
El mito de un diluvio devastador, que transforma todo lo que toca, alcanza la cultura clásica europea. A través de los poetas Píndaro o Epicarmo (siglo v a. C.) se canta la fábula de Deucalión y Pirra, supervivientes del castigo infligido por Júpiter a la maldad de los hombres gracias a la intervención del titán Prometeo, el cual les aconseja que construyan un barca que logra salvarse de la inundación, según unos en el monte Parnaso y, según otros, en el siciliano Etna. Pasado el diluvio, del que es posible que hubiera sucedido en realidad en el siglo xv a. C., los piadosos Pirra y Deucalión consultaron el oráculo de la diosa Temis, que les advirtió de que soltaran a tierra los huesos de la madre común, que en realidad significaban las piedras que dieron origen a los personas que repoblaron el mundo. El testigo de esta historia lo recoge Ovidio en su Metamorfosis, en la que en el Libro I añade que Júpiter dudaba en castigar a los hombres con rayos y fuego, pero que viendo que el castigo podía ser irreversible, al final se decide por enviarles el diluvio. Tras él, y gracias al oráculo de Temis, aquellos huesos o piedras que arrojaron al suelo Deucalión y su compañera Pirra se blandean, se vuelven flexibles, crecen y se alargan adquiriendo forma humana, origen de una nueva civilización.
La leyenda del diluvio universal es común a otras culturas muy lejanas, como la maya. Su libro sagrado Popol Vuh cuenta la creación y el diluvio de forma sorprendentemente coincidente con los rasgos esenciales de los diluvios que acabamos de ver. Los dioses como Gucumatz vivían en el agua rodeados de claridad. Crean la tierra y crean a los primeros seres de barro, pero como el barro se deforma y deshace, lo intentan de nuevo con madera, que tampoco produjo los frutos esperados por los dioses, por lo que estos los destruyeron mediante una enorme inundación, hombres de madera cuyos descendientes son los monos que habitan en la selva, siendo el hombre actual el fabricado con maíz, la base de la supervivencia de las culturas prehispánicas.
El mito de una gran e incesante lluvia puede que sea lo que más atención haya atraído de la Antigüedad clásica. A esto se le suma el que muy diversos protagonistas de su mitología se relacionen en alguna medida u otra con el agua y los ríos. La deificación de los ríos no fue extraña. Junto al Nilo, contamos con la veneración del Aqueolo por los etolios, del Escamandro por los frigios, del Iliso por los atenienses y los romanos veneraron el Tíber. El poder de Neptuno se ampliaba, además del mar, a los ríos y fuentes. Los Oceánidos, como Peneo y Aqueloo, eran los dioses griegos de los ríos, hijos de Tetis y Océano. Diana cazadora le echa el agua de un riachuelo donde viven las ninfas a un cazador, que queda convertido en ciervo. Baco plantaba sus vides a orillas del río Estrimón. Escamandro, río de Troya, personifica un príncipe que luchó contra Aquiles agitando sus aguas, violento porque este había llevado a cabo una matanza y cubierto su cauce con cadáveres en venganza por la muerte de Patroclo. El temible río Aqueronte, o río de la tragedia, era junto al Estigia y otros tres uno de las corrientes del inframundo, surcado por las almas en su vagar ultraterrenal a cambio de un óbolo pagado a Caronte. El Leteo, otro río del Hades, representaba el olvido, olvido en el que caían las ánimas antes de reencarnarse para que no pudieran así acordarse de sus vidas anteriores. Por el contrario, Mnemósine devolvía la memoria y la sabiduría a quien bebiese de sus aguas. Estos mitos han marcado una profunda huella en nuestra cultura occidental en obras de las que es digna de destacarse siglos después La Divina Comedia. La sensualidad también tuvo cabida a la orilla de un río: Leda, esposa del rey de Esparta Tindáreo, que caminaba junto al Eurotas, cuando fue seducida o forzada por Zeus convertido en una majestuosa ave acuática, un cisne, creando una de las imágenes eróticas más repetidas en la pintura y la escultura.
Pero el agua no se limita únicamente a explicar un discurso mítico en la Grecia antigua. Los intentos por analizar y entender lo que nos rodea condujeron a considerar el agua, junto al fuego, la tierra y el aire, como uno de los elementos básicos de la Naturaleza. Tales de Mileto (siglo vi a. C.) entendía que el elemento básico era el agua, dada su abundancia y sin la cual la vida no es posible, idea recogida posteriormente por Aristóteles al tratar estos cuatro elementos y la quintaesencia del éter, ideas que perduraron durante siglos y que influyeron en los atisbos de ciencia que apenas consiguieron abrirse camino, intentando dar un vuelco al origen mitológico común a tantas culturas. Tampoco podemos dejar atrás la idea de inalterabilidad y cambio permanente de la Naturaleza, la unidad de los opuestos, representada por el río de Heráclito, el Oscuro de Éfeso.
En estas líneas ilustramos la impronta de los ríos y el agua en algunas de las principales civilizaciones. Quizás estos mitos y relatos tuvieran que haberse creado necesariamente, pues la vida muestra su dependencia del agua y desde el origen de los tiempos los pueblos se han asentado a las orillas de ríos y humedales, gozando de sus beneficios materiales, envolviendo la creación de su propia historia y, cómo no, mostrando su temor por verse indefenso ante las manifestaciones más poderosas de la fuerza de los cursos fluviales y de la lluvia. Nuestra historia, nosotros mismos, somos agua.