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En 1958 los científicos chinos descubrieron la actividad terapéutica de la Artemisa Annoa, para el tratamiento de la malaria. En la Grecia antigua se utilizaba ya esta planta para el tratamiento de las disfunciones menstruales, algias y otras dolencias. En China desde hace mil quinientos años se conocía la acción de las infusiones de Artemisa contra la malaria, pero según la información proporcionada por TVE, fue a finales de los años cincuenta cuando los científicos de dicho país expusieron sistemáticamente sus capacidades para enfrentarse a una enfermedad que mata a millones de personas, treinta niños cada diez minutos por ejemplo.
Los Estados Unidos de América del Norte no aceptaron el descubrimiento. Eran años de lo que se ha denominado eufemísticamente Guerra fría, y no podía darse por bueno un hallazgo que viniera del "enemigo", aunque su aplicación supusiera salvar tres millones de vidas cada año. Por otra parte la industria farmacéutica con su ausencia de sentido social -al fin y al cabo, me dirán, es un negocio que sigue las leyes del mercado-, tampoco era demasiado proclive a asumir un producto que podía ser barato y benéfico para masas de población depauperadas y enfermas.
Sólo treinta años más tarde se reconoció el valor de la Artemisa como preparado contra la malaria con resultados excelentes. Hace años ya que se investiga en la materia, con la oposición de las multinacionales farmacéuticas que siguen intentando silenciarlo. Su intención comercial es seguir colocando los antibióticos que fabrican aunque son ineficaces. En el extremo contrario y gracias a la inversión pública, el Centro Tecnológico Agroalimentario de Extremadura lleva adelante un importante proyecto de implantación de la Artemisa para la fabricación de fármacos contra el paludismo. Es una iniciativa destinada al beneficio social.
Esta es la naturaleza del sistema en que vivimos. El negocio se supedita a cualquier consideración humana. Si hay que eliminar población y vender, da igual que se lleve a cabo mediante las guerras o privándoles de terapias que respondan a las pandemias que padecen o quizás, en ocasiones, se les provocan.
Contaré algo personal. Hace años ya, un cardiólogo al que conozco bien y fue compañero mío en el colegio y la universidad, me habló del carácter benéfico del vino tinto tomado con moderación: una botella a la semana, dijo, para la prevención de enfermedades cardíacas. Y añadió: "No podemos decirlo porque los americanos (estadounidenses) se niegan; son muy puritanos". Ahora esta cuestión es comúnmente aceptada.
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Hemos vivido distantes e impotentes la barbarie padecida por la población palestina de Gaza. Hemos padecido aquí la sinfonía de plumíferos y tertulianos que defendían con ardor el derecho de Israel a defenderse, aunque lamentaban con jeremíaco cinismo la cantidad de niños muertos. Algunos sin embargo mostraban su queja: "Siempre nos enseñan las mismas imágenes". Quisieran, como hizo la administración Bush, matar y que no se vea. Los muertos, y más de una forma tan despiadada, suelen provocar náuseas y cólera en la población, eso es lo malo de estas cosas. Recuerdo la imagen de uno de estos personajes del sexo femenino, que denunciaba con énfasis que los niños israelíes en sus colegios tienen el refugio bajo sus pies. Y no le daba vergüenza considerar que los palestinos sólo tenían las bombas y la muerte a su alrededor. ¡Cómo no le iban a molestar las imágenes!
Se ha calificado la respuesta como "desproporcionada" por parte de quienes no son abiertamente de extrema derecha. Son ganas de seguir con los eufemismos. No voy a comparar cifras, ni a hacer balances. Quién no quiera ver que las fuerzas israelíes responden con ametralladoras, artillería y blindados a quienes les lanzan piedras; que al lanzamiento de cohetes de poca eficacia se le opone bombardeos de violencia feroz y sostenida, con ataques por mar, con artillería, más blindados e infantería invasora, poco hay que decirles. De todos modos ese es el escenario preferido para este tipo de mentalidad: ellos tienen la fuerza y la aplican cuando quieren y donde quieren, y nadie los detiene, y les importa un pito tanto la opinión pública internacional como las tímidas peticiones de los gobiernos europeos.
Todo esto es importante recordarlo pero se ha insistido sobradamente en ello. La cuestión es por qué esta atrocidad sin límites se ha podido ejecutar ahora con tanta impunidad. Lógicamente se ha aludido a la proximidad de las próximas elecciones como causa principal: los candidatos hacen méritos ante los electores apoyando ciegamente los bombardeos. Es cierto sin duda, pero no hay que olvidar que lo hicieron los días justos anteriores al fin de la presidencia de Bush. La Ministra de Exteriores de Israel pudo ir a visitar a Condoleezza Rice un minuto antes de que desapareciera del cargo, para recibir su apoyo explícito. Del mismo modo, declararon el alto el fuego tres o cuatro antes de que tomara posesión el nuevo Presidente Obama. A nadie se le ha pasado por alto la siniestra utilización de estas fechas y plazos.
No obstante, la necesidad de consumir armas ha sido igualmente decisiva. La fabricación de armas es uno de los rangos que se consideran productivos en los datos macroeconómicos, es el primero en Estados Unidos. Pero para que los fabricantes vendan es necesario que se las compren los gobiernos con recursos del erario público, no se olvide, y si los almacenes están llenos no hay nada que hacer. Hasta que esta miserable situación no se resuelva, seguirá habiendo guerras para poder vender armas que se les pagarán con dinero de los contribuyentes. ¿No ha sido éste uno de los elementos básicos de la crisis que se originó en Estados Unidos y ahora padece el mundo?
Todo ello nos permite afirmar que el gobierno israelí es de una amoralidad extrema, así como de una carencia de ética que lo enajena de todos aquellos países que utilizan criterios civilizados en sus actuaciones. Lo malo de estas carnicerías, como en otros casos, es que los muertos no son partidarios de los discursos filosóficos, sólo saben que han sido asesinados.
Para certificarlo basta recordar unas imágenes emitidas por TVE y que no se volvieron a repetir. En un monte frente a la frontera con Gaza, un grupo de israelíes, jóvenes muchos de ellos, se habían reunido con mesas y máquinas de café, quizás también música, a ver cómo se bombardeaba el territorio palestino. Al fondo se veían las grandes humaredas provocadas por las bombas y los incendios. Era un espectáculo obsceno y repugnante el que ofrecían aquel grupo de individuos.
La reportera se dirigió a una muchacha para que le diera su opinión y ésta, con rostro risueño, no dudó en afirmar: "Lo mejor es que los maten a todos". La respuesta me sobrecogió. ¿Conoce esa criatura lo que ha sido la historia del pueblo judío? ¿Qué les enseñan en las escuelas de Israel a sus niños y jóvenes? Esas imágenes me trajeron a la memoria la de aquellas señoras que se consideraban la "gente de orden", que iban a hacer punto en los lugares en que los fascistas fusilaban a quien se les venía en gana en la Guerra incivil española. También ellas y ellos hubieran querido matar a todos, aunque hay cosas que se sueñan pero que son imposibles. Qué pensará esta gente que toma café y comenta entre risas la extinción, de los dictados de su dios. Entre esta gente y los nazis que quisieron hacer lo propio con su pueblo, hace tiempo que no existe diferencia.
¿Qué hacer? Antonio Elorza escribía no hace mucho que es preciso que Israel vuelva a las fronteras de 1967, para que pueda darse una solución al conflicto. Estoy de acuerdo. Los gobiernos israelíes han hecho caso omiso de todas de las resoluciones de la ONU, las de la Asamblea General, claro está, porque en el Consejo de Seguridad siempre los Estados Unidos han impuesto su veto. Por eso creo, como otros muchos, que los gobiernos de los países que defienden la civilización y el derecho internacional deben decirle claramente a Israel: Hasta aquí han llegado. Deben impedirles que actúen con impunidad, como si existiera una especie de culpa colectiva que les permite hacer lo que quieran. Justamente es por eso, por esa conducta, por lo que acabarán enajenándose de los gobiernos, porque de gran parte de la ciudadanía ya lo están.
3
No soy dado a enaltecer de forma gratuita la acción del Gobierno de España, más bien intento no perder mi sentido analítico, pero me escandalizan las operaciones de agitación y descrédito emprendidas por los agentes mediáticos de la derecha extrema. Desde que esta crisis se instaló con todas sus consecuencias, la campaña obedece a una sistemática denigración del Presidente del gobierno en la que todo vale, al igual que de varios de sus ministros. No es un asunto banal, sino que refleja muy bien lo que algunos entienden por acción política o periodística, que al fin y a la postre sólo es mediática,
He dicho muchas veces, no se me cansen, que hacer oposición no es estar en contra de todo aquello que los que gobiernan proponen, sino hacer análisis críticos y aportar soluciones alternativas. Los electores tienen derecho a saber cuáles son los proyectos para la gobernación de aquellos por los que vota. Esta práctica es casi inexistente en España, por mucho tono altisonante que se dé a lo que se dice. A mi parecer, el Partido Popular comete el error notable de hacer una crítica acerba del gobierno, al que hace responsable de la crisis, sin proponer ningún plan propio a la situación. ¿Pero alguien puede proponer un plan? ¿Hay alguien que encuentre una salida al laberinto?
La cuestión consiste en que esta crisis, hasta donde podemos colegir, se inició en los Estados Unidos por problemas en apariencia ligados a la especulación bancaria, pero fruto de los procedimientos ensalzados por aquellos deplorables "neocons" y todos quienes siguieron sus pasos en el ancho mundo, el sr. Aznar y sus fieles en grado sumo. Excepto la administración Bush que permitió todos los desafueros imaginables, los gobiernos del mundo se han visto arrastrados por la hecatombe estadounidense. Los episodios locales, que los hay, son minucias en relación a la substancia de los hechos. Incluso es legítimo pensar sin el menor asomo de política-ficción, si la crisis no ha sido inducida por quienes pretenden erigirse en gobierno mundial en su empeño por limpiar las caballerizas con vigor hercúleo, pero esta es cuestión para otro momento y carecemos de datos precisos. En estas circunstancias, el PP debería celebrar el hecho de no gobernar, porque sólo podría hacer lo mismo o provocar graves situaciones de violencia social.
Sin embargo se ha adoptado una línea argumental en que además de calificar al señor Rodríguez Zapatero de "mentiroso" pertinaz -¡cuánto calvinismo oculto circula!-, se le hace responsable de todo. Hay espacios televisivos y radiofónicos dedicados a largar sin cuento ni medida, sin datos ciertos y puras opiniones de barra de bar, en los que se le acusa de todo lo que sucede. Hasta del mal tiempo y las nevadas he oído decir, lo juro.
Es de suponer que el PP quería atraer intenciones de voto de la situación, pero para ello se ve obligado a contar con los extremos más derechistas de la turba liberal-conservadora -¡qué magnífico frenesí el de esta denominación!-. Y burla burlando, estos energúmenos cuyo fin era ante todo el de derribar al señor Rajoy de la presidencia del PP, aparecen ahora sin máscara. Por eso han llegado a esgrimir el interrogante "¿donde está la oposición?", cuando Rajoy pretende establecer algún acuerdo estratégico con el partido gobernante.
La situación es grotesca. Muchos consideramos al señor Rajoy como persona ponderada aunque no lo votáramos, y gentes de su partido o en los aledaños sociológicos pretenden destruirlo y humillarlo. Podemos no votarlo pero lo respetamos, cosa que ese quiste ultraderechista no hace. Creyendo que sirve a sus propósitos obsesivos de ocupar el poder, han propalado toda suerte de profecías catastróficas que han servido para crear una sensación de miedo entre quienes no debían tenerlo. No dudan en hacer trabajo de agitación para denunciar que los sindicatos no se alzan en pie de guerra, como si hubiéramos olvidado lo que dicen cuando simplemente se movilizan.
Esta situación no tiene salidas en solitario y nadie vislumbra cuál puede ser la colectiva. Los gobernantes no cejan en su ilusión de mantener lo existente, aunque se haya hundido en el desdoro y la miseria, aunque la contribución del Estado se solicite a gritos por quienes quisieron reducirlo a escombros. Los límites entre lo público y lo privado se desdibujan siempre a su gusto y a su favor. Quienes determinaron entre gritos triunfales que se privatizara todo, Repsol o Iberia, por ejemplo, pretenden que se comporten y se les trate como si fueran públicas. Los bancos mismos, dedicados a hacer negocio, son entidades privadas que hacen lo que responde a sus intereses. Otra cosa es si debe ser así, si los ciudadanos deben tolerar que ciertas entidades dedicadas a su lucro privado tengan consideraciones privilegiadas sin llegar a un acuerdo que confiera una inequívoca dimensión social a sus actividades.
Habría que buscar, para hallar salidas al laberinto, opciones que cambiaran el sentido de muchas cosas, muy en particular del sentido de la vida y la felicidad. Antes, a todo esto se lo denominaba: soluciones revolucionarias. ¿Pero tiene alguno de los gobernantes europeos el valor cívico y político de enunciarlas? Para vergüenza de todos, quienes representan los rostros de esta crisis se van a ir de rositas como nos descuidemos.
No obstante les recordaré que los reunidos en Davos, tan entusiastas del mercado y con el negocio puesto entre las cejas antaño, han concluido lo siguiente en su último encuentro: La causa de la crisis ha sido el capitalismo salvaje, la búsqueda de beneficios a corto plazo y a costa de lo que sea. Proponen recuperar el valor del trabajo y el esfuerzo -¡cuántas veces lo habremos dicho en estos desérticos páramos repletos de "listos"!-. Por último, lo más contundente: No hay que salvar a los bancos sino a la humanidad.
Apliquemos de inmediato este programa y verán ustedes como las medidas que se requieren son revolucionarias, o cuando menos contundentes y tenaces. Verán ustedes también los estragos que provoca entre las gentes aprisionadas por la mentalidad generada por lo que se ha hundido. ¡Ironeia!