El más joven de los Tres Tenores que dominaran al panorama lírico
durante casi un cuarto de siglo y definirían como tenoril a la generación
operística que se va, José Carreras, tenía el físico,
la presencia y la aptitud, y cómo no la simpatía, de un triunfador
a la vez que la voz, de noble timbradura, de dorado sol mediterráneo, ricamente
esmaltado, de suntuosidad armónica, abundante de volumen y extensión
adecuada.
Pronto fue evidente que el Do agudo, el llamado Do de pecho, símbolo y
cetro de la tenorabilidad, se le resistía. Como también le resultaba
incómodo el Si bemol, que a fuerza de buena voluntad iba solventando.Pese a ello, y sobre aquellos excelentes elementos de base, destacaba su apasionada
concepción del canto, una entrega desprendida al servicio del personaje,
un fraseo de cargadas intenciones, que lograban de inmediato la comunicabilidad
directa con los públicos. Su aire a veces frágil –y durante
bastante tiempo, fascinantemente juvenil– ampliaba estos efectos como si
fueran dulces sonidos del alma. José Carreras, tras alguna actuación precoz –siendo un niño
debutó en el Liceu como Trujamán en El retablo de Maese Pedro, de
Manuel de Falla, en la temporada 1957-58–, comenzó su andadura profesional
en 1970 con los papeles líricos propios de su vocalidad:Rodolfo, Cavaradossi y Pinkerton de Puccini, Edgardo (y otros similares: Devereux, Gerardo o Gennaro) además de Nemorino de Donizetti, Alfredo o el Duque
de Mantua de Verdi, entre otros impuestos más que por la libre elección
del interesado, por las circunstancias escénicas, la mayoría, pero
también por ciertas coyunturas discográficas; es el caso, entre
otros más, de los Leicester y Otello rossinianos, grabados en plena efervescencia
del renacimiento del compositor, que hace aún más chocante su lectura
romántica. Esta década de los años setenta fue la de su imparable
despegue, potenciado discográficamente por el interesante contrato con
Philips con el que puso al día el Verdi juvenil, que tanto le convenía
por edad, modales y arrebatos: Edoardo, el corsario Corrado, Jacopo Foscari, Arrigo
el de Legnano y Stiffelio. Grabados entre 1974 y 1979, estos personajes conservan
varios excelentes momentos del arte de Carreras. Pero pronto se hizo evidente
que aquellos o estos márgenes eran muy estrechos para su ambición,
entusiasmo y metas.
Por sí mismo con la más o menos decisiva intervención de
Herbert von Karajan, que lo convirtió en su tenor mimado, fueron llegándole
personajes de lírico de peso o decididamente spinto, la mayoría
del catálogo verdiano, como Rodolfo de Luisa Miller, Manrico, Riccardo, Don Alvaro, Don Carlos y Radames, que alineó
al robusto Enzo ponchielliano, paso previo al verismo duro de Canio y Turiddu
y del blando de Chénier o del Calaf y del Des Grieux pucciniano. Paralelamente,
el tenor barcelonés hacía compatible el repertorio italiano más
sabroso con algunos personajes del francés bien ajustados a su personalidad,
abarcando desde el lirismo galo más genuino, refinado y envolvente al pre-verismo
bizetiano: Roméo, Jean de Hérodiade, Don José, un inesperado
Eléazar, Werther, y, especialmente, el Samson de Saint-Saëns. En los
extremos, algún guiño a la modernidad, como el oportuno y fugaz
Cristóbal Colón de Balada.
Penosas circunstancias personales, la de la enfermedad descubierta de improviso,
le imponen una retirada inmediata. Una vez superado el trastorno, su regreso a
los escenarios se adapta a la nueva situación física y vocal. Aumentan
los recitales, a veces originados con fines benéficos, y se hacen escasas
las representaciones operísticas, en las que reaparece Stiffelio, de escritura
más bien central y donde la impronta dramática puede dominar sobre
los aspectos musicales o canoros, instalándose en otros nuevos como Loris
Ipanoff, con despliegue lírico y convulso recitato inteligentemente combinados,
o esa interesantísima y entrañable ruina humana que es el Sly de
Wolf-Ferrari.
Como Sly en el Teatro Regio de Turín, junto a Elisabete Matos (Ramella & Gianesse) La voz, a menudo cansada –un cansancio ya anunciado antes de aparecer la
leucemia–, ha perdido algo del áureo y sensual colorido, haciéndose
más compacta y oscura, el canto ha perdido algo de aquella espontaneidad
y dulzura que contagiaba entusiasmos, persistiendo siempre la capacidad de seguir
moldeando sus medios con la inteligencia y la entrega conocidas, sin perder nunca
los horizontes de la autenticidad musical. Asimismo, de esta definitiva etapa
emergen en la voz del catalán un Samson ahora de mayor impacto dramático
y una inesperada recuperación del Gaston de Jérusalem, por lo que
al haber cantado también Carreras el Oronte italiano de I Lombardi, se
convierte en uno de los escasísimos tenores que se hayan enfrentado a estas
dos entidades juveniles verdianas.
Un Rodolfo inolvidable
La tipología vocal de Carreras, un tenor lírico con la generosidad
vocal de un spinto y con una personalidad extravertida, ardorosa y viril, le
ponía en camino para sacar adelante no pocos personajes románticos
o tardorrománticos de los que tanto abundan en la ópera desde
que el tenor tomó las riendas de la situación. El Rodolfo de La
Bohème pucciniana es por carácter y tipología vocal uno
de los encuentros más felices entre personaje lírico y cantante,
por la belleza vocal, la expresividad del intérprete y la naturalidad
de la concepción, encontrando probablemente su mejor solución
en las representaciones del Met neoyorquino de 1982 con Franco Zeffirelli en
la escena y acompañado por dos sopranos a su altura: Renata Scotto y
Teresa Stratas.
Príncipe y genovés
El Don Carlo verdiano, ese príncipe de España, saturado de aspiraciones
libertarias, enamorado de su madrastra y entregado a utópicas empresas,
estaba pensado a la medida de esta voz clara (como sugiere la juventud), ardiente
(como permiten los ideales), sensual (como su pasión por Elisabetta)
y bella (como se asocia a lo que es positivo de los anhelos humanos).
Carreras paseó su Don Carlos por algunos de los mejores escenarios del
mundo (Salzburgo, La Scala del bicentenario, Londres, Ginebra, Viena y, por
supuesto, el Liceu barcelonés). Para el también verdiano Gabriele
Adorno del Simon Boccanegra cuenta mucho la entrega apasionada a un ideal propio
de la edad núbil, y con la juventud que desborda al brioso genovés
se deja llevar rápidamente por las pasiones inmediatas, sin razonar,
automáticamente. Por ello fue Verdi capaz de brindarle esa maravillosa
escena solista que comienza con “O, inferno” y que resume fantásticamente
su impulsivo carácter. José Carreras se incorporó al equipo
que cantó esta ópera en La Scala, todos en estado de gracia (Freni,
Ghiaurov, Cappuccilli), bajo la batuta de Claudio Abbado, para una realización
discográfica de estudio, que pasa por ser una de las mejores versiones
de la excepcional partitura verdiana.
Pasión y más pasión
El Don José de Carmen lo debutó José Carreras en Madrid
en 1982, en una controvertida realización escénica de Pilar Miró
con Ruza Baldani, dirigido por García Navarro. Se consideró, por
los siempre encasillados reaccionarios de turno, que era un peligroso salto
cualitativo y cuantitativo en su repertorio, olvidándose de que más
de dos décadas atrás ya cantaban Don José Leopold Simoneau
y Nicolai Gedda. Hoy es uno de los papeles más asociados a su personalidad
por el singular proceso evolutivo del protagonista que logra reflejar, desde
el ingenuo provinciano del primer acto al enloquecido y humillado amante despechado
del último.
Werther de Massenet no ha sido, como Don José, tan frecuentado por el
tenor. Lo debutó en 1986 en la Ópera de Viena, en un momento en
que ya se contaba con un Werther oficial, admiradísimo e imbatible: Alfredo
Kraus. Pero José Carreras demostró que el héroe de Goethe
y Massenet tenía también otras aristas, podía esgrimir
otras armas que no fueran la aristocrática majestad de Georges Thill
o el patetismo meridional de Tito Schipa. Carreras descubrió en Werther
una energía y un desprendimiento que justifican mejor el recorrido hasta
el trágico final a través de un juego bipolar entre momentos de
tristeza y de repentino júbilo, envuelto todo en un hálito de
sensual melancolía que dejó bien reflejado en la posterior grabación
de 1980, todavía no valorada en su justa medida.
Hacia el verismo
Andrea Chénier, aunque nacido en plena efervescencia verista, es un típico
héroe romántico. Pero como está inmerso en un mundo convulso
de inquietantes reivindicaciones sociales, se ve arrastrado por ellas. Así
ha de expresarse como un poeta en largos periodos de canto suntuosamente lírico
y como hombre, en frases de abundante energía y expresividad. Carreras
supo aprovechar esta doble vertiente y con sus medios generosos sacarle partido
a partitura tan proclive al lucimiento tenoril, hasta el punto de hacerla casi
enteramente suya, pese a la dura competencia de inmediatos predecesores o contemporáneos:
Bergonzi, Corelli, Domingo y, en menor medida, Pavarotti. Lo consiguió,
como ante otros desafíos en principio imposibles, gracias al arrojo y
a la personalidad, en un empeño tan bien entendido como certeramente
comunicado a través de sus singulares posibilidades interpretativas.
Compromiso social
La leucemia que castigó al tenor a mediados de la década de los
ochenta fue un punto de inflexión no sólo en su carrera profesional,
sino, obviamente, en su forma de entender la vida. Ahora preside y apoya activamente
la Fundación Internacional José Carreras para la lucha contra
la leucemia que fundara a raíz de su vivencia. El objetivo de esta empresa
no es otro que el de ayudar a la investigación del diagnóstico
y tratamiento de dicha enfermedad, además de vertebrar una red mundial
de donaciones de médula espinal, ya que el transplante continúa
siendo uno de los tratamientos más eficaces. Cada año,
José Carreras realiza una docena de recitales benéficos en todo
el mundo, convocando a miles de personas que apoyan su causa a través
del arte del tenor e implicando a otros artistas en su lucha. La televisión
alemana convoca desde hace más de una década una colecta-telemaratón
en la que Carreras está plenamente implicado, participando como artista
y como copresentador.