Siempre es difícil describir con palabras una voz. Si ésta es de
la pasta, de la carne, de la densidad de la de Victoria de Los Ángeles
el intento puede ser complicado. Pero hemos de intentarlo. Había en ese
órgano relieves que nos permiten, por decirlo de un modo prosaico, asirlo
para un examen didáctico. Decía en cierta ocasión Joaquín
Calvo Sotelo que la de Victoria era una “voz químicamente pura”.
Desde luego, el timbre era muy característico, tenía un terciopelo
y una satinada suavidad. Esa sonoridad aparecía envuelta en una muy matizada,
pero clara y diáfana luz emanada de una garganta preparada prácticamente
desde el nacimiento, con una impostación natural y una línea de
canto extrañamente madura. El timbre, de soprano lírica de cierta
anchura, luminoso, aunque con claroscuros muy excitantes, era cremoso y acariciador,
terso, de evidente sensualidad, homogéneo, con fácil soldadura de
registros, de purísimo esmalte. Pocas cantantes han gozado de una voz tan
mórbida, de tan delicadas inflexiones. El canto en ella, debido a esa naturalidad
emisora, era de aplastante espontaneidad. Victoria cantaba como hablaba, sin apreciable
esfuerzo; era un acto reflejo como el de respirar. Lo que hacía pensar
en una sorprendente técnica, que sin duda provenía de la propia
cuna y que los buenos oficios de su profesora en el Conservatorio de Barcelona,
Dolores Frau, contribuirían a ampliar, completar y mejorar.
Se comprobó ya en sus primeras actuaciones, por ejemplo, una Bohème
de 1941 o un Orfeo monteverdiano de 1942, aún en las aulas, que allí
había una artista excepcional, de una ductilidad, de una expresividad emotiva
singulares. Lo demostró después de continuo en sus colaboraciones
con el grupo de música antigua Ars Musicæ y en sus cada vez más
frecuentes apariciones en público. Un recital en el Palau de la Música
precedió a su debut en el Liceo, el 13 de enero de 1945, en el papel de
Condesa de Las bodas de Fígaro de Mozart, un personaje al que entregaba
una calidez y un encanto nostálgico fuera de serie, basados en su mágico
legato de violín —que en ocasiones hacían que su arte pudiera
ser un poco instrumental. Era en esa época, en efecto, una cantante nacida
para los pentagramas del salzburgués. Así escribía al respecto
Lauri-Volpi en su libro Voces paralelas: “La pureza de la música
mozartiana puede dar la imagen de esta voz, límpidamente esencial, desdeñosa
de la exterioridad, del énfasis, del manierismo, de la teatralidad”.
Un manierismo que, sin embargo, afloraría de vez en cuando al cabo de los
años cuando el timbre había perdido ya frescura y el aliento no
poseía la firmeza inicial. Entonces Victoria dibujaba volutas y acentos
que podían llegar a rozar la afectación. La categoría de
nuestra cantante se extendió también al mundo del lied y de la canción
española, en el que su supremo legato y su sensibilidad poética
hacían maravillas; aunque ese refinamiento tan apto para las piezas de
Schubert, Schumann o Brahms no casara del todo con las páginas más
desgarradas de nuestro repertorio camerístico y que había dominado
el estilo un tanto bronco y popular de Conchita Supervía. Quizá
la soprano barcelonesa era demasiado elegante, señorial, educada para reproducir
el lado más folclórico de algunas músicas. Pero esa sonoridad,
esa dicción nítida, no exenta de cierta melifluidad, cautivaban
a cualquier oído medianamente educado. Y más a uno tan fino como
el del guitarrista Regino Sáinz de la Maza, crítico durante el tiempo
en el que, poco después de su debut en el Liceo, Victoria se presentara
en el Teatro Calderón de Madrid en un recital en el que la acompañaba
Napoleone Annovazzi. Escribía Regino: “Todo en ella es admirable.
De su voz emana ese misterioso poder privativo de los artistas esclarecidos, que
subyuga y atrae. Una voz cálida, pastosa, blanda de inflexiones y de timbre
vibrante, que es como una caricia difícil de olvidar […]. Ante la
naturalidad y sencillez de su emisión queda uno asombrado. Su carrera,
hoy en orto, promete alumbrar horizontes de gloria para el arte español”.
Palabras un tanto pomposas, pero sabias, y vaticinios acertados.
Aunque la voz de Victoria de Los Ángeles era la de una soprano lírica
—cambiante, densa e irisada, por supuesto— abarcaría pronto
otros géneros y estilos y tocaría incluso partes más propias
de las mezzos: una delicada Charlotte, una Carmen curiosamente poética
e introspectiva, una Santuzza de raro patetismo (ésta en disco)…
Pero su reino era el de la soprano lírica, que llegaría hasta la
Elisabeth de Tannhäuser (ahí está su grabación de 1961
con Sawallisch). Recordamos su lírica, intensa, desvalida Mimì;
su Butterfly interiorizada, aunque falta de la amplitud para una parte que requiere
en realidad una soprano spinto; su soñadora y refinada Amelia (de Simon
Boccanegra); su sensible y humana Desdemona, bien que sin la anchura adecuada
para el concertante del tercer acto. Y, en otro orden de cosas, sus exquisitas
Noches de verano de Berlioz; su Salud de La vida breve, de la que hizo en tiempos
una recreación que ponía de relieve la pureza moral del personaje.
Para el lied, Victoria poseía un arte que aunaba la expresividad, a veces
algo demodée, de Schwarzkopf, la ingenuidad de Seefried, la intensidad
de Lemnitz o la limpidez de Grümmer. Sin llegar probablemente a las cimas
de ninguna de ellas. No olvidemos tampoco la finura con la que la cantante daba
vida a ciertas figuras de la ópera francesa; por ejemplo, una casi infantil
Margarita y una elegantísima, entrañable y cálida Manon.
Y la sapiencia con la que decía la mélodie.
Hemos destacado en las líneas precedentes, en más de una ocasión,
la pureza, la ingenuidad, la limpidez de la intérprete. Aspectos que venían
subrayados por la voz, que tenía algo de frágil, y por un temperamento
nada desbordante, que incidía en los rasgos de menor dramatismo de los
personajes operísticos o que realzaba los valores más claramente
poéticos de las canciones; un mundo éste en el que se refugió
la soprano de manera decidida ya desde los años sesenta, a medida que iba
abandonando el de la escena, en el que no siempre se encontraba del todo a gusto:
era actriz más bien limitada y estática. Además, en el recital
no tenía que esforzarse para dar agudos o trazar fioriture, nunca su fuerte.
Se ha especulado sobre las razones de la evidente pérdida de fuelle, de
amplitud y de seguridad en la zona alta; incluso sobre la relativa fragilidad
y seguridad de la emisión, que habrían contribuido a esa relativamente
pronta huida de los escenarios. Y se ha hablado de la carencia de una técnica
auténticamente sólida. Es difícil decirlo. Como antes hemos
manifestado, la soprano barcelonesa nació cantando; quizá no forjó
suficientemente sus bases en esos primeros años y se dejó llevar
por esa insultante facilidad para emitir y modular sonidos.
DISCOGRAFÍA SUCINTA
Berlioz: Nuits d’été. Munch. RCA GD60681. 1955 (+ Romeo
y Julieta).
Bizet: Carmen. Gedda, Blanc. Beecham. EMI 556214-2. 1958/59.
Debussy: Pelléas et Mélisande. Jansen, Souzay. Cluytens. EMI-Testament
SBT 3051. 1956.
Canteloube: Cantos de la Auvernia. Jacquillat. EMI CDM 7 63178 2. 1969,1974.
Falla: La vida breve. Ernesto Halffter. EMI 569235. 1952 (viene con la posterior
versión, años sesenta, dirigida por Frühbeck).
Fauré: Réquiem. Dieskau. Cluytens. EMI 566894. 1962.
Gounod: Faust. Gedda, Christov. Cluytens. EMI 565256-2. 1953.
Massenet: Manon. Legay. Monteux. EMI-Testament SBT 3203. 1955.
Massenet: Werther. Gedda. Prêtre. EMI 763973-2. 1968.
Mozart: Las bodas de Fígaro. Siepi, Valdengo, Madeira. Reiner. Arlecchino
ARLA68-A70. Met, 1952.
Puccini: La bohème. Björling. Beecham. EMI 556236. 1956.
Verdi: Simon Boccanegra. Gobbi, Christov, Campora. Santini. EMI.
Verdi: Otello. Del Monaco, Warren. Cleva. Myto MCD 944.107. Met, 1958.
Recitales
VV.AA.: Interpretaciones de diversas épocas, con piano y orquesta. EMI
Eminence CD-EMX2233. Incluye el concierto de despedida de Gerald Moore; con
Schwarzkopf y Dieskau.
VV.AA.: Repertorio variado. EMI-Testament SBT1087. 1942-1953.
VV.AA.: arias de ópera, lied y canción (soberana versión
de las Siete de Falla con Moore al piano. Lebendige Vergangenheit 89598. 1949-1951.