Fue, probablemente, el compositor más influyente en la música
del siglo XVIII. Pero, a pesar de que su vida tuvo una duración aceptable
para la época, apenas si se conocían unos cuantos datos acerca
de su trayectoria y éstos, poco llamativos. Así que los historiadores
dieciochescos y más tarde algunos románticos dieron por buenas,
sin someter a crítica, todas las noticias y anécdotas que
les llegaron y, a falta de ellas, recurrieron abiertamente a la imaginación.
Y se elaboró una biografía de Arcangelo Corelli, si no deslumbrante,
al menos con contenido suficiente para llenar unas cuantas páginas.
Leyendas descartadas
Tras ellos, los musicólogos modernos llevan más de un siglo
examinando cuidadosamente los datos sospechosos, algunos de los cuales venían
repitiéndose casi desde el mismo día de su muerte, y aplicando
sin contemplaciones la goma de borrar. Se cuestionó, por ejemplo,
la condición nobiliaria y la riqueza de su familia , desvinculándola
no sólo de míticos ancestros (el héroe romano Coriolano),
sino también de personajes históricos más próximos,
fueran éstos rebeldes turbulentos o piadosos patronos de un buen
puñado de iglesias en su comarca. Quedó definitivamente en
el terreno de la leyenda el cura párroco que en su niñez le
habría iniciado en el violín, así como sus ejercicios
en las tardes veraniegas, sentado a la sombra de un árbol y fascinando
a sus convecinos con su precoz virtuosismo. Se descubrió que el
viejo Giovanni Battista Bassani, tenido por su primer maestro, era,
en realidad, unos años más joven que él y por eso mismo,
resultaba imposible la romántica y dolorosa historia de amor que
con su hija se le atribuía.
Arcangelo CorelliDesaparecieron también buena parte de sus viajes, empezando por
el de 1672 a París por invitación de Mazarino (muerto, en
realidad, once años antes), que habría desatado los celos
de Lully. Fue Rousseau quien por primera vez habló de dicho viaje,
confundiendo a nuestro compositor con Cavalli y bailando, de paso, las fechas.
Pero el ginebrino no hacía sino redondear una idea ya formulada anteriormente
en Francia: la de un Corelli admirador de la música francesa y estudioso,
en concreto, de la de Lully . En el terreno de lo nebuloso queda una estancia
en España por las mismas fechas y se niegan, igualmente, sus viajes
a Alemania (hacia 1680), en cuyo transcurso le habría maravillado
la destreza del violinista Nicolas Adam Strungk en la scordatura,
que a él se le resistía (otros sitúan la anécdota
en una supuesta visita del alemán a Roma), y a Nápoles (1708),
donde habría fracasado al interpretar un pasaje mal escrito por Alessandro
Scarlatti que finalmente resolvió brillantemente Francesco X. Geminiani.
Se subraya, además, que estas anécdotas que lo relacionan
con otros músicos parecen expresamente pensadas para ensalzar a éstos
a costa de quien gozaba de universal renombre. Y no se descarta que deba
ir al mismo saco la más conocida de todas ellas, su discusión
con Haendel durante los ensayos de Il trionfo del Tempo e del Desenganno
(1707), cuando el sajón, descontento con su interpretación
de la obertura, le arrebató con vehemencia el instrumento de las
manos mostrándole él mismo cómo debía ser el
pasaje discutido. La humilde y educada respuesta de Corelli ("Querido
Sajón, esta música está en estilo francés, que
no entiendo") habría motivado que Haendel escribiera sobre la
marcha otra abiertamente corellizante.
¿Retrato humano?
La operación de limpieza refuerza la idea que se tenía
en el siglo XVIII de un Corelli casi sin biografía. Mejor dicho,
con una biografía reducida a sus aspectos meramente profesionales
y a la lista, nutrida en determinados periodos, pero incompleta en otros,
de los conciertos y representaciones en que participó (naturalmente,
la omitiremos en nuestra exposición). Pero sin vida privada. Ni siquiera
se casó, con lo que falta incluso una de las huellas documentales
básicas de la mayoría de los mortales. Tampoco pasó
inadvertido este detalle, no faltando quien especulara a propósito
de su intimidad con su discípulo y amigo más cercano, Matteo
Fornari, con quien compartió actividad y alojamiento en los palacios
de sus patronos durante mucho tiempo. ¿O tal vez sublimó sus
impulsos vitales en aras de la música? Porque ésta fue, ciertamente,
el eje en torno al cual giró su existencia y la búsqueda de
la perfección formal fue en él obsesión atormentada
y permanente, que le empujó a rehacer y revisar reiteradamente cuanto
componía hasta alcanzar el ideal perseguido: ahí residiría
la clave de una obra tan magra cuantitativamente en una época en
que la producción abundante era característica de la mayoría
de sus colegas.
Su imagen física, serena y sobria, se transmitió a la posteridad
por el retrato que Lord Edgcumbe encargó a Hugh Howard durante su
viaje a Roma (1697-1699) y, en menor medida, por el grabado que acompañó
la edición póstuma de su Opus VI. Se ha repetido, como
un tópico inalterado, que era un hombre en el buen sentido de
la palabra, bueno y su carácter, de invariable dulzura. Matizamos:
siempre que no cuestionaran su música, como pronto veremos. Haendel
lo habría descrito -eso afirma, al menos, J. Hawkins- como un hombre
muy mirado en el gastar, poseedor de un guardarropa modesto y vestido siempre
de negro, más amigo de trasladarse a pie que en carrozas y coches
y gran amante de la pintura, única afición que le llevó
a efectuar desembolsos de cuantía. Al menos, este último dato
está parcialmente documentado: a su muerte dejó una colección
de ciento cuarenta y dos cuadros. Su imagen serena sólo se transformaría
al empuñar el violín, cuando "se contorsionaba, sus ojos
se teñían de un rojo-fuego y sus pupilas giraban como en agonía".
Tentados estaríamos de dar por buena la descripción -otra
vez de Hawkins, apoyado esta vez en un supuesto testigo anónimo-
si no conociéramos otras muy similares aplicadas a diversos músicos,
contemporáneos o ligeramente posteriores.
Poco más se sabe de la dimensión humana de Corelli. El
resto, como hemos señalado, son datos y noticias profesionales. Pero
vayamos al principio.
Infancia y juventud. Bolonia.
Nació -el menor de cinco hermanos- en Fusignano, pequeña
ciudad de la actual provincia de Rávena, el 17 de febrero de 1653,
recibiendo en las aguas bautismales el nombre de su padre, fallecido un
mes antes. Siendo su apellido relativamente común en la zona, resulta
extremadamente difícil hablar con precisión de la familia.
Pero es significativo que Olivio Penna, el autor de uno de los más
tempranos relatos biográficos del compositor, escribiera que era
"de humilde nacimiento" antes de cambiar el adjetivo por "noble",
más acorde con los valores sociales entonces en boga.
Oscura es también, como en tantos otros casos, su iniciación
musical. Penna y G. M. Crescimbeni, otro quasi-contemporáneo, hablan
de primeros estudios en Faenza y Lugo. Pero el dato hoy se toma a beneficio
de inventario. Más segura, aunque no ha dejado ningún testimonio
documental directo, es su presencia en Bolonia, adonde se supone llegó
en torno a 1670.
Bolonia, con 60.000 habitantes, era entonces una próspera ciudad,
la segunda en importancia de los Estados Pontificios (Roma contaba con unos
115.000), cuya principal seña de identidad -por delante de los molinos
de seda- era su Universidad, la más antigua del mundo. Y mantenía
una vida musical muy intensa. Las instituciones municipales patrocinaban
el Concerto Palatino, legendaria formación integrada básicamente
por instrumentos de viento a los que a estas alturas se añadía
con frecuencia una notable sección de cuerda. Destacaba entre las
capillas musicales eclesiásticas la de la basílica dedicada
al patrón, San Petronio, recientemente renovada y modernizada por
Maurizio Cazzati, que la dirigió entre 1657 y 1671. Media docena
larga de academias, casi todas acogidas por la nobleza en sus palacios,
mantenían vivas las preocupaciones artísticas, conformando
gustos y orientaciones. Algunas se dedicaban exclusivamente a la música,
siendo la más emblemática la Accademia Filarmonica, fundada
en 1666 por el conde Vincenzo Maria Carrati. El repertorio lírico-teatral
era acogido en tres teatros públicos. Añadamos, para terminar,
dos importantes datos: que puede hablarse de una "escuela" boloñesa
de cuerda, comenzada a forjar tiempo atrás por Ercole Gaibara, y
que existía una floreciente actividad editorial en la que la música
instrumental y de cámara, para uso doméstico, ocupaban un
puesto central.
Nada se sabe de las actividades concretas desarrolladas por Corelli en
Bolonia, salvo su pertenencia a la Accademia Filarmonica. En cualquier caso,
la riqueza de su ambiente musical y la emergencia de un repertorio específico
para violín hubieron de marcar indeleblemente el proceso de maduración
del joven músico. Tanto como para adoptar el sobrenombre de Il
Bolognese, que figura en sus tres primeras publicaciones y por el que
fue durante mucho tiempo conocido.
Primeros mecenas en Roma: Cristina de Suecia y el cardenal Pamphili.
En 1675 su presencia está ya documentada en Roma, uno de los principales
centros musicales del mundo. Pero con unas relaciones de patronazgo radicalmente
distintas a las de Bolonia. Coexistían en la ciudad santa dos orientaciones
musicales bien definidas. La basílica de San Pedro del Vaticano miraba
más bien hacia el pasado, reproduciendo y recreando los tejidos polifónicos
vocales, normalmente sin apoyo orquestal, de Palestrina y Allegri. La música
más actual, abierta e impulsora de nuevas vías, estaba presente,
sin embargo, en todos los rincones de la ciudad, en las capillas musicales
de otras iglesias (las más importantes, San Luis de los Franceses,
San Juan de los Florentinos, San Lorenzo in Damaso), en los oratorios patrocinados
por cofradías o individuos de la nobleza (San Girolamo della Carità,
Santa Maria della Vallicella, la Arciconfraternità del Santissimo
Crocifisso), en los palacios de los más destacados miembros de la
aristocracia eclesiástica y civil, en los tardíos teatros
públicos
Ahora bien, las sociedades oratoriales solían carecer de cuerpo
musical fijo, lo mismo que ocurría con respecto a la orquesta en
casi todas las capillas musicales eclesiásticas, por lo que había
un notable trasiego de intérpretes en general e instrumentistas en
particular para sus celebraciones extraordinarias, interviniendo los más
apreciados en casi todas ellas. Eran los grandes potentados del Sacro Colegio
Cardenalicio y la aristocracia civil quienes mantenían el más
importante mecenazgo musical. Acogerse a su protección era la máxima
aspiración de un músico en Roma. Fue, además, en los
espléndidos teatros privados de algunos de estos palacios -el del
palacio Barberini alle Quatro Fontane tenía capacidad para
3.000 espectadores- donde tuvieron lugar las primeras y celebradas representaciones
de ópera; sólo en 1671, treinta y cuatro años después
que en Venecia, se inauguró -con Scipione Africano, de F.
Cavalli y un prólogo de A. Stradella- el teatro público de
Tordinona.
Había otra circunstancia esencial. La vida pública romana
estaba fuertemente condicionada por el carácter y orientación
de cada pontificado. Y si Clemente IX Rospigliosi (1667-69), él mismo
libretista de óperas y oratorios, y Clemente X Altieri (1669-1676)
habían favorecido los espectáculos públicos, su sucesor
Inocencio XI Odescalchi (1676-1689), el papa Minga (no en
dialecto milanés, su muletilla más repetida), encarnó
una etapa de austeridad y moralismo que se tradujo en el cierre de teatros,
los impedimentos a los músicos que en ellos habían participado
y el destierro de las mujeres de todos los escenarios. El Tordinona reabrirá
sus puertas en 1699, ya en el pontificado de Alejandro VIII Ottoboni (1689-1691),
siendo derruido en 1697 por orden de Inocencio XII Pignatelli. La cambiante
actitud de los Papas dañaba cruelmente a los espectáculos
públicos. Afectó menos, sin embargo, a los privados, que encontraron
en los oratorios de nuevo cuño el sustituto perfecto de la ópera,
que aparecía bajo disfraz piadoso o edificante y presentada sin escenificar.
Éste era el ambiente en el que Corelli, a partir de 1675, se integró
aparentemente sin dificultad alguna. Quién fuera su introductor es
algo todavía sin aclarar. Pero en aquel Año Santo, en el que
abundaron las actividades músico-piadosas extraordinarias, participó
como violinista en varios oratorios (entre ellos, el San Giovanni Battista
de Alessandro Stradella), en la fiesta grande (25 de agosto) de San Luis
de los Franceses (donde reaparecerá de nuevo intermitentemente en
los años siguientes antes de figurar como primer violín entre
1682 y 1708), en los oratorios organizados por la Arciconfraternità
del Santissimo Crocifisso y en conciertos que solemnizaban importantes acontecimientos
de grandes familias (los Chigi, por ejemplo). Ocupaba, lógicamente,
puestos secundarios en las orquestas, pero acompañando casi siempre
a los más grandes: Carlo Ambrogio Lonatti, Carlo Manelli (violines),
Bernardo Pasquini (clave) y Lelio Colista (laúd).
También aprovechó estos primeros años para reforzar
su formación como compositor, recibiendo clases de Matteo Simonelli,
cantante de la capilla papal y excelente contrapuntista. Y en muy poco tiempo
su carrera profesional, no sólo como intérprete, se había
afianzando, extendiéndose su fama más allá de Roma.
"Estoy componiendo en estos momentos -escribió en 1679 al conde
toscano Fabrizio Laderchi- algunas sonatas que serán interpretadas
en la primera Academia de Su Alteza de Suecia, a cuyo servicio he entrado
como musico da camera y en cuanto las termine, compondré una
para Su Ilustrísima en la que el laúd tendrá el mismo
papel que el violín" (cuando días después le envíe
la obra, precisará que el laúd puede ser sustituido por un
violone).
Su Alteza de Suecia, claro está, era la reina Cristina, exiliada
en Roma en 1655 tras su abdicación por haberse convertido al catolicismo
y definitivamente, cerrando una corta ausencia, en 1667. Pensionada por
el papa Clemente IX, su residencia, el Palacio Riario, fue durante mucho
tiempo uno de los centros esenciales de la vida cultural romana. En las
reuniones allí celebradas, institucionalizadas desde 1674 como Accademia
Reale, desempeñaba la música un papel esencial, enmarcando
estatutariamente todas las discusiones. Músicos como Pasquini y Lonati
(il Gobbo della Regina), al igual que después Alessandro Scarlatti
o el mismo Corelli contaron con su más firme apoyo. La dedicatoria
de su Opus I (1681) alla Sacra Real Maesta di Cristina di Svezia
era, pues, un obligado acto de reconocimiento. No está de más
recordar que las sonatas que la integran -lo hemos visto en la carta citada
del compositor- fueron concebidas expresamente para ser interpretadas en
actos laicos, en las academias del palacio Riario, aunque pudieran sonar
-sonaron, sin lugar a dudas- también en iglesias. Su clasificación
como sonate da chiesa es obra de editores y musicógrafos posteriores.
Corelli mantuvo siempre vivos los lazos con la reina Cristina, pero las
dificultades económicas de ésta tras la supresión por
el Papa Minga en 1683 de la pensión otorgada por su predecesor
Clemente IX le obligaron a buscar un nuevo mecenas, pasando así (1684)
al servicio del cardenal Benedetto Pamphili (1653-1730), miembro de una
poderosa y rica familia y amante de fiestas y espectáculos opulentos
repetidamente desaprobados por el austero Inocencio XI, en los que no pocas
veces, con orquestas de hasta cien y ciento cincuenta instrumentistas, se
daban conciertos y representaban oratorios con libretos suyos. Matteo Fornari
y el violonchelista Giovanni Lorenzo Lullier (Giovannino del violone)
compartían mecenazgo con Corelli y, juntos, interpretaban frecuentemente
para Pamphili sonatas en trío. Todo invita a pensar que algunas de
ellas fueran de Arcangelo. Probablemente, de su Opus II, aparecida
en 1685 y dedicada al cardenal.
La publicación de esta obra permite descubrir un rasgo aparentemente
sorprendente del carácter de Corelli. En septiembre de 1685 el boloñés
Matteo Zanni, amigo del compositor, le escribía una cortés
y diplomática carta interesándose por los supuestos errores
de composición ("demasiadas quintas paralelas") que Paolo
Colonna, maestro de capilla de San Petronio, apreciaba en la Allemanda de
la tercera sonata. Habían sido los alumnos de Colonna, según
la carta de Zanni, quienes repararon en ello en el transcurso de una interpretación.
Es probable que Corelli no creyera esta explicación y, buen conocedor
de los hábitos boloñeses, pensara más bien que su obra
había sido examinada y diseccionada en una discusión académica.
Su respuesta fue agria y orgullosa, manteniéndose en un plano de
superioridad, apelando a la autoridad de maestros romanos y acusando a los
boloñeses de ignorar los más elementales principios de la
composición. La inesperada réplica motivó una animada
polémica epistolar que duró dos meses y medio e implicó,
además, a Antimo Liberati (una de las autoridades romanas invocadas
por Corelli), Giacomo Perti y Giovanni Battista Vitali. ¿Fue una
contradicción, esta áspera respuesta con su carácter
apacible? ¿O más bien una reacción lógica de
quien, tras denodado esfuerzo creador, cree haber llegado a la perfección
formal? En otro plano, la polémica no parece sino el reflejo de una
rivalidad entre las escuelas boloñesa y romana que, de la mano de
Corelli, estaba ya resolviéndose a favor de la última.
Estando todavía acogido al mecenazgo de Pamphili apareció
su Opus III (1689). Su dedicatoria a Francesco II d'Este ha desatado las
especulaciones sobre un posible y corto viaje del compositor a Módena.
No hubo tal, aunque Francesco intentó repetidamente contratarlo.
Todo quedó en eso y en la participación de Corelli en varios
espectáculos romanos en honor de los d'Este. Como, por lo demás,
intervino en cuantas celebraciones religiosas y civiles, familiares y de
las grandes potencias católicas tenían algo de extraordinario:
hacía ya mucho tiempo que se había convertido en uno de los
elementos fundamentales e imprescindibles de la vida musical romana.
Al servicio del cardenal Ottoboni
La ausencia temporal de Pamphili a partir de 1690 -marchó a Bolonia
como nuncio papal- dio la oportunidad al cardenal Pietro Ottoboni de hacerse
ese mismo año con los servicios de Corelli. Ojo derecho de su tío-abuelo
Alejandro VIII, Ottoboni había recibido la púrpura cardenalicia
en 1689, a los 22 años de edad, percibiendo un impresionante caudal
de rentas que le permitió ejercer sin restricciones su pasión
por las artes y la música (mucho mayor, desde luego, que la que le
inspiraban sus deberes eclesiásticos). La nómina de músicos
acogidos por Ottoboni en su residencia, el Palacio de la Cancillería,
es larga y brillante: Andrea Adami, G. L. Lulier, M. Fornari, Flavio Lanciani,
Bernardo Pasquini, el castrato Pasqualino, debiendo añadirse
apariciones ocasionales de otros, residentes habitual o temporalmente en
Roma (A. Scarlatti y G. F. Haendel son los ejemplos más notables).
Si exceptuamos al castrato (norma de la época), Corelli era
el mejor pagado. Y el más apreciado por el cardenal, que estableció
con él una afectuosa relación humana y también acogió
bajo su protección a sus tres hermanos varones.
La actividad de Corelli en estos años es intensa. Compone sonatas,
sinfonías y conciertos (no está clara la distinción
entre los dos últimos términos), edita (su Opus IV,
dedicada a Ottoboni, aparecerá en 1694; la Opus V, su única
incursión en la sonata a solo, en 1700), interpreta y dirige
en teatros, iglesias y palacios (no sólo el de su patrón).
Sus obras comienzan a reeditarse en diversos puntos de Europa a un ritmo
hasta entonces desconocido. Y recibe reconocimientos públicos. La
Congregazione di Santa Cecilia, el gremio de los músicos romanos,
lo elige guardiano de la sección instrumental en 1700 (aunque
la mano de Ottoboni, que entonces patrocinaba la asociación no fue
ajena al nombramiento). Seis años más tarde será admitido
como miembro de pleno derecho, junto con Alessandro Scarlatti y Bernardo
Pasquini, en la Accademia Arcadia, fundada en 1690 en recuerdo de
Cristina de Suecia para velar por el buen gusto en las artes y las letras.
Corelli, que eligió el pastoril pseudónimo de Arcomelo Erimanteo,
era designado como maestro famosissimo de violino. Y ya hacía
muchos años que el compositor Angelo Berardi le había saludado
como Nuevo Orfeo de nuestro tiempo.
Pero a partir de 1708 -poco después de intervenir por Pascua Florida
en la representación de La Resurrezione de Haendel en el palacio
Bonelli del marqués Ruspoli- su actividad pública disminuyó
considerablemente, mientras otros músicos (Fornari, el joven Giuseppe
Valentini) comenzaron a aparecer en puestos hasta entonces a él reservados.
Es probable que estuviera enfermo. De hecho, por algunas cortes alemanas
circuló el rumor de su muerte. La ausencia de noticias ciertas para
este periodo vuelve a dar pie a las leyendas de dudoso origen: Corelli habría
caído en una "melancolía profunda" -léase
depresión- al verse desplazado en el favor del público por
quien él consideraba muy inferior (Valentini). El dato no parece
tener mucha credibilidad. Lo único cierto es que, enfermo o no, durante
este tiempo retocó y preparó a fondo -como antes había
hecho con las precedentes- la edición de su Opus VI (Concerti
grossi). Las cláusulas del acuerdo alcanzado con el editor Estienne
Roger de Amsterdam revelan la altísima estima en que se le tenía
fuera de Italia. R. Rasch afirma que la dedicatoria, a su ferviente admirador
Johann Wilhelm, elector palatino, fue redactada en diciembre de 1712 por
el propio cardenal Ottoboni: ahora sí, la enfermedad minaba ya seriamente
al compositor.
Se dice que a finales de ese año se hizo trasladar al apartamento
que poseía en el palacete Ermini. La muerte le llegó el 8
de enero de 1713, a punto de cumplir sesenta años de edad. Poco antes,
el día 5, había redactado su testamento en el que, además
de encargar 500 misas por su alma, designaba como herederos universales
a sus hermanos, sin olvidar a su entorno profesional y afectivo: "Al
Sr. Cardenal Ottoboni, mi patrón, le dejo un cuadro, el que él
quiera, y le ruego me haga enterrar donde bien le parezca. Al Sr. Matteo
Fornari le dejo todos mis violines y todos mis manuscritos, así como
las planchas de mi Opus IV y además mi Opus VI, cuyos
beneficios, si los hay, serán para él. A Su Eminencia el cardenal
Colonna le dejo un cuadro sobre tela de Brugnolo. A Pippo, mi criado,
le dejo medio doblón por mes y a su hermana Olimpia cuatro testones
al mes mientras vivan". Su cuerpo, embalsamado y protegido por un triple
ataúd de plomo, ciprés y castaño, fue enterrado en
la iglesia de Santa María della Rotonda (Panteón), en la capilla
de San José. En el epitafio, redactado en latín, puede leerse,
erróneamente, que murió el 6 de enero de 1713 y que fue nombrado
marqués de Ladensburg por Philipp Wilhelm del Palatinado. La fecha
correcta del óbito ya la hemos indicado. El marquesado de Ladensburg
fue concedido a instancias del cardenal Ottoboni no por Philipp Wilhelm,
sino por su hijo Johann Wilhelm y en 1715 a Ippolito Corelli, hermano mayor
de Arcangelo.
Sus obras, hitos fundamentales en la historia de la música, fueron
las más reeditadas del siglo XVIII antes de que Haydn hiciera su
aparición. La Opus I, por ejemplo, conoció 39 ediciones
hasta 1790 y la Opus V -la más popular de todas- se acercó
al medio centenar. No había creado ningún género, pero
sí llevó a la perfección clásica los tres que
cultivó, la sonata a solo, la sonata en trío y el concerto
grosso. Apenas hubo músico del siglo XVIII que se viera libre
de su influencia. Y consciente o inconscientemente, fueron muchos los que
le rindieron homenaje, disertando sobre sus obras (Veracini), reelaborándolas
(Geminiani), tomando prestados sus temas (Bach, BWV 579) o construyendo
una serie de variaciones sobre ellos (Tartini), imitando expresamente su
estilo (Telemann, Galuppi), dedicándole sus obras (Couperin, Valentini),
bautizando con su nombre algún movimiento (Dandrieu) o, sobre todo,
siguiendo sus modelos, concretos o genéricos. La lista sería
interminable. Destacaremos, pues, como únicos, pero señeros
ejemplos, de la nutridísima serie de Folías aparecidas
en aquella centuria, la de Vivaldi (que cerraba además, como ocurría
en Corelli, una publicación), y entre los concerti grossi,
los doce que, conformando su Opus 6 (más simbolismo añadido),
compuso Haendel en 1739. La música de Corelli siguió, viva
y vivificante, fertilizando la posteridad. Un privilegio reservado al reducidísimo
puñado de elegidos que puebla la cumbre del Parnaso.