La mayor aportación política de Marañón fue sin duda haber levantado la bandera del liberalismo, de la libertad, en una época en que pocos o ninguno podían hacerlo.
Miguel Artola
Gregorio Marañón entendió el liberalismo como algo más allá de lo estrictamente ideológico, como una pauta de conducta. Imbuido de un profundo humanismo, para él ser liberal constituía algo consustancial a la persona. En este sentido, escribió en Españoles fuera de España (1947) que el «sueño de la libertad [...] es imprescindible para el bienestar de los reinos; porque está unido al instinto de vivir. Se ama la libertad como se ama y necesita el aire, el pan y el amor». En el prólogo a sus Ensayos liberales (1947) afirmó: se es liberal «como se es limpio, como, por instinto, nos resistimos a mentir». Entonces explicó que el liberalismo implicaba, «primero, estar dispuesto a entenderse con el que piensa de otro modo; y segundo, no admitir jamás que el fin justifica los medios, sino que, por el contrario, son los medios los que justifican el fin». Es de destacar la publicación, en plena dictadura, de ambos libros, y lo significativo de sus títulos. En efecto, Marañón, que había regresado del exilio a finales de 1942, iba a representar hasta su muerte la tradición liberal española, en coherencia con lo que había sido su trayectoria anterior.
Marañón ya se había opuesto a la dictadura de Primo de Rivera, siendo encarcelado, multado y cesado en su puesto de director del Hospital del Rey. Jugó un papel importante en la llegada de la Segunda República: con Ortega y Pérez de Ayala encabezó la Agrupación al Servicio de la República, y fue diputado en las Constituyentes. Luego, renunció a los más altos nombramientos que se le propusieron, desde la presidencia de la propia República a la formación de un gobierno, para dedicarse a su vocación clínica investigadora y docente. En los meses anteriores a julio de 1936, al advertir el extraordinario ascenso de la violencia social, Marañón realizó constantes llamamientos a la responsabilidad, la comprensión, el respeto de la normalidad democrática y la concordia civil, creyendo con optimismo que la conflictividad política y social eran consecuencia pasajera de la «juventud» de la República, y que la reconducción de la situación permitiría continuar desarrollando el proyecto reformista que, junto a muchos otros políticos e intelectuales, había impulsado ilusionadamente cinco años atrás.
Tres días después del asesinato del líder de la oposición, el 16 de julio de 1936, Marañón escribía a Marcelino Domingo, Ministro de Instrucción Pública:
[...] el vil, el infame asesinato de Calvo Sotelo por los guardias de la República, a los que todavía no se ha condenado, por los que el Gobierno da la sensación de una lenidad increíble, nos sonroja y nos indigna a los que luchamos contra la Monarquía [...], España está avergonzada e indignada, como no lo ha estado jamás [...]. Esto no puede ser. Todos los que estuvimos frente a aquello [la Dictadura de Primo de Rivera], tenemos que estar frente a lo de hoy [...]. No se alegue ningún otro ejemplo. A Castillo le han matado, cobardemente, unos señoritos armados [...], a Calvo le han asesinado en nombre de la autoridad, que sigue ahí, sin un acto de condenación, haciendo creer a toda España que es cómplice de lo ocurrido [...]. No somos los enemigos del Régimen, sino los que luchamos por traerlo; ni los fascistas, sino los liberales de siempre y por eso hablamos así ahora.
Cuando el 18 de julio de 1936 se produjo la sublevación militar, Marañón, que se encontraba en Portugal visitando a una enferma, regresó apresuradamente aMadrid para apoyar a la República y le escribió de nuevo a Marcelino Domingo: «ahora sólo es tiempo de decir viva la República y España» (las cartas citadas en todo este artículo son propiedad de Gregorio Marañón y Bertrán de Lis y se conserva una copia de las mismas en el Archivo de la Fundación Gregorio Marañón). Pocos días después, el 30 de julio, junto a otros intelectuales como Ortega y Gasset, Antonio Machado, Teófilo Hernando, Pittaluga, Juan Ramón Jiménez, Ramón Pérez de Ayala o RamónMenéndez Pidal, fue obligado entre fusiles a firmar el manifiesto de adhesión a la causa republicana redactado por la Alianza de Intelectuales Antifascistas -formada el 19 de julio por José Bergamín, Rafael Alberti, María Zambrano, Arturo Serrano Plaja, Luis Cernuda y otros-, en un episodio bien conocido (ABC, 31 de julio de 1936). Con tal motivo, envió una tercera carta a Marcelino Domingo en la que puso de manifiesto la gravedad de la situación y la verdadera dimensión del conflicto:
no firmamos los llamados intelectuales con gran satisfacción interior [el documento]. Porque la adhesión a la República y a su Gobierno era excusable por sabida, sobre todo por quienes nos la pedían, gente de aluvión, de última hora, en buena parte. Quizá, conveniente en estos momentos. Pero, sobre todo, lo que hubiéramos querido decir, lo que debiéramos haber dicho era sólo esto: ¡Paz! La paz podría salir de nosotros, los que estamos al margen de la lucha política; y de los que, como Vd., aunque político militante, es y será, sobre todo, hombre de pensamiento y de responsabilidad más honda que la meramente actual que dan los partidos. ¿Le parece a Vd. que podríamos hacer algo? Me aterra el aspecto de pugna crónica que empieza a tomar el combate. [...] Me avergüenza estar como espectador en esta lucha que desangra a nuestro pueblo. Porque en el otro lado, hay pueblo también.
Los acontecimientos revolucionarios vividos en Madrid en los meses de agosto y septiembre, los asesinatos, entre otros muchos, del político republicano Melquíades Álvarez, de Manuel Rico Avello -que había sido secretario de la Agrupación al Servicio de la República- o de Fernando Primo de Rivera -colaborador suyo en el Instituto de Patología Médica-, y los de algunas personas cercanas a las que había aconsejado que permanecieran en Madrid por creer que la República garantizaría el orden público, le horrorizaron. Junto a ello, su propio paso por las checas, las alusiones que se hicieron a su persona en el diario largocaballerista Claridad, donde, como contó más tarde a Natalio Rivas -en carta de 3 de enero de 1937-, se publicó un suelto que decía «si queréis saber algo sobre GregorioMarañón consultad las listas fascistas», y las amenazas de muerte que recibió, le fueron distanciando del régimen republicano.
A mediados de diciembre de 1936, Marañón partió hacia París en compañía de Ramón Menéndez Pidal, con sus familias. Como muchos de aquellos intelectuales liberales de antes de la guerra, Marañón se percató del peligro que llamaron de bolchevización o sovietización del gobierno de Madrid, pero minimizó comparativamente el peligro fascista durante la guerra, del que se derivaría una larga dictadura militar que duraría casi cuatro décadas. El ilustre republicano Fernando Valera, que fue el último presidente del gobierno español de la República en el exilio, describió así este trance de Marañón:
Durante los meses que coincidimos en París, en los primeros tiempos de la ocupación alemana, ambos desterrados, yo además perseguido, pude comprobar su alto sentido humano y liberal. Él no había hecho la guerra con los republicanos; no se solidarizaba con sus heroísmos ni con sus crueldades, pero sí con sus desventuras, y siempre hizo cuanto estuvo a su alcance para remediarlas.
Por su talante personal, Marañón ha sido integrado en la conocida como tercera España, entendida ésta por aquella que se sintió divorciada del giro que tomaron los acontecimientos en el verano de 1936. Así se convirtió ya desde entonces en puente entre las dos orillas proclamando, desde los meses finales de la Guerra Civil y hasta el final de sus días, la necesidad de la reconciliación nacional para la construcción de la futura España.
En el otoño de 1942, Marañón decidió volver a España. Entonces todavía no se había producido el giro que supuso para la II GuerraMundial la batalla de Stalingrado, y, a los ojos de entonces, la alternativa no era la España franquista o la Europa aliada, sino la Europa fascista o el exilio en América. En esa tesitura,Marañón, que vivía en el París ocupado por los nazis desde junio de 1940, optó por permanecer cerca de su familia y regresó del exilio.
Su vuelta no fue sencilla. Un tribunal militar tuvo embargado su cigarral toledano hasta 1947 para que respondiese de sus responsabilidades políticas. La depuración impulsada por la Dictadura tampoco le permitió reiniciar su labor académica hasta ese curso de 1946-1947. Y, sobre todo, tuvo que asumir las inevitables renuncias y claudicaciones que para un liberal comportaba vivir entonces en España. El mismo Fernando Valera nos dio el siguiente testimonio de aquel trance:
Reintegrado a España, se reincorporó a la vida social, universitaria y académica; pero se mantuvo discretamente al margen del régimen, aprovechando los resquicios de libertad que a él le toleraban en razón de su renombre internacional, para proclamar sus ideas liberales, protestar de persecuciones arbitrarias y trabajar por la reconciliación y concordia de los españoles. Y nunca negó a los exiliados, ni individual ni colectivamente, la amistad y el respeto.
En la España nacional-católica de Franco Marañón optó, como siempre había hecho, por un liberalismo posibilista que reivindicó la libertad como valor humano esencial, el respeto y la tolerancia hacia las ideas de los demás y, derivado de ello, la españolidad del exilio frente al discurso de la Antiespaña elaborado por el régimen franquista. Como señaló en Españoles fuera de España (1947): «los emigrados (de ahora) están amasando otras horas futuras de la historia de España: horas de paz [...], no las que nacen en la pasión inútil de la revancha».
Efectivamente, en ese primer franquismo, si bien la dictadura -como hizo con otros intelectuales- utilizó su figura para mejorar su imagen exterior, Marañón asumió la tarea de recuperar la tradición liberal que el régimen de Franco trató de erradicar y cuyas raíces se remontaban al periodo ilustrado. Frente a la identificación exclusiva de lo español con lo nacional-católico, que tuvo como consecuencia la enajenación de la corriente liberal-progresista que venía desde las Cortes de Cádiz -y por la que habían pasado desde Jovellanos, Argüelles o Giner de los Ríos hasta Azaña, Fernando de los Ríos o Julián Besteiro-, Marañón publicó entonces algunas de sus mejores obras. En esa significativa fecha de 1947, cuando la dictadura de Franco se encontraba en su mayor aislamiento internacional, aparecieron sus ya citados Ensayos liberales, donde insistió en la pervivencia del liberalismo como pauta de conducta, y Españoles fuera de España, en cuyo prólogo sentenciaba:
Otros hombres más fuertes te han arrojado de tu patria. Pero ¿qué dirán de ellos y de ti los hombres de mañana? ¿Están seguros de ser ellos los que tengan razón mañana mismo? Porque la historia no la hacen sólo los que creen hacerla, sino también los que la cuentan; y la voz del perseguido, si sabe tener la razón que la persecución da hasta al que no tiene razón, esa voz es, a la larga, la que más alto suena.
Al finalizar ese mismo año, el 3 de diciembre, con motivo de su ingreso en la Real Academia de Ciencias Exactas, Físicas y Naturales, con presencia significada de autoridades del régimen, insistió en el que fue, de facto, el eje de su discurso político público en estos años:
[...] ninguno de los deberes culturales del Estado español supera en urgencia al de rescatar para la Universidad patria a nuestros grandes investigadores, [...]; y si para rescatarlos hubiera que sacrificar[ se] algunas consideraciones momentáneas, políticas, nunca como entonces estaría mejor empleado el patriotismo, que al fin y al cabo es sacrificio y, en este caso, sólo sacrificio de amor propio.
En esa labor de recuperación del exilio, Marañón, al tiempo que presentaba en las Academias obras de republicanos que la censura prohibía, mantuvo una estrecha amistad con algunos de los más relevantes exiliados, como Francesc Cambó, Luis Araquistáin, Salvador de Madariaga o Indalecio Prieto, quien, en 1956, le escribía: «es la de usted la única voz que me llega desde España para reconfortarme y consolarme». Con algunas excepciones, como la de ciertos sectores del falangismo, el franquismo respetó su figura, lo que le permitió amparar a otros españoles y difundir su pensamiento y conducta liberal influyendo, decisivamente, en ámbitos intelectuales y universitarios, y a través de ellos en las nuevas generaciones. Así lo escribió José Luis López Aranguren en el centenario de su nacimiento:
La lección moral de Marañón fue no sólo personal y profesional -vocacional-, sino también política. Y, de arriba abajo, ética severa penetrada de humana comprensión. De esta comprensión brotó su profundo liberalismo. Con la desaparición del Dr. Marañón ha desaparecido el más alto poder moderador que, en el orden social, tenía hoy España.
Pero lo cierto es que su implicación no puede circunscribirse exclusivamente a lo social o cultural. Desde un punto de vista político, como recordaría también en 1987 Miguel Artola, «la mayor aportación política de Marañón fue sin duda haber levantado la bandera del liberalismo, de la libertad, en una época en que pocos o ninguno podían hacerlo». Desde su defensa del liberalismo, tras la revuelta estudiantil de 1956, encabezó, junto a Menéndez Pidal, los primeros manifiestos que denunciaban desde el interior la situación política y solicitaban el regreso de los exiliados. Siempre creyó que la Dictadura tendría un papel transitorio como el que había tenido el régimen de Primo de Rivera dos décadas antes, y así, en sus cartas a los exiliados, fue frecuente su convicción de lo poco que le quedaba al régimen de Franco para llegar a su fin. Sin embargo, conforme avanzaban los años, se fue percatando de su error: «Tengo cada día más arraigada mi fe liberal [,] no sé si veré su reinado en este mundo [...]. Aquí hay una juventud generosa, entusiasta, con grandes virtudes [...] y con virtudes compatibles con todos los modos de pensar. Ésta es nuestra gran esperanza para el día en que, por ley natural, sean los que manden en los destinos del país», como escribía a su amigo Indalecio Prieto en abril de 1957. Apenas un año más tarde, el 27 de mayo de 1958, en una entrevista en el diario mexicano Excelsior, señalaba,
La situación de España se encuentra en un momento sumamente crítico, producido por la evolución de la vida [...]. España ha crecido. Se va haciendo más grande y el régimen no se acomoda a su vigoroso crecimiento. Le viene chico. Es éste un proceso normal, orgánico y vital. [...]. Por otra parte [...], quizá el sentimiento más frecuente del pueblo español es el deseo de convivencia: que los españoles no estén separados, que no discutan demasiado y, sobre todo, que no se maten los unos a los otros. [...] Ha sido un error gravísimo no haberle dado [a la juventud] estímulos y medios para que no se manifestase libremente. [...] Advierto en los jóvenes una profunda inquietud y un deseo de que España sea libre, de que no esté atada a ningún acontecimiento de los últimos que se han registrado en la vida española. Sus inquietudes tienden a rechazar las prerrogativas, privilegios y derechos alegados por la participación en dichos acontecimientos. Aspiran los jóvenes, a que se establezca una auténtica concordia nacional, sin vencedor[es] ni vencidos en la guerra. [...] El mayor reproche que se puede hacer a este régimen es el no haber dado oportunidad para que se forme una conciencia colectiva, de la única manera que puede formarse: por medio de la libertad de pensamiento.
Y ante la pregunta del periodista de «¿cuál puede ser la salida de la situación actual, y qué factores deben intervenir en esta fase de la evolución del régimen?», Marañón contestó con el ojo clínico que le caracterizó: «Lo más probable, es que se restaure la monarquía ». Él no lo vería. Apenas dos años más tarde, el 27 de marzo de 1960, murió en su domicilio de Madrid. La multitud que acompañó su cortejo fúnebre era reflejo de la admiración, afecto y reconocimiento que todas las Españas rendían a su figura. Como señaló por entonces Fernando Valera:
La pérdida reciente de don Gregorio Marañón ha sido sentida en las tres Españas: la España Oficial, la España Peregrina y la España Silenciosa. Tanto en la prensa del exilio como en los periódicos del régimen y las tertulias de los intelectuales rebeldes y amordazados del interior, se ha manifestado el duelo nacional por la muerte del español insigne.
El convencimiento de Marañón de que la paz fecunda no podía nacer de «la pasión inútil de la revancha», de que es preciso entenderse con el que piensa de otro modo, de que la libertad constituye una irrenunciable necesidad de la vida cívica, y, finalmente, de que debían ser las generaciones que no hicieron la guerra quienes lideraran el proceso de democratización, fueron los pilares fundamentales de la transición. De ahí que el rey Juan Carlos I recordase en el acto conmemorativo del Centenario en la RAE en 1987, «cómo los estudiantes de mi generación recibimos [deMarañón], a través de enseñanzas y lecturas, el aliento y la invitación al trabajo y al patriotismo, de este español excepcional [...]. Marañón vivió comprometido con los valores que son necesarios en todo tiempo: la libertad, el sentido trascendente de la vida, el amor a la Patria propia y la vocación intelectual como servicio». El Congreso de los Diputados, por su parte, declaró por unanimidad, en el cincuentenario de su muerte, que «hoy la España democrática, representada en el Congreso de los Diputados, recuerda a uno de sus grandes hombres».