Revista de Occidente

Ave Fénix. Del Shanghai de las Concesiones a la gran Expo Universal

por Pedro Molina Temboury

Revista de Occidente nº 349-350, Junio 2010

Aquí estamos. Varias decenas de miles de extranjeros de todas las nacionalidades imaginables -entre comisarios, personal de atención a los pabellones, técnicos, concesionarios, proveedores, arquitectos y constructoras, artistas, grandes chefs de cocina, organizadores de eventos de todo tipo-, cordialmente invitados a Shanghai, sesenta años después de haber sido fulminantemente expulsados. Antes, durante casi un siglo, los europeos habíamos hecho y deshecho a nuestro antojo en la «perla de Asia» o «la puta de Oriente», según quien juzgue, gozando del privilegio de la extraterritorialidad, regidos por leyes propias dentro de las llamadas Concesiones internacionales. También hoy se nos autoriza a instalarnos en un espacio acotado, el recinto Expo, sólo que en la orilla opuesta del río Huangpo, en Pudong, por entonces una zona pantanosa e insalubre, más allá de los límites urbanos. Cuatrocientas hectáreas sometidas por supuesto a las leyes chinas, como no se han cansado de repetirnos los funcionarios de la Expo durante su preparación. Aunque por la manera en que lo repetían, parecía como si intentasen convencerse a sí mismos. Una Exposición Universal, la mayor de la historia, con cerca de doscientos países participantes que durante seis meses representarán el mundo exterior dentro de China, ¿puede pasar sin consecuencias? Así lo cree posible el Estado más omnipresente y planificador del planeta, que tan a gala ha tenido siempre anticiparse a los acontecimientos y construir murallas preventivas frente a las contaminaciones exteriores, incluso la virtual de internet. Al fin y al cabo vienen de organizar los Juegos Olímpicos de Pekín, donde excepto mínimos incidentes, las cosas se mantuvieron bajo control. Pero unos juegos duran dieciséis días, no seis meses, y además los Juegos Olímpicos se celebraron en la capital histórica de China, donde en el pasado los embajadores venían obligados a postrarse en un humillante kow tow, mientras en Shanghai se vivía una humillación inversa. Y si existe el espíritu de las ciudades, cuánto tardará en imponerse el de una ciudad fundada para ser internacional, ventana al mundo, puerto libre aduanero y no baluarte ni cordón sanitario de viejos imperios ensimismados. ¿Pensaron en ello al proponerla como sede los planificadores de Pekín? Shanghai, nuevamente emporio comercial de Asia, es sin duda muy diferente de lo que fue, pero también del resto de las ciudades chinas. Tras la apertura económica, a la caza de oportunidades de negocio, residen en ella ya muchos más extranjeros que en la capital, trescientos mil, que han ido implantando sus propios bares, tiendas y un cosmopolita estilo de vida. ¿Regresan por donde solían? Entre estos signos de nuevos viejos tiempos y con el resto del mundo en crisis económica, Shanghai se embarca en el dispendio de una Exposición Universal. ¿Para pregonar que es distinta o que de nuevo es la misma? ¿Pueden acaso cambiar las ciudades cuando tan difícil resulta con las personas? La Expo, anunciada como la más espectacular de la historia, acaba de abrir sus puertas.

Shanghai, 1996

La primera vez que viajé a Shanghai, la ciudad ya impresionaba. Venía de hacer una travesía por el Yangtzé, primera localización de un documental sobre el impacto en el «río azul» de la presa de las Tres Gargantas, entonces recién comenzada. El documental terminaría rodándose al año siguiente con el título La Vieja China y el Nuevo Río, dirigido por Pedro Carvajal, pero entonces viajábamos productor y guionista y la escala en Shanghai tenía por objetivo, en el programa que el Centro Intercontinental de Comunicaciones de Pekín nos había preparado, mostrarnos la acuciante necesidad que la «Nueva China», personalizada en Shanghai, tenía de energía eléctrica. Si en la capital las visitas comienzan siempre con un recorrido por la Ciudad Prohibida, nuestros anfitriones nos condujeron de inmediato al Bund, el soberbio sky line de bancos y edificios de representación sobre el río Huangpo, herencia de las Concesiones internacionales. Pero no era ese Bund lo que querían mostrarnos. En la otra orilla, un horizonte de grúas y edificios apenas en esbozo, tan sólo comprensibles en la maqueta con que acompañaron la presentación, nos fue señalado como la nueva ciudad financiera de Pudong, destinada a convertir en anecdóticas las cities de Singapur, Hong Kong o Tokio. De sus futuros edificios emblemáticos sólo la antena de televisión la Perla de Oriente lucía acabada, mientras el rascacielos Jing Mao, augurado como el mayor del mundo, debía de ir por el noveno o décimo piso. Catorce años después de aquel viaje, la arquitectura vertical de Pudong saluda a la Expo Universal como si siempre hubiese estado allí, convertida en la principal atracción turística de Shanghai, el espejo en el que más les complace mirarse a los chinos de hoy, porque les devuelve una imagen de crecimiento económico sin límites. Pero además de aquel, también entonces nos llevaron a otros lugares en inminente transformación, cuyo destino final sólo hoy, catorce años después, estoy en condiciones de constatar. En el mismo Pudong, a la altura de donde se alza el puente Lupu, visitamos los Altos Hornos de Shanghai, en cuyo inmenso solar es donde, tras demolerlos por completo, se celebra la Expo. Allí, entre chispas y humaredas de sus envejecidas chimeneas nos mostraron el horno donde se estaban forjando las compuertas de la presa de las Tres Gargantas, orgullo de la siderurgia china. Tras la primera línea de ejecutivos con corbata -tan asimilados al look occidental como los que hoy dirigen la Expo-, ancianos embutidos en trajes Mao ejercían de última autoridad demostrándonos que al acero y la electricidad serían siempre inseparables del comunismo. Pero el caso es que a los Altos Hornos los ha sustituido una Exposición Universal que acabará dejando paso a una nueva zona residencial y de oficinas abierta a la especulación inmobiliaria, el motor del moderno Shanghai.

Y no sólo en esa orilla del río. En la otra, también recinto de la Expo, destinado a exhibir las mejores prácticas urbanas de las ciudades participantes, pocas huellas quedan de los astilleros Jiangnan, que durante un siglo fueron los mayores de toda Asia. Podría interpretarse como una nueva señal de que el régimen chino ha dado por agotado el modelo de la industrialización para apostar por un postcomunismo de servicios que aún no se sabe cuánto funcionará. Porque, ¿no era con los obreros metalúrgicos y de la construcción naval con quienes, desde Petrogrado a Shanghai, se construyó el mito y se forjó el acero de un proletariado militante?

Un paseo por las Concesiones

El Shanghai de las Concesiones internacionales no tenía nada de revolucionario. Nació prácticamente cuando en Europa Marx y Engels hacían público el Manifiesto comunista, pero los comerciantes franceses y británicos que se instalaron en el delta del Yangtsé practicaban la fe del libre comercio, aunque lo que trataban de forzar a comprar a los chinos era el opio que ellos mismos cultivaban en el sudeste asiático. La idea de la supremacía de la civilización blanca está en el origen de Shanghai e impregnó su urbanismo de ciudad isla en un mar amarillo. Aunque también vivieron o pasaron por ella todos los grandes reformistas y revolucionarios chinos, de Sun Yat Sen a Chang Kai Chek, incluidos los fundadores del propio Partido Comunista que allá por los años veinte sesionó por primera vez en Shanghai. En compañía de rusos y alemanes del Komintern, juntos, pero no revueltos Oriente y Occidente, dos mundos paralelos, con límites y estéticas perfectamente diferenciados, como siempre sucedió aquí entre ambas comunidades. Todavía hoy, frente a las callejuelas sinuosas de la vieja ciudad china, la línea recta impera en las calles adyacentes al Bund, con sus armoniosos edificios de representación, en nada diferentes de los que en Nueva York o Londres se alzaban por la época. Y aun en la Concesión francesa, la zona residencial donde se alzaban villas y lilongs, más doméstica y habitable, se respira un aire europeo que hace único a Shanghai y con el que no han conseguido acabar seis décadas de sinización forzada. Ni siquiera los feos bloques de hormigón característicos del maoísmo están tan presentes aquí como en Pekín, quizás porque los shanghaineses conservaron la querencia por la, al fin y al cabo, principal seña de identidad de su ciudad, a falta de templos, monasterios o palacios históricos. O puede que también influyera el que Shanghai, como La Habana, era ya una ciudad muy hecha cuando la alcanzó la revolución, con lo que las nuevas autoridades se limitaron a compartimentar -y tugurizar- villas y apartamentos, para dar cabida a las masas necesitadas de vivienda. Aunque tampoco se salvó tanto: si la Revolución, con su economía de subsistencia, no acabó con el denostado Shanghai europeo, el mayor peligro vino a partir de los años ochenta, cuando el crecimiento de la población y la especulación inmobiliaria arrasaron barrios enteros de shikumen -las populares casas de dos plantas, de inspiración londinense, tan distintas de los hutongs de Pekín, igualmente especie amenazada. En su lugar, los rascacielos se han convertido en el emblema del nuevo Shanghai, imponiendo un horizonte de espectacularidad vertical, con una ostentación y una frialdad que la ciudad originaria nunca tuvo. Los habitantes de aquel Shanghai, chinos u occidentales, eran mayormente gente práctica, con los pies en la tierra, como construyeron su ciudad, a la medida de un gran y bullicioso mercado. Hoy Shanghai no es ya una ciudad-estado sino un símbolo de toda China y sus rascacielos compiten ventajosamente con los de Pekín, Chongching o Cantón, aunque le roben día a día los últimos restos de identidad propia. A cambio, para consumo turístico, se promocionan rincones evocadores demasiado visiblemente artificiales, como el barrio peatonal de Xin Tian Di o la remodelada Nanjing lu, se mantienen impecables las fachadas del Bund y se restauran, aunque para otros usos,bancos, grandes almacenes y edificios singulares de entonces. Para el viajero con tiempo de pasear por ella -pasear, algo que en China prácticamente sólo puede hacerse en Shanghai y que tanto envidian los pekineses- lo apasionante es descubrir los restos de los viejos tiempos que aún perviven, mezclados y dispersos, deteriorados o en total abandono, pero libres de manipulación. Un portal o ascensor art déco, un edificio de apartamentos del más puro racionalismo, jardines y mansiones conservados como un seña de prestigio a la sombra de modernos hoteles como el Okura Garden; los shikumen que aún quedan, tan chinos ya, que incluso han superado su encanto originario, albergando no a una o dos familias, sino a una docena; calles que se mantienen como opulentas arterias comerciales pese al cambio de nombre, como Huaihai lu, la antigua avenida Joffre, en el corazón de la Concesión francesa... y hasta cuando uno se asoma a esa gran explanada ceremonial que es Reming Square, la Plaza del Pueblo -sede de museos, Ayuntamiento, teatro de la opera y grandes hoteles- , el centro del actual Shanghai, cualquier comparación con la gélida plaza de Tiananmen en Pekín nos conduciría a error: porque si aquel inmenso campo de Marte a las puertas de la Ciudad Prohibida expresa la distancia entre el poder y el pueblo, la no menos descomunal de Shanghai debe su amplitud a la bastante más terrenal razón de que allí se ubicaba un hipódromo, donde británicos y chinos compartían su pasión por el juego.

Arquitectura espectáculo

¡Qué otra cosa puede ofrecer una Expo! Aunque Shanghai siempre ha buscado impresionar, desde ese mismo Bund destinado a engañar a los pasajeros de los barcos, con la ilusión de que el largo viaje apenas les había alejado de Europa. Las fachadas del Banco de Hong Kong y Shanghai o el Sassoon Building, más tarde hotel Peace, se construyeron para quedar fijadas en las retinas de quienes llegaban, todavía sin siquiera haber desembarcado. Sabiéndolo, Mao coronó cada uno de sus tejados y cornisas con bien visibles banderas rojas, por si acaso alguien se llamaba a error sobre la identidad y nacionalidad del nuevo Shanghai. Gracias a ello, los shanghaineses chinos pasaron a sentir el Bund como algo propio, aunque nunca del todo, porque su condición de símbolo colonial difícilmente podía borrarse. La solución de la era Deng fue construir un nuevo sky line en la orilla opuesta, esa city de Pudong inspirada en Disneylandia y no en el art déco, todavía hoy en transformación constante, pero que ya ha desplazado por completo al Bund, reducido a simple observatorio desde donde admirarla. El conjunto formado por la antena de TV «la Perla de Oriente», los superrascacielos Jing Mao o el todavía más alto popularmente conocido como «el Abrelatas», junto al medio centenar de torres construidas para acompañarlos, se iluminan de noche con todo tipo de juegos de neón y enormes pantallas publicitarias, un espectáculo que atrae a turistas de toda China. El río Huangpo, con su incesante tráfico, es parte integrante de la coreografía: cada anochecer, curso arriba o abajo, se ve surcado por barcos engalanados de bombillas, imitaciones de viejos shampanes y remolcadores que arrastran grandes monitores de televisión que compiten con los verticales. Un espectáculo naïf dirigido a las masas, expresión de una cultura audiovisual universalmente extendida pero que no obstante tiene su grandeza e incluso su armonía, aunque sobre todo - qué otra cosa perseguían sus dirigentes al construirlo- transmite optimismo. Como debieron de transmitirlo los edificios del Bund en los años treinta, pese a que hoy permanezcan enfurruñados y en penumbra, desdeñando a los ignorantes turistas que cada anochecer les dan la espalda.

La arquitectura de Shanghai está llena de mensajes. Todos y cada uno de sus rascacielos están hechos para ser vistos y admirados desde la distancia y por eso sorprende que los edificios de la Expo, igualmente frente al río, con posibilidad de convertirse en panorámicos, hayan optado por no elevarse demasiado. Quizás sea un buen augurio de que sus urbanistas empiezan a pensar en un Shanghai de escala más humana o puede que entre tantas altas torres construidas, levantar otras más apenas hubiese llamado la atención. El caso es que la Expo, excepto cuando se ilumina de noche, presenta un discreto panorama, preservando sus secretos para quienes paguen la entrada, y los edificios construidos por la organizadora, desde el Expo Center a los distintos auditorios y el pabellón temático, se ajustan con elegancia a la estética al uso en Occidente, alejados de fantasías orientales. El único edificio que rompe esa norma es el propio pabellón de China, éste sí haciendo guiños a la tradición, una especie de post pagoda de intenso color rojo que evoca, según dicen, una antigua corona imperial. Independientemente de su complejidad arquitectónica, la relectura del pasado que ofrece resulta fría, como la mayor parte de los templos budistas reconstruidos en Shanghai. Y si lo que busca es impresionar, lo que más llama la atención al observador atento son tres pequeños pabellones construidos a sus pies. Bajo la inmensa mole de la «Corona de Oriente», los pabellones de Hong Kong y Macao se acogen a la sombra de la patria china; el deMacao, para mayor significación, imitando la forma de un simpático y dócil conejito. Al otro lado, en solitario, el pabellón de Taiwan, última oveja descarriada, se ve tan empequeñecido y hasta huérfano frente a las dimensiones del anfitrión que ganas dan de empujarle hacia él para poner fin a su soledad.

Muchedumbres

Veinte millones de habitantes, según proclama el censo formal e informal de Shanghai, suponen mucha gente. E igualmente dejan aturdido las previsiones de visitantes de la Expo, setenta millones, la inmensa mayoría chinos, como corresponde a su fin de exaltación del optimismo nacional, resumido en el propio lema del gran evento: Better city, better life. ¿Es mejor ciudad el Shanghai actual que el pasado? Para la mayor parte de sus habitantes, sí, desde luego, incluso para las masas sin apenas derechos que aún siguen llegando del campo o de las ciudades del interior, atraídas por su prosperidad. El precio a pagar es vivir en una ciudad superpoblada y en permanente congestión, como por otra parte siempre lo fue. «He estado en sitios tan abigarrados y populosos como Shanghai -escribió Aldous Huxley cuando la visitó en 1926- pero ninguno me ha impresionado tanto por su densidad humana. En ninguna ciudad de Oriente u Occidente he tenido esa impresión de densa, multitudinaria, coagulada vida...» En vísperas del gran acontecimiento, las autoridades municipales han hecho cuanto han podido para mejorar la circulación en la ciudad, abriendo nuevas líneas de metro, túneles bajo el río -hasta ahora el gran embudo circulatorio- e incluso estableciendo un nuevo servicio de taxis con conductores que hablan inglés para los extranjeros. El gran problema en todo caso consistirá en cómo mover a los cuatrocientos mil visitantes diarios previstos a la Expo, porque en contra de lo que suele pensarse desde el exterior -sumando los falsos clichés de resignación oriental y disciplina comunista- los ciudadanos chinos son cualquier cosa menos disciplinados. Los intentos de formar una cola ordenada ya sea esperando un autobús o para adquirir entradas para un espectáculo, son inmediatamente saboteados apenas el primer espabilado intenta colarse y toda la masa se arroja detrás en aluvión entre grandes gritos de protesta. A lo que se suma una nula noción de espacio público -tan querida e imprescindible para los europeos- que lleva a que por mucho lugar libre que quede en un vagón de metro, los pasajeros se aprieten unos contra otros hasta formar una compacta piña. La inagotable curiosidad china es otro potencial agente perturbador de la circulación en la Expo: el más mínimo acontecimiento, desde que un turista abra una bolsa ofreciendo la oportunidad de atisbar qué contiene a cualquier insignificante accidente, desvían de inmediato el interés de los viandantes, haciéndoles olvidar consignas y colas.

Taiyuan Villa

No quiero dar la impresión de ser un nostálgico de ningún pasado y menos todavía del colonial. El moderno Shanghai, especialmente de noche o envuelto en lluvia y niebla, ese cielo gris consustancial a la ciudad, me provoca a la vez exaltación y melancolía. Visto desde lo alto, por ejemplo desde la planta treinta del hotel Radisson NewWorld, en Reming Square, en donde durante los viajes de preparación de la Expo me he alojado muchas veces, sobrecoge por la inhumanidad de sus rascacielos, pero también inspira ternura. Si la ciudad es la mayor expresión de nuestra civilización, cómo interpretar las megalópolis en que vivimos cada vez más mayoritariamente al comenzar el siglo XXI. Juzgadas por su incomodidad, es difícil pensar en un espacio más carente de todo lo valioso con lo que hombres y mujeres sueñan: espacio, naturaleza, aire limpio y libre... y sin embargo cuando en las noches de jet lag me asomaba a la ventana de mi habitación, lo que buscaba en los rascacielos que cerraban por todas partes el horizonte eran otras ventanas, igualmente con la luz encendida. Algo que ocurre durante toda la noche en los edificios de oficinas de Shanghai, en los que siempre, a cualquier hora, hay gente trabajando. Gente insomne intentando ganarse la vida, esa «condición humana» que el Shanghai de los años veinte inspiró a AndréMalraux y que todavía sigue emitiendo anónimos destellos de heroísmo, una asombrosa resistencia y adaptación a un medio hostil desde las torres de cristal y acero.

Aun así, los seis meses de Expo son demasiado tiempo para vivirlos en un hotel del centro y tras la huella de los europeos más expertos en savoir vivre, opto por alojarme en la antigua Concesión francesa. Si los bancos y corporaciones del Bund, obra de británicos, alemanes y norteamericanos, se pensaron como lugar de negocios y trabajo, lo que los franceses aportaron a Shanghai fue la noción de la buena vida. Locales de noche, casi siempre de dudosa reputación, cosmopolitas escaparates comerciales y sobre todo residencias y villas de lujo como la de Taiyuan, construida en los años veinte en estilo neorrenacentista por el conde du Pac de Marsoulies y su mujer, la condesa Virginie Blanche. Tras los pomposos nombres debía esconderse una reputación tan dudosa como los fumaderos de opio que hicieron rico al legendario gangster Du Yueshang, porque éste terminó envenenando al conde en una cena que le ofreció allá por 1932. La condesa Blanche ejerció desde entonces de viuda alegre y las fiestas que pasó a dar en su residencia eran la comidilla de toda la ciudad. Con semejantes antecedentes, cómo resistirse. Aunque la concesión francesa ya no es lo que era y la colectivización acabó con la mayor parte de su esplendor, Taiyuan Villa ha logrado mantenerse transformándose en apartamentos de larga estancia y es en mi primer amanecer en uno de ellos, mirando por la ventana de un discreto segundo piso árboles frondosos y no hormigón y altura, donde evoco a los huéspedes ilustres que me precedieron. Por ejemplo, tras la ocupación japonesa, el general norteamericano Georges Marshall, que acabada la guerra mundial intentó mediar entre Chang Kai Chek yMao Ze Dong para que no la prolongaran como guerra civil. El propio Mao se hospedó en Taiyuan Villa cuando fue transformada en residencia para altos cargos del partido de visita en Shanghai; o su viuda shanghainesa, que al parecer antes de ser ejecutada daba aquí fiestas tan alegres como las de la propia condesa Blanche, aunque bastante más secretas. Y por añadir un residente anónimo, ese consultor australiano que en Internet describe con nostálgicos elogios su paso por el Taiyuan, aunque mencionando un inconveniente que, todavía sin acabar de instalarme, me provoca un escalofrío: durante su estancia, en un par de ocasiones tuvo que volver a hacer el equipaje y mudarse por unos días a un hotel, porque la condición de alojamiento para altos cargos se mantiene y cuando viene alguno muy importante de Pekín, los extranjeros están de más.

Bodas

«El pabellón de los sentidos» es el lema que los franceses le han dado muy apropiadamente a su pabellón en Expo Shanghai. En él junto a las marcas francesas del lujo, moda, complementos, gastronomía y vinos, se anuncia la celebración de bodas masivas para todos los novios que consigan turno. Un ingenioso reclamo para promocionar la «marca-país» Francia, aunque se trate de falsas bodas, porque nada les gusta más a las parejas chinas, tras pasar por el obligado registro civil, que posar para el retrato de novios disfrazados a la europea. Incluso exhibirse de tales. Por las calles de Shanghai se ven a menudo grandes limousinas que llevan recién casadas envueltas en sedas y tafetanes blancos, un color no precisamente de buen augurio en el Lejano Oriente. Lo que corresponde es que la novia se case de rojo y ya puestos a ser tradicionales que tras la boda entre a formar parte de la familia del marido, bajo la tutela y en casa de su suegra. Algo bastante frecuente en China, menos por la herencia confuciana que por la ausencia de un sistema de pensiones, lo que sigue obligando a los hijos a hacerse cargo de sus padres. Cómo organizarán sus bodas los franceses todavía no ha sido desvelado. Quizás bajo el retrato de su glamourosa pareja presidencial, que hace honor al lema del pabellón y causa sensación entre los chinos; y hasta seguramente emitiendo un certificado de que la boda ha tenido lugar en París, regalo de una luna de miel inalcanzable. Aunque el Shanghai del pasado ya conoció sonadas bodas a la europea, como la que celebraron en el hotel Majestic Chang Kai Chek y la joven y ambiciosa belleza Soong May Ling, tras verse obligado el líder del Kuomintang a convertirse al cristianismo para obtener su mano. Y también, en compensación, largos años de prohibición de toda moda europeizada. El escritor Nien Cheng describe una estremecedora escena en Vida y muerte en Shanghai, memoria de los tiempos de la Revolución Cultural. Una bella muchacha con tacones y coqueto vestido se ve acosada y golpeada por una turba de guardias rojos que la despojan de sus zapatos pequeño burgueses, mientras ella sólo acierta a gemir: «¡Soy una trabajadora! ¡No pertenezco a la clase capitalista!».

La Sirenita

La Sirenita, en cambio, es un cuento de amor con príncipe azul. Por eso en esta Expo del optimismo está siendo una de las atracciones más esperadas desde que se anunció que Dinamarca pensaba trasladar la pequeña estatua desde su emplazamiento frente al Báltico, la original, nada de imitaciones en el país de las copias, para instalarla en su pabellón. Desde entonces a hoy el interés local no ha hecho más que crecer, lo que no acabamos de entender otros pabellones que hemos trabajado más concienzudamente los contenidos. ¿Qué tiene que ver la estatua de La Sirenita con el lema de la Expo Shanghai? ¿Quizás la sinceridad de contarnos que en un sistema de especulación financiera e inmobiliaria toda apuesta por ciudades mejores es un cuento de hadas? El misterio de tanta pasión se entiende cuando nos explican que los cuentos de Andersen son desde hace décadas lectura obligatoria en las escuelas chinas. Fábulas de raíz popular, pero sobre todo bastante más inofensivas que los cuentos a los que tan aficionado era el presidente Mao. Su fábula El viejo que movió las montañas, a base de ir sumando granitos de arena uno a uno -como él mismo hizo con el campesinado durante la Larga Marcha- anticipó el Gran Salto Adelante y la Revolución Cultural. Aunque mi cuento chino favorito es aquel en que, para acabar con una plaga de cuervos que saqueaban las cosechas allá por los cincuenta, el Gran Timonel ordenó a sus ciudadanos batir sin cesar palmas para mantenerlos asustados y sin posarse. Transcurridos dos días, los pájaros comenzaron a caer desfallecidos, agotados por el esfuerzo. Tan eficaz resultó el cuento que hay quien dice que es por eso que aún hoy se ven pocos pájaros en Shanghai, más allá de los que sus habitantes sacan a pasear en jaulas.

Diabluras extranjeras

Una Expo debería exigirles a los participantes originalidad y sorpresa, y aunque las Exposiciones Universales son un modelo algo gastado y la mediocridad suele ser la respuesta de muchos pabellones, siendo ésta la mayor de la historia y tratándose de Shanghai, algunos países se han esforzado en dar la nota. Curiosamente, las antiguas potencias coloniales, que durante cien años hicieron y deshicieron a su antojo en la ciudad. Reino Unido presenta un pabellón con millares de filamentos de fibra óptica que parece un erizo y reacciona según la luz del sol. El interior es un espacio mitad instalación de vanguardia, mitad discoteca de moda, concebido para transmitir a los chinos que la Inglaterra de hoy no es una potencia imperial en declive, sino el país de la modernidad. Japón, cuya dominación marcó el final de la antigua Shanghai, presenta una extraña criatura envuelta en seda, denominada «el pabellón que respira». Arabia Saudí, una descomunal Arca de Noé, sorprendente en el país del desierto, donde tanto escasea la biodiversidad. Alemania presenta Balancity, propuesta cuyo gancho es una bola hipertecnológica que interactúa con los visitantes. Los materiales de construcción también persiguen sorprender, presentándose como ecológicos y sostenibles -curiosa paradoja en una Expo que por definición es derroche: todos los pabellones, son las reglas del juego, han de ser desmontados o demolidos tras seis meses. Entre todos ellos, el de España, enteramente recubierto de mimbre, lleno de sinuosidades y curvas, destaca por lo inclasificable de su apariencia. Tiene algo de barco, o de balsa varada a orillas del Huangpo, como aquellas del lago Titicaca hechas de paja y mimbre, con las que los antiguos quechuas cuentan que navegaron el Pacífico; y también de animal dormido, mitad dragón mitad serpiente cuyas escamas relucen al el sol; o de montículo de extrañas formas, obra de la naturalaza y no de mano humana. También hay quien dice que parece un montón de cestos apilados o que evoca las formas y giros de una bailarina de flamenco como la que baila en vivo en el pabellón. Y hasta que simboliza una cuna, como la que salvó a Moisés, hogar de ese bebé gigante, Miguelín, que despide a los visitantes en su interior, un niño autómata de casi siete metros de altura que encarna el futuro de las ciudades españolas. Además de responder a una operación de relaciones públicas, porque de eso trata una Expo. Con mayor o menor obviedad, todos los países aspiran a promocionarse en China mediante metáforas e hipérboles, cuentos, señuelos, reclamos, autopromoción y autobombo. La más mínima autocrítica parece estar de más, como las alusiones al doloroso y desigual pasado compartido con las antiguas potencias coloniales. Seducir reinventándose, presentarse con una imagen nueva, un perfil favorable y simpático, es el juego de todos, olvidando que los shanghaineses no nacieron ayer y que los «diablos extranjeros», como en la China del pasado llamaban a misioneros y comerciantes, poco ya pueden engañarles.

Ventana al mundo

Todo Shanghai es un escaparate, una descomunal fachada. Cuando contemplamos su impactante urbanismo que parece venido del futuro, olvidamos que estamos en una metrópoli del tercer mundo y que el subdesarrollo y la necesidad conviven en ella junto a la ostentosa opulencia. Incluso hay muchos extranjeros que fingen ignorarlo. A los pies de los rascacielos hipertecnológicos, bulle una humanidad pobremente vestida que se traslada en bicicleta y para la que el autómovil sigue siendo un sueño inalcanzable. La inmensa mayoría de las antiguas villas y apartamentos del viejo Shanghai presentan por dentro un aspecto sucio y ruinoso, tan superpoblados de inquilinos que los rellanos de las escaleras les sirven de cocina. Los andamios de las torres más altas siguen armándose con toscos bambúes y los mercados exhiben el pescado en barreños y vivo a falta de frigorífico. Cosas que en Occidente consideramos imprescindibles continúan faltándoles a muchos de sus habitantes. Junto a ellos, los yuppies locales se dejan ver hablando nerviosamente con sus iphones en las áreas financieras, pero son como en el pasado unas gotas de cosmopolitismo en un mar de trabajadores menesterosos. Las masas que levantaron la ciudad europea y han seguido levantando la contemporánea, emblema de una sociedad de consumo de la que estaban y están excluidos. Pero si el primer Shanghai occidental buscaba impresionar a los chinos, el actual busca la admiración de los extranjeros. No son sólo los países participantes quienes disimulan sus defectos. En las semanas previas a la apertura de la Expo han caído sobre los shanghaineses toda una serie de normas dirigidas a mejorar su urbanidad, como las que prohíben escupir o salir en pijama a la calle, dos hábitos muy arraigados. Los locales de ventas fake, bolsos y relojes de marca falsificados que causan furor especialmente entre los turistas españoles, se han visto obligados a abrir trastiendas más discretas donde proseguir el negocio. Las peluquerías y casas de masaje con happy end, en realidad, locales encubiertos de prostitución, han sido clausuradas. Las calles relucen de limpias y con primorosos arreglos florales y en cuanto al orden público, tratándose de una ciudad más que segura para el turismo, ha sido reforzado hasta extremos inimaginables. Una semana antes de la inauguración de la Expo, el Shanghai Daily daba cuenta de una descomunal redada de seis mil posibles delincuentes en los alrededores del recinto. El objetivo declarado era amedrentarlos antes de que actuasen, conforme a una extraña ley penal que anticipa la sanción al delito. Aunque el rigor en China no sólo lo ejerce el Estado. Dos días después ese mismo periódico oficialista daba cuenta de que el Gobierno, con el fin de mejorar su imagen internacional, estaba estudiando reducir las condenas a muerte, al menos en los casos de corrupción, pero tropezaba con una opinión pública fuertemente contraria. Como los antiguos aspirantes a mandarines, los dirigentes chinos de hoy se sienten, aprobadas las Olimpiadas, ante unas nuevas pruebas de homologación que durarán seis meses. No son los únicos. En el lifting de cuerpo y alma del gran puerto de Asia, resurgido para protagonizar el siglo XXI, es difícil saber quién se juega más en el examen. Si China frente al mundo o el mundo ante China. Bienvenidos a Expo Shanghai.

 

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