La gran biblioteca que Google planea edificar en la red ha embargado de júbilo a Kevin Kelly, director de la revista de nuevas tecnologías Wired , y ha sumido en el desconcierto y la melancolía a John Updike, todo un escritor. ¿No es paradójico? Google está escaneando una parte de los fondos de seis grandes bibliotecas: las de las universidades de Harvard, Stanford, Oxford y Michigan, así como la New York Public Library, proyecto al que se ha sumado recientemente la Universidad Complutense de Madrid. Aunque en el momento de escribir estas líneas se ha paralizado el escaneo por nuevos problemas legales con las editoriales, es presumible que, antes o después, esta gran biblioteca electrónica estará disponible en la red para el acceso público.
Resulta, sencillamente, fascinante. Pero no conviene que, demudados ante la magnificencia del proyecto, quedemos ciegos ante sus inconvenientes o creamos a pies juntillas todas las bondades que respecto a él se han escrito. En The New York Times Magazine , Kelly lo ha equiparado al viejo sueño de la biblioteca universal de Alejandría, concebida, según él, «para albergar todos los rollos de papiro existentes en el mundo conocido». En realidad, el objetivo de Ptolomeo II cuando ideó la que sería la biblioteca más grandiosa del mundo antiguo no era almacenar papiros, sino sabiduría. Tres siglos antes de Cristo parecía estar mucho más claro que hoy que lo relevante de los libros no es su formato, sino su contenido. El rey egipcio ordenó recopilar íntegramente la literatura griega, en las mejores copias posibles, clasificar las obras y comentarlas. La biblioteca, sumamente completa, también contenía traducciones de obras literarias egipcias y babilonias. Se trataba, en suma, de un proyecto de conocimiento, de erudición, para el cual se contrató a sabios griegos a los que se ofreció un salario generoso y un lugar en una academia radicada en el templo de las Musas, el Museion, donde se albergaría la primera de las dos colecciones de la célebre biblioteca. La segunda, adscrita al templo de Serapis, se llamaba el Serapeion.
Uno de los sabios que trabajaron en aquel inmenso proyecto fue el poeta Calímaco, y uno de sus cometidos fue confeccionar una especie de índice de autores, sobre la base de los exhaustivos catálogos de la biblioteca. Sven Dahl en su Historia del libro cuenta cómo, a pesar de que la mayor parte de su trabajo se ha perdido, el conservado «confirma las excelentes cualidades de bibliotecario del viejo autor griego».
Saltan a la vista las diferencias entre la biblioteca de Alejandría y el proyecto puesto en marcha por Google en «varias docenas de edificios en todo el mundo, con trabajadores por horas doblados sobre un escáner de mesa, que convierten libros polvorientos en objetos de alta tecnología», en palabras de Kelly. También Ptolomeo podría haber contratado esclavos letrados para que copiaran rollos sin descanso. Le habría salido mucho más barato, pero el suyo era un proyecto intelectual, mientras que el de Google es un trabajo meramente técnico por una sencilla razón: todo el trabajo de catalogación, clasificación o comentario de los volúmenes ya se lo dan hecho las bibliotecas y las editoriales.
Sin esa labor previa, para la que resulta imprescindible el know how de gentes como Calímaco, el proyecto de Google resultaría baldío, pues en lugar de una biblioteca daría como resultado un marasmo de páginas deslavazadas, tan caótico que, más que ayudar al avance de la sabiduría, contribuiría al aturdimiento general. Los buscadores como Google, que Kelly elogia entusiasmado, son de gran ayuda cuando se quiere encontrar un título concreto de un autor; pero en las bibliotecas también se hace la operación inversa: consultar genéricamente un asunto para descubrir títulos desconocidos que pueden aportarnos información relevante. Con frecuencia un lector busca un libro, pero muy a menudo lo encuentra, le sale al paso en los anaqueles: los motores de búsqueda de internet son inútiles para este tipo de pesquisa incierta, necesaria y siempre sorprendente.
La patraña de la «democratización»
El mayor elogio que Kevin Kelly reserva para la gran biblioteca electrónica de Google es su presunto carácter democrático: «Al contrario que las viejas bibliotecas, cuyo acceso estaba restringido a la elite, ésta será realmente democrática, y ofrecerá todos los libros a todo el mundo». O no ha pisado una biblioteca en su vida o es una de esas personas que se contenta con etiquetar como «democrática» la labor en que andan para blindarla contra cualquier posibilidad de crítica. Hace mucho tiempo que, al menos en Europa y Estados Unidos, las bibliotecas no son territorio de la elite. Las hay restringidas a los investigadores, para facilitar su trabajo, sin que por otro lado cueste mucho acreditarse como tal; las hay adscritas a una facultad o una universidad determinada; las hay autonómicas, municipales, de barrio, de las cajas de ahorros; existen bibliobuses que recorren los pueblos pequeños dejando libros y hasta en el Metro de Madrid, sin gran esfuerzo, se puede acceder a un servicio de préstamo para el que las gentes hacen cola... Cualquier persona interesada tiene ya a su disposición muchos más libros de los que seguramente podría leer en toda su vida.
No hace falta ni dinero, ni tecnología, ni costosos aparatos o programas informáticos que caducan cada seis meses para leer. Y es una suerte que así sea, porque aun en un país desarrollado como España, el 63 por 100 de la población mayor de catorce años no usa internet, según un estudio de la Fundación BBVA de octubre de 2005, pero no por ello está privada de la lectura.
En los países pobres es mucho peor, como todo. Allí faltan bibliotecas, pero también se carece de acceso a internet, no porque la tecnología no sea trasladable a esas zonas del mundo, sino porque no hay dinero para financiarla. El proyecto de Google no acomete ninguna acción al respecto, así que no ofrecerá «todos los libros a todo el mundo», como promete Kelly, sino sólo a los conectados.
Pero hay algo aún más importante: aún quedan grandes estratos de la población mundial sin alfabetizar, una cifra que oscila en torno al 15 por 100 de media mundial, pero que en algunos países alcanza proporciones escandalosas, como el 64 por 100 de Afganistán, el 68 por 100 de Mauritania o el 33 por 100 de Nicaragua, según el Libro de datos de la CIA (www.cia.gov/cia/publications/factbook/fields/2103.html). Por tanto, parece más digno de cualquier proceso que se denomine de «democratización» extender la alfabetización a esos 800 millones de personas, para los que toda esta polémica resulta superflua porque son incapaces de desentrañar los misterios del libro impreso añorado por Updike. En un discurso a los libreros pronunciado en la convención Book Expo de Washington, el novelista norteamericano aseguró que «los libros normalmente tienen lomos», lo que implica conceder importancia primordial al objeto, exactamente igual que el tecnófilo Kelly, pero en nostálgico.
La fascinación del tecnopaleto
¿Alguien cree que los analfabetos existentes hasta ahora lo eran porque no se habían inventado los buscadores electrónicos o el escáner? ¿O será más bien por problemas políticos y sociales que Google no va a solucionar? A Kelly le gustaría quizá que cada nueva invención tecnológica nos revolucionara la vida, que equivaliera «a poner el pie en la Luna», en sus propias palabras. La fascinación del tecnopaleto, que abraza todo nuevo invento electrónico y desecha lo viejo sin mayores consideraciones, trasluce en su intencionado contraste entre el «viejo libro polvoriento» y el «objeto de alta tecnología», es decir, apto para la vida contemporánea.
En el fondo, es una frivolidad no ver que lo importante no es el objeto libro, papiro, tablilla sumeria o pantalla, sino los bienes inmateriales que proporciona el texto al que lo lee: sabiduría, conocimiento, diversión, evasión, reflexión, entretenimiento. El autor, por su parte, se inscribe en el ansia añeja de contar historias, expresar pensamientos, soñar otros mundos, reflexionar sobre éste..., anhelos presentes en el ser humano no ya antes de Gutenberg, sino incluso antes de que se inventara la escritura, porque no están ligados a la cultura, ni a la tecnología, ni a la democracia, sino a esa facultad específicamente humana que es el lenguaje.
Kelly nos anuncia la buena nueva de que cuando Google concluya el gran escaneo «todo estará en tu iPod, la biblioteca de las bibliotecas paseará en tu bolsillo o en tu monedero», como si lo crucial fuera poseer los textos, en lugar de leerlos. Me recuerda a ciertos compañeros de estudios que pasaban todo el primer trimestre abrumados por la presión de tener que leer una treintena de libros por asignatura y haciendo cábalas sobre cómo acometerían la tarea. Faltando veinte días para el examen compraban la lista íntegra de una vez, y así, teniendo ya los libros en los estantes de su casa, se relajaban de súbito; les bastaba pagar, mirar y tocar los textos para zafarse del estrés, pese a la evidencia de que les resultaría materialmente imposible leerlos antes del examen.
Resulta francamente peligroso que la apología del libro electrónico quede en manos como éstas, insatisfechas con las magníficas posibilidades que, en efecto, brinda para la investigación y la lectura, y empeñadas en convertir a la tecnología en artífice de una revolución autónoma, con voluntad propia. En nada cambiará nuestra vida llevar el Quijote en el bolsillo si no lo leemos, pero aprovechar ese Pisuerga para exclamar de paso que tal vez de la iPod nos enchufen los millones de volúmenes de la biblioteca de Google «al cerebro mediante cablecitos blancos», como dice Kelly, son ganas de aumentar el pánico de los tecnófobos, aventando augurios sobre un hipotético futuro en el que los humanos seremos dominados por las máquinas. Parece más razonable pensar, puesto que voluntad sólo tenemos nosotros, que los frutos de la revolución tecnológica dependerán del uso que se haga de la tecnología. Lo mismo sucede con los martillos: sirven para colgar un Picasso en un museo y para matar a golpes a una persona.
La digitalización de textos aporta enormes ventajas para ciertos tipos de lectura y para determinados análisis de los textos, especialmente los de tipo lingüístico. El diccionario más original publicado en los últimos años en cualquier lengua, el Redes dirigido por Ignacio Bosque, que describe las palabras según su relación con otras, ha sido posible gracias a la informática. «Cuando empecé a barruntar el proyecto en que se basa Redes –escribe Bosque en la introducción– no existían los ordenadores, mucho menos buscadores SQL como los que hoy permiten construir programas de concordancia. Los datos estaban en los textos, y los textos en el papel; las observaciones se hacían en fichas y las fichas se guardaban en cajas, que se indexaban y se almacenaban con otras cajas. Una sola entrada larga de este diccionario hubiera llevado, sin exagerar un ápice, varios años de trabajo. Más aún, parece claro que la obra no habría podido llevarse a cabo nunca».
A Google lo que es de Google
La posibilidad de almacenar cientos de textos proporciona rápidamente un corpus lingüístico de tales dimensiones que permite comparar, analizar y estudiar fenómenos hasta ahora prácticamente inabordables. Esto lo popularizará Google, pero no lo inventa. En el año 1994 tuve la ocasión de participar como becaria en un proyecto de digitalización de textos de los siglos de Oro dirigido por el profesor Eugenio Bustos Gisbert en la Facultad de Filología de la Universidad Complutense. Consistía simplemente en proveer de un volumen de material representativo a investigadores interesados en fenómenos de evolución lingüística para los que resulta interesante precisar, por ejemplo, cuándo la desinencia del pretérito imperfecto de indicativo, tras muchas oscilaciones, quedó fija en -ía.
También los libros de referencia y consulta multiplican su valor cuando se hacen accesibles a través de internet, como es el caso de la Enciclopedia Británica o el Diccionario de la Academia , por citar sólo dos ejemplos (la primera de pago, el segundo gratuito) de instituciones que no han dudado en digitalizar lo más importante de sus fondos ya hace años. Si antes había que desplazarse a una biblioteca o tener un enorme salón donde cupieran todos los volúmenes de una vastísima obra de referencia, ahora se pueden consultar con un clic. También desde casa, y mediante una clave que acredite al internauta como estudiante de la Universidad de Londres, por citar un caso, éste puede consultar los fondos de revistas especializadas de todas sus facultades, algunas de ellas disponibles en las universidades españolas, otras no.
La digitalización de libros y los buscadores facilitan enormemente, sin ningún género de dudas, cualquier tarea investigadora. Ciñéndome a mi experiencia personal, para llevar a cabo la biografía de Federica Montseny pasé largas horas en la Hemeroteca Municipal de Madrid leyendo sus artículos en viejos ejemplares de publicaciones de los años 20 y 30, algo que no cambiaría mucho si hubiera de hacerlo cuando la biblioteca universal de Google esté disponible. Sin embargo, también tuve que dedicar tiempo y esfuerzo a leer muchos libros de autores de la época que en ocasiones me aportaron datos interesantes para mi trabajo y en otras me sirvieron de poco porque ni mencionaban a mi biografiada, algo que hubiera averiguado con un buscador en 30 segundos.
La lectura en formato digital es un gran hallazgo para este tipo de labores. Pero, como dice Bosque, «precisamente porque las máquinas nos proporcionan y ordenan con sorprendente velocidad los datos que les pedimos, debemos dedicar a la tarea de reflexionar sobre ellos buena parte del tiempo que antes empleábamos en conseguirlos». En otras palabras, que lo primordial no ocurrirá en la iPod, sino en nuestro cerebro, como siempre.
¿Y los lectores?
Lo que resulta incomprensible es que para ensalzar las ventajas del libro electrónico haya que denostar los «viejos libros polvorientos» que Kelly retrata como antiguallas: proporcionan un placer muy inmediato y muy real a los que leen un poema en un sillón de casa, con el lápiz presto a subrayar una frase mágicamente creada; o a los que se enfrascan en una novela sentados al sol en una terraza, mientras se toman el vermú.
La visión del libro de Kelly, netamente despectiva hacia el sujeto de la lectura, da aún otra vuelta de tuerca cuando asegura que los libros impresos son estáticos y «permanecen aislados unos de otros» en las estanterías. Por el contrario, en la arcadia de la biblioteca universal de Google «ningún libro será una isla», dice para elogiar el dinamismo de los libros que viajarán por la red. Sin embargo, el movimiento decisivo de un libro no es esa especie de ajetreo virtual, sino la influencia de las ideas en él expuestas, las imágenes creadas, las agitaciones neuronales que desencadena.
Quien diga otra cosa habla de libros sin pensar en quien los lee: aunque no se mueva de la silla, no hay nada más dinámico que una persona ante un libro abierto. Lo sabía muy bien Goebbels, doctor en Filología, que el 10 de mayo de 1933 dio por inaugurada la gran quema de libros en la Opernplatz de Berlín con frases como «el anterior pasado perece en las llamas», según relata Fernando Báez en su excelente Historia de la destrucción de libros . A continuación comenzaron a arder unos 25.000 ejemplares, entre ellos obras de Marx y Freud, de las que no se puede decir que no hayan provocado movimientos...
Precisamente porque los «viejos libros polvorientos» nunca han sido islas desconectadas unas de otras, sino que a menudo han servido para poner a la gente en relación, todas las dictaduras han tratado de establecer lo qué debía ser leído y lo que no, para forjar ciudadanos más manejables. Y dado que la predicción expuesta por Heinrich Heine en 1820, «allí donde queman libros, acaban quemando hombres», se cumplió milimétricamente en el caso del III Reich, primero con las hogueras y luego con los hornos crematorios, debería importarnos lo que les ocurra a los libros. Sus avatares están indisolublemente unidos a los de la especie humana, pero no en lo relativo a su formato, sino en el destino que sufran sus contenidos.
En la medida en que se respete al escritor –el único con autoridad para establecer la verdad sobre su texto– la biblioteca universal de Google será una importante herramienta de conocimiento. John Updike tiene razón al asegurar que fue la revolución de los libros la que «desde el Renacimiento en adelante enseñó a hombres y mujeres a valorar y cultivar su individualidad». Kelly, por su parte, ve como una consecuencia inevitable de la biblioteca de Google el que los libros acaben despellejados y destazados como conejos, gracias a los vínculos y las etiquetas de internet que permitirán acceder directamente a otro texto desde una nota al pie.
Una vez más, este recurso puede resultar muy útil o convertir la lectura en un caos, en una fragmentación absurda para la que no hay ninguna razón, salvo la voluntad de los autores de ser fragmentados, que tampoco es un invento moderno. En 1864, Baudelaire publicó Le Spleen de Paris. Pequeños poemas en prosa introduciendo el texto con esta singular dedicatoria: «Mi querido amigo, le envío un pequeño trabajo del que podría decirse, sin ser injusto, que no tiene ni pies ni cabeza, ya que por el contrario todo en él es, alternativa y recíprocamente, pies y cabeza. Le suplico considere la admirable conveniencia que tal combinación nos ofrece a todos: a usted, a mí y al lector. Podemos interrumpir, yo mis cavilaciones, usted el texto, y el lector su lectura, ya que no pretendo mantener interminablemente la fatigosa voluntad de ninguno de ellos unida a una trama superflua. Retire uno de los anillos, y otras dos piezas de esta tortuosa fantasía volverán a encajar sin dificultad. Recorte varios fragmentos y advertirá que cada uno de ellos se sostiene por sí mismo. Me atrevo a dedicarle a usted la serpiente entera con la esperanza de que algunos de sus tramos le gusten y lo diviertan».
Realidades fragmentables
Le Spleen de Paris era un texto fragmentario, como lo son muchos otros, entre ellos los libros de viajes o los de cocina que Kelly cita como ejemplos de fuentes que permitirán a los lectores de la biblioteca de Google construir su «estantería» con las mejores recetas cantonesas o las mejores rutas de parques infantiles, tomadas de aquí y de allá. Equipara esa construcción de los lectores, de tintes comunitarios, a la que ya se practica en internet con las canciones, sin reparar en que muchos textos –quizá la mayoría de los de pensamiento, todas las novelas y muchos de los de poesía– poseen una unidad que ni los libros de recetas ni los discos tienen. Lo cual no significa que no se pueda escribir una gran historia rota sobre la fragmentación de nuestras vidas en la sociedad actual. Ya lo hizo magistralmente Calvino en Si una noche de invierno un viajero , sin necesidad de Google. Pero a nadie se le ocurriría fabricar un libro con el primer párrafo de Cien años de soledad , el segundo de Madame Bovary, el tercero de la Critica de la razón pura y así sucesivamente. Sin embargo, Kelly vaticina un futuro en el que «los libros, incluso los de ficción, se convertirán en una red de nombres y una comunidad de ideas».
Las ventajas de acceder a todos los textos –los de bibliotecas lejanas, los de autores marginales, los descatalogados, los no comerciales – son grandiosas para cualquiera que ame el libro. Pero parece improbable que, salvo como divertimento de reminiscencias dadaístas, alguien que tenga a su disposición ese potencial textual se vaya a dedicar a formar un gran pastiche literario que se convierta en «un libro, muy, muy, muy grande: el único libro del mundo», como augura Kelly. Francamente no le veo el interés, aunque reconozco que ese patrón de lectura a saltos, inconclusa, dispersa y siempre interrumpible se adapta como un guante a los requerimientos de la sociedad líquida, en la que la voluntad de leer trescientas páginas seguidas empieza a juzgarse como un compromiso anacrónico. Con todo, lo que agrava los riesgos de caer atrapado en la red, en lugar de moverse por ella, no es Google, sino el debilitamiento del autor como figura intelectual y la nula influencia social que se le reserva. Para los tecnófilos de última generación, el libro del futuro vendrá acompañado de una devaluación del contenido, porque la multiplicidad de copias le hará perder valor económico, y el cultural o el político no parecen entrar en sus consideraciones. Pero sobre todo dejará en la indigencia al autor, que es como matar a las abejas para conseguir miel. Y es una lástima que la crítica de Updike se dirija sólo contra esa tendencia a ver al autor como «un anuncio andante y parlante del libro», pues eso está sucediendo ya gracias a la primacía de los valores mercantiles sobre los culturales en la industria editorial. Lo verdaderamente preocupante es la pérdida de autoridad de los intelectuales, la desaparición de su influencia en la vida pública, pareja al creciente desprecio a las ideas y la creación. Considerar que todos los discursos son iguales es la mejor forma de banalizar el debate intelectual. En esa banalización, las ideas se reducen a chascarrillos, el pensamiento se abarata hasta convertirse en cháchara de taberna y la complejidad se detesta porque no es divertida. A este proceso lo llaman democratización, aunque resulta evidentemente ventajoso para quienes ostentan el poder no encontrar enfrente discursos sólidos, articulados, coherentes y con prestigio. Si, como dijo Goethe, bajo una luz excesiva no se distingue nada, en la apoteosis del ruido no se oirá a nadie.