Exit

Editorial: ¿Quieres jugar conmigo?

por Rosa Olivares

Exit nº 25, Febrero / Abril 2007

Dicen que la vida es un juego. Sin embargo, no hay que tomársela como un juego, hay que vivirla seriamente. Porque los juegos no parecen que sean lo suficientemente serios. Son cosas de niños. Tal vez por eso el juego, los juguetes, están asociados inevitablemente a la niñez, a una situación temporal en la que la imaginación, la ensoñación, la credibilidad e incluso una cierta inocencia, son permitidas e incluso obligadas. Cuando los adultos buscan un descanso en ese agobio de obligaciones y responsabilidades y se intentan distraer, hacen deporte, juegan al golf, juegan a los bolos, a las cartas o a la ruleta, o juegan a la bolsa. En una sociedad como la actual en la que la niñez va perdiendo aceleradamente su condición similar a la de un limbo aquí en la tierra, en la que los niños de África juegan al juego de la guerra, las niñas asiáticas son juguetes sexuales, los adultos ya tienen permiso para jugar. Porque el juego se va asumiendo también, poco a poco no sólo como distracción, sino como riesgo.

Entonces, la vida es el único juego que todos jugamos, aunque las reglas no estén suficientemente claras para todos, incluso sean diferentes para unos y para otros. Lo cierto es que hayamos sido ricos o pobres, felices o desgraciados, nuestra infancia nos marca lo suficiente para que siempre recordemos aquella muñeca de plástico que a veces era nuestro hermano y a veces nuestro hijo, al que castigábamos cuando no se comía la papilla y al que vestíamos y lavábamos aprendiendo el juego de ser madres. Mientras los niños, y alguna niña infiltrada de dudoso futuro, construían ferrocarriles, ciudades, edificios, fuertes… los indios y los americanos en aquellas mañanas sin colegio en las que la cama de nuestros padres era el salvaje oeste, y otras veces una balsa a la deriva en un mar lleno de tiburones. La imaginación llega a acelerar el corazón ante el peligro irreal, perfilado en el juego de la ilusión.

Jugábamos con juguetes, soldaditos de goma, muñecas de plástico, pero también con cuerdas y gomas que saltábamos en unas olimpiadas infantiles con música, y con clavos que ocultábamos de nuestras madres y con los que marcábamos un territorio tan pequeño como los pisos que hoy habitamos… Y así íbamos creciendo y al final, después de la bici, incluso antes, empezamos a jugar con nuestros cuerpos, saltando al “burro”, jugando a la “gallinita ciega”, al escondite… y, como no, a los médicos. El enfermo y la enfermera, el médico y la paciente, un juego que nos acercaba al sexo, a otra ilusión, la del deseo y el amor. Y jugando, jugando se nos acabó la infancia por más que quisiéramos agarrarnos a ella, angustiados porque sabíamos que con la infancia se nos iba el permiso para soñar, la inocencia y la posibilidad de jugar con riesgos menores, con las chapas o las canicas como única prenda que perder. A partir de ahí los juegos serían otros.

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