Exit

¿Le gustan los uniformes?

por Rosa Olivares

Exit nº 27, Agosto / Octubre 2007

En las páginas siguientes podrá conocer prácticamente todo lo que desde una perspectiva histórica, artística y sobre todo sociológica, se puede saber sobre el uniforme. Su origen, sus transformaciones, las razones para su creación y la evolución que ha tenido a lo largo de una historia sorprendentemente corta, o al menos no tan larga como cabría suponer. Esa evolución que le ha llevado de ser una forma de distinguir a la clase social burguesa a uniformar a masas de personas enfrentadas a otras masas de personas de las que sólo se diferencian en las ropas que visten, conformando así al sinónimo de uniforme: soldado. Sí, uniformados para diferenciarse en la batalla, para saber a quién matar. Como los equipos de fútbol, de rugby o de baloncesto para saber en qué portería, en qué canasta, meter la bola (o la bala), solamente que no se jugaban la clasificación en un torneo sino la vida. El uniforme ha significado el orden y ha llegado a ser símbolo del desorden. Odiado y admirado, elemento definitorio de virilidad se ha convertido en símbolo homosexual por antonomasia: el vaquero, el policía, el bombero, el marine, el indio… sí, ya sé que no todo son uniformes en el sentido estricto de la palabra, pero realmente uniforme es todo aquello que nos uniformiza, nos iguala entre nosotros para diferenciarnos de ellos, de los otros. Distinguíamos a los vaqueros de los indios porque unos iban vestidos con camisas de cuadros y chalecos, pañuelo al cuello y sombreros Stetson y los otros desnudos, con taparrabos y plumas en la cabeza, y la cara pintarrajeada. Y así sabíamos cuáles eran los buenos y cuáles los malos, con quiénes debíamos aliarnos psicológicamente. Como en un partido de fútbol: sufrir por los colores (y cuado un equipo cambia su uniforme, la hinchada lo refleja en su empuje), dar la vida por el uniforme, servir con dignidad, ser fiel a aquello que se representa.

El problema es saber qué es lo que representa un uniforme, al margen de esa separación tan pueril entre buenos y malos, entre ellos y nosotros, entre los unos y los otros. Porque prácticamente todos los elementos de la moda tienen un origen más o menos directo en la historia del uniforme. Esos pantalones vaqueros, americanos por supuesto, que tan desesperadamente buscábamos en la Europa de los años setenta (y en sucesivas décadas en otros tantos lugares del mundo) para diferenciarnos en una sociedad uniformada de trajes grises, tienen su origen en la ropa de faena, un uniforme barato y resistente que el señor Lévi Strauss adaptó al trabajo en minas, campos, con animales, un tejido azul resistente. Unos vaqueros que han llegado a ser el uniforme de millones de personas que nunca los han usado precisamente para trabajar. ¿Qué significan esas zapatillas Nike y esa camiseta del Barça cuando los lleva un niño negro en Senegal?

Se podría decir que hagamos lo que hagamos siempre lo hacemos con un uniforme, desde el traje de los mods hasta las rastas impuestas por Bob Marley se convierten en signos identificativos de un grupo, como una contraseña visual. No solamente distinguimos al policía o al religioso por sus ropas, también sabemos, o creemos saber quién es quién (incluso aspectos sociales, económicos y culturales) detrás de un polo de tal marca o de unos zapatos de aquella otra. De eso saben mucho los porteros de los clubs y discotecas de las grandes ciudades. La ropa, la moda sirve como signo de reafirmación de un yo seguramente tan falso como los disfraces de un carnaval en el que los hombres tienden de forma inevitable a disfrazarse de enfermeras, azafatas, de aquello que no pueden ser. ¿Qué no son? Como en un desfile del orgullo gay, como en las fiestas infantiles: según la ropa eso somos, eso queremos ser. Naturalmente la realidad, o eso que se dice verdad, es muy diferente porque un médico no es el que lleva una bata blanca sino el que ha cursado unos estudios determinados, pero la apariencia, ¡ah, la apariencia!, a veces nos define mas profundamente que toda una biografía.

¿A usted le gustan los uniformes? ¿Es de los que se emocionan cuando ven un desfile militar? Esa cantidad incalculable de hombres jóvenes todos vestidos igual, todos haciendo los mismos gestos, todos idénticos, dispuestos a todo sólo por llevar ese uniforme. Es casi imposible no tener algún sentimiento al respecto: orgullo, envidia, deseo, empacho,... Y cuando ve a un hombre con bata blanca y un estetoscopio al cuello… ¿se siente mejor? ¿Se siente más seguro cuando ve a un hombre uniformado de bombero o de policía? Tal vez le gusten los uniformes porque simplemente abaratan los costes en el vestir, porque eliminan los elementos de diferenciación social, aquello de las clases sociales. Pues no, les aseguro que hasta en los colegios más rigurosos el uniforme obligatorio puede sufrir tantas y tan variadas alteraciones como para eliminar cualquier sentido a su existencia. Si a usted le gustan los uniformes al margen de su interés como prendas de vestir, por su trayectoria formal y otras razones técnicas, tal vez debería pensar en presentarse voluntario a alguno de los cientos de cuerpos uniformados que existen: los ejércitos de tierra, mar, aire, con sus diferentes escuelas, grupos y subdivisiones por zonas, especialidades (y por supuesto por países), en las policías, nacionales, autonómicas, locales, de carretera, de misiones especiales, de tráfico, bomberos, médicos, enfermeras, pilotos de aviación civil, azafatas de cada una de las líneas aéreas (todas diferentes, creo), sin olvidar el clero (que tiene unas posibilidades prácticamente infinitas entre monjas de clausura, obispos, cardenales, y todas las subclases de monjes: trapenses, descalzos, dominicos, franciscanos, clarisas…), por supuesto los servicios de limpieza, los poceros, los jueces y abogados (gran variedad por países), las animadoras de todo tipo (municipales, por barriadas, por universidades, colegios, clubs deportivos), las locales de comida rápida, los grandes almacenes, las cadenas de supermercados… y por supuesto no se pueden olvidar los colegios de todo el mundo con una gama que haría las delicias de cualquier fetichista. Claro que también se puede usted uniformar, si la edad se lo permite, de pijo, punk , hippy , posthippy , tecno , barroco o neocon … y así prácticamente hasta el infinito, pues cada grupo que se forma pretende distinguirse de todo el entorno y para ello la fórmula inexcusable es tener un aspecto concreto que nos diferencie de los demás y a la vez nos iguale entre nosotros.

Un empeño arduo y a la vez imposible, pues ya sabemos de antemano que el hábito no hace al monje, que el uniforme puede ocultar cualquier otra identidad. Es decir, un bombero se puede vestir de torero, de sacerdote, de juez, y viceversa, y parecer lo que no es. Y es que el mundo de lo que parece y no es está lleno de ideas y de personas uniformadas. Pero curiosamente, si el origen del uniforme no es tan lejano no parece que se vea en el horizonte ninguna señal de su fin. Curiosamente en un mundo como en el que vivimos ahora donde la diferencia y la igualdad van juntas a todas partes, cada vez se diseñan e imponen más uniformes. Cada vez más queremos tener la seguridad de conocer el rango de quienes nos rodean, queremos saber lo más rápido posible a qué atenernos por el aspecto exterior. Poniendo etiquetas, uniformes y colores creemos que podremos saber quién es quién. En una comedia del cine clásico en blanco y negro, tres bellezas míticas se lanzan a Nueva York a la caza de un millonario ( Cómo casarse con un millonario , de Jean Negulesco y protagonizada por Marilyn Monroe, Betty Grable,y Lauren Bacall). Todas encuentran enseguida hombres vestidos de esmoquin, conduciendo coches de lujo, y luciendo todos los emblemas y entorchados del supuesto millonario de catálogo; finalmente el único al que desprecian por llevar coderas en las chaquetas de tweed , el único que no viste con el uniforme que ellas creen inevitable, es el auténtico hombre rico, la pieza de caza mayor: el millonario norteamericano de los años treinta. Y es que amigos, el Carnaval cada vez dura más, ya nada es lo que parece, y como dice el tango se han mezclado el catedrático y el ladrón… y no hay uniforme que nos aclare quién es quién.

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