El curso político se inició el pasado otoño con la idea de que el año 2010 iba a proporcionar al Gobierno nuevas oportunidades de restañar las heridas que sobre él había causado el despeñamiento del país por el precipicio de la crisis económica. La perspectiva de la presidencia española de la Unión Europea y los signos de recuperación económica en algunos países hicieron creer a algunos que lo peor había pasado y que dispondrían de momentos de lucimiento y serían capaces de transformar sus fracasos en éxitos.

La verdad es que no han sido pocos los escenarios en los que el Gobierno ha dispuesto del protagonismo, del foco y de la atención del auditorio. Lo que ocurre es que, lejos de que eso haya servido para mejorar su imagen y la de España, después de cada una de esas "performances" gubernamentales la credibilidad de nuestro país se ha hundido aún más, con un coste económico añadido pavoroso.

Lo que ha venido a confirmar a las claras lo que muchos creíamos: el Gobierno no tiene un problema de circunstancias adversas, el Gobierno es en sí mismo una circunstancia adversa para el país. Pese a los denodados esfuerzos por negarla, ocultarla y, finalmente, por imputarla a otros, la responsabilidad del Gobierno en la crisis ha adquirido una presencia pública tan clara que a estas alturas cualquier nuevo disimulo produce sonrojo dentro de nuestras fronteras y una mezcla de perplejidad y alarma fuera de ellas.

Como ya ocurrió al final del anterior ciclo de gobierno socialista, no hay modo de enmascarar la vacuidad y el agotamiento de un Gobierno detrás de ninguna presidencia europea. Sin embargo, no había precedentes de que ésta no sólo no ayudara a un Gobierno a corregir su mala imagen pública, sino de que sirviera incluso para empeorarla.

Ante este fracaso, parece que el mejor modo que el Gobierno ha encontrado de descargar sobre otros sus propias y muy graves responsabilidades es emplear incansablemente y hasta provocar un hartazgo generalizado la idea de que el Partido Popular "no arrima el hombro".

Es lamentable que ésa sea toda la producción argumental del Gobierno de un país de la dimensión económica y política de España. Es lamentable que considere que en una crisis nacional como la que padecemos, en parte causada por él y en todo agravada por él, su trabajo deba consistir en poner en circulación chascarrillos de partido que por momentos se deslizan hacia el subgénero literario de las frases de galleta china. En eso se cifra la aportación del PSOE al debate público en un país que atraviesa su peor momento en mucho tiempo.

Porque ¿a qué quieren el Gobierno y el PSOE que el PP arrime el hombro? Se puede pedir al pasaje que empuje, aunque no estaría de más pedirle disculpas cuando se es responsable del parón, pero lo que no se le puede pedir es que empuje cuesta arriba y en sentido contrario a la gasolinera más cercana sólo porque en ella no le dan puntos al chófer. Eso no es razonable ni debe hacerse, porque sólo serviría para agotarse en un esfuerzo inútil. La energía ha de emplearse en dar la vuelta y en fijar el rumbo correcto para una sociedad a la que ahora se propone la inercia como energía básica del sistema productivo, y el intervencionismo como su tecnología de producción.

O quizás se pretende que el PP arrime el hombro en la melé asimétrica en la que el Gobierno ha convertido la política española. Una melé en la que sólo Zapatero y pocos más empujan en un sentido, mientras que las instituciones nacionales que no están sujetas a la disciplina gubernamental, la Unión Europea, los inversores, los medios de comunicación, los académicos, los acreedores, y sobre todo la sociedad española, empujan en el sentido contrario, impidiendo así que el Gobierno consume sus disparatadas ideas económicas pero sin poder sustituirlas por otras.

¿Arrimar el hombro a qué, exactamente? El hombro del PP no puede ser el lugar en el que un Gobierno empecinado en el error pueda llorar a gusto mientras llegan tiempos mejores, porque los tiempos mejores sólo llegarán si alguien los trae.

Ésa es la responsabilidad de cualquier oposición en cualquier democracia asentada, pero aún lo es más cuando se está ante la evidencia de un Gobierno vacante, casi un Gobierno fantasma. Aun cuando se pretendiera arrimar el hombro sería difícil hallar alguna estructura ósea en este Gobierno junto a la que situarse, que más bien presenta un estado gelatinoso, una sustancia política pegajosa en la que han quedado atrapados quienes han cometido el error de confiar en él.

En estos tres meses que iban a ser parte del esplendor de Rodríguez Zapatero, España ha sufrido el rechazo de los mercados, que no sólo no se creen la política del Gobierno sino que no comprenden qué es lo que puede estar pasando por la cabeza de Zapatero para llevarle a hacer lo que hace. Por ejemplo, buscar inversiones mediante el novedoso método de convocar a los posibles inversores para afearles su conducta y poner en duda su moralidad. Eso, al parecer, es generar confianza, mientras que decir que así no se va a ninguna parte constituye una traición al interés general.

La política exterior es un artificio desplomado, desde Venezuela hasta Bruselas pasando por Cuba y Washington, y del Gobierno quedan la culpabilización del PP y la obcecación ideológica, aunque quizás esta palabra dignifica inmerecidamente lo que no es más que un paradigma identitario y anticívico. Y vuelve un inquietante debate, impulsado -conviene recordarlo-desde el propio PSOE, sobre el final de ETA.

Eso sí, se propone (sin que hasta ahora haya constancia de que se tratara de una broma sacada de contexto), que ahorremos 3.000 millones de euros mediante la reducción del consumo energético en edificios públicos, una medida que ayuda sobremanera a recuperar la credibilidad en los mercados.

Cuando lo mejor que un país puede esperar de su Gobierno es que no haga nada, que no diga nada, entonces es que lo mejor para el país es cambiar de Gobierno.

Cambiar para hacer otras cosas y para que éstas se asienten en otras ideas y en otros principios. El momento requiere, pues, crítica y propuesta, y a ello contribuyen los estudios que componen el número 26 de Cuadernos de Pensamiento Político, que son los siguientes: "Identidad y política en España", de Javier Zarzalejos; "Escenarios ante el final del terrorismo: ¿qué política antiterrorista frente a ETA y Batasuna?", de Rogelio Alonso; "Inmigración en la España de hoy: una aproximación liberal", de Javier Fernández- Lasquetty; "El ángulo ciego: contra un pacto para la ruptura", de Miguel Ángel Quintanilla Navarro; "Análisis crítico del modelo escolar vigente: la escuela pluralista comunitaria", de José Penalva Buitrago; "La credibilidad internacional de España y el riesgo del deterioro de las cuentas públicas", de Juan Velarde Fuertes; "Inkarrí: indigenismo y socialismo del siglo XXI", de Martín Santibáñez Vivanco; "El tiempo de Cuba", de Eusebio Mujal-León e Ignacio Uría; "Cameron en la encrucijada", de Tom Burns Marañón; "África subsahariana: la nueva prioridad", de Ramón Gil-Casares, e "Israel para españoles", de Jacob Israel Sananes. También incluye las siguientes reseñas: Vidas rotas, de Rogelio Alonso, Florencio Domínguez y Marcos García Rey, por José Manuel de Torres; El nacionalismo vasco. Claves de su historia, de José Luis de la Granja, por Alfredo Crespo Alcázar; Entre la Casa Blanca y el Vaticano, de Rafael Navarro-Valls, por Pedro Fernández Barbadillo; El Tercer Reich y los judíos, de Saúl Friedländer, por Leah Bonnín; Reflections on the Revolution in Europe, de Christopher Caldwell, por Álvaro de la Torre; Sables y utopías. Visiones de América Latina, de Mario Vargas Llosa, por Carmen Iglesias Caunedo, y La ética de la redistribución, de Bertrand de Jouvenel, por David Carrión Morillo.

 

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