MOVIMIENTO CÍVICO Y MOVIMIENTO PACIFISTA
Lo que en el País Vasco se dio en llamar “el Movimiento Cívico” y constituye todavía un núcleo social de resistencia ideológica frente al nacionalismo tiene una fecha concreta de nacimiento: el 13 de febrero de 1998. Fecha que es también la del nacimiento del Foro Ermua. Hasta ese momento las iniciativas sociales que habían ido surgiendo en Euskadi al margen de los partidos políticos no lo eran en oposición al nacionalismo sino únicamente al terrorismo. El surgimiento del Foro Ermua, siete meses después del asesinato de Miguel Ángel Blanco y de las jornadas de julio de 1997, traza, de este modo, una nítida e inequívoca línea de separación entre el Movimiento Cívico y el Movimiento Pacifista, que es lo que había habido hasta entonces, que venía de la década de los ochenta y que había tomado su máximo impulso con las plataformas y movilizaciones que se organizaron contra los secuestros de los empresarios Julio Iglesias Zamora y José María Aldaya, en las que participaron personalidades de la sociedad civil, algunas de ellas próximas al nacionalismo y otras al menos no abiertamente enfrentadas en su discurso a éste (Eduardo Chillida, Juan Carlos Eguillor, Xavier Gereño, José Luis Lizundia, Luciano Rincón y hasta algún futbolista del Athletic o de la Real Sociedad al que sería hoy imposible reclutar para el Foro Ermua o el ¡Basta Ya!) así como una reducida serie de colectivos encabezados por Gesto por la Paz, pionero de todos ellos, y agrupados bajo el símbolo del lazo azul, que era claramente una imitación estética –aunque con diferente contenido– del lazo rojo promovido por las campañas de solidaridad frente al sida.
Cuatro fueron los colectivos que formaron –y forman aún algunos de ellos– el Movimiento Pacifista: Denon Artean (Paz y Reconciliación), presidido por Cristina Cuesta y de fuerte implantación donostiarra; Jóvenes por la Paz, dirigido por la también víctima del terrorismo Abel Uceda y centrado en las campañas subvencionadas por el Gobierno vasco para la concienciación en el mundo de la enseñanza; Bakea Orain (Paz Ahora), capitaneado a comienzos de la década de los noventa por Javier Madrazo –quien lo utilizó de trampolín para su salto a la política dejándolo después en las manos nacionalistas que llevarían a ese grupo a la foto de Lizarra – y el ya mencionado Gesto por la Paz del cual algunos de los anteriores fueron escisiones y en cuyas iniciativas (ruedas de prensa, plataformas, manifestaciones, jurados de concursos literarios…) participamos en su día personas que aunque no militábamos en el pacifismo veíamos en éste un instrumento coyuntural válido para socavar la “legitimación” de ETA.
En este sentido es preciso que quienes participamos en el Movimiento Pacifista procedamos hoy a una autocrítica de aquel mundo referencial que lo constituyó y que no sólo era insuficiente sino también improcedente, por más que aquella participación estuviera totalmente justificada (más que la pasividad, por supuesto) y respondiera –dentro de nuestro idealismo– a un elemental sentido práctico, es decir, a la vieja consigna castellana de “con aquellos bueyes había que arar”. Oscuras referencias conceptuales y éticas como la paz, la reconciliación, el perdón, la expresa condolencia pública por toda muerte, fuera de víctimas o verdugos, o la extensión de la responsabilidad concreta de los terroristas a una vaporosa culpa injustamente extensible a toda la sociedad deberían ser revisadas algún día y formaron durante años una tupidísima telaraña moral e intelectual que impedía ver la verdadera naturaleza del problema y por lo tanto su propia solución.
Referencias éticas inadecuadas a las que se añadía una estética igualmente errónea y superable como la del mismo silencio patibulario e impuesto que acompañaba a aquellas manifestaciones y que les daba un aire procesional, un toque penitente de perpetua Semana Santa, o la aceptación bienintencionada pero acrítica y no menos catastrófica (“por la paz un padrenuestro”) de la terminología, la imaginería y –por lo tanto– la propia ideología nacionalistas en la asimilación de expresiones que, como “lucha armada”, llevan la firma de ETA o que, como “Euskal Herria”, aluden a un concepto cultural al que el nacionalismo da un interesado e irreal cariz político. Referencias de las que están sembrados aquellos manifiestos de los años ochenta y noventa que constituyen la “prehistoria ideológica” no ya del Movimiento Cívico que lleva el apellido de “constitucionalista” sino de la filosofía democrática y –yo diría– del propio pensamiento ilustrado, pues se trata de textos en los que la condena al chantaje terrorista exigía una serie de concesiones políticas entonces “incuestionables” al nacionalismo, aparte de una condena pareja dirigida a unos presuntos y genéricos excesos de las fuerzas de seguridad mantenedoras de nuestro orden constitucional cuando no dirigida a la propia existencia de esas mismas fuerzas, como si el adjetivo “democrático” que define con rigor el sistema de libertades en el que vivimos fuera sinónimo de “angélico”. En otras palabras, a los ojos de la sociedad vasca “no se podía nadie meter con ETA si no se metía con la Guardia Civil de paso”. Y esto ya era un avance, pues había habido un tiempo previo en el que “para poder meterse con ETA había que haber estado en ETA”.
El propio nombre del colectivo “Gesto por la Paz” aludía a una situación de mutismo social y –lo que es más patético– intelectual, a una incapacidad general en todas las capas de la sociedad vasca para crear discurso contra ETA y para hilar dos palabras coherentes en un texto que la condenaran debido, sin duda, a que tanto ETA como el nacionalismo en su conjunto supieron aprovechar al máximo y potenciar los inconfesables complejos e irracionales sentimientos de culpa de la España democrática por el “pecado franquista” (como si los nacionalistas estuvieran limpios de ese mismo pecado en el que prosperaron económicamente y como si, en efecto, la dictadura de Franco lo hubiera sido contra ellos de un modo específico) hasta el punto de que tales complejos y sentimientos sobrepasaban los mismos límites del País Vasco y de un modo u otro campeaban por todo el paisaje nacional.
En aquellos años ochenta y noventa no había, en fin, un manifiesto que condenara el terrorismo visible, tangible y concreto de ETA sin legitimar de paso la autodeterminación, el denominado “ámbito vasco de decisión” y las demandas transferenciales o sin condenar “el terrorismo de Estado” o “la violencia venga de donde venga”, expresiones ambas muy gráficas de la época que no aludían a los GAL sino que consideraban al propio Estado intrínsecamente terrorista y perverso por su propia esencia en una tácita invocación ética de resonancias no ya sólo pacifistas sino anarquistas. Así, el nacionalismo sabiniano se servía de su propia frustración y del incumplimiento de su Estado vasco para presentarlo como utópico y moralmente superior al Estado español realizado.
El nacimiento del Movimiento Cívico representa, de este modo, la plena toma de conciencia democrática, la definitiva liberación de esa telaraña oscurantista tejida por una mezcla de prejuicios nacionales de nuestras izquierdas y nuestras derechas, de tópicos aranistas y de valores pervertidos del gandhismo o del cristianismo así como un punto de inflexión en el camino hacia el actual discurso constitucionalista. No se puede decir que quienes dimos ese paso tuviéramos una idea exacta de la dimensión y el alcance que éste iba a tener, pero tampoco que éramos ajenos al cambio de valores y principios que suponía y a la línea que trazaba frente al pasado. Así lo indicaba el cuarto punto del manifiesto fundacional del Foro Ermua: “Reconociendo la gran labor realizada por los grupos pacifistas creados en Euskadi durante estos difíciles años, creemos que nuestra sociedad demanda nuevas formas de oposición al fascismo vasco, que apelen más al derecho democrático a la palabra que al pacifismo gestual y al silencio testimonial. Reivindicamos el espíritu civil iniciado en Ermua en las jornadas de julio, en las que la sociedad vasca recuperó no sólo la calle, sino la voz, y demostró que es posible luchar pacífica y contundentemente contra ETA y quienes amparan, promueven y se benefician de su proyecto totalitario”.
Lo que diferenciaba ideológicamente al Foro Ermua y a todo el Movimiento Cívico del que éste fue punto de partida en aquel 13 de febrero de 1998 era que frente a la utopía pacifista y frente a las mistificaciones de la etnia y la tribu nacionalistas planteaba explícitamente la reafirmación de la ciudadanía y de los derechos individuales. Quedaba, así, superada la fase del movimiento pacifista que hasta entonces había hecho frente a ETA de manera específica y aislada, sin enmarcarla dentro del nacionalismo totalitario, del cual era un producto, así como apelando únicamente a un repertorio de valores católicos –que no tenían por qué ser compartidos por toda la ciudadanía de un país aconfesional– y a las referencias gandhianas que, si bien eran útiles para los nacionalistas porque Gandhi fue un “independentista no violento”, se quedaban cortas para una sociedad moderna de la Unión Europea que nada tenía que ver con la India colonial y tercermundista.
Porque el pacifismo tenía el mal pragmático y fisiológico de raíz de hallarse teledirigido por los obispados vascos así como el de haber sido creado o auspiciado por el propio nacionalismo para adelantarse a una reacción ciudadana que llegaría más pronto o más tarde y que podría ir en su contra. Lo que había hecho al crear el movimiento pacifista el nacionalismo era curarse en salud, canalizar la reacción que vendría según sus intereses y tratar de diseñar en el pacifismo la vacuna contra el movimiento democrático de signo laico que podría llegar después, cuando no evitar o retrasar su peligrosa llegada.
Al mal práctico se añadía el mal ideológico y moral que empezaba por plantear como utópica la paz en una región del Primer Mundo. Al nacionalismo le ha interesado siempre comparar al País Vasco con las regiones más conflictivas del planeta y el pacifismo gandhiano servía muy bien a estos intereses. Al invocar la doctrina pacifista y al ser imposible la paz universal, el nacionalismo presentaba también como imposible una paz que en la Unión Europea es un hecho. Es decir, que deformaba la situación vasca para crear la falsa necesidad de una solución que él propondría y que nunca sería tal sino, al contrario, el certificado de garantía de la perpetuación del mal a combatir. Hay un argumento que no se ha usado por políticamente incorrecto pero que ya es hora de manejar a estas alturas: no es de recibo hacer pasar la meta de una ausencia de crímenes en el País Vasco por una utopía tan difícilmente alcanzable como la paz en la India colonial de Gandhi o en los actuales campamentos palestinos.
Más lejos del perdón cristiano, que es una opción tan individual como íntima y que el nacionalismo trataba de confundir otorgándole una indecente traducción política, penal o penitenciaria, el Foro Ermua reclamaba la Justicia que resarce a la víctima renunciando a la venganza. Más allá de la doctrina beatífica de la “no violencia”, el Foro Ermua reivindicaba el uso legítimo de la fuerza que el ciudadano delega en el Estado de Derecho para hacer valer la ley. De cuyo uso ese Estado habrá de rendirle cuentas. En lugar de plantear la reconciliación como una asignatura pendiente de la sociedad –cuando no de las propias víctimas con los asesinos–, el Foro Ermua hablaba de “convivencia” porque la reconciliación de los españoles ya había llegado con la paz democrática de la Constitución en 1978, que había puesto fin a la paz de Franco militarmente impuesta tras la Guerra Civil. Las víctimas no tenían que reconciliarse con nadie desde el momento en que no se habían enemistado con nadie sino que habían aceptado esa paz democrática de la Constitución y sus normas de convivencia. Hablar de “reconciliación” era dar por supuesta la existencia de una guerra que no había tenido lugar, y exigir abrazos de víctimas con verdugos era un plus de armonía que nadie se había atrevido a proponer para las víctimas de robo con sus ladrones, con ser una “utopía” de más fácil y factible realización. A nadie se le ocurría pensar que porque un asaltado no se abrazara con su asaltante la paz social sería imposible. Con que esa víctima del latrocinio no se tomara la justicia por su mano era más que suficiente. ¿Por qué habría que pedirles más a las víctimas? ¿Qué hipocresía o qué clase de infantilismo moral llevaba a los nacionalistas a lamentar la ausencia de esa superproducción de abrazos en las calles ensangrentadas de Euskadi? Y el mero hecho de hablar de paz ¿no era ya por sí mismo una insistente falacia que daba como un hecho consumado la (falsa) existencia de dos bandos en guerra?
Cuesta creer que los nacionalistas fueron tan listos como para urdir de manera consciente esa sucia telaraña moral que utilizaba todos los resortes de la experiencia de la confesión y de la culpa cristiana. Cuesta creerlo porque humilla semejante habilidad tanto a una España como incluso a una izquierda ambas inocentonas y beatíficas. Pero no hay que olvidar que los nacionalistas son los únicos que han tenido un proyecto diseñado con años de antelación y calculado hasta en sus propios plazos de realización. Sírvanos de consuelo la ayuda que han tenido del jesuitismo más perverso que les ayudó a rehabilitar en el último cuarto del siglo XX algo parecido a lo que Pío Baroja describía en el País Vasco de principios de ese siglo: “El jesuita domina a la sociedad a través de la mujer y de la confesión”. No es que el nacionalismo sea especialmente inteligente sino que ha contado con un instrumento de dominio de las conciencias con el que no contaban las ideologías laicas.
SUPERAR LA REFERENCIA DE LA PAZ
Las apelaciones descomprometidas a una paz ignorante de la falta de libertad que hoy profesa Rodríguez Zapatero tienen así su antecedente en la retórica clerical-gandhiana del pacifismo vasco que sintonizaba a la perfección con el propio nacionalismo del cual provenía, con la doctrina de Elkarri, con Izquierda Unida y con los grupos de cristianos de base preocupados por el hambre en el mundo y próximos a la Teología de la Liberación que han existido en el País Vasco desde la pre-Transición auspiciados por los obispados y donde no era difícil hallar sacerdotes expertos en dialéctica marxista. De ahí viene toda la parafernalia ritualista de la Fundación Sabino Arana, especializada en invitar a un gran número de curanderos de la paz que sean la pura antítesis de la herencia laica e ilustrada, a santones tercermundistas, a misioneros gagás con ocho apellidos vascos que comparan la realidad vasca con la del Congo y a extemporáneos Nobel de la Paz pasados de rosca, cuando lo lógico es recurrir al curanderismo una vez que ha fracasado la medicina oficial del pensamiento democrático.
Hay políticos –no sólo nacionalistas sino provenientes de la izquierda más kistsch y del buenismo más new age de la cultura norteamericana–, que tienen mucha afición a recabar firmas de premios Nobel de la Paz para sus políticas cuando éstas resultan dudosas, cuestionables o polémicas, y hay por ahí una media docena de Nobel de la Paz que forman ya como una especie de plantilla contratable precisamente para esos casos de políticas y políticos polémicos, cuestionables o dudosos, por no decir “para casos perdidos e indefendibles”, hecho que sería un motivo suficiente para quitarles a esos Nobel de la Paz el Nobel por el mal uso que hacen del mismo.
El término de “curanderos” es más que idóneo para personajes como Pérez Esquivel o Rigoberta Menchú, eternos invitados de la Fundación Sabino Arana, que sencillamente son los primeros en no haber entendido el significado del premio que han recibido desde el momento en que actúan como si éste les otorgara el don de la infalibilidad, como si fuera una suerte de máster, de doctorado, de cátedra en una ciencia –la de la paz– que no existe, desgraciadamente, y en la cual se erigen como expertos asimismo una colección de hechiceros protoetnicistas cuando no de antiguos terroristas o paraterroristas que ya conforman una tradición mística en el pensamiento mágico-nacionalista y con la cual tienen que vérselas tanto la resistencia como la ideología democráticas. Y es que la paz –como la felicidad – es una de las grandes asignaturas pendientes de la Humanidad. Si existieran como ciencias se habría cumplido en la Tierra la utopía, el cielo, el paraíso. No existe en las universidades la carrera ni el título de “experto en la paz” –aunque algunos creen que lo tienen y así actúan– como no existe el de “experto en felicidad”. Lo que concede la Academia Sueca con el Nobel de la Paz es el reconocimiento a alguien que ha hecho un singular esfuerzo por lograr ese bien en determinado lugar del planeta partiendo de la oscuridad y las incertidumbres inherentes a la condición humana en dicha materia y actuando de buena voluntad desde su ignorancia, su impotencia, su afán, su humildad, su sacrificio, cuando no de la propia certeza sobre la imposibilidad de conseguirlo.
El Nobel de la Paz no premia a quien ha conseguido la paz, que es un sueño irrealizable en tantas partes del mundo, sino a quien ha intentado hacerla realidad de forma ejemplar y conmovedora –esto es, por todos los medios “lícitos”–, no a cualquier precio sino en todo caso al precio de su propia libertad, de su salud y de su vida incluso. Se premia, en fin, con ese premio el intento, no los resultados. Si por los resultados fuera, nadie tendría ese reconocimiento. Ante la imposible asignatura de la paz todos somos noveles, incluidos los Nobel.
Inculcar estas ideas básicas ha sido la tarea durante años del Movimiento Cívico; explicar que no existe la ciencia de la paz, como pretenden los nacionalistas de Elkarri y de la Fundación Sabino Arana, sino que existe la de la guerra, por desgracia; recordar que no hay expertos en felicidad sino en sufrimiento, en tratar la depresión, la angustia, nuestro descontento…; así como delatar que el propio uso del término paz miente en todo lo que se refiere a la negociación con ETA, empezando por el mismo nombre que se le ha dado –“proceso de paz”–, que si hoy conecta con lacomparación irlandesa es porque tiene su origen en una izquierda cristiano- marxista que arranca de la propia década de los sesenta. La alusión a la paz en el caso vasco es la primera gran mentira de todas, la más descarada, la que se ve como tal mentira a todas luces y la que ensucia todo lo que viene después a partir de ella.
No lo hemos dicho todavía con la suficiente claridad y contundencia: no es que la expresión “proceso de paz” no sea adecuada para la iniciativa de negociar con ETA que se ha traído el nacionalismo desde los acuerdos de Stormont y que se trae el Gobierno desde su estreno, sino que es además una expresión gravemente falseadora y desvirtuadora de la realidad española y brutalmente ofensiva para las víctimas porque las niega de raíz. Niega la parte heroica y fundamental de su sacrificio. Niega toda su generosidad esencial, su singular renuncia a la venganza, su misma naturaleza específica de víctimas que han optado por contenerse y permanecer en esa condición antes que tomarse la justicia por su mano, antes que igualarse a sus verdugos, antes que constituirse en otro bando armado –como es el caso del Ulster– y aceptar una lógica belicista. No es ya que la expresión “proceso de paz” no nos haya servido nunca porque “no ha habido una guerra”, sino que ésa es una expresión que omite, miente, ofende, pervierte y vicia de origen cualquier iniciativa que pretenda definir. Porque lo que sí ha habido, en cambio, es “una férrea, conmovedora y expresa voluntad de que no hubiera una guerra”; porque se han pagado todos los precios –incluidos los más caros– que había que pagar para que esa guerra no se produjera y para que fueran juzgados quienes quisieron hacerla una vez por su cuenta, al margen de las víctimas y la ciudadanía en la llamada “guerra sucia” de los GAL fraguada en la cúpula felipista. No es que no estemos en guerra, sino que hemos estado “contra la guerra” hasta el punto de haberla desmantelado. Por eso resultan especialmente sangrantes todos los esfuerzos de Rodríguez Zapatero por reeditar con la colaboración estelar de Blair la comedia a la irlandesa que el nacionalismo vasco intentó representar en el primer Lizarra. No cabe perversión mayor contra las víctimas del terrorismo, contra la ciudadanía vasca amenazada, contra la propia España democrática y contra la verdad, que el uso del lenguaje de Stormont en la cuestión de ETA. No cabe una mentira más torpe e infame, pese a que se disfrace de intención angélica. De este modo, el rechazo del Foro Ermua a la negociación es también rechazo a la terminología y a la filosofía que amparan a ésta. Rechazo en el que se fraguó el propio Foro Ermua, surgido tras la resistencia al chantaje que pagó con la vida Miguel Ángel Blanco y que constituía la columna vertebral de su manifiesto en sus tres primeros puntos:
1. Desde el final de la dictadura franquista se ha organizado y extendido en Euskadi un movimiento fascista que pretende secuestrar la democracia y atenta contra nuestros derechos y libertades más esenciales. Este movimiento está dirigido por ETA, así como por Herri Batasuna y otras organizaciones de su entorno, que utilizan la violencia para sembrar el miedo, coartar gravemente la libertad de expresión e imponernos a todos sus “alternativas políticas”.
2. La mayor parte de nuestros representantes políticos e institucionales, incluidas las más altas instancias, difícilmente pueden ser exonerados en este proceso de deterioro de la democracia. Durante todos estos años han transigido con las exigencias de este movimiento antidemocrático y no han actuado con la unidad y firmeza necesarias, llegando incluso en ocasiones a repartir la responsabilidad de los crímenes de ETA entre esta organización y el Estado. Sentimos como un agravio constante la colaboración de las instituciones que nos representan con quienes sustentan y alientan el fascismo, no habiendo dado otro fruto esta condescendencia sino un inc reme nto constante de la coacción, el miedo y la muerte.
3. Sin perjuicio de las oportunas medidas de reinserción social, nos oponemos firmemente a cualquier clase de negociación política con ETA. Cualquier proyecto político debe validarse mediante el sufragio de los ciudadanos y debatirse en el Parlamento, institución esencial de nuestra democracia y lugar privilegiado para el diálogo político, pues en él únicamente existen dos fuerzas persuasivas y decisorias: los argumentos y los votos. Exigimos por ello de los partidos y representantes políticos que no consientan ni insinúen especie alguna de transacción o formalización de acuerdos sobre las exigencias políticas de ETA, pues una cesión al chantaje de las armas significaría la quiebra de la legitimidad democrática.
Si el Foro Ermua nacía para impedir que se borraran las huellas de la reacción social que había sucedido en Euskadi al asesinato de Miguel Ángel Blanco, también nacía para que no se olvidara que esa revolución democrática representaba la reafirmación del Estado frente al terrorismo y “dotar de ideología a Ermua”. Traducir y transformar en discurso político aquel “espíritu” fue el objetivo del Foro que lleva el nombre de esa localidad, como lo indicaban los dos últimos puntos de su manifiesto:
5. Por las mismas razones rechazamos toda estrategia procedente de cualquier instancia mediadora, política, sindical o eclesiástica, dirigida a borrar las huellas de la movilización democrática iniciada en Ermua y a difuminar o tergiversar su inequívoco mensaje: acabar de una vez en el País Vasco con la ambigüedad en este terreno, poniendo definitivamente término a toda forma de colaboracionismo entre demócratas y fascistas.
6. Hacemos por todo ello un llamamiento a la sociedad vasca para que se comprometa en la defensa de la democracia y del libre ejercicio de la palabra. Para que exija permanentemente de las instituciones democráticas el amparo de sus derechos y libertades. Para que se movilice y actúe en defensa de estos valores en todos los ámbitos de la vida ciudadana, siempre de manera cívica, pero con la resolución y firmeza necesarias. Sólo así alcanzaremos la paz sin sacrificarle nuestra libertad.
CÓMO SURGIÓ EL MOVIMIENTO CÍVICO
Identificar el nacimiento del Movimiento Cívico con el del Foro Ermua no es gratuito sino una necesidad que responde a la propia cronología de los hechos, y para hablar de éstos no me queda otro reme dio que tirar de mi memoria personal, que me lleva a diciembre de 1997 y a un acto de presentación de la revista Cuadernos de Alzate en la Sociedad Bilbaína, durante el que se me acercaron tres profesores de la Universidad del País Vasco –José María Portillo, Juan Olavarría y Javier Fernández Sebastián– para hablarme de un manifiesto que estaban redactando y cuya primera versión acababan de presentar aquella misma tarde en la cercana cafetería Oliver a otro grupo de profesores de San Sebastián. Nos conocíamos sólo de habernos leído en la prensa y me pasaron aquel texto que aún no estaba cerrado para que aportara algún punto que me pareciera importante. Aquella misma noche lo examiné y tuvimos al día siguiente una comida en la que me acabaron de explicar que la idea del documento provenía de una reunión que había convocado Jon Juaristi unos meses atrás, convencido de que Ermua suponía un paso decisivo de la sociedad vasca que no se podía dejar caer en el olvido. A esa reunión –según se me explicó– habían acudido otros profesores que, como era el caso de Mari Cruz Mina, se habían retirado después por temor a las represalias o por otras razones personales. Luego Juaristi se había ido del País Vasco por cuestiones académicas, pero ellos habían recogido el testigo de aquel manifiesto y lo habían seguido trabajando hasta tener aquella primera redacción. Recuerdo que mis aportaciones fueron los puntos cuatro y cinco, o sea, los que marcaban la división del movimiento pacifista con respecto al movimiento cívico y de los demócratas con respecto a los fascistas respectivamente.
En otra comida posterior, en el mismo restaurante de Bilbao, que tuve con estos tres profesores al cabo de unos días y tras un viaje a Barcelona en el que entré en contacto con el ya creado Foro Babel, les propuse que el manifiesto rompiera definitivamente el ámbito de la Universidad y llegara a las trescientas firmas de los sectores más amplios de la sociedad civil, así como el propio nombre del Foro Ermua, claramente inspirado en el catalán que acaba de conocer. Se trataba de acertar por una vez periodísticamente y de que la iniciativa no se quedara en un manifiesto elitista. Por esa razón el nombre era muy importante. Debía tener la suficiente brevedad y entidad como para que siguiera flotando como un corcho en los medios de comunicación una vez lanzado el manifiesto. El despegue no pudo ser más efectivo. A los pocos días y unas semanas antes de que hiciéramos la presentación oficial, alguien de la Facultad de Periodismo que rondaba los despachos de esos tres docentes del Departamento de Historia se encargó de filtrarlo, y el diario El Mundo habló del Foro Ermua como si hubiera existido siempre.
Se ha dicho en serio y en broma que el Foro Ermua lo constituían un grupo de intelectuales o de profesores de la Universidad del País Vasco. Alguien en su día llegó a hacer en público la más espinosa de las preguntas –“¿Hubo alguna vez trescientos intelectuales en el País Vasco?”– que parafraseaba al famoso título –“¿Hubo alguna vez once mil vírgenes?”– de Jardiel Poncela. La realidad es que el Foro surgió precisamente del encuentro buscado y de la fusión enriquecedora de la Universidad con la sociedad civil. Si la iniciativa se hubiera quedado en la Universidad jamás habría llegado a ser el Foro Ermua ni a llamarse siquiera de ese modo. Se habría quedado en un simple manifiesto de un reducido grupo de profesores como tantas otras tentativas anteriores. En esa variedad estaba su fuerza y su debilidad también. Las gentes cercanas al mundo periodístico –como he explicado– tuvieron un papel decisivo en la rápida manera en que la idea cuajó en los medios de comunicación y muchas de las primeras discusiones fueron precisamente entre este sector y el académico por temas que eran más mediáticos que políticos y por el empeño de algunos de estos últimos de llevar a la prensa un discurso teórico y pedagógico que era ciertamente necesario pero que, presentado en bruto, no tenía cabida en los diarios, televisiones y emisoras de radio.
El paso a la asociación legalmente constituida fue otro de los elementos de discusión del Foro Ermua que se sumaba al de la rivalidad “cantonalista” que ha existido siempre en el País Vasco entre Guipúzcoa, Álava y Vizcaya o –más exactamente– entre San Sebastián, Vitoria y Bilbao. Cantonalismo que podía ser más problemático incluso que las diferencias políticas. Lo cierto es que la Asociación se creó en Bilbao y cuando todavía el grupo vizcaíno tenía suficiente cohesión, como lo prueba que en la junta directiva fundadora compuesta de diez miembros estuvieran el propio terceto de José María Portillo, Juan Olavarría y Javier Fernández Sebastián junto a Vidal de Nicolás, Antonio Giménez Pericás, Sonsoles Arroyo, Javier Elorrieta, Txema Soria, Pablo Setién y un servidor. Los diferentes orígenes profesionales y posturas frente al asociacionismo, el cantonalismo y las diferencias políticas a la hora de dar un mayor crédito al nacionalismo y al propio PSOE, que veía con prevención la iniciativa, fueron las causas principales de tensiones e incluso divisiones internas que hay que dar hoy por buenas a la vista de los resultados y del hecho de que aquel naciente colectivo fuera el detonante de la saludable explosión de grupos y plataformas que se irían sucediendo en los siguientes años, desde el mismo ¡Basta ya! y la Fundación para la Libertad a los Profesores por la Libertad o al Foro El Salvador, que abrirían cada uno sus respectivas brechas en la Universidad y la Iglesia vascas. También hay que mencionar como parte del Movimiento Cívico, aunque con unas causas distintas en sus orígenes, a COVITE o a las fundaciones de víctimas Gregorio Ordóñez y Miguel Ángel Blanco, así como la recientemente creada Fundación para la Defensa de la Nación Española, que se diferencian en su fiel apoyo a la causa constitucionalista de otras entidades como la Fundación Fernando Buesa, José Luis López de Lacalle o Maite Torrano, más dentro de la órbita del PSOE y por lo tanto reacias en muchas ocasiones a las iniciativas del Movimiento Cívico, que pueden crear tensiones con los nacionalistas o cuestionar la gestión del actual Gobierno.
LAS CONSECUENCIAS
El Foro Ermua nació en un momento en el que la política pactista de Ramón Jáuregui, lo que él llamó “el giro vasquista”, había llegado al descrédito y en el que, por otra parte, había adquirido un gran prestigio la figura de Jaime Mayor Oreja al frente del Ministerio de Interior. Sería injusto no mencionar a este último como gran referente aglutinador del sector más intelectual y constitucionalista del PSE-EE, el mismo del cual se nutrían las filas del Foro. O bien se trataba de afiliados o de personas que se hallaban en los aledaños de ese partido y que lo habíamos apoyado mientras se presentaba como una alternativa de poder en el País Vasco. Por otra parte, el Gobierno de Aznar se hallaba a mitad de camino de la legislatura iniciada en las elecciones del 96 y ya estaba abandonando la línea negociadora con el PNV. De este modo, las relaciones con el PP sólo podrían tender a mejorar y las que tendríamos con el PSE-EE aún podrían empeorar notablemente, en la medida en que este partido se hallaba apurando los restos del último Ejecutivo compartido con el PNV de Ardanza. Era inevitable que el Movimiento Cívico se convirtiera en el nexo y la línea de transmisión ideológica del PP con ese voto prestado del antinacionalismo en el País Vasco y no sólo en el País Vasco. Era inevitable que tal situación convirtiera al PP en un relevo a la alternativa de poder a la que había renunciado el PSE-EE. El acercamiento a esa línea del PP y el giro definitivo que dio Nicolás Redondo Terreros al dejar el Gobierno de Vitoria ante la evidencia de Lizarra sirvieron paradójicamente para contener la huida de sus votantes al PP, creándose un microclima político constitucionalista en el que el Foro Ermua se encontraba como pez en el agua y que desembocó en las elecciones del 13 de mayo, interpretadas erróneamente como un fracaso superior al que realmente representaron, con 25.000 votos de diferencia entre los dos bloques en pugna.
La antítesis de esa situación vendría con las elecciones generales del 14 de marzo, que sabotearían toda la cultura de la unidad constitucionalista y hasta democrática. ¿Cómo no iba a desmontar el PSOE de Rodríguez Zapatero el “espíritu de Ermua” si desmontó el propio espíritu de la Transición?
Otra consecuencia que nunca se ha tomado en cuenta fue la del cambio en el panorama de la prensa española que provocó el nacimiento del Foro Ermua. Al ser trescientas las firmas que avalaban aquel manifiesto, y al pertenecer muchas de ellas a un grupo intelectual vasco tan amplio, quedaba dinamitado el monopolio que hasta entonces había ejercido PRISA en el discurso contra ETA y el nacionalismo.
La generación de Savater y de Juaristi, que alguna vez se había llamado también con más o menos fundamento real “la generación de ETA” porque tenía la edad de los polimilis reinsertados de Euskadiko Ezkerra, había creado escuela intelectual y tenía en la prensa vasca (en El Correo y El Diario Vasco ) lo que podemos llamar “hijos” o “hermanos menores”. Esa generación siguiente que pugnaba por acceder a la prensa nacional ya no cabía en un periódico como El País , que, por otro lado, tomaría pronto –si no lo había hecho ya– la dirección hacia el entendimiento con los nacionalistas que ha tomado el propio PSOE. Y además a ese problema de espacio físico e ideológico de PRISA para acoger a la joven generación antinacionalista se añadía la circunstancia de una prensa española que había crecido y madurado a la vez. En unos años habían nacido y crecido nuevos periódicos ( El Mundo , La Razón …) y el ABC , el único diario nacional de derechas superviviente de la Dictadura, había asimilado totalmente ese mismo discurso democrático frente a ETA y el nacionalismo que en la Transición era sólo patrimonio de El País .
Discurso democrático que delataba el reaccionarismo de ETA y el PNV al oponer al secesionismo y al terrorismo no los valores de una España esencialista sino los valores de una izquierda universal. ETA comenzó a ser débil ideológica y moralmente cuando fue delatada no como enemiga de la patria española sino de la igualdad, la solidaridad y la libertad. El nacimiento del Movimiento Cívico era depositario de ese discurso, y lo puso sobre el tapete mediático español de una forma generalizada y ya no exclusiva de ningún grupo, constituyendo una verdadera explosión de firmas en nuestros periódicos, las principales de ese núcleo vasco de resistencia intelectual, de esa escuela que había dado frutos y que no tenía que ver necesariamente con la ETA crecida en el antifranquismo y abandonada en la democracia.