Hay en una página de la novela de Joseph Roth, El busto del emperador , una lacerante escena en la que una especie de banquero, beneficiario de la caída del Imperio Austriaco hasta el punto de que ha comprado las joyas de la familia imperial, representa con sus amigos, igualmente eufóricos de que ya no quede en aquel mundo otra cosa que el dinero, y convertidos en bufones para celebrarlo, una farsa de subasta de la corona del emperador que lleva en su cabeza mientras baila, en un cabaret suizo. Y entonces el protagonista de la historia, un decidido partidario y convencido de la gran construcción política que era el Imperio, y que comprueba que, efectivamente, se ha venido abajo, y que se han convertido en crimen y vergüenza el nombre y la figura del emperador, al que había hospedado en su propia casa, comprende que la armonía del viejo mundo ha acabado y que la barbarie se ha presentado en forma de nacionalismos. Pero decide vivir como en sueños, vistiendo su viejo uniforme militar y saludando al busto del emperador, que instala en su jardín a la puerta de su casa, hasta que recibe la orden del gobierno, ahora polaco, de quitar de allí aquel busto. Y decide, entonces, juntamente con todo el pueblo, enterrarlo con unos solemnes funerales. Sabe perfectamente que las civilizaciones y culturas, que son construcciones humanas, también mueren, y sólo trata de que en este caso acaben con dignidad, al menos.

Y todavía podríamos poner los ojos sobre otra escena de otra novela, El puente sobre el Drina de Ivo Andric, en la que se averigua que en el puente precisamente, centro de la ciudad y de la vida de los hombres y mujeres cuya historia se narra, se ha instalado un cordón de dinamita que permita volarlo si es necesario, de manera que ya la historia no será la misma nunca más, puesto que se cuenta con la voladura del puente. Se pasa a otro tiempo, y a otra historia; y ambas escenas me parece que en gran medida evocan la situación de Europa en este momento, y esto en medio de la melancolía, las aprensiones y los temores de algunos y la alegría de lo nuevo para los muchos, pero lo cierto es que no sabemos si va a haber más tiempo, y si va a haber más Europa, o más algo. Y de tal manera angustia esto a los emperadores del mundo nuevo, que está prohibido tener tales pensamientos. Pero será preciso antes que nada decir qué es lo que entendemos cuando decimos Europa, o decimos Occidente, y queremos decir “el mundo entero”, en resumidas cuentas.

Los cafés –escribía George Steiner en vísperas de las elecciones europeas de 2005 para refrendar la nueva Constitución europea– son un rasgo característico de Europa. Van del establecimiento preferido de Pessoa, en Lisboa, a los cafés de Odessa donde todavía se siente la presencia de los gángsters de Isaac Babel. Se extienden desde los cafés de Copenhague, ante los cuales pasaba Kierkegaard durante sus paseos meditabundos, a los mostradores de Palermo. No hay cafés antiguos o característicos en Moscú, que es ya un suburbio asiático. Hay muy pocos en Inglaterra, luego de una moda efímera en el siglo XVIII. No hay ninguno en América del Norte, con excepción de esa sucursal francesa que es Nueva Orleáns. Si uno dibuja el mapa de los cafés obtendrá una de las referencias esenciales de la “noción de Europa”.

Y ciertamente que es así, pero en África, en la América Hispana, Asia u Oceanía está por lo menos la cafetería de los aeropuertos, y allí están el Occidente y la vieja Europa, algún aroma del fondo del vaso del racionalismo, o de la conversación civilizada y libre europea, hay allí.

Y no hay en esta última afirmación ni rastro de esa especie de orgullo eurocentrista, que naturalmente se ha dado de manera abundante, sino una realidad, una cuestión de “autoridades de naturaleza” que decía Pascal; realidades objetivas que nos obligan a ser reconocidas por su propia presencia y signos externos, mientras las autoridades convenidas o construidas, con que se trataría de sustituirlas, son negación de realidad y mero nominalismo y accidentalidad de acuerdos, o imposiciones. Y no se necesita ningún acuerdo, desde luego, para comprobar que la manera de ver el mundo, el modo de estar instalados en él y de actuar en él occidentales han sido prevalentes por doquier, y en todos los planos de cosas, incluida la desgracia de la guerra. Porque cada vez que Occidente ha tenido que defenderse de sus enemigos, y casi siempre en situaciones de inferioridad material, ha ganado incluso en virtud de un manejo de la fuerza bruta muy superior al de sus enemigos, gracias a un dato de su conciencia: el convencimiento absoluto de que sus modos de entender el mundo, de vivir en él, y de su misma organización política, merecen ser defendidos para las generaciones futuras más que la vida misma. Y esto desde Salamina y Poitiers, pasando por Tenochtitlán y Lepanto, hasta Midway y Tet. Los europeos habían integrado en la razón instrumental el uso mismo de la brutalidad en la guerra, y se hallaban frente a sus enemigos en la situación que Heródoto explicaba a los bárbaros, al decirles que ellos, los bárbaros, no comprendían por qué los griegos enterraban a sus muertos, pero los griegos sí sabían por qué lo hacían, y también por qué los bárbaros se los comían. Y, por ese mismo manejo superior hasta de la brutalidad, las guerras entre europeos han sido también las más bárbaras de todas.

Obviamente entonces, y por esta razón misma, Occidente ha estado siempre necesitado del recuerdo de la “hybris” griega para que no se crea inmortal como los dioses, y necesitado está igualmente de esas reflexiones y contraste que Pascal ha dedicado a la condición de los grandes de este mundo para que no tomen su condición de grandeza como natural, sino como establecida por los mil accidentes de la historia, como la propia condición de los reyes, decía él, se debe no a singularidad de la naturaleza, sino a los mil azares de la historia común humana, que también puede jugar en sentido contrario y atraer la ruina. Y lo que hay que decir es que Occidente mismo ha segregado este antídoto en su propia cultura contra su soberbia, y la depredación que ella ha producido a veces, y contra el peligro de su sentido umbilical o de centro del universo mundo.

Muy tempranamente fue avisado, pero pasaron tantas cosas en Europa que, ya es notable que, mientras un frailecillo español, hoy convertido desgraciadamente en martillo y escoba de ideología, como fray Bartolomé de las Casas, advertía al César Carlos, Señor de Europa y de los nuevos territorios de las Indias Occidentales, que sus nativos, recién descubiertos, eran hombres, trescientos y cuatrocientos años después, Marx, Freud, Nietzsche, y la constelación entera de las grandes mentes europeas que meditaron sobre la historia y su destino o sobre la naturaleza humana, ni se percataron de que había más hombres en el mundo que los europeos, y más historias, pensares y sentires de hombre que los que ellos manejaron para construir su pensamiento y sus resoluciones universales.

Y, sin embargo, la razón de esto era tan sencilla como que al frailecillo se le ocurría esa advertencia porque era cristiano, y si ciertamente Aristóteles le había enseñado a pensar, era la Biblia la que le había descubierto esa humanidad en los indios, y por eso quería que como tales fueran tratados, y fueran beneficiarios por lo tanto de las instituciones de la romanidad. Y, por el contrario, aquellas grandes mentes, de las que hablaba, ya tenían a esa Biblia por una leyenda. Ya vivían en el tiempo nuevo de Europa, abierto con la Revolución Francesa, que comenzó disparando a los relojes públicos para anunciarlo, y concluyó por convertir todo el valor humano, que es decir la condición de persona, que era una condición ontológica y sagrada de cada individuo de la especie, en mera condición republicana y ciudadana, mera denominación convenida al fin y al cabo. Y, más tarde aún, llegaría el otro rebajamiento del darwinismo filosófico, o conversión de esa persona humana y de la condición ciudadana como sujeto de derechos en mera individuación física dentro de la clase de primates superiores.

De manera que todo el universo cultural europeo, y el del mundo entero, resultaba no sólo irrelevante, sino un amasijo de ridículas supersticiones, o “leyenda antropológica”, como se definía ahora la cultura entera, y quedaba mudo y sin significatividad alguna; y reducidos quedaron los asuntos de la comunidad humana a una cuestión práctica de selección, alimentación, sanidad, reproducción y control de mortandad o sacrificio anestesiado, propios de una granja productiva y rentable. Y así Occidente, que desciende de Atenas, Jerusalén y Roma, aquí viene a parar. Y, si lo deseamos, podemos contemplar las estaciones intermedias, desde la filosofía a la ciencia, pasando por el arte y la literatura. Pero seguramente es suficiente que conversemos un instante con cualquiera de las gentes retratadas por Memling hace quinientos años, todas ellas un individuo inefable y diferente que nos dice muchas cosas, y luego tratemos de aproximarnos a cualquiera también de las otras gentes igualmente retratadas pero hace solamente unas décadas, y a las que ya no podemos ni reconocer como humanas, porque son “caras verdes, cuerpos de madera”, que dice el crítico de arte Enrique Andrés. Porque “aquella encarnación, con su inefabilidad y todo, fue olvidada y toda carne tomada como un cuerpo objetivo, o sea, una cosa echada en el espacio y disponible al uso de la voluntad libérrima. Sólo objetos plásticos moldeables a voluntad, dijeron los artistas encontrar donde antes hubo sangre, alma y huesos”.

Pero el caso es que ya estamos en esta “Estación Término” y final de trayecto de hombre e historia, incluso en la práctica más realista de los campos de muerte de los dos grandes totalitarismos, que imitaron aquellos juegos plásticos no en pintura, sino en deconstrucción de carne y sangre verdaderas. Y no sólo fueron éstas prácticas de ellos, sino también de las democracias vencedoras que también alzaron campos similares, y por ellos subió el contagio hasta los laboratorios científicos de estas democracias otrora esperanzadores sistemas de convivencia y de realización humana, y ahora en muy grave peligro, me parece. Europa es su ámbito pero ya no se reconocen. O reniegan de ser sí mismas, no sólo de su origen. Podríamos decir que Europa perdía incluso la conciencia cultural que era específicamente la herencia romana, o “vía romana” como la ha llamado Rémi Brague. Es decir, que “ser romano es tener, aguas arriba de sí, un clasicismo que imitar y, aguas abajo, una barbarie que someter”; y con la pérdida de esta conciencia ya se entraba en la disolución general de toda diferencia y en la irrelevancia de todo, que la modernidad conlleva. Aunque no será porque esta estancia de la ceguera y del reniego, o, más bien, de la disolución, como digo, y del nihilismo total y satisfecho, no estuviera avisada.

El listado que pudiéramos hacer de estos advertidores sería demasiado largo, y sus advertencias fueron tan claras y minuciosas que nos parece que no podrían haber dejado de ser atendidas; pero estamos en tiempo de hermenéutica en el que la realidad no es lo que es, sino lo que decimos que es, y tenemos un estúpido vocabulario y una gramática infecta para nombrarla, y no ya la gramática de Orwell que estuviera recién inventada, porque Tucídides ya prevenía contra ella como encubridora del desastre y del crimen. Porque es, ciertamente, desde tiempo muy lejano desde el que se nos viene advirtiendo; y podríamos citar “ad exemplum” desde las cortantes fórmulas del Maquiavelo que asiste a la ruptura total entre ética y política, y cree que no podrá haber en adelante en el Estado sino simulacros de la vieja justicia romana, hasta el Baudelaire que retaba “a todo hombre pensante a que me muestre qué queda de vida”, aunque, “la ruina generalizada no se mostrará únicamente o de manera especial por las instituciones políticas o por el progreso generalizado o como se llame. Se mostrará en la bajeza de los corazones”; y, descorazonado y sarcástico, Flaubert definirá la evolución de Occidente en tres etapas muy netas: “Paganismo, cristianismo, e idiotismo”.

Pero resumiré, en cualquier caso, el asunto de manera más académica aunque no menos afilada, citando, como lo hace Karl Lowith en su discusión de la trágica crisis occidental de que hablamos, el Anuario para el movimiento intelectual que se publica en los círculos de Stephan George, en 1912, bastante antes de la otra estancia de irrisión y liquidación de la cultura del tiempo de entreguerras, que fue tan exitosa y concluyó por ser “la ley y los profetas” de la modernidad de hoy: la transgresión y el espectáculo de la taberna, en la novela de Roth.

“Ni siquiera una vista ya nublada –se dice allí– puede ignorar la tristeza general que se extiende, a pesar de todas las mejoras, comodidades y diversiones, y que sugiere la comparación con el imperio romano tardío. Desde el emperador hasta el último trabajador, todo el mundo sabe, y lo admite, que esto así no puede seguir, al menos en cuanto a los ámbitos que no le afectan directamente. Sólo la preocupación del individuo por su cargo y sus bienes sostiene este entramado. Nadie cree ya seriamente en los fundamentos de la actual situación del mundo. Las intuiciones y premoniciones pesimistas son el sentimiento más auténtico de la época: comparadas con ellas, todas las esperanzas de construir algo sobre la nada parecen desesperadas”.

Al año siguiente de la publicación de estas comprobaciones, el Viernes Santo de 1913, un tío abuelo, por cierto, de Jean-Paul Sartre abandona Europa para irse a África. Se llama Albert Schweitzer, y estaba “familiarizado con el miedo, el odio y la falta de fe disfrazada de religiosidad –ya sin disfraz – que impregnan el continente”. Pero quizás ya sólo hay miedo o está la fascinación del fin, y de un final trágico en una versión que se presiente divertida.

En el plano cultural, y por lo tanto destiñendo sobre el resto de la realidad, desde el día en que Nietzsche vio al loco gritando en el mercado de la ciudad y en las iglesias, ante los perplejos habitantes de aquélla, que Dios había muerto hacía ya doscientos años, luego ha sido todo una cadena de noticias mortuorias del pasado, aunque también un festival por esto mismo, y por la aurora que se aseguró que amanecería con ello para la humanidad entera. Pero quizás podríamos señalar como síntoma obvio de todo esto, que todavía se tomó más claro en el festival de entreguerras de los ismos artísticos y literarios, pongamos que el día en el que el urinario pintado por el señor Marcel Duchamp recibió la misma honorabilidad, que una virgencita de Filippo Lippi o una estancia de Vermeer. O, más bien mayor, porque sobre este viejo arte, corrompido y obsceno, como gustaban decir los surrealistas y otros istas, se alzaba el nuevo; y cuanto más prusiano y bolchevique, mejor, añadía el grito de guerra de los sepultureros de aquel viejo arte, literatura, y pensamiento. Y del hombre.

Y, en adelante, todo será ya minucia, y divertimento, proclamas y retóricas, y horror no significativo; y, como descubre Sir Winston Churchill en un almuerzo con el Presidente Roosevelt y el Mariscal Stalin, el divertimento consiste en llegar a un acuerdo festivo sobre cuántos miles de oficiales alemanes hay que fusilar. Sir Winston protesta en nombre del honor del vencedor, y el Mariscal y el hijo del Presidente se ríen, y entonces Sir Winston abandona la sala, y se pone a pasear caviloso en su entorno hasta que siente que le ponen una mano sobre el hombro y se encuentra a Stalin, que, riéndose, le dice que se tranquilice, que sólo se trata de una broma.

Pero para Churchill se trató de una revelación, ciertamente; la comprobación de que el mundo de sus valores, que de algún modo subsistían en política e incluso en la guerra desde la profecía de Maquiavelo, sólo producía hilaridad. Porque ya era la no significatividad de todo, la aparición de una nueva estancia de la mente, y del último signo del vivir que hasta entonces significaba “civiltà”. La cortesía y la bondad comenzaron a ser síndromes de gentes enemigas del pueblo, y, desde luego, la brutalidad, magnificada o tolerada con una sonrisa, y el amor gratuito puesto a irrisión o explicado por las ciencias sociales de la bajeza mental y moral, la plena explicación de lo mejor por lo peor, pero únicas ciencias de recibo y honorables. Y, así, todo quedó el hombre mismo –tan aligerado y convertido en puro útil, que Walter Benjamin comenzó a quejarse de que ya no había nada que contar–; y quienes narran “ya no crean un mundo verdaderamente humano, sino que sólo analizan embrollos intelectuales, reacciones psíquicas y circunstancias sociales”, dice Löwith, pero porque los hombres no importan sencillamente, y el hombre de “cultura media” –el horror de los horrores, mantenido por las educaciones estatales–, cuya proliferación enfurecía a Goethe como la gran desgracia, no tolera que se cuenten historias, ni ninguna otra cosa. Y él es quien decide en la política y en todos los demás planos de cosas, y quien obedece encantado a esas decisiones.

Cada día oímos el ritornello de la pérdida y ausencia de valores, como si se tratase del problema de un ama de casa que, de repente, no es capaz de recordar dónde ha puesto su llavero y teme que quizás lo ha perdido. Y hasta hay quienes piensan que hay que ir a la búsqueda de esos valores y retomarlos, que sería como poner cerraduras nuevas, pero para aquellas llaves viejas. Porque ¿acaso los famosos valores que se echan de menos no son precisamente los que se disolvieron con tanto gozo en la fiesta de la modernidad, y en sus invocaciones a los prusianos y a los bolcheviques? La fiesta ha sido un éxito, y prusianos y bolcheviques acudieron a la invocación y a la cita, y la Gran Ecuación ha sido realizada: ni mal ni bien, ni víctima ni verdugo, ni justo ni injusto, ni fealdad ni hermosura, ni ignorancia ni saber, ni verdad ni mentira, ni virtud ni vicio o crimen; todo es lo mismo y pura circunstancia, y el crimen, simple iniciativa de la subjetividad regida por las mismas fuerzas que llevaron a Beethoven a crear su obra, y sólo descaminada circunstancialmente, en el caso del criminal, por la perversidad social; de manera que sería injusto y perverso su castigo. Los famosos valores que se dicen echar de menos, que nos permitían distinguir la mano derecha de la izquierda, y nos impedían ser un vile pecus, un vil ganado, eran la herencia de los padres que todos hemos rechazado y seguimos rechazando, y hemos puesto, y seguimos poniendo, a irrisión pública. O inscribiéndolo en la dogmática de lo “no políticamente correcto” y hasta en las leyes penales, y desde luego en nuestra “cultura media”. Se diría que no se sabe lo que se está haciendo en esta Europa. ¿Mimetizando, consciente o inconscientemente, la situación de la caída de Roma?

Podríamos, desde luego, trazar un paralelo en varios sentidos, y podríamos mentar, por ejemplo, el fenómeno inmigratorio, el fenómeno de la fascinación por el enemigo, y el de “la cultura media” a la que he aludido, que es la cultura como juego y espectáculo. Pero, en relación con el primero de estos asuntos, debemos decir con el gran romanista Gaston Boissier, que ya hacía tiempo que Roma no era Roma, sino que era una “mezcolanza de libertos y extranjeros ... , [y] lo que aún seguía llamándose por costumbre el pueblo romano, [era un] pueblo miserable, que vivía de las liberalidades de los particulares o de las limosnas del Estado, que no tenía ya ni recuerdos, ni tradiciones, ni espíritu político, ni carácter nacional, ni tampoco moralidad ... El poder absoluto que habían llamado con sus votos, que acogieron con sus aplausos, estaba hecho para ellos”. Pero, desde luego, ni siquiera era este pueblo cuasi-romano el que sentía fascinación por los bárbaros que presionaban en las fronteras y cada vez más cerca, sino las clases ociosas de diletantes y hartos de su propia prosperidad, que vivían en las grandes villas o eran huéspedes del banquete de Trimalción y buscaban excitantes del vivir, tenían poder político y económico, y desempeñaban sus responsabilidades como el deporte de los combates de carros en el circo. Y el rey godo Teodorico mostraba que los conocía muy bien cuando afirmaba que los romanos necios querían ser bárbaros, pero los bárbaros inteligentes querían ser romanos. Y ¿acaso no escuchamos hoy ingeniosidades semejantes a esas preferencias de las que se burlaba un rey bárbaro?.

Lo que ocurre es que las culturas decorativas cansan, y concluyen por ser consideradas inaguantables decorados cotidianos, y verborrea que ha perdido su sentido. Se busca su venta y alquilaje a cualquier precio, y así vemos abaratados y en almoneda nuestro mismo sistema político, modo de vivir, y nuestra propia alma, si por ventura la tuviéramos. Desde luego rifamos o regalamos a quien la quiera, y como algo ya para nosotros sin sentido, la herencia de los padres, y a ellos mismos, y, en realidad, estaríamos ante un verdadero asesinato de ellos. ¿Sin saberlo, como Edipo?.

En referencia al viejo laicismo del siglo XIX y primeras décadas del XX, que parece haber renacido hasta en el ámbito oficial de la U.E. por cierto –como un desecho histórico e ideológico, pero también como síndrome e instrumento de totalitarismo, porque ciertamente se trata de una religión de Estado o conformación cultural a su omnipresencia de poder–, cabría evocar simplemente la lacerante preocupación cultural y política que habría que sentir ante la retirada del judeo-cristianismo en tanto que cultura y presencia pública y entitativa en Occidente, si es que se tiene alguna idea clara de lo que éste significó siempre, en este sentido, y de lo que comportará su ausencia. De hecho, y sin ir más allá, podemos tocar la evidencia de que, desde la Revolución Francesa a la Soviética y sus epígonos de ahora mismo, todos esos pensares y sentires han estado, y están, viviendo de la laicización de las afirmaciones judeo-cristianas, prometiendo incluso la libertad o la liberación, la justicia y la igualdad, o la solidaridad, que saben muy bien que no pueden garantizarse ni realizarse fuera del ámbito de lo ético -religioso. Y que se tornarán puro crimen, si se intentase su funcionamiento, como siempre que la mística se convierte en política, según ya avisó Charles Péguy, y ya se ha demostrado con demasiados horrores, a través de la historia, incluidos, desde luego, los propios crímenes de la cristiandad. Pero también sabemos que no hay política posible sin mística o mítica –digamos en este contexto–, que es decir, sin el tuétano de una cultura que nos explique quiénes somos. Y mítica y política no se inventan, o estaríamos en la idolatría más primitiva, y también sabemos los horrores que produce.

Del viejo laicismo secularizador, heredero de la Ilustración, que entendía que el progreso era algo conseguido a despecho de la religión, dice Michael Burleigh que la suya era “una posición histórica que pasaba por alto que el monoteísmo cristiano había separado a Dios del mundo, y había impulsado así al hombre a hacerlo inteligible, pero también lo que podrían llamarse los orígenes paleoliberales de muchas limitaciones esenciales del poder secular que el mundo moderno había heredado de enfrentamientos muy anteriores entre la Iglesia y el Estado”. Y, en el mismo sentido, subraya más explícitamente Jürgen Habermas lo que vengo diciendo: “El universalismo igualitario –del que salieron las ideas de libertad y solidaridad, de autonomía y emancipación, la idea de una moral de la convicción personal, de los derechos del hombre y de la democracia– es una herencia directa de la ética judía de la justicia y de la ética cristiana de la caridad. Esta herencia jamás ha cesado de ser objeto de nuevas apropiaciones críticas y de nuevas interpretaciones, pero sin que su sustancia haya cambiado. Y es que, hasta hoy en día, simplemente no hay alternativa. Incluso frente a los retos presentes de una constelación post-nacional, continuamos alimentándonos de esa sustancia ... Todo lo demás no es más que cháchara post-moderna”.

Y no acabaríamos de amontonar recordaciones en este sentido, acudiendo igualmente, pongamos por caso a Burckhardt y a Comte o Toynbee, y a la constelación entera de quienes en el mundo moderno han tratado de repensar la historia, y han apuntado a una constante definitoria de Occidente como impensable sin su gran herencia. Y debemos señalar, desde luego, que todos ellos, con la excepción del marxismo, pero no de sus herejes, como indica esta advertencia, más perentoria aún que todas las otras, del marxista Ernst Bloch: “El cristianismo es altivez y voluntad de no dejarse tratar como ganado”; y quien dice el cristianismo dice también la herencia de Grecia y Roma, y todos los aportes de la propia historia europea. Y el caso es que, si también se rechaza o se entierra esta evidencia, no será ni siquiera pura cháchara lo que quede, ni pura estupidez, sino sencillamente servidumbre. No se necesitan grandes filosofías para comprender que, como ayer y ahora mismo ha ocurrido y ocurre, lo que sucede a Occidente sucederá a todo el mundo, y ya vemos la punta del “iceberg” del nihilismo feliz con que se sustituiría el paso de Europa a la irrelevancia política que apenas si puede ya cubrirse con la retórica y la propaganda. Y quizás tal salto en el vacío, mientras no ocurra nada demasiado traumático, pueda ser un juego para muchos y un cálculo para otros, pero ya se está mostrando como algo muy arriesgado hasta en los datos de la demografía. ¿Es Europa todavía Europa?.

Lo que comprobamos es que Europa –no digamos ya España, que va la primera por ese camino de la alegre disolución– se trae un juego suicida entre manos, y sus democracias bien pueden perecer a manos de algo que viene de ellas mismas: el discurso público convertido en palabrería, habladuría y abstracciones. Las democracias habían relativizado la política, reduciéndola a su sustancia que es el ámbito de los asuntos empíricos, sin sombra de ideología, pero la sombra de ésta y, por lo tanto del totalitarismo, se extiende cada día más sobre las llamadas democracias avanzadas, y la verdad ideológica, incluso en la forma rastrera de la llamada corrección política, que es un envite a los logros de la juridicidad, la libertad y la razón, vuelve a absolutizarlas, y a levantar un universo para-totalitario. Y frente a sus peligros más materiales, en Europa sólo aparece el miedo de quien no quiere defenderse porque no tiene nada que defender, como no sea su nivel de vida, que, a la vez, la hace odiarse a sí misma para distraer su acedía y su cansancio.

No está todo perdido, sin embargo, si nos preguntáramos por todo esto, que está perfectamente claro para todos nuestros godos de dentro o de fuera de nuestras fronteras. Porque la divertida ironía de Teodorico con respecto a Roma se hizo verdad, y no está escrito que no pueda volver a serlo; porque en realidad no era un juego, ya que los bárbaros no juegan con constructos mentales ni gramáticas, ni conversan, ni tienen el distinguido síndrome de la fascinación por el suicidio, que los norteamericanos ven en nosotros y en su bienestante y diletante “intelligentsia”. En realidad, esa observación del rey godo es un exacto diagnóstico realista, la sarcástica expresión de un conocimiento político absolutamente serio de la Roma que ya no era Roma. Y, ahora, son millones los odiadores y codiciosos de Europa que saben que ésta, como poco, ya va siendo no-Europa. Y que está bastante adelantada en ello. Esperemos que no sin vuelta, como Eurídice.

Aunque esta vez la salud de Eurídice está en que Orfeo, todos nosotros, miremos hacia atrás, nos digan lo que nos digan los nuevos dioses.

José Jiménez Lozano, Escritor y Premio Cervantes.

* Este texto, revisado por el autor, recoge su conferencia “Occidente”, pronunciada en el Campus

FAES dentro del curso “Reinventar Occidente” (Navacerrada, 3 de julio de 2007)

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