Cuadernos de Pensamiento Político ( Revista Digital)

Anatomía de una crisis anunciada y políticas eficaces

por Fernando Fernández Méndez de Andés

Cuadernos de Pensamiento Político ( Revista Digital) nº 20, Octubre / Diciembre 2008

INTRODUCCIÓN

En una situación de desaceleración económica aguda como la que estaba viviendo España desde mediados del segundo semestre de 2007 y que se ha transformado en la temida estanflación, estancamiento económico [ 1 ] con inflación [ 2 ] , lo más importante es acertar con el diagnóstico, definir el problema adecuadamente. Por ello le dedicaremos un primer apartado a la descripción de los fenómenos que estamos viviendo, una descripción no por conocida menos relevante, pues el observador imparcial tiene la sensación de que hay lecturas políticas interesadas que sólo pueden conducir a propuestas equivocadas.

En mi opinión, esta situación requiere unas políticas concretas que se pueden resumir en cinco grandes apartados, políticas de sostenimiento de rentas para recuperar la capacidad adquisitiva y mantener el consumo privado, políticas de competencia para contener la inflación, políticas para recuperar la competitividad internacional, evitar la deslocalización y limitar el endeudamiento externo, políticas de empleo que mejoren la productividad y políticas de reforma institucional para evitar la erosión de la unidad de mercado y mejorar la calidad del marco regulatorio. Esos son los retos actuales de la política económica. Para afrontarlos, es necesario un Gobierno con ambición reformista que huya de la complacencia y la continuidad, un Gobierno fuerte que esté dispuesto a adoptar medidas necesarias pero impopulares, un Gobierno de amplia base social que busque grandes consensos para acometer las reformas estructurales pendientes y que una vez más, por esa extraña lógica de la economía política, nos vemos abocados a adoptar en situación de crisis.

II. UNA CRISIS PROPIA EN UN MUNDO GLOBAL

El Gobierno se equivoca, o juzga los hechos interesadamente, si cree que estamos ante una crisis sólo internacional producto de los excesos del sistema financiero americano. Es verdad que las perspectivas económicas internacionales han cambiado radicalmente desde el verano de 2007, cuando estalló la crisis de las hipotecas-basura americanas, pero la desaceleración en España venía de lejos. Era ya perceptible a finales del segundo trimestre del año pasado. Había indicadores de ralentización del consumo, de moderación del crédito, de punto de inflexión en la venta de viviendas y estabilización del precio, y de estancamiento en la creación de empleo que apuntaban ya a un cambio de ciclo, al fin de la larga etapa de prosperidad y crecimiento. Un final que era esperado por todos los economistas, véanse las explicaciones del profesor Blanchard sobre el final del boom inmobiliario [ 3 ] ,y la descripción proporcionada por mí mismo en Revista de Libros ya en marzo de 2006 [ 4 ] .

España vivía en una burbuja, una especie de enfermedad holandesa de monocultivo inmobiliario cuyas causas son de sobra conocidas –un shock monetario con tipos de interés reales negativos como consecuencia de nuestra pertenencia la Unión Monetaria Europea— pero cuyas consecuencias han querido ignorarse con constantes apelaciones retóricas a la nueva economía, la revolución de las tecnologías de la información y las telecomunicaciones, la globalización, el fin de los ciclos o el aumento del potencial de crecimiento de la economía española. Es particularmente significativo el drástico cambio de actitud de los responsables del equipo económico socialista, para quienes una inflación del 3% o un déficit externo de cinco puntos del PIB eran insostenibles cuando estaban en la oposición, pero contemplan ahora como meramente transitorio y no preocupante que esas cifras se sitúen en el 4,9% o el 11% con su llegada al Gobierno. Las autoridades económicas se han instalado en la complacencia y han llegado incluso a acusar de antipatriotas y carroñeros a los observadores nacionales e internacionales que alertaban de los evidentes riesgos en que estábamos incurriendo.

Nos enfrentamos pues ante una crisis de fin de ciclo, de agotamiento de un modelo productivo, en el que las circunstancias financieras internacionales sólo han actuado de catalizador. Quizás la han precipitado, probablemente han hecho que el ajuste sea más rápido e intenso de lo que se podía esperar, pero no son las responsables. Hay sin duda factores exógenos. Una crisis financiera que lejos de terminar continúa agravándose y se ha llevado por delante a dos entidades financieras semipúblicas, Fannie Mae y Freddie Mac, que aseguraban el 40% de las hipotecas americanas. El final de una era de petróleo barato que aunque estos meses nos pueda dar un respiro temporal, no caerá sostenidamente por debajo de los cien dólares por barril mientras continúen las causas de la oferta —agotamiento de las reservas por falta de inversión–, la demanda —el auge consumidor de los países asiáticos y sobre todo China–, y los mercados —el menguante poder estabilizador de Arabia Saudita— que sostienen la cotización. Y el aumento de las tensiones inflacionistas globales, resultado de que los países emergentes empiezan a exportar inflación, al aumentar su demanda mundial de alimentos, y a registrar tensiones salariales y cuellos de botella en sus mercados de trabajo profundamente duales.

Pero nos enfrentamos a una crisis propia, producto de nuestros propios excesos y de la parálisis reformista de los últimos años. Los excesos son evidentes. El monocultivo de la construcción y el inmobiliario cuya elevada rentabilidad ha actuado como una auténtica aspiradora drenando capital físico, financiero y humano para cualquier otra actividad. Los elevados niveles de endeudamiento de empresas y familias y el recurso generalizado al mercado interbancario europeo para financiarlo son una tendencia alimentada por unos tipos de interés reales negativos, unas entidades financieras que también pueden haber cometido algunos errores en su apreciación del riesgo (¿qué otra cosa si no significa que las tasaciones hipotecarias estén hoy muy por encima del valor de mercado de los inmuebles?), y un Banco de España que en los momentos que debía haber extremado su celo inspector y su persuasión moral ha dado la impresión de convalidar las tesis oficiales. Un déficit exterior que ha superado al de cualquier otro país industrializado, el 11% del PIB, y que de no estar en la Unión Monetaria nos obligaría a un programa de ajuste clásico del Fondo Monetario Internacional, y cuya contención a niveles financiables supondrá un lastre duradero al crecimiento. Y un comportamiento de la productividad total de los factores que refleja las dificultades tradicionales de la poco flexible sociedad española para incorporarse a un mundo globalizado.

Merece la pena detenerse brevemente en analizar la evolución del sistema financiero internacional, no sólo porque el desarrollo de esa crisis se ha convertido en la excusa oficial para la falta de previsión y la parálisis política gubernamental, sino también porque nos permitirá conocer mejor el contexto externo en el que se desarrollará la economía española, las condiciones en las que habrá de producirse la recuperación. No se trata sólo ni fundamentalmente de una crisis de liquidez, sino de confianza. Es verdad que la liquidez ha desaparecido de los principales mercados financieros y los bancos centrales han tenido que intervenir concertadamente para evitar un riesgo sistémico. Pero hay que recordar también que los problemas de liquidez acaban convirtiéndose en problemas de solvencia, si duran mucho. Y hemos visto algunos ejemplos de esto. Los grandes bancos internacionales (y las compañías de seguros) publican grandes pérdidas y las vuelven a revisar al alza. Han caído nombres míticos en las finanzas y el proceso de restructuración financiera no ha hecho más que empezar. Los mercados bursátiles han perdido el 40% de su valor, los llamados fondos soberanos, Dubai, China, Corea, etc., han acudido al rescate de la banca internacional y aunque sean bienvenidos, ¿quién más tiene capital disponible? Amenazan con crear un serio problema de buen gobierno.

En este contexto aún incierto y cuyas pérdidas conocidas se estiman ya por encima del billón de dólares, algunos responsables del Gobierno se atrevieron a definir lo que estaba pasando como una mera turbulencia pasajera que apenas tendría efectos reales sobre el crecimiento y el empleo. Hoy ya nadie duda que esa pequeña turbulencia se ha convertido en un huracán, en una auténtica crisis de confianza en el sistema financiero que ha llevado a actuaciones sin precedentes de las autoridades económicas en los países industrializados como las dos nacionalizaciones citadas anteriormente o la extensión de la red protectora del banco central a entidades no reguladas y escasamente supervisadas como los bancos de inversión.

Las posibles explicaciones de lo que ha pasado son múltiples. La exuberancia irracional de los mercados de la que hablaba Greenspan, y a la que sin duda contribuyó él mismo con una política monetaria excesivamente laxa que inundó de liquidez el mundo, está retornando a la normalidad, con violencia inusitada, porque los ciclos nunca han muerto, porque el riesgo de impago estaba presente en cuanto se parase la rueda de transacciones permitida por una creciente ingeniería financiera y revirtiese la sobrevaloración hipotecaria, porque las deudas hay que pagarlas o licuarlas con inflación. La desintermediación financiera ha ido demasiado lejos, hasta perder el conocimiento de la naturaleza del producto que se estaba comercializando, pero, al final, las instituciones financieras seguían teniendo el riesgo en su balance y además estaban asumiendo un tremendo riesgo reputacional (recuerden Enron y Arthur Andersen). Tanto que nombres milenarios, tan ilustres en los medios bancarios como lo era la auditora, han desaparecido o siguen amenazados en su supervivencia. La regulación y supervisión financiera en el corazón del capitalismo mundial, Londres y Nueva York, ha ido siempre por detrás de los acontecimientos. Es fácil hoy culparla, porque efectivamente ha sido demasiado lenta y complaciente, pero está en la naturaleza de las cosas. Los reguladores también se equivocan, porque también a ellos les cuesta oponerse a la marea. Más aún si no son plenamente independientes del poder político y de la industria.

Está de moda hablar de fallos de mercado y problemas de regulación. Lo que lleva a predicar como solución necesaria más Estado y menos mercado. Habrá probablemente que hacer algunos cambios en el entorno regulatorio de los mercados financieros, el más evidente reconocer que los recursos propios son la única garantía para asegurar la solvencia, pero debemos evitar la ley del péndulo y no repetir los errores de la ley Sarbanes-Oxley, aprobada con urgencia tras el fraude de Enron, que hoy se considera generalmente como una exageración dañina y que no ha conseguido evitar una nueva burbuja. Hay además algunos pequeños detalles de esa explicación simplista que no cuadran. La burbuja inmobiliaria en Estados Unidos ha podido llegar a ser tan explosiva, además de por la laxitud de la Reserva Federal, por dos razones que no tienen que ver precisamente con la voracidad capitalista. La primera es que todos los bancos centrales del mundo, que son Estado, y sobre todo los de China, Japón y países productores de petróleo —que no practican precisamente la autonomía de la autoridad monetaria— han estado alegremente dispuestos a financiar esa burbuja con sus reservas. Se dice incluso que una de las principales razones por las que el Tesoro se decidió finalmente a intervenir las dos grandes aseguradoras de hipotecas es porque las pérdidas del Banco Central de China se estaban haciendo tan insoportables que éste amenazó con trasladar sus reservas a euros. Lo que suena más a mercantilismo que a capitalismo. Pero hay una segunda razón más cercana al debate político español. El crédito hipotecario creció sin límite en Estados Unidos porque tenía garantía pública, como ha quedado demostrado con la nacionalización de Fannie Mae y Freddie Mac. Sin esta garantía estatal implícita, finalmente ejecutada en beneficio de los acreedores y en perjuicio de los accionistas, es difícil imaginar que empresas con un capital tan ridículo hubieran podido llegar a endeudarse por un importe aproximado del 45% del PIB americano. Cuidado por tanto con la tentación de utilizar el Instituto de Crédito Oficial para extender una garantía pública al sistema financiero o al sector inmobiliario, y con esas empresas financieras de naturaleza híbrida que operan en España bajo la presunción de que gozan de garantía pública, de que no pueden quebrar porque la Administración Autonómica acudirá a su rescate y con las que tan alegremente juegan nuestros políticos. Que nos podemos llevar un buen susto y tener que decidir, a un coste muy alto, si efectivamente son Estado y hay que nacionalizarlas.

No todo son debilidades en la economía española. Cierto que también presenta algunas fortalezas, como su superávit fiscal, la solidez relativa de su sistema bancario y la madurez e internacionalización de su tejido empresarial. Algunas de esas fortalezas, como las cuentas públicas que ya han arrojado un déficit superior al 1% del PIB en la primera mitad del año, han resultado meramente cíclicas, vinculadas a una recaudación fiscal extraordinaria en tiempos de bonanza, y efímeras, al haber sido dilapidado el superávit en promesas electorales que en nada contribuyen a aumentar la solidez y competitividad de la economía española pero que elevan el gasto público recurrente y alimentan el déficit estructural y las necesidades de financiación. Otras, como la solvencia del sistema financiero, van a ser puestas a dura prueba ante el crecimiento del desempleo, la morosidad bancaria y la crisis inmobiliaria. Pero en todo caso, esas fortalezas palidecen ante la debilidad que significa depender del crédito y de la opinión externa en momentos de elevada aversión al riesgo, escasez de fondos prestables y explosión de la burbuja de activos. Si a esa realidad le añadimos el daño causado en la imagen país por algunas injerencias políticas recientes en la vida de las empresas que han tenido gran repercusión mediática internacional, como el affaire Endesa, que provocó la dimisión del presidente de la CNMV, la situación es ciertamente delicada. Prueba de ello es que el diferencial del bono español con el alemán, que mide el riesgo país, la prima de probabilidad que los inversores atribuyen a que España no pueda hacer frente a sus obligaciones financieras internacionales, era prácticamente inexistente y ha crecido hasta 50 puntos básicos.

En síntesis, la crisis financiera internacional, la crisis inmobiliaria son sólo los síntomas de una grave enfermedad, pero no la enfermedad misma. El problema no es que el número de viviendas construidas al año caiga un 50% sino que no existe alternativa creíble en la industria o los servicios para el empleo expulsado, como desgraciadamente empezamos a ver todos los meses en los datos del INEM. España se enfrenta a una restructuración productiva parecida a la que tuvo lugar al principio de la Transición, porque el peso del sector construcción inmobiliario, más del 15% del PIB, es simplemente insostenible y porque se han desperdiciado los años de bonanza para aumentar la productividad y competitividad de la economía, porque era políticamente costoso y porque el presidente Zapatero prefirió gastarse su capital político en otras aventuras. Una crisis económica de libro de texto; no hay nada tan original en la situación española, a la que habremos de enfrentarnos sin los instrumentos tradicionales, sin autonomía monetaria ni tipo de cambio, sin poder devaluar ni modificar los tipos de interés. En esas condiciones, y sin una política económica decidida, lo más probable no es la recesión, sino una larga y dolorosa etapa de estancamiento económico y elevada inflación. Hemos agotado el efecto expansivo del euro y de la inmigración. Ahora nos queda ver la cara amarga de las Uniones Monetarias cuando no se hacen las reformas estructurales en tiempo y forma. Tendremos que ajustar el exceso de gasto sin poder devaluar. Se llama deflación competitiva y exige bajar los salarios reales. Es una crisis de competitividad, no de demanda. Exige políticas de oferta que serán especialmente difíciles desde un Gobierno central vacío de competencias. A este tema le dedicaremos el siguiente apartado porque la salida de la estanflación no será fácil ni incruenta, pero hay maneras de hacerla más rápida y sostenida.

III. MEJORAR LAS POSIBILIDADES DE UNA RECUPERACIÓN SOSTENIDA

1. Políticas de sostenimiento de rentas: dejar funcionar los estabilizadores automáticos, sin ampliar derechos económicos

Si la crisis nace de un excesivo endeudamiento de familias y empresas, parece importante que la política fiscal contribuya, en la medida de sus posibilidades, a que recuperen parte de la capacidad adquisitiva perdida como consecuencia, entre otros, de la subida de los tipos de interés. Esto ayudará a sostener el consumo privado y a evitar que crezca excesivamente la morosidad bancaria. En una crisis de confianza parece más adecuado devolver renta a los contribuyentes que aumentar el gasto público. Además de ser una política generalista y no discrecional, que no busca rentabilidades clientelares ni provoca dependencia del poder político, es una medida más acertada para recuperar la confianza en el futuro.

Parece pues adecuada desde el punto de vista coyuntural una rebaja del IRPF que podría aprovecharse para su simplificación, reduciendo aún más los tramos. Si reducir impuestos puede ya ser hasta progresivo, es desde luego la política correcta en una situación de estancamiento económico. Mejorar los incentivos al trabajo contribuye también a aumentar la población activa, y si se acompaña de las reformas adecuadas en el mercado de trabajo y en el seguro de desempleo puede aumentar la tasa de empleo, en la que contamos todavía con un importante retraso respecto a los países líderes en Europa. España tiene una imposición sobre la renta personal que se sitúa en la banda alta de los países de la OCDE, aunque no tanto en comparación europea. Pero en la era de la globalización España compite en el mundo y no sólo en Europa. Por otra parte, la moderna teoría fiscal subraya la necesidad de evitar distorsiones sobre la asignación de recursos y caben pocas dudas de que el IRPF, y las elevadas cuotas a la Seguridad Social, son un factor explicativo adicional de la baja participación laboral en nuestro país. Para hacer esta medida efectiva en la recuperación económica de la presente crisis, debería ir acompañada de un ajuste por decreto de la tabla de retenciones correspondiente ya a este ejercicio 2008.

Una reducción general del IRPF que sea compatible con su simplificación en número de tramos y tipos y cuantía de las exenciones y deducciones, parece pues aconsejable tanto desde el punto vista de la política de estabilización macroeconómica como desde las reformas estructurales pendientes. Interesante es también la propuesta de excluir del impuesto a las personas con ingresos inferiores a los 16.000 euros. Interesante aunque compleja, pues a las ventajas en términos de reducción de la carga administrativa que soportan las familias y de simplificación y reducción del gasto fiscal necesario para un determinado nivel de recaudación, y a la evidente mejora de bienestar que supone en términos de evitar cuantiosas devoluciones, hay que contrarrestar la pérdida de compromiso ciudadano que comporta. Excluir del impuesto a siete millones de contribuyentes es un objetivo ambicioso, pero tiene el peligro de ser prácticamente irreversible y supone un alejamiento del ciudadano de sus obligaciones fiscales que puede tener efectos indeseados en cuanto a la propagación de una cultura del gratis total. Por esa razón, de llevarse a cabo, debería ir acompañada de un esfuerzo de la Administración Tributaria para que todo ciudadano reciba en su domicilio su factura fiscal. En los casos en que ésta fuera negativa, esta factura debería cuantificar la magnitud de los subsidios recibidos por esa unidad familiar.

Y no podemos acabar el capítulo fiscal sin aludir a la necesaria sustitución de las cotizaciones sociales por el impuesto sobre el valor añadido. Gravar un recurso escaso, encarecerlo para hacerlo aún menos atractivo, no parece la mejor manera de encarar una situación de recesión que puede llevar al desempleo a cerca de cuatro millones de españoles o residentes. Tampoco ha servido el sistema para aislar las prestaciones sociales del ciclo político o económico. Hemos visto el respeto que tiene el presidente del Gobierno al principio básico del Pacto de Toledo de sacar las pensiones del debate político cuando todos los años abre el curso político anunciando en un mitin la subida de las pensiones. Y hemos constatado, reconocido por el ministro del ramo, cómo la evolución del desempleo obligará al INEM a tirar de los recursos generales del Presupuesto del Estado. Y sabemos que el Fondo de Reserva de la Seguridad Social, del que afortunadamente se ha evitado su uso espurio en apoyo de las cotizaciones bursátiles de las empresas inmobiliarias, sólo da para siete meses de pagos. Por lo tanto acabemos con ese impuesto encubierto que son las cotizaciones sociales, que pagan finalmente los trabajadores bajo la forma de menor salario y menor empleo. Y sustituyámoslo por una subida del Impuesto sobre el Valor Añadido, el impuesto menos distorsionador de la actividad económica, y para la que tenemos margen en nuestros compromisos comunitarios. Con ello daremos también un paso en la correcta dirección de la reforma fiscal, gravar la renta gastada y no la generada, con lo que se fomenta el ahorro y la capacidad de crecimiento potencial de la economía.

Estas reformas fiscales, aunque complejas y precisadas de un alto grado de explicación técnica y política, son en cualquier caso preferibles a la extensión de la cultura del subsidio, a la extensión del gasto público discrecional dirigido a colectivos específicos, tan afines a la ideología del

Gobierno, que sólo contribuyen a aumentar el sentido de dependencia del ciudadano respecto de la magnanimidad del poder político, a aumentar el poder discrecional de éste y a despertar poderosos sentimientos de agravio y emulación entre los diferentes grupos sociales. ¿Por qué se subsidia el gasóleo a los agricultores y no a los transportistas?, ¿por qué el agua es más barata para unos usos productivos que para otros?, son preguntas difíciles de contestar para cualquier Gobierno e imposibles para cualquier economista. Lo mismo ocurre con la tendencia a la proliferación de los gastos sociales. No hay una definición técnica ni política precisa de lo que constituye gasto social; es mera retórica útil para la confrontación electoral pero inútil para la recuperación económica. No hay nada más social que crear empleo y ayudar a mantenerlo, y a ese fin debe dirigirse la política económica y también la fiscal, máxime en una crisis de competividad en la que la prioridad ha de ser aumentar la capacidad productiva del país.

2. Políticas de competencia para contener la inflación

Que España tiene un problema de inflación es una obviedad que no necesita argumentación. Que es un problema persistente (el diferencial de inflación con la media europea se sitúa por encima del punto porcentual de manera constante desde nuestra participación en la Unión Monetaria), tampoco. Que afecta seriamente a la competitividad de nuestras exportaciones de bienes y servicios, incluido el turismo, y se refleja gravemente en el desequilibrio comercial exterior más allá del efecto de nuestra elevada dependencia energética, empieza a ser finalmente aceptado con generalidad. Donde ya no parece haber tanto acuerdo es en cómo combatirlo y sin embargo parece una condición necesaria para recuperar el dinamismo industrial y evitar la deslocalización. No se trata de intervenir en la vida de las empresas afectando a los procesos internos de fijación de precios, ni de intimidar a empresarios y comerciantes con la proliferación de Observatorios de precios y aperturas de expedientes informativos por la Comisión Nacional de la Competencia, que luego quedan en nada, para ponerlos en la picota de la opinión pública. Sino de fomentar la competencia en todas sus manifestaciones de manera sistemática y consistente y sin concesiones disfrazadas de política industrial. Tampoco se puede caer en la llamada inflación reprimida mediante la utilización de las tarifas públicas y de los precios regulados con fines antiinflacionistas, provocando déficit de tarifas que luego se monetizan en los presupuestos generales del Estado o crean dificultades financieras y competitivas a las empresas del sector.

Este Gobierno ha carecido de una verdadera política de competencia, que ha permanecido subordinada a la creación de grupos empresariales políticamente afines, los llamados campeones nacionales, y se ha caracterizado por la ocupación política de los organismos reguladores, con personas con carnet socialista y una dilatada hoja de servicios políticos al Partido. Se han preferido políticos tecnócratas a técnicos con orientación ideológica más o menos afín pero independientes. Y en los escasos casos en que esa norma no se ha cumplido, han acabado teniendo que dimitir ante las injerencias del poder. Creyendo ingenuamente en la omnipotencia del Estado y en el efecto relocalizador de un discutible efecto sede, se ha llegado a trasladar geográficamente un organismo regulador, la Comisión del Mercado de las Telecomunicaciones, poniendo en cuestión su eficacia y la carrera profesional de sus trabajadores, para satisfacer veleidades de poder territorial y provocar así el cese de su presidente. Con resultados perfectamente previsibles para alguien que se hubiera molestado un poco en leer la literatura sobre localización industrial y la historia económica reciente del Mezzogiorno italiano.

Es por ello urgente la reforma definitiva de los organismos reguladores, dotándoles de plena autonomía económica y funcional, siguiendo el modelo del Banco de España pero asegurando que se respetan los acuerdos de composición de sus órganos de gobierno y se les confiere plena capacidad ejecutiva para determinar las tarifas reguladas. La despolitización de áreas como la defensa de la competencia, la energía o las telecomunicaciones, es una necesidad democrática y competitiva. El Gobierno puede mantener la última palabra en algunas decisiones concretas alegando razones de interés nacional, pero no puede seguir escondiéndose en organismos presuntamente técnicos para evitar el coste político de sus decisiones. Tampoco parece sensato mantener este frente abierto con la Comisión Europea de manera indefinida. Teniendo en cuenta que la simplificación administrativa, la reducción de las cargas económicas y temporales que soportan los administrados es una condición de eficacia, y que la superposición de competencias entre las distintas Comisiones reguladoras y la Comisión Nacional de la Competencia dilata innecesariamente los procesos y puede incluso dar lugar a inseguridad jurídica, debería plantearse la posibilidad de convertirlas en salas especializadas de la CNC.

El nombramiento de las personas que componen los órganos de gobierno de estas instituciones es tarea compleja, bien lo ilustra el reciente acuerdo para la composición del Consejo General del Poder Judicial, y hay un serio peligro de caer en el sistema de cuotas como mecanismo básico de decisión por mucha mayoría cualificada que se exija. Dada la debilidad de la sociedad civil española y la preponderancia institucional de unos partidos políticos fuertemente encerrados en sí mismos como resultado de la ley electoral, quizás sea necesario, si queremos garantizar su independencia efectiva, mudar hacia un sistema de nombramientos por tiempo ilimitado, hasta la edad oficial de jubilación, y añadir requisitos mínimos de edad y experiencia. Con el tiempo ese sistema asegura que la renovación se produce en paralelo con las mayorías sociales, pero también que ninguna ocasional mayoría política concreta pueda domeñarlo.

Con ser importante, la anterior no es la única medida necesaria para combatir la deriva inflacionista de la economía española. Ayudaría también enfocar la política de competencia exclusivamente en la defensa de consumidor; fortalecer la capacidad de actuación de la nueva Comisión Nacional de la Competencia en relación con las ayudas públicas autonómicas y la creación de entes públicos que desarrollen actividades empresariales para poner fin a la resurrección del INI pero en formato autonómico; proceder a la inmediata trasposición de la directiva europea de servicios, con el objetivo explícito de acabar con las dobles licencias y las obligaciones de residencia física o fiscal en las distintas Comunidades, la aplicación ad-hoc de los test de necesidad económica, demanda de mercado, o compatibilidad con la planificación económica; la complicidad entre el regulador o agencia autorizante y el proveedor local, público o dominante. Debe aprovecharse además para liberalizar horarios y aperturas comerciales y fomentar la competencia entre profesionales.

La reducción de inflación de la economía española exige afrontar con realismo y sin clichés ideológicos el diferencial enquistado en el sector servicios. Para ello debe apostarse decididamente por la gestión privada, competitiva, de los servicios públicos siguiendo el modelo sueco que tan buenos resultados ha dado en Educación y Sanidad [ 5 ] ; potenciar el transporte de mercancías por ferrocarril mediante un plan específico de infraestructuras que no se vea constreñido al despliegue del AVE y una rápida y efectiva liberalización de la actividad de RENFE; anular de forma inmediata la moratoria nuclear como la única manera seria y realista de poner fin a la insostenible dependencia energética y cumplir los compromisos de Kyoto sin imponer excesivos costes a empresas y particulares, como han reconocido los secretarios generales de los dos sindicatos mayoritarios y han pedido la CEOE y las Cámaras de Comercio.

3. Políticas para recuperar la competitividad internacional, limitar la deslocalización industrial y el endeudamiento externo

La lucha contra la inflación es una parte sustancial de un objetivo más ambicioso en el que España se juega su futuro económico, como es la búsqueda de su lugar en la nueva economía global, en la nueva división internacional del trabajo. Un objetivo que significa posicionarse como una economía competitiva de altos salarios, alto valor añadido y elevada productividad. De cómo se resuelva la crisis, depende que España pueda convertirse en algo más que la Florida de Europa, la zona residencial de los jubilados europeos, competitiva por su buen clima, parque inmobiliario y calidad de vida, para ir acercándose gradualmente a ser la California de Europa [ 6 ] .

Los países y no sólo las empresas compiten entre sí en la nueva economía global para atraer inversión física, financiera y capital humano. Algunos llegan a decir incluso que compiten las ciudades, pero es lo mismo, compiten las unidades administrativas que usan sus competencias normativas y regulatorias para crear un clima de negocios atractivo. Ése es el mantra de la nueva economía del desarrollo, y por eso los informes de organismos internacionales como la OCDE, Banco Mundial o bancos regionales de desarrollo resultan tan determinantes, y tan polémicos, en la configuración de la opinión pública de la comunidad internacional. Y lo más suave que se puede decir es que no salimos bien parados como país en esas comparaciones [ 7 ] , precisamente por el peso, complejidad y deficiente calidad de la regulación, habiéndose experimentado un cierto retroceso de la seguridad jurídica. El sistema fiscal tiene también algunas deficiencias comparativas. Por eso existía ya un amplio consenso técnico, que finalmente ha alcanzado al Gobierno, acerca de que se requiere una disminución de la carga fiscal que soportan los emprendedores y las empresas. En concreto, se necesita la supresión de los impuestos sobre sucesiones, donaciones y patrimonio y evitar la penalización internacional que para nuestras empresas supone el impuesto sobre sociedades, reduciendo los tipos impositivos al nivel de los países más competitivos de Europa y eliminando la discrecionalidad en las desgravaciones.

Pero la competividad es una política de largo plazo que se basa en la calidad del sistema educativo de un país y su engarce con el tejido productivo. Y lo menos que podemos decir es que no salimos bien parados en la foto que nos proporciona el Informe PISA, con todas sus limitaciones la referencia internacional en la materia. Aparte de las cuestiones específicas del mundo educativo que acertadamente señalan los especialistas en la materia, me gustaría añadir la necesidad, desde el punto de vista de la productividad de los factores, de recuperar las competencias del Gobierno central en materia educativa y asegurar que los objetivos de la enseñanza obligatoria se enfocan hacia la adquisición de competencias básicas en un mundo global: lengua española, matemáticas, inglés y nuevas tecnologías. Objetivos evidentes, pero demasiado frecuentemente secundarios en unas administraciones educativas volcadas en la “construcción nacional” o en la propagación de una determinada manera de ver el mundo.

En el capítulo laboral varias son las medidas necesarias más allá de las lógicas y repetidas llamadas a la moderación salarial. El Gobierno ha delegado la responsabilidad en el acuerdo social, otorgando una especie de veto a sindicatos y patronal de dudosa legitimidad democrática y que además a nadie favorece, pues en el juego de imagen y símbolos en que se ha convertido la política sindical prescindir del papel de malo atribuido por definición al Gobierno no parece una buena idea. En cualquier caso, la necesidad de minimizar el impacto de la recesión en el desempleo y de aumentar las posibilidades de una recuperación sostenida exige trabajar para que la negociación colectiva se desvincule de la inflación pasada, de la recuperación de la capacidad adquisitiva, estrategia que sólo lleva a alimentar inflaciones futuras. Se dice frecuentemente que la escalada del precio del petróleo nos ha hecho más pobres a todos los países importadores. Es una obviedad. Pero luego se alimentan peligrosas expectativas de que algunos sectores productivos pueden escapar de esa lógica y salir inmunes si consiguen fuerza suficiente para trasladar el impacto a otros. Surgen así fenómenos de protesta social que persiguen siempre el mismo objetivo, traspasar al Gobierno, a fin de cuentas el dinero público no es de nadie ha llegado a decir una ministra, o a los consumidores el coste de la subida del petróleo. La actitud gubernamental ha de ser firme para impedirlo; lo contrario pone en marcha una espiral de reivindicaciones sociales y salariales, un sudoku social, tan imposible de resolver como el territorial, porque es igualmente un juego de suma cero.

Pero gobernar exige anticiparse a los acontecimientos y crear las condiciones institucionales que favorezcan la adopción de decisiones eficaces, de equilibrios ganadores. Vincular la negociación colectiva a la competitividad exterior y no a la inflación pasada, como hacen los países más dinámicos y abiertos a la competencia como Holanda, sería uno de esos equilibrios ganadores. Es una medida polémica pero ha sido posible en países donde los agentes sociales eran perfectamente conscientes de lo que se jugaban en el envite. En España, con el déficit exterior más alto de la OCDE por razones estructurales, debiera parecer una obviedad. Es en cualquier caso una estrategia de futuro, mucho más acertada que seguir recurriendo a fórmulas imaginativas para intentar descontar de la negociación sobre la inflación aquellos bienes que han subido mucho de precio. Porque hay que romper la cultura de la inercia, de los derechos adquiridos, del que me quede como esté, como guía de la negociación social. Por eso es conveniente también poner encima de la mesa en tiempos de crisis el fin de la ultra-actividad de los convenios, su prórroga automática si no hay acuerdo, porque supone consolidar condiciones laborales y productivas asumibles en tiempos de bonanza y perpetuarlas en las crisis. Un camino seguro para hacer mayor la destrucción de empleo.

Como lo es el elevado coste del despido en España y su judicialización excesiva. El Gobierno había introducido en la discusión sobre el mercado de trabajo el concepto de flexiseguridad, una noción de origen danés que en síntesis significa que se protege al trabajador mediante políticas activas y no a través de fijarlo en el puesto de trabajo, por lo que abaratar el despido sería un camino lógico en esa dirección. Permite reducir los costes fijos de empleo y abaratar la necesaria restructuración del sector construcción-inmobiliario sin caer en costosos y largos expedientes de regulación de empleo, especialmente complejos en un sector tan atomizado como éste. La reconversión del sector es inevitable. La construcción ha de ajustarse a cifras de producción y empleo sostenibles, y será muy difícil evitar un exceso de frenada, un overshooting que se llama técnicamente, durante años. Facilitar ese ajuste con medidas laborales parece también conveniente. Favorecer la movilidad geográfica y funcional de la mano de obra con una reforma a la alemana o a la francesa de las prestaciones de desempleo es otra medida pendiente en la siempre pospuesta reforma del mercado de trabajo. Nos estamos quedando atrás incluso respecto a nuestros propios socios europeos continentales, y en una crisis como la que se nos viene encima nos puede pasar una factura muy alta. Tenemos un sistema de relaciones laborales ineficiente por rígido e injusto por dual. Ha llegado la hora de acometer su reforma en profundidad mediante la superación del Estatuto de los Trabajadores de 1980, un texto y un consenso que responde a otras circunstancias sociales y políticas y a otra economía.

Por último, en este capítulo de competitividad, dos medidas ambiciosas y necesarias para competir internacionalmente en condiciones ventajosas que exigen superar la politización creciente de nuestro país. Un Plan Marca España, para difundir una imagen del país en el mundo que sea consistente con el tamaño y riqueza de nuestra economía, lo que obligaría a coordinar la política exterior con la internacionalización de nuestras empresas, a una modificación profunda de nuestros instrumentos de actuación exterior y a poner orden en el creciente despilfarro e incoherencia autonómica en la materia. Y una reforma judicial para aumentar la rapidez y previsibilidad de las decisiones judiciales, porque la justicia es un instrumento competitivo en la nueva economía global y uno de los factores clave en la atracción de inversiones. Además de una de las asignaturas pendientes de nuestra democracia, la situación de la justicia española es un pasivo económico, una rémora en nuestro atractivo internacional y un coste importante en términos de eficiencia, como afirman repetidamente todos los estudios internacionales públicos y privados. Una situación que sólo puede empeorar con la segunda oleada estatutaria que amenaza con romper la unidad de criterio interpretativo.

4. Políticas institucionales para evitar la erosión de la unidad de mercado y mejorar la calidad del marco regulatorio

El Estado de las Autonomías ha sido el gran descubrimiento de los padres constituyentes. Ha supuesto también un éxito económico considerable. El grado de descentralización fiscal en España es ya comparable al de los países representativos del federalismo clásico. Pero la demanda de descentralización, por muy sentida que sea por la población, no está fundamentada en una supuesta ganancia de eficiencia, ni de productividad. No existe una relación estadísticamente significativa entre un proceso creciente de descentralización y una mayor eficiencia económica reflejada en un mayor crecimiento [ 8 ] . Por muy acertado que sea políticamente, que lo es, no es indiscutible que el Estado de las Autonomías haya mejorado nuestra competitividad como país.

La multiplicidad de Administraciones y el aumento de la producción normativa que conlleva están generando no sólo una inflación regulatoria sino también un deterioro de la calidad de la regulación. La experiencia de estos años demuestra que las Comunidades Autónomas exhiben una clara tendencia hacia actitudes intervencionistas y discrecionales, porque la cercanía a los administrados hace sus intervenciones más visibles, porque hay una presunción de simpatía hacia el proteccionismo local y porque hay una voluntad política, en algunos casos una verdadera necesidad, de reafirmar su capacidad de actuación. Vito Tanzi, antiguo director del departamento Fiscal del Fondo Monetario Internacional y economista de reputación y experiencia internacional, acaba de publicar un trabajo muy interesante que cuestiona directamente esa presunción de que la des centralización aumenta per se la calidad en la provisión de los servicios públicos [ 9 ] .

Para superar esta contradicción y para hacer sostenible el Estado de las Autonomías obteniendo toda su potencialidad, hay que atreverse a reformarlo. Nada puede ser intocable en un mundo global y mucho menos un determinado reparto competencial, producto efímero e inestable de equilibrios políticos y mayorías aritméticas, como acabamos de comprobar. La Administración Central del Estado ha de recuperar y hacer uso de las competencias básicas de coordinación y planificación económica que le reconoce la Constitución de 1978, para lo que sería conveniente una Ley de Coordinación entre Administraciones Públicas que reconozca la supremacía del poder central y establezca mecanismos de superación de conflictos y conformación de la voluntad nacional que no pueden ser tan complejos como en la Unión Europea.

Otra propuesta que contribuiría a mejorar la calidad y eficiencia de nuestro marco regulatorio sería exigir que toda norma que se apruebe tanto en el Parlamento Nacional como en los Autonómicos lleve además de la Memoria Económica, un Estudio específico de su impacto en la Unidad del Mercado Español, con lo que al menos los proponentes tendrían que explicitar los costes de la norma y cabe pensar que tendría un cierto efecto disuasorio sobre esa voracidad regulatoria. Sería igualmente deseable rescatar del olvido en una subdirección general la Agencia de Evaluación de Políticas Públicas y convertirla en una auténtica agencia con todas las garantías al uso de independencia y transparencia para realizar un control ex post de la calidad de las normas, con competencias específicas también sobre las normas autonómicas; promover un gran Pacto de Estado en materia de simplificación administrativa y mejora de la regulación que apruebe un Plan Nacional y cree una Comisión Nacional encargada de aplicarlo; y asumir formalmente el compromiso de que cualquier nueva pieza legislativa o regulatoria ha de derogar explícitamente al menos una norma anterior, lo que llaman en el Reino Unido “one in, at least one out” . Hacer ese compromiso extensible a todas las Comunidades Autónomas sería una condición necesaria de efectividad.

IV. CONCLUSIÓN

He intentado hacer y explicar un diagnóstico realista de la recesión económica que no es una crisis distante ni distinta como sigue pensando el Gobierno, sino una crisis tradicional de la economía española, que siempre ha encontrado en la restricción externa su factor limitador, que se complica por la imposibilidad de utilizar las herramientas clásicas, el tipo de cambio y los tipos de interés. Es una crisis de competitividad por agotamiento de los factores expansivos que han explicado el largo período de prosperidad, producto de años de complacencia y parálisis reformadora y que además ha coincidido con una economía internacional en cambio profundo por la aparición de pujantes economías emergentes, trastocada por un cambio permanente en los precios relativos de la energía y asolada por una crisis financiera muy profunda. Pero el problema es interno. Como ya se ha dicho, España ha dejado de ser sujeto de crédito, y recuperar la credibilidad exige algo más que tímidas medidas de impulso de la demanda efectiva que sólo aspiran a ganar tiempo hasta que otros resuelvan su problema.

Se han expuesto unas cuantas propuestas que se enmarcan en un nuevo programa liberalizador de la economía española para adaptarla a la nueva realidad. Medidas que no aspiran a ser aceptadas como acto de fe sino sencillamente contribuir al necesario debate pendiente sobre cómo atajar la crisis económica que se nos ha venido encima con especial virulencia por dejación, complacencia y oportunismo político. Propuestas que aspiran a elevar el debate económico y a superar esa sensación de improvisación, ocurrencia y populismo a la que nos hemos acostumbrado. Propuestas por último que aspiran a compatibilizar las necesidades del corto plazo, de la política de estabilización, con medidas de largo plazo que mejoren la productividad y competitividad de la economía española para permitir que la larga etapa de prosperidad de la que hemos disfrutando no sea una vez más, desagraciadamente, un mero paréntesis en la historia de España.

Fernando Fernández Méndez de Andés, economista, Rector de la Universidad Antonio de Nebrija

NOTAS

  • [ 1 ]

    El PIB creció el 0,3% en tasa intertrimestral en el segundo trimestre de este año, las últimas proyecciones de la Unión Europea hablan abiertamente de recesión en el segundo semestre y Funcas, uno de los principales centros de previsión y coyuntura del país, prevé un crecimiento negativo del 0,5% para el año 2009.

  • [ 2 ]

    La tasa de inflación llegó a dispararse hasta el 5,3% en julio, tasas que no se veían en décadas, y aunque haya descendido al 4,9% en agosto, la inflación subyacente, la que descuenta el efecto de los factores más volátiles como alimentos perecederos o energía, siguió creciendo hasta el 3,7%.

  • [ 3 ]

    Olivier Blanchard , declaraciones a la prensa española, 7 de febrero de 2007, “Pero el boom del gasto no dura eternamente. Quizás porque el optimismo desaparece, como en el caso de Portugal, o porque pincha el boom inmobiliario, como quizás ocurra en España. A partir de aquí, la situación se vuelve repentinamente sombría. La competitividad decreciente conduce a una menor demanda extranjera. Mientras tanto, la demanda doméstica ya no está ahí para sostener la capacidad productiva de la economía. Hay entonces una gran tentación de usar la política fiscal para ayudar a estimular las demandas interior y exterior. Pero ésta no es la solución, y no puede durar para siempre. Lo que se necesita es un aumento de competitividad”.

  • [ 4 ]

    “Que no falte el cava”, Revista de Libros , Nº 111, marzo 2006, Págs. 11-14.

  • [ 5 ]

    Mauricio Rojas , Reinventar el Estado de Bienestar, la experiencia sueca , Fundación FAES, febrero 2008. Muestra el poder de la competencia y la experimentación para mejorar la calidad y la libertad de elección y disminuir el coste de la provisión de servicios públicos esenciales en un país de larga tradición socialdemócrata donde la quiebra fiscal obligó a replantearse muchos mitos históricos.

  • [ 6 ]

    Expresión utilizada por primera vez por el Servicio de Estudios de la Caixa y que ha hecho fortuna para referirse a la necesaria transformación de la economía española.

  • [ 7 ]

    Véase como referencia máxima el Informe Doing Business in 2008 del Banco Mundial, en el que España retrocede varios puestos respecto a ediciones anteriores.

  • [ 8 ]

    Patricio Pérez y David Cantarero , “Descentralización fiscal y crecimiento económico en la regiones españolas”, Instituto de Estudios Fiscales , P.T.Nº 5, 2006.

  • [ 9 ]

    Ahmad, Brosio and Tanzi. , Local Services Provision in Selected OECD countries: do decentralized operations work better?, IMF, WP/08/67

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