Trama & TEXTURAS

Un sitio especial

por Tom Maschler

Trama & TEXTURAS nº 8, Mayo 2009

En el mundo de las editoriales suele admitirse que desde finales de los sesenta hasta principios de los ochenta Cape fue la casa editorial más importante de Inglaterra. Contábamos con los mejores autores, hacíamos las mejores promociones y teníamos la mejor producción. Éramos tan buenos que Anthony Blond, un modesto editor independiente, llegó a decir en una conferencia que en vez de contratar un empleado para la producción, se limitaba a enviar al impresor un libro de Cape diciendo: «Házlo así».

Formábamos un equipo único y tanto para los autores como para el personal de la casa pertenecer a Cape era un lujo. Ocupábamos un edificio en Bedford Square, una de las plazas más bonitas de Inglaterra. Cada vez que se abría aquella puerta del número 30 nos invadía una sensación anticipada de felicidad. Era tan estimulante que los días se nos hacían cortos. Todos los empleados, de cualquier nivel, trabajaban horas y horas sin darse cuenta y sin que nadie lo impusiera. Aunque algunos me consideraban su superior, y debo confesar que en ciertas ocasiones atemorizaba a la gente, todos me tuteaban. Yo trabajaba a un ritmo tal que no tenía tiempo para leer ni un solo manuscrito en el despacho; era una tarea que dejaba para la noche, en casa, o para los fines de semana. Años después tuve que pedir perdón a mis hijos por haber sido un padre inaccesible.

Durante los siete primeros años en Cape fui el responsable absoluto de la contratación de libros. Salvo en el caso de la obra nueva de los autores tradicionales de la editorial (que eran los menos), todos los libros que publicamos fueron adquisición mía. Llegó un momento en que tuve que emplear a un director editorial. Mi primera elección fue Ed Victor, que por entonces trabajaba para Weidenfeld & Nicolson. Era un joven estadounidense con estudios universitarios, sociable y muy inteligente. Estuvo con nosotros varios años hasta que su mujer, Micheline, le convenció de que yo era un «cerdo capitalista» y nos dejó para fundar una revista alternativa con Richard Neville. Posteriormente dejó a Micheline y se convirtió en uno de los agentes literarios con mayor éxito y dinero de Inglaterra.

No fue fácil sustituirle. Elegí a un agente literario llamado David Machin, con el que no me entendí mal, y ni él ni yo tuvimos la culpa de que la «chispa» se apagara. Costó varias comidas y muchas semanas convencer a Liz Calder de que dejara Gollancz para unirse a nosotros. Su llegada me encantó, porque era sin la menor duda una de las mejores directoras editoriales de Londres. Trabajamos juntos hasta que la invitaron a ser miembro fundador de Bloomsbury. Ante una oferta tan irresistible, la perdimos.

Antes de contratar a nuestro primer director literario empleé a varios lectores a tiempo parcial. Más de una vez advertí que la tarea apasionaba a las mujeres de mis amigos, que además lo hacían muy bien. Entre ellas puedo citar a Claire Tomalin, casada con mi amigo Nick Tomalin, al que mataron en los Altos del Golán, y a Jane Miller, la mujer de Karl Miller.

Me sentí orgulloso el día en que Patsy, nuestra maravillosa recepcionista, dijo que captaba mi presencia en el edificio aunque no me hubiera visto entrar. Hacia el final de la jornada merodeaba un poco por los despachos, donde siempre me encontraba con uno o dos autores que se habían dejado caer para tomar un té y, con menor frecuencia, una copa. Graham Greene y yo éramos los adelantados. Muchos días llegábamos los primeros (de 8 a 9 de la mañana) y nos íbamos los últimos (de 7 a 8 de la tarde). Era un placer que todos depositáramos la misma pasión y el mismo compromiso en el trabajo. El único lujo que me permití en la oficina fue contratar un profesor de yoga, aunque compartía las clases con todo el que lo deseaba, de modo que acabamos siendo unos veinte, todos mejores que yo, y cada cual pagaba su parte, que era una cifra mínima. Parecíamos una familia feliz.

En aquella época se creó el Premio Allen Lane, que concedía al mejor editor un pesado objeto de bronce de unos cincuenta centímetros. Distinguía la excelencia en todos los órdenes. El primer año lo ganamos; el segundo, no; pero el tercero y el cuarto lo volvimos a ganar. Luego se abandonó.

Comprendo que la afirmación es extravagante, pero dudo mucho de que durante mis treinta años en Cape invirtiera más de una hora a la semana en hacer algo que no me gustara. Fue una suerte que Graham asumiera sin protestas todas las tareas difíciles (para mí): finanzas, jubilaciones, departamento de ventas, seguros, departamento de producción y, lo más exigente de todo, libelos. Esto aparte, a Graham le encantaba ser director o presidente de otros consejos: director de Greene King, la compañía cervecera familiar, presidente de la Asociación de Editores y presidente del Museo Británico. Por mi parte, con la excepción de la Asociación de Editores Jóvenes, en mis tiempos de principiante, jamás en mis cuarenta años de oficio me senté en un comité. Invertí todas mis energías en la edición y la promoción dentro de la editorial. Nuestras reuniones de ventas eran un acontecimiento promocional sin parangón en otras editoriales. Me parecía esencial que la presentación del libro corriera a cargo de los que se habían ocupado de él con mayor pasión, es decir los lectores, los editores y yo, no los comerciales. Estoy convencido de que la editorial es la responsable del éxito de un libro, porque el entusiasmo que la obra ha producido dentro de la casa se contagia al mundo exterior. Antes de mi llegada, sólo el estrecho círculo de la edición asistía a las reuniones de ventas; en cambio yo invitaba a la empresa entera, incluidas todas las secretarias y todos los empleados de la recepción.

Graham y yo trabajábamos en despachos contiguos, conectados por unas enormes puertas dobles. El suyo, algo más pequeño, tenía la ventaja de dar a Bedford Square. El mío era más ancho, pero daba a la trasera del edificio. Jamás llamábamos a la puerta; cruzábamos con toda libertad de un despacho a otro para hablar casi exclusivamente de negocios. A veces le comenté algún aspecto de mi vida personal, pero él no decía casi nada de la suya. Su padre era Hugh Carlton Greene, el director general de la BBC, y su tío (hermano de Hugh) el famoso escritor Graham Greene. Su madre, Helga Greene, ejerció de agente literaria y no es un secreto para nadie que tuvo un largo amorío con uno de mis héroes, Raymond Chandler, cosa que, como es lógico, Graham nunca mencionó.

Elaine Greene, su madrastra (también agente literaria), me contó que Greene era famoso (en sentido peyorativo) por su reserva. Un ejemplo. Una vez a la semana Graham y yo comíamos con tres colegas importantes en Bertorelli's, un restaurante italiano a cinco minutos andando de nuestras respectivas oficinas. Un día en el que Graham estaba ausente, al llegar a nuestra mesa habitual nos encontramos una botella de champán metida en hielo, con una tarjeta en la que se nos invitaba a brindar por Graham y su flamante segunda esposa. Por la tarjeta nos enteramos de que en el preciso instante en que llegáramos a Bertorelli's se estarían casando. Lo que más me irritó no fue que Graham se casara sin decirme una palabra, sino que fuera con una persona que yo no había visto en mi vida. A pesar de todo, trabajamos un cuarto de siglo en absoluta armonía, confiando ciegamente el uno en el otro, apoyándonos siempre y sin interferir en el trabajo del otro. Claro está, nos consultábamos algunas decisiones importantes, pero nada más. Graham tenía el cargo de director gerente y yo el de presidente, pero lo mismo podría haber sido al revés. Él se ocupaba de los intereses cotidianos del personal; yo del interés de nuestros autores.

La gente se mataba por colarse en la fiesta que celebrábamos todos los años, considerada con gran diferencia la fiesta literaria más divertida del año. No invitábamos a la prensa porque no era nuestra intención darle bombo. Cuando nos llamaba The Times, y ocurría con frecuencia, para enviar un fotógrafo, nuestra respuesta era «lo sentimos, pero no». Invitábamos a la gente que nos gustaba (autores y algunos agentes literarios) y sólo a ellos. Era una fiesta con una cualidad especial, difícil de definir, que se debía sobre todo a los invitados, aunque yo creo que algo hacía la comida, que era «de verdad», no de catering. Siempre se celebraba a principios de diciembre, y más de un autor me preguntaba ya en octubre por la fecha exacta para estar seguro de no perdérsela.

Extracto del libro Editor, de reciente aparición en Trama editorial

Traducción de Pepa Linares de la Puerta

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