No creerá, joven, que la fortuna de Pepe De Ávila-Smith, más conocido como Pepe el Pastas y su imperio de librerías de momio fueron fruto de la meditación, de la libre empresa y de un sesudo estudio de mercado. Ni, menos aún, el desaforado amor por la lectura y la literatura. No. Verá , a veces, las causas originarias de grandes empresas humanas son tan insignificantes o, al menos, insospechadas, que se dirían concebidas por humoristas poco inspirados. Y es que, si las profundidades del alma humana son insondables, las del cerebro lo son aún más (de lo contrario, nadie volaría sobre el nido del cuco).
En concreto, el origen de la poderosa cadena Letras de almoneda no fue sino el resultado de un mal de amores. No, no sonría tan a la ligera. Ya sé que los jóvenes de hoy en día sonríen de continuo y sin motivo, pero conozco la historia de primera mano. Ya sabe, una fiesta nocturna, unas copas de más y la lengua se suelta…
Atienda y lo entenderá.
La vio junto al teatro, sentada en uno de los bancos más cercanos a la entrada. Preciosa , como siempre, con sus gafitas, su jersey sobretallado y su coleta diáfana y no muy larga. Absorta en la lectura de uno de esos mamotretos que nunca se despegaban de sus manos. Como se acercara la hora de inicio del espectáculo, cerró el libro y entró al corral. Portaba el libro ostentosamente; tan ostentosamente que, a pesar de lo rebuscado, Brooklyn Follies , de Paul Auster, pudo memorizar título y autor.
El deus ex machina de la historia fue ese amigo al que esperaba; ese amigo tan torpe que al sacar las entradas en el cajero automático había pulsado la casilla de Tío Vania , de un tal Chejov, o la madre que lo parió, en lugar de la del concierto de Luis Miguel, sin percatarse del error durante la reserva de asientos. Por esa azarosa torpeza, y no por amor a los clásicos rusos, se hallaba en tal tesitura.
Llegaron al patio de butacas al tiempo que se apagaban las luces. El telón abierto le deparó una formidable sorpresa que no consistía en el acierto en el decorado, ni el buen arranque de los actores, sino la coleta y las patillas de las gafas sentadas delante de él.
Tuvo toda la primera parte de la obra para preparar la estrategia, que empezó en el descanso con un «¿así que todavía no has leído el Brooklyn de Auster?», dicho así, como familiarizado absolutamente con el libro. «Pues no sabes lo que te estás perdiendo», remachó ante un amigo que le miraba con expresión de calamar neurótico; y concluyó al final del espectáculo con los «¡bravo, bravo!» más estentóreos de la sala. El éxito se tradujo en un inicio de conversación promovido por ella («ha sido… catártico, ¿verdad?) y una cita para el siguiente sábado.
Pepe tenía que prepararse bien. Se informó a través del Google sobre algunos de esos pájaros escritores, de quienes se podía hablar sin decir nada. Incluso ideó la guinda: le regalaría el último libro publicado por Auster, que recién salía de la imprenta. Lástima que hubiera una pega: a últimos de mes, estaba sin blanca; la asignación de papá siempre se iba en cubatas, ropa y apuestas mutuas poco después de la primera quincena de cada mes. Le podría sacar algún billete de a veinte a su mami para pasar el resto del sábado, pero lo justo; y eso contando con el adagio marxista de «¡Caramba!, la cuenta de la cena es carísima. ¡Es un escándalo!... Yo que tú no la pagaría», marcando un bello rasgo de posmodernidad antidiscriminatoria. En resumen: si quería fascinar a su dama, tendría que apañárselas sin dinero.
Ni corto ni perezoso, se dirigió a la librería más prestigiosa de la ciudad. Pequeña , amena y repleta de gente con ese vicio tan absurdo de leer. Como el gerente tuviera fama de ser algo simple, por eso de estar todo el día leyendo, lo intentó a la vieja usanza. Tomó el ejemplar de Viajes por el Scriptorium y se dirigió al mostrador.
- ¡Hombre, hombre! Mira quién está aquí. ¡Mi querido y viejo amigo! Vaya, vaya... ¿Y este negocio tan boyante es tuyo? ¡Bien, bien! ¿Y cómo están los demás?
- ¿Qué? ¿Quién?
- Pues hombre, los viejos colegas, mi querido amigo.
- Ah, los colegas.
- Claro, los viejos colegas. Qué buenos tiempos aquéllos, ¿eh?
- ¿Cuáles tiempos?
- Pues hombre, aquellos en que todos éramos uña y carne. Ibamos a toda partes juntos y todo eso.
- Ah, aquéllos.
- Sí. Qué cosa más extraordinaria encontrarnos así, ¿verdad? Bien. El caso es que he visto este ejemplar y quería llevármelo…
- Te lo recomiendo absolutamente.
- … pero al cambiar de chaqueta esta mañana me he dejado la cartera en la otra, en casa.
- Esas cosas pasan. Y son muy molestas, desde luego.
- Pero se me ha ocurrido que podría llevármelo ahora, acercarme a casa de un voleo y volver con la cartera llena antes de que cerréis. ¿No te parece? No ya por los buenos tiempos, sino…
- Adiós, viejo amigo.
- ¿Cómo?
- He dicho adiós. Vete, amigo mío. Largo de aquí. Vete.
- Pero…
- Y saluda a los viejos colegas de mi parte.
El librero sería simple, pero no tanto como muchos de sus amigos.
El caso es que el día de la ansiada cita llegó, y la posibilidad de conseguir un regalo épatant se había evaporado. Pero nuestro hombre no es de los que se entregan fácilmente, y actuó a la desesperada. Horas antes de la cita entró en la sección de libros de El Corte Inglés ; buscó los Viajes (como diría él), pero, zancadillas del destino, se había agotado. Huroneó por las estanterías sin poder decidirse entre los títulos anteriores del neoyorquino o los de otro autor. ¿Pero cuál? Sabía de libros lo mismo que un siberiano de bikinis.
La lipotimia sufrida por una señora, a cuyo reme dio se entregaron tanto el personal de la tienda como el guardia de seguridad, actuó de catalizador. Tomó un ejemplar de una de las montañas de promoción cercanas a la salida y batió (sin convalidación) el récord de los cuatrocientos lisos en salida de grandes almacenes bajo el incordiante sonido de la alarma.
Lo había conseguido. Lástima que no tuviera mucho tiempo para contrastar el objeto del botín y su autor; pero el título le sonaba mucho y parecía muy d'avant-garde . La belleza del fin justificaba tan indigno medio. Valía la pena arriesgarse. Pronto tuvo motivos para cambiar de opinión.
No existe una palabra con suficiente contenido para expresar cómo le puso —y se puso— la inveterada Cleopatra cuando su pretendiente le ofreció, muy serio y determinado, un volumen de La fortaleza digital , de Dan Brown. Ese momento fue el alfa y omega de uno de esos grandes amores que se presentan sólo una vez en la vida.
Pero la firmeza ante la adversidad tiene su premio. Al día siguiente intentó revender esa su causa de desdicha en un mercadillo para, al menos, sacar un cubata en claro de tantos afanes. Y se llevó una nueva sorpresa: se lo quitaron de las manos. Además, supo por boca de su cliente que eso era algo normal; existía un mercado paralelo de libros para románticas y excéntricos al margen de las librerías (las cuales, paradójicamente, eran las forzadas suministradoras de la materia prima). Fue entonces cuando despertó en su interior el emprendedor que llevaba tres decenios en coma inducido.
Pateó todas las librerías de la ciudad. Las clasificó. Catalogó a sus dueños y empleados. Para el trabajo de acción buscó y encontró acólitos jóvenes de ambos sexos dispuestos a correr algún riesgo a cambio de algún billete por reme sa. También se hizo con los servicios de dos instruidos lectores que se encargarían de tomar nota de pedidos y asesorar a los anteriores. Y con sobornos generosos se agenció, de entrada, un par de buenos puestos en sendos mercadillos dominicales; y, más tarde, cuando amplió mercado con un local fijo entre las protestas del gremio tradicional, el amparo de los sicarios de la disciplina urbanística. A partir de ahí todo marchó cuesta abajo.
Sus planes de acción iniciales se centraron en dos vías: una, la experimentada por él mismo, es decir, el toma-el-libro-y-corre, que utilizaban en librerías pequeñas; y otra, más sofisticada, en la que los saqueadores acudían a establecimientos grandes y supermercados con forros especiales de papel de aluminio bajo abrigos y chaquetas, en los que insertaban tapas duras, rústicas, bolsillo, desplegables infantiles y lo que fuere menester, para no ser detectados por los sensores a la salida. La sofisticación llegó al punto de utilizar un desactivador de sensores, pero como fallaba en un porcentaje nada desdeñable se abandonó.
Los golpes más espectaculares, sin embargo, vinieron, ley de vida, de parte de las féminas que Pepe incluyó en nómina. Cuando el dependiente o patrón eran del tipo verriondo, una de ellas se le acercaba, armada con escote impetuoso y minifalda voraz, para admirar los vastos conocimientos literarios y bibliográficos de la víctima, mientras uno o dos cofrades atiborraban bolsas con las obras completas de Freud o varias docenas de Códigos Da Vinci. A veces, la devastación era completa cuando una cuadrilla de chicas bien y suficientemente vestidas mariposeaba por el establecimiento curioseando, preguntando e incluso alborotando, mientras otras, más recatadas y de aspecto más intelectualizado daban cuenta de todo Bukowski y parte de McEwan. Quizá por eso se comprende que los establecimientos regidos o atendidos total o mayoritariamente por mujeres eran los menos afectados por el holding del Pastas .
Ni siquiera las bibliotecas, públicas o privadas, escaparon a su vis atractiva : intachables bibliotecarios pusieron en sus manos centenares de clásicos y bestsellers codiciados por lectores de toda índole, recibiendo a cambio la correspondiente gratificación.
Por tanto, no crea que el día de mañana los nietos se arremolinarán en torno a las rodillas de sus abuelas rogándolas: «abuelita, abuelita, cuéntanos otra vez cómo el gran Pepe Smith acercó al Pueblo el imperio de las letras y conquistó el reino de los libros usados pero nuevos».
La realidad siempre es más dura, pero no necesariamente más inexcusable.