RESUMEN
En este artículo la autora analiza el primer año del Gobierno de Luiz Inácio Lula da Silva y destaca la importancia de este Gobierno para el proceso de consolidación democrática en Brasil. La contradicción entre el mantenimiento de una política económica ortodoxa y las expectativas de generar condiciones de desarrollo e inclusión social han marcado el primer año de gobierno, subordinando todas las políticas públicas a la lógica del control inflacionario, el pago de la deuda pública y el aumento de la credibilidad en el mercado internacional. La realidad de esta política macroeconómica y el coste impuesto a la sociedad brasileña ponen de manifiesto las discrepancias entre la economía financiera y la economía real. Las políticas públicas del Gobierno Lula han estado marcadas por las restricciones económicas y por los conflictos entre las diferentes fuerzas que componen la coalición gubernamental. El Gobierno introdujo mecanismos innovadores con la creación de diversos canales de participación y concertación social. En 2004, el Gobierno tendrá que hacer frente a los desafíos que supone pasar de una política monetarista a una política de desarrollo y de distribución de la renta.
Palabras clave: Brasil, política económica, política social, alianzas, acuerdos sociales
ELECCIÓN DE LULA: LA CONSOLIDACIÓN DE LA DEMOCRACIA
El presidente Lula fue elegido en 2002 por una amplia coalición, que sumó a los votos tradicionales de la izquierda los de otros sectores descontentos con el modelo político liberal, en los que se incluyen empresarios industriales y clase media. Con el lema “La esperanza ha triunfado sobre el miedo”, el nuevo Gobierno tomó posesión y prometió cambios con seguridad, demostrando la madurez política del líder sindical que organizó la resistencia de los obreros frente a los gobiernos militares y fundó el Partido de los Trabajadores (PT). A escala internacional, la victoria de un Gobierno de izquierdas en Brasil representó la posibilidad de construir una alternativa a la globalización subordinada a los intereses de la especulación financiera.
Esta elección cerró definitivamente un largo ciclo de transición y de consolidación democrática, que se inició con el fin de los gobiernos militares en los años ochenta, en el marco de la promulgación de la Constitución Federal de 1988. Debido a las características de la transición brasileña hacia la democracia, definida por O'Donnell en 1988 como prototipo del modelo de transición pactada, las elites políticas tradicionales, vinculadas al Gobierno militar, pudieron controlar la agenda y el ritmo del proceso de transición a la democracia; aceptaron la incorporación de nuevos actores políticos, como los movimientos sociales, los partidos proscritos por la dictadura y los exiliados retornados, sin por ello perder el control del proceso político institucional.
En el marco de la redemocratización, la Constitución de 1988 fue el reflejo del momento vivido por el país. Si bien existía consenso en cuanto a la necesidad de instaurar un régimen democrático, no ocurría lo mismo en cuanto al modelo económico y al proyecto nacional. La democracia se definió, por tanto, por su contenido social y el Estado por su compromiso con el desarrollo nacional, reflejando los compromisos de cara al futuro, con el lanzamiento de los elementos generadores de una democracia deliberativa, pero manteniendo las influencias del pasado nacional-desarrollista. Dicho de otro modo, junto a un modelo institucional extremadamente innovador en lo político y en lo social, las relaciones del Estado con la economía remitían al pasado intervencionista, e ignoraban el contexto internacional de globalización y de predominio de la ideología liberal.
La aparición simultánea de democracias constitucionales, en las que hubo una explosión de las reivindicaciones sociales reprimidas, y de una crisis económica generada por el agotamiento del modelo de industrialización sustitutiva y la subordinación de las economías periféricas a un modelo de acumulación financiera global, generó sucesivas crisis de gobernabilidad en toda la región latinoamericana a partir de los años noventa (Fleury, 2003).
Las transformaciones económicas derivadas del agotamiento del modelo de industrialización sustitutiva se asocian a la necesidad de liberalización de la economía, reducción del intervencionismo estatal, interrupción de la espiral inflacionaria, reducción de impuestos y del déficit fiscal, aumento de la productividad de la economía, como condiciones para la integración de las economías regionales en una economía globalizada.
Las limitaciones impuestas por la nueva coyuntura económica ya no podían superarse por medio de los recursos tradicionales de huida hacia delante (Fiori, 1995), mediante la emisión de moneda y el endeudamiento externo, que llevaron al Estado a la pérdida de los mecanismos habituales de resolución de conflictos, mediante políticas populistas para los trabajadores y de subvenciones para los empresarios, materializando el pacto corporativo.
La incapacidad de responder a las reivindicaciones políticas y sociales, resultantes del proceso por el cual la sociedad se vuelve cada vez más compleja con la aparición de nuevos actores, ajenos al pacto corporativo que prevalece, agudiza las crisis de gobernabilidad en un contexto democrático, y requiriere nuevos acuerdos políticos y una nueva configuración institucional. Además, existe la dificultad de los actores políticos tradicionales –elites económicas, tecnoburocracia, organizaciones empresariales, partidos políticos– para adaptarse a la nueva situación, en la que los intereses sociales ya no se constituyen en el interior del Estado, lo que exige su previa confrontación en la sociedad, en un contexto en el que predomina la lógica del mercado y de una economía globalizada.
Sin embargo, Brasil consiguió atravesar este difícil proceso de transición en un contexto recesivo, sin convulsiones políticas e institucionales. Con quince años de vigencia, la Constitución Federal de 1988 ya ha sido objeto de cuarenta enmiendas constitucionales, que han pretendido adecuarla a un nuevo modelo económico que permita la privatización, la reducción de las funciones del Estado y la reforma de los sectores sociales. Por otra parte, los elementos innovadores introducidos por la Constitución se han mantenido y han dado lugar a un intenso proceso de descentralización y de cogestión, con la participación de la sociedad civil organizada en la formulación y aplicación de políticas sociales, medioambientales y culturales.
Los movimientos de oposición a la dictadura de los años setenta –sindicatos, intelectuales, movimientos sociales– se organizaron en los años ochenta para luchar por una nueva configuración institucional democrática, y empezaron a participar en la gestión pública en los años noventa. Ésta fue la trayectoria de muchos actores políticos, incluido también el Partido de los Trabajadores, que surgió como parte de la movilización sindical para constituirse como un partido de oposición y que, posteriormente, gestionó varios ayuntamientos, entre los cuales Porto Alegre se convirtió en un símbolo de innovación social en la construcción de una nueva configuración institucional democrática.
Como candidato del Partido de los Trabajadores a las elecciones presidenciales, Lula fue derrotado tres veces sucesivas, antes de ser elegido en 2002. Durante este período Brasil se embarcó en una estrategia política liberal, iniciada por el Gobierno Collor y consolidada en los dos mandatos de Fernando Henrique Cardoso, con la promesa de romper con el pasado e incorporar a Brasil a la nueva economía global.
El Gobierno Lula recibió de sus antecesores un amargo legado económico, con una economía que crecía cerca de un 1% anual, e incapaz, por tanto, de crear empleos para la nueva generación de trabajadores. El aumento del desempleo y de la desestructuración del mercado laboral, el crecimiento exponencial de la deuda en porcentaje del PIB, la destrucción del aparato estatal desarrollista por medio de la privatización de los activos públicos, la incapacidad de desarrollar mecanismos de regulación, fueron elementos heredados de la política liberal. Incluso la inversión social realizada, que permitió mejorar los indicadores sociales, no consiguió reducir la concentración de la renta, un hecho que ha generado una explosión sin precedentes de violencia urbana.
La victoria de Lula sólo puede explicarse como resultado de la política liberal aplicada por el Gobierno anterior de Fernando Henrique Cardoso que, durante ocho años, provocó la destrucción simultánea de los canales de representación de la burguesía y de los trabajadores. La construcción de un proyecto de poder alternativo se inició en el marco de la crisis de hegemonía del modelo liberal vigente en la década de los noventa.
La elección de Lula supone un profundo cambio en la sociedad brasileña. Expresa, por una parte, el descontento del sector productivo, subordinado a un modelo económico en el que la especulación financiera, la ausencia de un proyecto de desarrollo nacional, la preponderancia de la política económica monetarista y la ausencia de planificación estatal y de instrumentos para incentivar la producción, hacen cada vez más difícil su integración competitiva en la economía global. Para los trabajadores organizados y representados en las centrales sindicales, esta política supuso el progresivo aumento del desempleo y el riesgo de pérdida de derechos laborales frente a las amenazas de flexibilización de las relaciones laborales. Ambos actores, empresarios y sindicatos, que protagonizaron el pacto corporativo vieron cómo sus canales de representación desaparecían progresivamente y asistieron a la subordinación de la acción estatal a una nueva elite procedente del capital financiero nacional e internacional.
Por otra parte, los movimientos sociales, religiosos y las organizaciones no gubernamentales que defienden a los sectores de población excluidos –negros, indios, habitantes de las favelas, los sin tierra, etc.– denuncian la recesión económica y la focalización de las políticas sociales por ser incapaces de reducir los niveles de desigualdad en la distribución de la renta y de hacer frente al problema estructural de la exclusión social.
La elección de Lula supondría, por lo tanto, la posibilidad de aunar los intereses del capital productivo y del sindicalismo en torno a un proyecto de desarrollo nacional autónomo y sostenible; se modificaría la actual correlación de fuerzas y se reduciría, de este modo, el margen de maniobra del capital financiero y su devastadora voracidad de la economía nacional, así como la situación del alineamiento incondicional con los intereses hegemónicos de Estados Unidos en la región.
El Partido de los Trabajadores también se había transformado a lo largo de este período: había pasado de ser un partido de oposición y contestación a convertirse, a la vez, en un influyente partido en el Parlamento y en un partido que gobernaba en importantes municipios del país. La experiencia en las negociaciones en el Congreso y la necesidad de crear condiciones de gobernabilidad local hicieron que el partido madurase y modificara su estrategia y táctica políticas. Enraizado en las tradiciones socialista y socialdemócrata, el PT empezó a revisar su tradicional aversión a las alianzas políticas, y se basó en la necesidad de asegurar condiciones de gobernabilidad para los gobiernos locales conquistados por el partido. Del mismo modo, considera que ya no existe un paradigma de transición, basado en sus antiguas teorías, que oriente a un partido de izquierdas moderno para establecer, en la actual coyuntura, las condiciones de creación de instituciones sociales, políticas y económicas que permitan proyectar la reducción drástica de las desigualdades. Según el ministro Tarso Genro, el PT debe incorporar la divergencia y cohesionar a las fuerzas políticas, dispersas en varios partidos, que puedan
apoyar la construcción de un nuevo espacio hegemónico. Entre los elementos capaces
de unificar estos sectores cabe destacar los siguientes: “romper con la visión tradicional de la ortodoxia monetarista en relación con el crecimiento económico; recuperar el carácter constitutivo de la acción política, que es siempre contraria a cualquier economicismo neoliberal; crear nuevas estructuras de control público del Estado, de forma cada vez más responsable, para revalorizar las instituciones republicanas, no para disolverlas; una política de desarrollo que incluya la distribución de la renta; un acuerdo que suponga el fin, desde el punto de vista económico-financiero, de la era del imperialismo y el paso a una dominación más compleja y dura; que es necesaria, en el ámbito exterior, una integración cooperativa independiente, soberana, que deje de basarse en aquella visión de ruptura con el sistema capitalista mundial. Si se parte de estas premisas, considero que es posible componer un nuevo espacio hegemónico, un nuevo bloque hegemónico, una nueva elite dirigente” (Genro, 2004).
Durante la campaña electoral, Lula procuró negociar con todas las fuerzas políticas representativas del país, e intentó convencerlas de que cumpliría los acuerdos y garantizaría la estabilidad macroeconómica, a la vez que intentaba comprometer a los líderes económicos y convencerlos de la necesidad de constituir una coalición que hiciera viable la reactivación del desarrollo sostenible. En manos de hábiles profesionales del marketing político, la campaña recurrió predominantemente a banderas blancas, en contraste con las tradicionales banderas rojas de las anteriores campañas del PT [ 1 ] , asociadas por la población a los comunistas. El proceso de “emblanquecimiento” también modificó la figura del candidato, que empezó a aparecer con trajes de marcas conocidas y sin el aspecto de “barbudo revolucionario” que tanto asustó a la población en las elecciones anteriores. Finalmente, la sociedad brasileña parece haber aceptado esta nueva imagen del candidato, y ha modificado el tradicional rechazo que los pobres tienen a votar a alguien semejante a ellos. Lula ya no parecía ser un simple trabajador, pero además la cultura política también había cambiado y la población empezó a sentirse orgullosa de alguien con quien se identificaba.
En la segunda vuelta de las elecciones, y con el objetivo de crear condiciones de gobernabilidad, se constituyó una amplia coalición liderada por los dirigentes del Partido de los Trabajadores, con una composición diversificada, que incluía a partidos de centro en la plataforma de apoyo al Gobierno, lo que acabó reflejándose en una contradictoria composición del gabinete de Lula. En este sentido, la frase de Frei Beto, asesor del presidente, al afirmar que el PT había llegado al Gobierno pero no al poder, resulta lapidaria.
Aun así, la especulación financiera se hizo sentir inmediatamente después de la elección, y provocó una sensación de pérdida de control de la estabilización económica generada, a un alto coste, por el Gobierno anterior, pero que, al final, acabaría por hacer que la economía fuese totalmente vulnerable. A pesar de que Lula se presentó como un candidato responsable, que respetaría los acuerdos firmados y mantendría la estabilidad financiera, la especulación financiera que siguió a su victoria hizo que el dólar se disparase y que la valoración internacional del riesgo de invertir en Brasil subiese vertiginosamente.
Con la elección de Lula, Brasil dió pruebas de la madurez de sus instituciones democráticas, pero también demostró la vulnerabilidad de su economía ante los ataques especulativos, un hecho que, si no se controlaba, podría comprometer el proceso de consolidación de la propia democracia.
LAS POLÍTICAS PÚBLICAS: ESTABILIDAD FRENTE A CRECIMIENTO Y REDISTRIBUCIÓN
La opción por una política económica ortodoxa, que daba continuidad a la asumida por el Gobierno anterior en consonancia con los objetivos acordados con el FMI, se adoptó con vistas a estabilizar la economía y restaurar la credibilidad amenazada en el mercado financiero internacional.
Nada más tomar posesión, el Gobierno aumentó el superávit primario acordado con el FMI del 3,37% al 4,25% del PIB y subió la tasa de interés del 25% al 26,5% ante la amenaza de un retorno de la inflación; esta última medida provocó el aumento de la deuda neta consolidada del sector público. Estas mismas medidas habían sido aplicadas de forma sistemática, aunque menos drástica, por el Gobierno anterior, de manera que de diciembre de 1998 a junio de 2003, a pesar de que Brasil había cumplido los objetivos y compromisos acordados con los acreedores, la deuda pública había crecido un 127%.
Al no poder recurrir, como hiciera el Gobierno anterior, al aumento de la carga tributaria –que había pasado del 28% al 36% del PIB entre 1995 y 2002–, fue necesario proceder a un drástico recorte del gasto público y paralizar las acciones del Gobierno federal en todas las políticas públicas. Algunas de las propuestas del PT para reducir la desigualdad tributaria se abandonaron en función de una visión más pragmática para resolver el problema de caja del Gobierno; se mantuvieron las cuotas de la contribución sobre los movimientos financieros, un impuesto considerado como regresivo, y se congelaron los tramos del impuesto sobre la renta, con cuotas muy elevadas para la clase media baja y sin actualización inflacionaria de los límites de deducciones y exención.
La promoción del ajuste fiscal mediante el recorte del gasto público resultó decisivo para, en el plazo de un año, alterar las expectativas de futuro de la economía brasileña. A finales de 2002, muchos consideraban inevitable la ruina de la economía, mientras que, a finales de 2003, los indicadores económicos mostraban el espectacular fortalecimiento del real frente al dólar, la revalorización récord de la bolsa de valores y la caída de 430 puntos del riesgo Brasil, que había alcanzado los 2.500 puntos al inicio del Gobierno del PT, y la caída de la inflación del 12,5% en 2002 al 9,3% en 2003. Con mayor control y credibilidad, el Gobierno bajó, progresivamente, la tasa de interés nominal al 16,5% anual.
El nuevo Gobierno contó además con un elemento favorable: el aumento de las exportaciones, en particular debido a la excelente cosecha de productos agrícolas, cuya producción de grano creció un 26,5% en 2003, lo que generó un excedente de 25.000 millones de dólares en los intercambios comerciales, aumentando las reservas internacionales y reduciendo, de este modo, la vulnerabilidad de la economía nacional. Al contrario de lo que se esperaba, sin embargo, la inversión productiva directa de capital extranjero se quedó muy por debajo de los niveles de mediados de la década de los noventa, cuando empezó a caer de forma consistente, sin llegar a alcanzar los 10.000 millones de dólares.
A pesar de que el peso de la deuda pública había aumentado hasta el 9,49% del PIB, la deuda neta del sector público registró un aumento del 1,21%, como consecuencia de los elevados tipos de interés en este primer año de gobierno. Si en 2002 la deuda neta del sector público representaba el 55,5% del PIB, en 2003, a pesar de todo el esfuerzo por pagar el peso de la deuda, ésta había aumentado al 58,2% del PIB. Sin embargo, la dirección nacional del PT consideró que, a pesar de este aumento, el Gobierno avanzaba en la dirección de controlar la deuda pública, reducía el porcentaje de la deuda en dólares, alargaba su perfil y disminuía su coste (Directorio Nacional, PT, 2003).
Al mismo tiempo que el equipo económico del Gobierno presentaba resultados macroeconómicos alentadores, y recibía los elogios de las agencias internacionales por haber controlado la inminente crisis, la sensación de la población era que la economía seguía en crisis, ya que las consecuencias de la política recesiva habían sido devastadoras. La tasa media de desempleo oficial que era del 7,2% en 2002, llegó al 12,9% en 2003, mientras que el rendimiento medio del personal ocupado caía un 9% a lo largo de ese año. El aumento del 3,5% de los puestos de trabajo en 2003 se debió, en su mayoría, a puestos de trabajo precarios y de baja remuneración, es decir en el mercado informal. Otro dato alarmante fue el aumento del 76%, en relación con el año anterior, del trabajo infantil.
El aumento de empleos precarios, que se expresa en los indicadores de crecimiento del número de subempleados (del 9% al 12% con una renta inferior a un salario mínimo) y subocupados (del 3,8% al 4,9% del total de los trabajadores) impidió la expansión industrial y mantuvo la parte de la renta en el PIB como la más baja desde 1990.
¿Qué es lo que hace posible la incompatibilidad entre los datos macroeconómicos y la economía real, es decir aquélla que afecta a la vida de la población? La explicación posible de esta incoherencia en la lectura de la economía es el hecho de que los indicadores macroeconómicos miden variables de interés inmediato para los que obtienen rendimientos del capital, en el interior y en el exterior, sin afectar, sin embargo, a los intereses de la población.
El rigor fiscal impuesto al sector público llevó al Gobierno a invertir sólo un 46% de lo previsto en los presupuestos de 2003, un esfuerzo que se justificó por el estado de quiebra de las finanzas públicas heredado del Gobierno anterior, pero que paralizó al actual Gobierno y a la economía. Un ámbito considerado crítico por el Gobierno fue la cuestión urbana, debido a la velocidad con que Brasil había vivido la transición de un país rural a una sociedad urbana, cuya población se encuentra altamente concentrada en menos de una decena de megalópolis. En ausencia de políticas urbanas y de vivienda durante más de 30 años, el país se “favelizó” y generó condiciones de vivienda precarias y baja calidad de vida de los habitantes de estas favelas. Actualmente, la explosión de la violencia urbana es resultado de todo ese proceso descoordinado de urbanización y exclusión.
Para hacer frente a ese problema, el Gobierno Lula creó el Ministerio de las Ciudades pero, ante las restricciones presupuestarias, este ministerio vio sus recursos inmediatamente reducidos de un total de 2.200 millones de reales a tan sólo 414 millones, hecho que hizo inviable el proyecto de regularización territorial de las favelas.
Otras áreas críticas, como la de seguridad y el turismo, también se vieron perjudicadas por el recorte de recursos presupuestarios. Sin embargo, en todas ellas, equipos técnicos de alto nivel se han esforzado por formular políticas más adecuadas para hacer frente a los actuales desafíos.
La recesión provocada en la economía por el mantenimiento de unas tasas de interés extremadamente altas y la ausencia de financiación pública ha sido una constante durante el primer año de este Gobierno. La leve recuperación del crecimiento industrial en el último trimestre de 2003 se debió al aumento de las exportaciones y no al consumo interno. Se espera que, con las reformas aprobadas por el Gobierno y con las medidas de crédito e inversión lanzadas recientemente, la situación de expansión de la producción industrial se mantenga en el próximo año, en un contexto internacional sin grandes turbulencias.
La aprobación de la reforma del sistema de previsión se consideró una prueba decisiva y fundamental para dar credibilidad al Gobierno del PT. La Previsión Social había experimentado una profunda reforma en el Gobierno de Cardoso, y se establecieron condiciones más restrictivas para el acceso y el valor de los beneficios de los empleados de las empresas privadas. Sin embargo, en aquel momento, se había vetado la medida que hacía extensivas estas restricciones a los funcionarios públicos, que seguían gozando de la jubilación integral y de condiciones de acceso más favorables. Rompiendo una alianza histórica del PT con los funcionarios públicos, el Gobierno Lula presentó enseguida una propuesta de reforma de la previsión para los funcionarios públicos, y se equipararon los beneficios y el acceso con los trabajadores de las empresas privadas. La reforma contó con el apoyo de la sociedad, por haber fijado un techo para los salarios y beneficios en el sector público, que acabaría con la absurda situación en la que unos pocos funcionarios acumulaban ganancias incompatibles con la realidad brasileña. Sin embargo, ignoró otras cuestiones fundamentales en este debate: no se formuló una propuesta para las carreras del Estado y se perdió la ocasión de crear mecanismos de inclusión del 60% de la fuerza laboral que, por encontrarse en el mercado informal de trabajo, queda excluida del sistema de protección social. Por consiguiente, provocó una ruptura con aliados históricos como sindicatos y funcionarios públicos, generó fisuras en su base parlamentaria de apoyo, y pasó a depender de los votos de la oposición para la aprobación de las reformas. De este modo, las propuestas de reforma de la previsión y fiscal que el Gobierno hizo al Congreso se orientaron a apoyar el ajuste fiscal y el aumento de la credibilidad internacional del Gobierno.
El proceso de negociación de estas reformas puso de manifiesto algunas de las principales virtudes y deficiencias del Gobierno. Por una parte, el Gobierno Lula fue innovador al instituir diferentes instancias de negociación de las reformas, tanto con la sociedad civil, en el Consejo de Desarrollo Económico y Social, como con los gobernadores. De este modo, dio una mayor solidez al proceso democrático, y redujo las presiones de los congresistas para negociar cargos y prebendas públicas a cambio de aprobar las reformas. Por otra parte, prisionero de la trampa de la política económica y del mercado financiero internacional, redujo la reforma de la seguridad social a un ajuste fiscal, reduciendo los gastos estatales destinados a los funcionarios públicos. Sin embargo, demostró flexibilidad a la hora de negociar con el Congreso algunas modificaciones de la propuesta de reforma de la previsión, aceptó que las medidas restrictivas se aplicaran sólo a los que se incorporaran a partir de ahora a las carreras públicas y preservó las expectativas de derechos de los actuales funcionarios.
En la reforma fiscal, la situación fue más complicada, ya que, en un contexto recesivo, con la caída de la recaudación tributaria de los estados y municipios, la negociación se hace cada vez más difícil, y los líderes regionales y locales reclaman concesiones cada vez mayores para apoyar la reforma. Finalmente, el Gobierno fue lo suficientemente hábil para dividir la reforma en etapas sucesivas, y aprovar en este primer año sólo el mantenimiento de tributos que permitían un cierto alivio de caja, y una cierta eliminación de tributación acumulada con el objetivo de exonerar la producción y aumentar la competitividad. Sin embargo, no hubo ningún esfuerzo, por parte del Gobierno, para ir más allá de estos puntos, y aprobar medidas para que la tributación fuera menos regresiva y desigual, recaudando más de los ricos y menos de la clase media.
A la vez que daba continuidad a una política macroeconómica ortodoxa, el Gobierno pretendía combinarla con políticas mesoeconómicas en dirección opuesta, buscando mecanismos que permitiesen la expansión del crédito a tipos más bajos para pequeños empresarios y microempresas, así como para consumidores de baja renta. Se espera que, a partir de 2004, haya una recuperación del consumo doméstico, como consecuencia del aumento del crédito popular, lo que debería influir positivamente en el crecimiento. Sin embargo, el crecimiento previsto del 3,5% del PIB no será suficiente para frenar el aumento del desempleo.
Cada vez más, los líderes comprometidos con un proyecto nacional de desarrollo están convencidos de que los instrumentos de reactivación de la economía, capaces de inducir el crecimiento, deberían ser el gasto y el crédito públicos, combinados con la reducción significativa de los tipos de interés y la estabilización del tipo de cambio. Los ejes en torno a los que deberían orientarse estas medidas serían los de la ampliación del superávit comercial y las inversiones públicas en infraestructura económica y social.
El Gobierno actúa de forma contradictoria en relación con este conflicto entre una política recesiva y una política desarrollista, poniendo de manifiesto las contradicciones existentes en su seno. En su plan plurianual (PPA), asume la perspectiva de fomento del crecimiento, en clara contradicción con la política puesta en práctica por el Banco Central y por Hacienda, cuyos recortes presupuestarios están amparados por el acuerdo con el FMI. El nuevo acuerdo firmado en noviembre de 2003 con el FMI y el Proyecto de Ley Presupuestaria presentado al Congreso para 2004 asumen el superávit primario del 4,25% del PIB para los próximos años. La única concesión hecha en este ámbito ha sido, en relación con la asignación de recursos en el área de saneamiento, que se situará al margen del cálculo del superávit, lo que permitirá la activación de la construcción civil y la absorción de mano de obra no especializada.
Sin embargo, no fue posible obtener un tratamiento más flexible para las inversiones de las empresas estatales, de manera que, siguiendo el ejemplo de Petrobrás, la contribución de las empresas estatales se retirara del cálculo del superávit. Prisionero de este impedimento de inversión de los recursos públicos, el Gobierno intenta aprobar una ley de Asociación Público Privada (APP), con el objetivo de estimular la inversión privada en proyectos públicos, preservando la responsabilidad fiscal, compartiendo los riesgos y prioridades en la asignación de los recursos presupuestarios para el pago de las obras.
No obstante, en ausencia de recursos para inversiones públicas, dos amenazas siguen presentes, la tentación de aumentar la carga tributaria y la búsqueda de mecanismos de flexibilización de recursos públicos, que se vincularon a las políticas sociales en la Constitución Federal de 1988. Ambos riesgos ya se han manifestado de forma más o menos explícita, y se han enfrentado a fuertes reacciones de la sociedad organizada.
No cabe duda de que este conflicto tenderá a agudizarse en el año 2004, oponiendo las diferentes tendencias existentes en el seno del Gobierno en relación con la orientación de la economía. Por una parte, la corriente ortodoxa que pretende mantener la disciplina macroeconómica, respetar los objetivos de inflación mediante el mantenimiento de elevados tipos de interés, que terminan por arrastrar al país a una recesión y aumentan la deuda pública, a pesar de cumplir los objetivos de elevados índices de superávit primario. Por otra parte, en oposición a la política puesta en práctica por el Gobierno y que se apoya en el acuerdo con el FMI, la corriente desarrollista propone una política económica cuyos dos pilares fundamentales deberían ser el control parcial de los flujos de capitales, para disuadir la entrada de capital especulativo y orientado a la inversión directa extranjera en áreas prioritarias. Además, defiende intervenciones que utilicen la capacidad de incentivar los gastos, las inversiones y los créditos públicos.
A la vez que busca la adhesión de los empresarios a este esfuerzo, el Gobierno intenta rescatar el papel del banco de inversiones (BINDES) en la financiación de proyectos estratégicos para el desarrollo. Además, se ha producido una revisión de la política energética, destinada a recuperar el papel del Ministerio de Minas y Energía en la formulación de las políticas del sector y en el establecimiento de criterios para la compra y venta de energía que garanticen la producción de la energía necesaria y a mejores precios para los consumidores. Se entiende que ambas cosas –la financiación pública y la inversión en infraestructuras– son condiciones imprescindibles para la reactivación del desarrollo y no podrían llevarse a cabo sin una dirección de la política estatal, como ocurriera a partir de las privatizaciones efectuadas por el anterior Gobierno.
Un área de gran éxito del Gobierno ha sido la política internacional, en la cual el presidente y su equipo han podido demostrar competencia y autonomía en la negociación de acuerdos regionales y comerciales favorables a los intereses nacionales y de nuestros aliados estratégicos. En un país de dimensiones continentales, aunque pacifista y de economía tradicionalmente cerrada, sorprendió la popularidad alcanzada por las cuestiones de política internacional en este año de Gobierno Lula. En el escenario internacional, Lula, al contrario de lo esperado, se proyectó como un importante líder de los países en desarrollo, e intentó organizar una coalición de las economías emergentes (G-21) para reforzar su capacidad de negociación conjunta.
En el ámbito de la política exterior, Brasil se enfrentó a la cuestión del Área de Libre Comercio de las Américas (ALCA) cuya agenda inicial favorecía los intereses de Estados Unidos en detrimento de los demás países. Con firmeza y habilidad, la diplomacia brasileña negocia acuerdos con países miembros del Mercosur, una estrategia conjunta que limita la hegemonía norteamericana en el seno del ALCA, al transferir temas polémicos a negociaciones conjuntas o multi lateral es. Sin embargo, la capacidad de dar continuidad a esta política exterior independiente dependerá, sin duda alguna, de la legitimidad del Gobierno en el ejercicio interno del poder y de la existencia de recursos capaces de hacer viable la política de alianzas con los países de América del Sur.
En el ámbito social, la actuación del Gobierno no estuvo a la altura de lo esperado, en parte como consecuencia de las restricciones presupuestarias, que redujeron el gasto social en términos porcentuales respecto al PIB, del 4,29% en 2002 al 3,81% en 2003. La principal política pública, convertida en el emblema del Gobierno Lula, fue el lanzamiento del Programa Hambre Cero, con el compromiso del presidente de que, al finalizar su gobierno, todos los brasileños estarían en condiciones de comer tres veces al día. La sinceridad y la emoción del presidente al abordar esta cuestión conmovieron a toda la nación, y se movilizaron inmediatamente recursos y solidaridad por parte de los empresarios y de otros sectores de la población.
Sin embargo, el Programa se enfrentó a innumerables dificultades en su ejecución. Debido a los acuerdos con los aliados políticos, el Programa Hambre Cero se mantuvo separado del resto de los programas asistenciales, con la consiguiente pérdida de racionalidad y eficacia. El Programa Hambre Cero recuperó al CONSEA, consejo de miembros de la sociedad civil vinculados a la cuestión de la seguridad alimentaria que se había creado como parte de la Campaña de Lucha contra el Hambre lanzada en los años noventa por el sociólogo Betinho, pero no consiguió generar una relación de apoyo y productividad entre el Consejo y la coordinación del Programa.
Innumerables dificultades de gestión retrasaron el pleno desarrollo del Programa que, sólo al final del año, consiguió consolidar todas las acciones de transferencia de renta a un único mecanismo –Bolsa Familiar– que llegó a 3,5 millones de familias en las regiones más pobres del país. La necesidad de recuperar el impulso original y dotar de una mayor eficacia y efectividad a las acciones de lucha contra la exclusión llevaron al presidente a introducir modificaciones fundamentales en este ámbito, al final de su primer año de gobierno, mediante una reforma ministerial. La unificación del Programa Hambre Cero con el resto de las acciones asistenciales en un único Ministerio de Desarrollo Social, permitirá racionalizar estas actividades. La asignación de recursos diez veces mayores al área asistencial en el presupuesto de 2004, en relación con el de 2003, y la inclusión de las periferias de las grandes ciudades como objetivo del Programa, ponen de manifiesto la intención de luchar de forma más agresiva contra los problemas de exclusión y de violencia urbana.
Sin embargo, el Gobierno tiene dificultades para obtener los recursos necesarios para hacer viable su prioridad emblemática –el Programa Hambre Cero– como consecuencia de las restricciones impuestas por la política económica. Los intentos de desviar recursos del área de la salud, constitucionalmente definidos, para destinarlos a las acciones del Programa Hambre Cero, fueron firmemente rechazados por parlamentarios, dirigentes y por el movimiento sanitario, haciendo que el Gobierno diera marcha atrás y buscase otras fuentes alternativas.
Sin embargo, este retroceso no frenó totalmente el riesgo de desvío de recursos de otras áreas sociales a los programas asistenciales, como se puso de manifiesto en la carta de intenciones del Ministerio de Hacienda al FMI, en noviembre de 2003, en la cual expresa la intención del área económica de revisar la asignación constitucional de recursos presupuestarios a las áreas de salud y educación, con el fin de flexibilizar las finanzas públicas. Detrás de todo esto se encuentra la perspectiva de volver a darle un contenido filantrópico a la política social, al margen del carácter institucional de las políticas universalistas creadas con la Constitución Federal de 1988.
En muchos momentos, se pone de manifiesto una óptica presente en determinadas áreas del Gobierno, que identifica desarrollo con crecimiento y ciudadanía con consumo, y se produce un efecto retroactivo respecto al modelo constitucional que reconoce los derechos de la ciudadanía e innova en la creación de mecanismos de cogestión de las políticas sociales. Este conflicto estará presente, sin duda, en el escenario político en 2004, ya que existen en el ámbito social movimientos sólidamente organizados de defensa del modelo institucional conquistado en la redemocratización del país.
Otras áreas de las políticas gubernamentales que han sorprendido negativamente en el primer año de Gobierno Lula han sido aquellas en las que el Partido de los Trabajadores había adquirido un firme compromiso, como la cuestión indígena, la política medioambiental y la reforma agraria. Las grandes expectativas de cambio en estas áreas, con un Gobierno del PT, se han visto frustradas en este primer año.
En el ámbito de la política indigenista, el Gobierno ha adoptado una postura que apunta hacia la omisión y la impunidad, al retrasar el reconocimiento de las tierras indígenas y someter la discusión sobre su demarcación a instancias no identificadas con los derechos de los pueblos indígenas. El Conselho Indigenista Missionário alerta sobre el aumento de la violencia contra los pueblos indígenas, en proporciones todavía mayores que con los gobiernos anteriores, con la muerte de 23 dirigentes indígenas.
También se han presentado contradicciones en el ámbito relacionado con la producción agrícola y con el medio ambiente, en relación con la liberalización o no del cultivo y comercialización de soja transgénica. Por una parte, se encuentra el Ministerio de Agricultura, cuyo titular representa los intereses del sector agroexportador, actual responsable del superávit de la balanza comercial, y por otra parte, la ministra de Medio Ambiente, figura histórica de las luchas de los movimientos sociales en este ámbito. La ministra de Medio Ambiente luchó por conseguir recuperar para su ministerio el poder de decisión en cuestiones de biotecnología, finalmente incorporadas en la Medida Provisional que el presidente sometió al Congreso. Sin embargo, el líder del Gobierno en la Cámara de los Diputados, ponente de la Medida Provisional hizo una intervención que supuso un revés a las anteriores conquistas del Ministerio de Medio Ambiente. Dicho de otro modo, el Gobierno sigue teniendo una postura poco clara en esta cuestión y el debate proseguirá en 2004, ya que las organizaciones de defensa del medio ambiente están muy movilizadas y se coordinan con parlamentarios para la formación de una fila ecológica en el Congreso. Por otra parte, existen grupos de científicos y de productores agrícolas que defienden una mayor libertad de investigación y de comercialización de transgénicos; se pone así de manifiesto la ausencia de consenso en el seno no sólo del Gobierno sino también de la sociedad.
En el ámbito de la política de reforma agraria, hasta noviembre de 2003, el Gobierno Lula no lanzó el Plan Nacional de Reforma Agraria, que establece el objetivo de asentar a 530.000 familias hasta 2006, regularizar la propiedad y titularidad de las tierras de 500.000 familias que ya las ocupan y recuperar los actuales asentamientos con el desarrollo de infraestructuras, la creación de puestos de trabajo y el aumento del crédito hipotecario. Estos objetivos son mucho más modestos que los defendidos por el Movimiento de los Sin Tierra (MST) y los que aparecen en documentos técnicos de miembros del Partido de los Trabajadores, además de que existe una enorme diferencia entre los costes previstos para estas acciones por el Gobierno y por el resto de los interesados.
Si este primer año se ha caracterizado por la continuidad en las políticas económicas, al imponer límites a la expansión de las políticas sociales, cabría preguntarse qué posibilidades hay de que se introduzca una ruptura a partir del segundo año de gobierno. Si la estrategia de dar continuidad a la política macroeconómica ortodoxa se justificó como
la única forma de evitar la muerte súbita del Gobierno, que se encontraría en condiciones de ingobernabilidad, la incapacidad de poner en práctica los cambios para los que la población le concedió el mandato sería razón suficiente para diagnosticar la muerte lenta del Gobierno, a partir de la desilusión provocada en sus electores (parodiando la terminología empleada por O'Donnell [1988] en el debate de las transiciones a la democracia).
A medida que las expectativas populares no se han cumplido, se ha registrado un aumento de la presión de los movimientos sociales, especialmente de los sectores vinculados al MST en el campo y a los sin techo, en el área urbana. El recrudecimiento de los conflictos con resultado de muerte en el campo, de las invasiones de tierras indígenas, de la violencia urbana y la violación de los derechos humanos requiere medidas inmediatas destinadas a reducir la secular desigualdad estructural en la distribución tanto de la renta como de los bienes públicos en Brasil.
A pesar de las múltiples limitaciones a las que se enfrenta el Gobierno, la población sigue valorándolo positivamente (56,6% de valoración positiva en enero, 48,3% en agosto y 41,6% en octubre de 2003; valoración regular 2,3%, 10% y 12,3% en las mismas fechas, y valoración negativa 2,3%, 10% y 12,3%, respectivamente). Los índices de aprobación del presidente Lula son todavía más favorables: el 83,6% en enero, el 76,7% en agosto y el 70,6% en octubre de 2003, lo que le sitúa como el presidente mejor valorado en su primer año de gobierno.
Este hecho no debe menospreciarse o atribuirse simplemente al magnetismo personal o a un estilo populista del presidente. Lo que se pone de manifiesto detrás de estos datos es una recuperación del imaginario nacional, la autoestima de la población y el orgullo de ser brasileño. Estas características se habían perdido en la década de los noventa, cuando el imaginario nacional de un país de futuro fue sustituyéndose por una visión de país fracasado, que debería orientarse por los valores y los modelos de los países que se habían integrado de forma positiva en la economía globalizada. La recuperación de esta identidad nacional positiva constituye, sin lugar a dudas, el mayor capital social del Gobierno Lula.
EL ESTILO DEL GOBIERNO LULA: NEGOCIACIÓN CON LOS ALIADOS, FIRMEZA CON LOS MILITANTES
La principal característica del Gobierno Lula ha sido su estilo negociador, la asunción de la conflictividad como parte del proceso democrático y la necesidad de generar consensos que hicieran viables las reformas y garantizaran su sostenibilidad. De esta forma, las principales reformas y medidas propuestas por el Gobierno han pasado por el Consejo de Desarrollo Económico y Social, antes de ser discutidas en el Congreso.
La creación del Consejo de Desarrollo Económico y Social (CDES), órgano de consulta de la Presidencia a la sociedad civil, a la vez que se constituye como canal institucionalizado de negociación de pactos entre diferentes actores sociales y el Gobierno, en relación con la agenda de las reformas, ha supuesto la mayor innovación política e institucional del Gobierno Lula. La existencia del Consejo crea la posibilidad de dar una mayor solidez a la democracia, y recuperar un modelo institucional al que la sociedad brasileña ya aspiraba y venía diseñando desde la Constitución Federal de 1988. Se trata de la única vía para garantizar la gobernabilidad democrática, que permite la constitución de pactos sociales sostenibles, que hagan posible, además de las reformas necesarias, la reconstrucción del destrozado tejido social y la configuración de una comunidad política nacional.
A diferencia de los consejos de idéntica naturaleza, típicos de la socialdemocracia europea, que se crearon con el objetivo de organizar el capitalismo al compatibilizar los intereses del capital y de los trabajadores en torno a un proyecto de crecimiento y de reparto del excedente, el CDES se presenta como una alternativa al agotamiento del pacto corporativo sobre el que se basó el ejercicio del poder, de forma concentrada y excluyente, desde la constitución del Estado brasileño moderno. Buscando la concertación de intereses entre una sociedad mucho más diversificada y compleja, con elevados niveles de desigualdad y exclusión, el CDES refleja, en su composición y estructura, esta realidad específica, la de un capitalismo excluyente que necesita gestionar una esfera pública más inclusiva, aún en un período de fuertes restricciones económicas. Sin este acuerdo, se hace inviable la pretendida gobernabilidad democrática y la sostenibilidad de un proyecto de recuperación del crecimiento nacional sobre bases no excluyentes.
El CDES se constituye como una experiencia innovadora, al institucionalizar de forma permanente el encuentro de actores políticos en una esfera pública, en la que se reúnen como iguales y son capaces de defender racionalmente sus posturas, con vistas a la convergencia respecto a metavalores democráticos y a la negociación de temas esenciales. La opción por una democracia concertada en torno a consensos estratégicos, en la que las políticas se negocien con los diferentes actores sociales involucrados en el proceso, y cuyos intereses se verían afectados, es recomendable en situaciones de gran complejidad, en la que entran en juego expectativas altas e intereses muy contradictorios, en especial en sociedades con un alto grado de fragmentación social y económica.
La capacidad de negociación del Gobierno y la búsqueda de diálogo con la sociedad civil también se pusieron de manifiesto durante el proceso de elaboración del Plan Plurianual para el período 2004-2007. Por primera vez, se convocó a la sociedad civil organizada para discutir la propuesta en los Foros Estatales de Participación, con la presencia de representantes del Gobierno, y en audiencias sectoriales llevadas a cabo por algunos ministerios. A pesar de las dificultades inherentes a este proceso innovador, se considera un avance que en la ejecución del PPA se haya previsto que su seguimiento se realice con la participación de la sociedad.
El Gobierno marcó otro importante tanto al reconocer la importancia que tienen los gobernadores en el sistema político brasileño y en el control de las filas regionales en el Congreso. Convocados por primera vez a un foro de debate organizado con la cúpula del Gobierno, para analizar los impactos regionales de las reformas de previsión y fiscal, llegaron a elaborar una declaración conjunta con el acuerdo mínimo alcanzado. Si la alianza con los gobernadores fue crucial para garantizar la aprobación de la reforma de la previsión, el Gobierno terminó por verse prisionero de los intereses regionales, en la discusión de la reforma fiscal, haciendo importantes concesiones para hacer posible su aprobación, aunque sólo parcial.
El Gobierno adoptó la misma postura negociadora en su relación con los prefectos y con el Congreso; el presidente intentó estar presente en encuentros y acontecimientos que simbolizaran su actitud de diálogo. Sin lugar a dudas, donde se han manifestado más claramente la capacidad y las contradicciones políticas ha sido en la relación del Gobierno con los partidos políticos. Debido a las características del presidencialismo de coalición vigente en el sistema multipardista de Brasil, junto con un escaso compromiso programático de los partidos, la aprobación de las propuestas del Gobierno depende de la negociación con los líderes parlamentarios. Por consiguiente, la postura articuladora adoptada por los líderes del PT en el Congreso ha sido crucial, especialmente en la negociación con el Colégio de Líderes, ya que los dirigentes disponen de fuertes mecanismos de control en los escaños de los partidos.
En el sistema político brasileño, el presidente de la República intenta formar una mayoría en el Congreso tanto en la segunda vuelta de las elecciones como después de haber sido elegido. Existe una fuerte tendencia a la migración de parlamentario hacia los partidos de la plataforma gubernamental, debido a la ausencia de partidos programáticos y a la atracción ejercida por el control que el Ejecutivo tiene sobre recursos y cargos en la administración pública. Con la elección de Lula las cosas no fueron diferentes. La plataforma parlamentaria en el Senado pasó de 17 a 29 senadores entre la primera y la segunda vuelta, llegando a contar con 53 senadores después de la elección, en octubre. En la Cámara, había 130 diputados en la plataforma aliada en la primera vuelta y 193 en la segunda, llegando a 390 diputados en octubre de 2003.
Estos cambios supusieron pérdidas significativas para los partidos de la oposición (Partido Socialdemócrata Brasileño [PSDB] y Partido del Frente Liberal [PFL], que estaban en el poder con el Gobierno anterior) y un crecimiento de los pequeños partidos de la plataforma gubernamental. A pesar de ello, el Gobierno contó, en la votación de las reformas, con los votos de la oposición y del Partido del Movimiento Democrático Brasileño (PMDB), que se había sumado a la plataforma gubernamental a finales de 2003, lo que provocó una reforma ministerial para poder acomodar al nuevo aliado. Como el PMDB es el partido con mayor arraigo en el interior del país, el Gobierno podrá beneficiarse de esta alianza en las elecciones municipales de 2004.
La amplitud de las alianzas establecidas por el Gobierno ha sido siempre un tema conflictivo para el Partido de los Trabajadores, procedente de una tradición política e ideológica purista. A pesar del aprendizaje propiciado por las experiencias anteriores de los gobiernos locales del PT, la cuestión de las alianzas llegó a ser muy polémica desde la composición de la candidatura en las elecciones presidenciales, donde la vicepresidencia recayó en un empresario del Partido Liberal.
En este período, los dirigentes del PT en el Congreso se han mostrado muy identificados con las propuestas gubernamentales, incluso cuando éstas entraban en contradicción con las bases del partido y con los movimientos sociales que lo han apoyado tradicionalmente. Las primeras tensiones surgieron en el seno del propio Partido de los Trabajadores, que se caracteriza tanto por la disciplina de partido como por sus compromisos ideológicos y programáticos, al tener que apoyar medidas de reformas presentadas por el presidente al Congreso, en clara contradicción con todo el ideario político de este partido.
El sistemático rechazo de votar con el Gobierno por parte de cuatro diputados y de una senadora del PT terminó con su expulsión del partido. La disyuntiva entre solidarizarse con el Gobierno, crecer como partido y renunciar a las características ideológicas, o no identificarse con el programa gubernamental y quedarse aislado, fueron tensiones permanentes de este dilema que volverá seguramente a presentarse en los próximos años, especialmente en 2004, en las elecciones municipales.
El propio movimiento de migración hacia las bases gubernamentales se produjo también en el sindicalismo, al recibir la Central Única de los Trabajadores (CUT), identificada con el Gobierno, la adhesión de al menos 40 sindicatos en Saõ Paulo, y al adoptar una estrategia menos combativa, aproximándose de este modo a su tradicional opositora.
La redefinición del perfil y de la identidad de las fuerzas políticas brasileñas se ha acompañado de un movimiento similar al ocurrido en otros países, donde partidos de oposición, con ideologías de izquierdas, han llegado al poder. La búsqueda de alianzas que hagan viables las condiciones de gobernabilidad es natural y denota la madurez del Gobierno. Del mismo modo, partidos que ahora se encuentran en la oposición tendrán que redefinir su identidad y estrategias políticas. Sin embargo, la identificación del Partido de los Trabajadores con un Gobierno de coalición, con predominio de una tendencia de centroizquierda, podrá tener consecuencias muy peligrosas en la política brasileña, en la medida en que, en el espectro de los partidos, la izquierda quedará de nuevo vacía. Dicho de otro modo, lo que es bueno para el Gobierno, no lo es necesariamente para el proceso de consolidación de la democracia. Quedaría la posibilidad de que la coalición gubernamental se orientara, progresivamente, más a la izquierda, en la medida en que fuera consolidándose un nuevo bloque hegemónico que diera continuidad a este proyecto. Hoy en día, esta perspectiva parece poco probable.
El año 2004 será un año importante por varias razones: en primer lugar, porque ya no se podrá afirmar que la política actual es tributaria del legado recibido del Gobierno anterior; en segundo lugar, porque será un año de elecciones municipales que extenderán el debate político a todo el país; y en tercer lugar, porque existe una fuerte movilización de la sociedad civil, fruto tanto de los mecanismos de participación ya existentes como de los introducidos por este Gobierno.
Los movimientos sociales y las bases sindicales han sido extremadamente tolerantes en este primer año de Gobierno Lula, al considerar que, si ellos se distanciaban del Gobierno, con una posterior desestabilización, éste tendría que buscar apoyo en fuerzas más reaccionarias, convirtiéndose en prisionero de éstas. Sin embargo, el momento actual impone que los movimientos y sindicatos exijan que se cumplan los compromisos asumidos durante la campaña. El tema que está unificando las reivindicaciones de los diferentes movimientos es la cuestión del empleo, o desempleo cero [ 2 ] en alusión a las prioridades gubernamentales.
El escenario posible diseñado por el Gobierno indica que el país saldría de la recesión e iniciaría un círculo virtuoso de crecimiento económico, con inversiones compartidas por el Estado y la iniciativa privada. Algunos vislumbran este escenario de crecimiento económico a partir de las señales de reactivación de la producción industrial en los últimos meses, tanto en el sector exportador como en el sector responsable de la producción de bienes de consumo para el mercado interior. En caso de que se mantenga una política macroeconómica ortodoxa, con alguna pequeña flexibilidad derivada de las condiciones de negociación del acuerdo con el FMI, ésta se compensaría con mecanismos, que ya se están implantando, de expansión del crédito popular y con algunos mecanismos meso y microeconómicos que dieran una mayor agilidad al mercado.
La viabilidad de que este escenario sea más o menos positivo y probable dependerá de la capacidad, que debe demostrarse, de reacción del sector productivo, especialmente del que absorbe más mano de obra. Por otra parte, sin una reducción de los tipos de interés y sin un aumento de la inversión pública para desarrollar la infraestructura económica y social, será difícil hacer viable una recuperación consistente del crecimiento, razón por la cual se agudiza este conflicto.
La agenda gubernamental incluye además varias medidas para ordenar la casa, que garantizan el mantenimiento del control sobre el proceso inflacionario, con una caída progresiva de los tipos de interés. El modelo incluye una reforma política, una reforma del poder judicial, el fortalecimiento de los instrumentos de planificación y de inversión pública y el aumento de la eficacia en la gestión pública. Todas estas cuestiones están vinculadas a un tema central, que el Gobierno ha abordado de forma muy sutil, que es el relativo al elevado nivel de corrupción, que afecta tanto a los tres poderes como a la sociedad en general.
Un escenario opuesto, pesimista, considera que la continuidad de la política económica ortodoxa supone el mantenimiento de las condiciones de asfixia de la capacidad productiva nacional, así como el aumento del desempleo y de la desesperanza. Debido a la enorme solidaridad de los dirigentes sindicales y de los partidos con la figura del presidente Lula, podría producirse un profundo distanciamiento entre las bases y los dirigentes, que ya se ha manifestado con motivo de la reforma de la previsión. En este caso, se invertiría el sentido de los canales democráticos de canalización de intereses y suma de preferencias, de arriba abajo, y se deslegitimaría no sólo al Gobierno sino también a las instituciones de la democracia. La “estampida” se produciría cuando las masas empezaran a actuar por cuenta propia, se revelarían contra los dirigentes, y generarían una situación de ingobernabilidad.
Un tercer escenario identifica el mantenimiento de la política económica ortodoxa como límite para que el Gobierno pueda responder a las expectativas que lo eligieron. En este escenario, los sectores organizados de la sociedad, empresarios, sindicalistas, movimientos sociales, partidos políticos y la propia administración, pasarían a exigir, cada vez más, el cumplimiento de los compromisos asumidos en campaña. Lo que diferencia este escenario del anterior es la convicción de que las instituciones democráticas no se verían afectadas sino que, por el contrario, la reactivación de las reivindicaciones sociales pasaría por los canales institucionales y los fortalecería. En un año electoral, en el que el Gobierno pretende conseguir salir victorioso en un gran número de municipios para, así, fortalecerse a escala nacional, las reivindicaciones políticas tendrán más eco. Teniendo en cuenta que se trata de un Gobierno que sabe responder a las demandas y presiones políticas, se espera que pueda reorientar su política económica en consonancia con las expectativas sociales.
Todos estos escenarios se verán en gran medida afectados por la coyuntura económica internacional, el prestigio del Gobierno en el escenario internacional y las condiciones de gobernabilidad en América Latina. Internamente, una combinación del primer y tercer escenarios parece más probable que el segundo. El grado de los cambios en el segundo año de Gobierno Lula va a depender de los resultados económicos y de la reacción de la sociedad organizada.
Los cambios introducidos con motivo de la reforma ministerial, en enero de 2004, ya ponen de manifiesto que el Gobierno ha reforzado su área social y pretende dar una respuesta más efectiva a la reivindicación social de aumentar el nivel de empleo. También se observa que, a pesar de la ampliación de la plataforma aliada, el Partido de los Trabajadores sigue conservando los puestos más estratégicos en la composición del gabinete.
La posibilidad de una transición de una política económica ortodoxa hacia un proyecto de desarrollo implica tanto el mantenimiento de la credibilidad y de la estabilidad económica como la ruptura con posturas liberales, que ven en cada acto destinado a aumentar el poder político del Estado una vuelta al Estado del nacional desarrollismo. Del mismo modo, será necesario hacer frente a las posturas que dan prioridad a la estabilidad de la moneda frente a los esfuerzos de crecimiento y de redistribución, y que se encuentran tanto dentro como fuera del Gobierno.
La modificación de la composición del núcleo responsable de la articulación política y de la formulación del proyecto gubernamental parece señalar una tendencia a aumentar el grado de confrontación de las posturas defendidas por la línea ortodoxa y la línea desarrollista. No cabe duda de que se trata de un momento delicado para el Gobierno Lula, su prueba decisiva como gran negociado y líder, capaz de conducir este proceso inusitado de transición.
Referencias bibliográficas
FIORI, José Luís “Para uma Economia Política do Estado Brasileiro”. En: Busca do Dissenso Perdido . Río de Janeiro: Insight Editorial, 1995
FLEURY, Sonia “Legitimidad, Estado y Cultura Política”. En: Calderón, Fernando (coord). ¿Es sostenible la globalización en América Latina ? Debates con Manuel Castells, vol. II. México: Fondo de Cultura Económica, 2003
GENRO, Tarso. Entrevista en Primeira Leitura , (enero 2004) São Paulo.
O'DONNELL, Guillermo “Transições, Continuidades e alguns Paradoxos”, 1988.
REIS, F. W. y O'DONNELL, G. A. Democracia no Brasil. Dilemas e Perspectivas. São Paulo: Editora Vértice, 1988.
Partido de los Trabajadores . Directorio Nacional (2003). “O Governo Lula eas Perspectivas para 2004”.
Sonia Fleury es profesora de la Escola Brasileira de Administração Pública e de Empresas de la Fundação Getulio Vargas (FGV), donde coordina el Programa de Estudios de la Esfera Pública. Es miembro del Consejo de Desarrollo Económico y Social del Gobierno Lula.
sfleury@fgv.br