RESUMEN
En este texto, el autor intenta esclarecer determinados aspectos del imaginario en relación con el Estado, la política, pero también en relación con la violencia y el mal, en un contexto en el que la dialéctica de la identidad y de la alteridad sigue siendo una de las estructuras del imaginario. El imaginario, más allá del ámbito exclusivo de las representaciones, actúa sobre el mundo y sobre la evolución de la historia. Pero el mundo también actúa sobre el imaginario y son los períodos de crisis los que amplían sus manifestaciones, destinadas a “a servir de pantalla contra los temores”. En este sentido, la violencia, frente a la cual cabe adoptar actitudes diferentes, se convierte en un elemento simbólico para interpretar nuestras fuerzas. ¿Hasta qué punto estamos presenciando un nuevo modo de funcionamiento de los imaginarios políticos y religiosos? Para responder a esta pregunta, el autor habla de esperanza intercultural “en un mundo donde las voluntades de poder de lo trágico interfieren en los impulsos de lo comunicacional”.
Palabras clave: identidad cultural, política, conflicto, interculturalidad
¿Qué sentido se le puede dar a un término tan escurridizo e inabarcable como el imaginario? ¿Se trata de un depósito de la imaginación, la expresión de una mentalidad, una referencia ideológica, una tendencia utópica, un cajón de arquetipos, etc.? ¿O bien constituye una baza compleja en la comprensión de lo real y en el devenir de la historia? ¿Cómo interfiere esta categoría casi inabarcable en el peso de lo vivido, en los avatares de la política, en las prácticas intersubjetivas del hombre y en la circulación de los signos, de las imágenes y de las culturas?
Ciertamente no resulta fácil abordar todas estas preguntas. Sus complejidades suponen un proceso necesariamente interdisciplinar, por no decir, como afirman algunos investigadores, un enciclopedismo que resulta difícil mantener en la economía creciente de los saberes y las disciplinas. En verdad, nuestra ambición es mucho más modesta porque intentaremos aclarar algunos aspectos del imaginario, del Estado, de la política, de la violencia y del mal, en este contexto donde lo trágico tiende a dominar lo comunicacional y donde la dialéctica de la identidad y de la alteridad se convierte en el centro de atención de la producción discursiva y mediática.
EL IMAGINARIO DE HECHO
Se admite que imaginar no es simplemente tener pequeñas imágenes en el espíritu, y éste no es una cosa, no es un cajón. Imaginar es poseer una conciencia de imágenes o imaginadora, que se otorga el mundo haciéndolo presente. A través de la imaginación, me desprendo de mí mismo y tiendo hacia el objeto imaginado, sin encontrarme necesariamente con él. Me encuentro, entonces, en el mundo imaginario, en un mundo donde la conciencia de mi espíritu sólo será el objeto o el ser en la forma de ausencia, ausencia materializada por un semblante o un simulacro de presencia. En la imagen hay una ausencia real de aquello que representa y una falsa presencia de la que se disfraza esta ausencia. La imaginación es por lo tanto “la facultad mediante la cual el hombre es capaz de reproducir –en él o proyectándose fuera de él– las imágenes almacenadas en su memoria (imaginación denominada “reproductora”) o de crear imágenes nuevas que se materializan (o no) en palabras, textos, objetos, obras, etc. El imaginario sería entonces la palabra que designa los ámbitos, los territorios de la imaginación” [ 1 ] . El hecho de imaginar es, en el fondo, un factor productivo, de progreso, de descubrimiento de la persona en su vida y, a través la función simbólica, este hecho se convierte en un “momento constitutivo esencial de todo pensamiento”. Por ello, sería difícil reducir los efectos del imaginario a lo irreal, sobre todo porque la civilización actual es al mismo tiempo productora de una economía de imágenes considerables y creadora de herramientas (cámaras, máquinas, aparatos, etc.) que penetran en todas las instancias de lo vivido cotidiano. Mediante la imaginería publicitaria, el espacio de nuestras ciudades está invadido de imágenes de todas partes, hasta el punto en que la libertad de la realización de la persona se ve subyugada bajo la conformidad, prácticamente dada, del hombre al modelo que actúa sobre él como un molde, ya que la imagen abarca tanto que es difícil separarse de ella por su poder invasor. ¿Podríamos decir que esta relación con la imagen constituye una huida de lo cotidiano, de lo real que cansa, que hace daño, que aburre porque es repetitivo, generador de trivialidad, de costumbres que esclerosan la existencia?
Pero se podría objetar a esto diciendo que, en lugar de imaginarlo, se puede pensar este mundo y criticarlo. Interrogarse sobre la vida del hombre, sobre el tiempo, sobre los fallos y la complejidad de la existencia conducen el pensamiento a la inteligencia de lo real en lugar de a su huida en la imagen recibida. Sin embargo hablar del imaginario parece, epistemológicamente, arriesgado, pues su definición es problemática.
Según Lucien Boia, no se lo puede “asimilar ni a la representación de la realidad exterior, ni a lo simbólico ni a la ideología ... no existe representación idéntica al objeto representado, toda imagen, incluso la más ‘realista', supone una intervención –aunque sea mínima– del imaginario. Por otra parte, nos parece que el universo de los símbolos pertenece plenamente al imaginario, que constituye incluso su expresión más concentrada y significativa. Y finalmente, las ideologías pueden legítimamente ser interpretadas como mitologías secularizadas” [ 2 ] . Además, el imaginario, vista su naturaleza transhistórica y su carácter universales, está omnipresente en todos los ámbitos, tanto en el pensamiento científico o en la acción política como en el mundo de la creación artística y los impulsos de la mística. Y si el imaginario construye sus estructuras y crea su propia dinámica, no es menos cierto que llega a actuar sobre el mundo, y el mundo actúa sobre él, ya se trate de ideologías, de mentalidades, de mitos, de símbolos, de utopías, de religiones o de arquetipos. El imaginario desborda “el ámbito exclusivo de las representaciones sensibles. Incluye también las imágenes percibidas (e inevitablemente ‘adaptadas', ya que no existe una imagen idéntica al objeto), imágenes elaboradas e ideas abstractas que estructuran dichas imágenes” [ 3 ] .
Algunos investigadores consideran que, a pesar de su naturaleza inabarcable y de su complejidad, el imaginario “puede utilizarse como un barómetro muy sensible de la evolución histórica” [ 4 ] , ya que irrumpe por doquier y actúa en todo momento, “pero son sobre todo los períodos de crisis los que amplifican sus manifestaciones, llamadas a compensar las desilusiones, a servir de pantalla contra los temores y a inventar soluciones alternativas” [ 5 ] . Los hombres recurren al imaginario y a sus ámbitos simbólicos en el momento en el que “desesperan de la historia real”.
Y sin embargo nos lo encontramos en todos lados, tanto en el pensamiento como en la acción, “pesa con toda su carga inmaterial sobre la gran aventura del conocimiento y sobre las relaciones entre naciones, entre grupos sociales y entre individuos, en un contexto donde el mundo actual presenta el paradójico panorama de una creciente homogeneización acompañada de una progresiva diversificación. El territorio del imaginario se recompone constantemente, pero sus fronteras no retroceden nunca” [ 6 ] , sobre todo porque estamos viviendo lo que Zaki Laïdi denomina el “paso de la era de ‘significaciones comunes' a la de los ‘riesgos compartidos'” [ 7 ] . Todo el mundo está expuesto a las influencias de todo el mundo. El Nosotros y los Otros adquieren nuevos modos de transmisión y formulan sus identidades y sus alteridades a través de modos complejos de mediación. En este juego de conexión y de intersubjetividad, el imaginario constituye una barrera insuperable en la mirada de uno mismo y del otro y en el trabajo considerable que se hace en la emigración de los cuerpos, de los signos, de las imágenes, en resumen en el proceso intercultural complejo que se opera en el mundo, ya sea a través de los dispositivos mediáticos, los principios humanitarios o las negociaciones de las culturas políticas. La dialéctica identitaria sigue siendo una de las estructuras del imaginario. “En cierto modo, la propia historia, como observa Boia, sólo es un discurso multiforme en torno a principios opuestos y complementarios de identidades y de alteridad” [ 8 ] . Es evidente que el imaginario puede deformar los hechos, simplificarlos o ampliarlos, caricaturizarlos o dramatizarlos, del mismo modo que participa en un juego, a menudo complicado, de lo real y de la ficción, pero sigue siendo uno de los filtros determinantes en el trabajo de la representación y un factor, a menudo no declarado, que actúa sobre el movimiento de la historia.
RAZÓN POLÍTICA E IMAGINARIO DE LA VIOLENCIA
En su libro El Mediterráneo bajo Felipe II , Fernand Braudel ha querido subrayar que la civilización no se hace únicamente mediante el intercambio, el amor y el reconocimiento, se construye también mediante la sospecha y el odio. Para él, la civilización que domina una época es la que sabe imponer su odio a los otros. Sin duda, tal afirmación resulta chocante. Pero viniendo de uno de los grandes especialistas de las civilizaciones mediterráneas, me parece que al menos se basa en lo que las lecciones de esta región nos enseña.
Ahora bien, ¿cómo podría contemplarse el odio como uno de los elementos fundadores de la historia? ¿Hasta qué punto la violencia y la guerra contribuyen a los movimientos de las civilizaciones, a su gloria y a su decadencia? Y, finalmente, ¿cómo impone la fuerza su derecho?
Para abordar estas cuestiones, sería necesario sin duda interrogarse sobre la política, la guerra y el derecho. ¿Qué es la política? Pregunta constantemente reformulada en función de los contextos y de los avatares de la historia. Para el sociólogo Max Weber, el concepto de política es extraordinariamente amplio y abarca toda clase de actividad directiva. Pero, sin entrar en los detalles de los diferentes aspectos de la política, Weber la define como la “dirección del agrupamiento político que denominamos hoy en día ‘Estado', o la influencia que se ejerce sobre dicha dirección”.
¿Pero qué es un Estado? Weber responde que sólo cabe definirlo sociológicamente recurriendo al medio específico que le es propio, como ocurre con cualquier otro agrupamiento político, a saber la violencia física. Pero, evidentemente, la violencia no constituye el único medio normal del Estado –no cabe duda de ello–, es su medio específico. En efecto, la relación entre Estado y violencia es especialmente íntima. Desde siempre, los agrupamientos políticos más diversos han considerado la violencia física como el medio normal del poder. Pero, para Weber, hay que concebir el Estado contemporáneo como una comunidad humana que, dentro de los límites de un territorio determinado, reivindica con éxito por cuenta propia el monopolio de la violencia física legítima. Lo que en efecto es propio de nuestra época es que sólo concede a todos los demás agrupamientos, o a los individuos, el derecho de recurrir a la violencia en la medida en que el Estado lo tolere. Por consiguiente, éste se presenta como la única fuente de “derecho” a la violencia. Por tanto, concluye Max Weber, “entendemos por política el conjunto de los esfuerzos que se realiza con vistas a participar en el poder o influir en el reparto del poder, ya sea entre los Estados, ya sea entre los diversos grupos en el seno de un mismo Estado” [ 9 ] .
Por otra parte, y desde Maquiavelo, considerar la fuerza y la astucia como los dos medios propios a la política es algo prácticamente evidente. Se ha querido ver en la fuerza una especie de reflejo del cuerpo, en la astucia un reflejo del espíritu. Incluso, como observa Julien Freund, se ha considerado que estos dos medios estaban en el origen de instituciones diferentes, constituyendo la fuerza el principio del ejército y de la policía, que hacen uso, por su parte, de elementos materiales y técnicos, y presentándose la astucia como origen de la diplomacia que recurre a la inteligencia. De hecho, la historia se muestra con frecuencia despreciativa respecto a los jefes que sólo han vencido porque manejaban a masas estúpidas y salvajes, que sólo han triunfado mediante la fuerza bruta y bárbara y el derramamiento de sangre, las matanzas y las masacres, mientras que alaba la habilidad de los jefes calculadores e ingeniosos que han triunfado utilizando la astucia, la malicia. A fin de cuentas, la fuerza se presenta como el medio de la incultura y la astucia como el medio de la civilización.
Ahora bien, el problema consiste, por una parte, en hacer el análisis respectivo del concepto de fuerza y del concepto de astucia y, por otra parte, en determinar sus relaciones. ¿Se trata de dos medios heterogéneos en el sentido de la pretendida oposición entre el cuerpo y el espíritu? ¿Son ambos igualmente específicos de la política? O, por el contrario ¿la aplicación de la fuerza requeriría inteligencia tanto estratégica como táctica y diplomática, y por consiguiente astucia? Si es así, podemos preguntarnos si los éxitos de la astucia en política son precarios cuando no están apoyados por la fuerza o no pueden ser explotados por ésta, de manera que la fuerza aparecería como el único verdadero medio específico de la política, siendo la astucia únicamente una de las formas de aplicarla [ 10 ] .
En este sentido Maquiavelo afirma que, por consiguiente, tenemos que ser conscientes que hay dos formas de combatir, una mediante las leyes, la otra por la fuerza: la primera es propia de los hombres, la segunda propia de las bestias pero, habida cuenta de que muy a menudo la primera no basta, es necesario recurrir a la segunda. Por ello, el príncipe debe saber muy bien jugar a la bestia y al hombre. Esto no equivale a tener por gobernador a un ser mitad bestia y mitad hombre, sino que es necesario que un príncipe sepa utilizar ambas naturalezas, y que una sin la otra no perdura. Por consiguiente, un príncipe debe saber utilizar bien a la bestia, debe elegir el zorro y el león porque mientras que el león no puede defenderse de las redes, el zorro no puede defenderse de los lobos; así pues, es necesario ser zorro para conocer las redes y ser león para asustar a los lobos [ 11 ] .
Si para algunos el Estado, independientemente de sus fundamentos y de sus medios, es un Estado del Príncipe, para otros se trata de un Estado de clases que requiere un contrapoder social para neutralizar su violencia. Mihail Bakunin no duda en considerar que “el Estado es el mal”, pero un mal históricamente necesario. El Estado no es la sociedad, sólo es una forma histórica de ésta, tan brutal como abstracta. “Históricamente nació, en todos los países, del matrimonio de la violencia y del pillaje, en resumen de la guerra y la conquista... Ha sido, desde su origen, y sigue siendo todavía hoy en día, la sanción divina de la fuerza bruta y de la iniquidad triunfante”.
Independientemente de cuáles sean las actitudes que se pueda tener respecto al Estado, éste es –y seguirá siendo– un factor de regulación de las violencias o de las desviaciones que la sociedad pueda engendrar. Se habla de Estado de Derecho. Efectivamente, el derecho aparece para organizar y gestionar los conflictos que atraviesa la sociedad. Si la gramática es la ley de una lengua, el derecho es la gramática de una sociedad, nacional o internacional.
Pero ¿de dónde viene la ley? ¿Quién la hace y a quién sirve de hecho? ¿Cuál es su valor?
La filosofía clásica considera que el derecho es una consecuencia de la razón: dicho de otro modo, en el sujeto razonable preexistiría una prefiguración de lo que debe ser, de las relaciones justas a establecer. El derecho se derivaría de la ley racional que todo hombre lleva en sí mismo. Pero las vicisitudes que experimentan las leyes y los derechos, variables en función de los tiempos y los lugares, conducen a pensar que la ley y el derecho son una creación continua que evoluciona al mismo tiempo que las sociedades. De este modo, el derecho se limitaría a confirmar situaciones de hecho.
¿Debemos entonces rechazar el derecho como valor, como exigencia de justicia? No, pero la historia y la vida nos enseñan que un ideal, aunque sea imaginario, nunca se realiza por sí mismo, a menos que recurramos a una justicia divina, ya que es necesario que haya fuerzas sociales capaces de luchar –hasta arriesgar la vida si es necesario– para obtener y vencer la resistencia de los que se oponen a ello. La fuerza puede y debe estar al servicio del derecho, de lo contrario sólo es un deseo piadoso. Estas fuerzas existen. La cuestión de Irak ha puesto de manifiesto, y demuestra cada día, que estas fuerzas existen, a pesar de las tendencias guerreras y violentas que se manifiestan aquí y allá. Sobre todo porque la guerra está siempre firmemente determinada por factores complejos inherentes a la situación política en la que se decide.
La guerra, para Carl Von Clausewitz, es un acto político. Pero la guerra tomaría el lugar de la política a partir del momento en que fuera provocada por ésta, la eliminaría y seguiría sus propias leyes como elemento totalmente independiente. En cierto modo, la guerra es un pulso regular de la violencia, más o menos dispuesta a relajar sus tensiones y a agotar sus fuerzas; dicho de otro modo, llega a su objetivo de una forma más o menos rápida, pero que sin embargo dura siempre lo suficiente como para ejercer una influencia sobre ese objetivo en el transcurso de su evolución, para orientarlo en un sentido u otro. Por consiguiente, afirma Clausewitz, si consideramos que la guerra es el resultado de un designio político, es natural que este motivo inicial del que se deriva siga siendo la consideración primera y suprema que dictará su conducta. La guerra no es sólo un acto político, sino un verdadero instrumento político, una búsqueda de las relaciones políticas, una realización de éstas por otros medios [ 12 ] .
Ahora bien, para Raymond Aron, si la política entre los Estados ha seguido siendo política de poder, las armas de destrucción masiva no han modificado el empleo de la fuerza de ésta o, para ser más rigurosos, las condiciones en las que se despliega la amenaza y se lleva a cabo efectivamente el empleo de la fuerza. Las armas termonucleares combinadas con los ingenios balísticos introducen tres datos. El primero es el orden de magnitud de la potencia destructiva que posee el arma termonuclear. El segundo dato es la permanencia y el carácter casi instantáneo del peligro. Por lo que respecta al tercero, cuando Clausewitz escribía su libro (De la Guerra), definía la victoria absoluta como el desarme del enemigo, a partir de lo cual el vencedor estaba en condiciones de fijar libremente la suerte del vencido, y por tanto, si así lo decidía, de matarlo. En lo sucesivo, la población de un Estado beligerante podría verse exterminada antes del fin de las hostilidades. Ninguna arma, clásica o atómica, en el actual estado de la técnica, protege a la nación de la muerte. En este sentido, ya no es necesario desarmar a un pueblo para aniquilarlo [ 13 ] .
Pero si la guerra constituye, según Clausewitz, un elemento político y los medios de conducirla son cada vez más destructores, como afirma R. Aron, ¿cómo podríamos interpelarla? La guerra como instrumento de afirmación del derecho, siendo perfectamente conscientes de que la política o la guerra funcionan según una lógica de relaciones de fuerzas y que el derecho, también, se hace en condiciones de negociación donde el más fuerte impone a menudo su voluntad. ¿Cómo gestionar entonces el dilema del derecho de la fuerza y de la fuerza del derecho?
Es chocante que a medida que se mundializa, el derecho se ve confrontado a condicionantes para determinar el sentido de la internacionalización del derecho. En efecto, aparece una contradicción entre la internacionalización ética, que supone el apoyo activo de los estados, y la globalización económica, que a menudo se traduce por su impotencia, y ocurre lo mismo entre la idea misma del universalismo, que supone solidaridad, distribución y lucha contra la pobreza, y la sociedad de mercado, marcada, por el contrario, por un crecimiento de la competencia y de las desigualdades.
Es evidente que debería haberse facilitado la conciliación mediante la indivisibilidad de los derechos fundamentales, que estaban inscritos en la Declaración Universal de los Derechos Humanos, pero el principio se ha debilitado con el tiempo. Y los Estados Unidos de América están poniendo en cuestión determinados principios jurídicos que han regido las relaciones internacionales a lo largo de las seis últimas décadas en nombre de una voluntad de potencia imperial.
Justicia y violencia
Por otra parte, si el estado de paz entre los hombres no es un estado natural, como decía Kant en su “proyecto de paz perpetua”, sino que se trata por el contrario de un estado de guerra, una apertura de hostilidades o una amenaza permanente de hostilidades, y si ese estado de paz debe destituirse, habría que constatar que si bien la violencia es una modalidad, una expresión de la fuerza, puede resultar necesaria para denunciar una injusticia, o para asentar una nueva forma de justicia.
a) Pero no puede tratarse de una violencia demasiado particular. ¿Cómo justificar, incluso con el abogado más hábil, el crimen abyecto, inspirado por los móviles más bajos y difícilmente universalizables? La ley moral anterior sigue siendo esclarecedora. “Actúa de manera que puedas erigir la máxima de tu acción en ley universal”. Desde la antigüedad, toda la tradición filosófica condena implícitamente o de manera muy explícita esta violencia sufrida, la reacción inmediata y afectiva que revela en mayor medida debilidad que fuerza. La dialéctica platónica se esfuerza por demostrar que el tirano caprichoso y violento es víctima de su temperamento (Gorgias). Esta violencia es pasión ( pathos ), tormento sufrido por el alma y es necesario un esfuerzo real de razón ( logos ), una lógica para dominarla.
La justicia como virtud supone la medida, el orden, se basa en la racionalidad. El hombre justo se encuentra en armonía consigo mismo. Para Kant, la violencia es la expresión exacerbada de una “inclinación patológica”; la violencia particular se deriva de una actitud mágica de la conciencia que cree que modifica el mundo (como dice Sartre). ¿Cómo confiar en esta violencia particular para denunciar una injusticia, cuando es, en sí misma y por ella misma, totalmente desmesurada? En este sentido Platón pudo escribir que era mejor sufrir la injusticia que cometerla; el que siente la injusticia como tal se ve animado por una exigencia de justicia, está más cercano de ésta que el que, por ignorancia, comete la injusticia (Gorgias).
b) ¿Puede la violencia colectiva ser útil, incluso necesaria para denunciar una injusticia? Toda teoría revolucionaria ha tenido cuidado en diferenciar revuelta de revolución: la revuelta es espontánea, inmediata, irreflexiva e ineficaz; la revolución pretende ser reflexiva, dirigida, efectiva y aspira a la condición de “guerra”. Ahora bien, la guerra no es la violencia desordenada, anárquica. La guerra se basa en un derecho escrito (derecho de resistencia a la opresión, preámbulo de la Declaración de los Derechos Humanos) y se atañe a una legislación precisa que prohibe la violencia particular. La revolución, como la guerra, no es más que un “medio político” junto a otros medios, el último medio.
c) La violencia puede erigirse como símbolo de la fuerza, este concepto adquiere una dimensión claramente metafísica en el discurso de Nietzsche. El conflicto metafísico entre fuerzas activas, creadoras de valores, y fuerzas reactivas, impotentes pero inteligentes y astutas, anima la voluntad de potencia diferenciada y diferenciadora. Este conflicto que adopta la forma del círculo perfecto, el círculo vicioso, está presente en todo el discurso de Nietzsche quien, animado por el deseo de método, utiliza símbolo e interpretación: la violencia se convierte en el elemento simbólico donde podemos interpretar las fuerzas. La fuerza reactiva se expresa en una violencia mediocre, una violencia de grupo (pero la cantidad no implica necesariamente calidad). La violencia activa se concibe sobre el modelo artístico de la creación. En resumen, la justicia es una finalidad que sigue siendo indefinible, y aún así es necesario hablar de ésta sin llegar nunca a determinarla. Su relación con la violencia es muy a menudo exclusiva, pero su relación con la fuerza está siempre presente; lo que se ha desplazado es sin duda el sentido de la “violencia”: ¿Ha sido necesario dramatizar el concepto de fuerza al haber perdido fuerza el concepto de justicia?
¿Pero cómo gestionar la violencia?
Frente a la violencia cabe diversas actitudes. Vamos a destacar aquí cuatro actitudes principales cuyo objetivo es o bien reprimirla, o bien limitar su aparición, o bien dejarla expresarse, o bien finalmente controlarla.
1. En muchas sociedades tradicionales, de las que Emile Durkhein dice que viven solidaridades mecánicas y que es posible calificarlas de sociedades fusionales, la obsesión de la violencia conduce a reprimirla de forma casi sistemática y a introducir la aparición de cualquier diferencia. De este modo la educación y la vida social tradicional presionan a los individuos para que no surjan personalidades originales y, por consiguiente, creativas. Pero este dinamismo contenido surge por otros lados, lo que conducirá a una represión todavía más firme, más asfixiante; de esta forma estamos atrapados en el engranaje de la violencia. Y esta represión llega a romper, en gran parte, el dinamismo vital de dichas sociedades. Así, pueden sobrevivir pero no desarrollarse. ¡Se trata de un callejón sin salida!
2. El mundo oriental, el budismo en particular, es muy consciente del peligro que supone la violencia. Así, en lugar de reprimirla se ha organizado para limitar su aparición.
3. Otros piensan que la violencia debe expresarse libremente. En la línea de Hegel, que hizo de la violencia “la comadrona de la historia”, los marxistas pensaron que no se debe enmascarar los conflictos de clase. Sin embargo, a partir del momento en que se deja el terreno libre a la violencia, ya no es posible controlarla y limitar sus efectos. Puede destruirlo todo a su paso y hacer que las sociedades se desvíen hacia formas de fascismo o de totalitarismo que pretenden, por encima de todo, establecer el “orden” y la “unidad”.
4. En su conjunto las sociedades tienen más bien tendencia a controlar la violencia. Han instituido sistemas sociales o prohibiciones destinadas a regular la competencia, a limitar la rivalidad y, por consiguiente, los riesgos de violencia. Después, se desarrolla el derecho, que sustituye progresivamente a la animalidad. Es aquí donde encuentra su lugar el diálogo. Se sitúa en la línea del esfuerzo de la razón y de la palabra para controlar la violencia y precisar las reglas de una vida “democrática” y de una cohabitación fraternal. Pero, en ningún caso, el diálogo, las diferentes formas de resistencia frente a la injusticia pueden tener por objeto negar, contener o camuflar la violencia.
Al finalizar la Segunda Guerra Mundial, la Carta de las Naciones Unidas planteó algunas reglas comunes para canalizar (con un éxito muy variable) el recurso a la fuerza. Pero, como dicen algunos, las reglas se limitan en lo fundamental a la “paz negativa”, a la ausencia de guerra. Al no tener por objeto ni reducir los desequilibrios económicos y financieros, ni aliviar los conflictos étnicos y religiosos, la Carta no le otorga a Naciones Unidas los medios de construir la “paz positiva”. Ahora bien, la separación se hace insostenible, menos por razones ideológicas que por la propia fuerza de las cosas. A medida que se mundializan los intercambios económicos, financieros, culturales o científicos, se observa que los crímenes se mundializan, del terrorismo a la corrupción o a los grandes tráficos, pasando por la agresión en cualquiera de sus formas, al igual que se mundializan los riesgos ecológicos pero también biotecnológicos. Las respuestas ya no pueden, en estos casos, limitarse únicamente al derecho nacional.
Todo el mundo sabe, en la actualidad, que corremos el riesgo de perderla. Que la paz no se divide en paz positiva o negativa, sino que debería depender de una comunidad de estados. La interdependencia se ha convertido en una realidad y exige un proyecto común. Ahora bien, la decisión de la Administración de Estados Unidos de colonizar Irak, de hecho, es contraria a este horizonte. Abre una era, inaugura un siglo, hace que nuestro mundo caiga en lo imprevisible.
Hoy en día, y en nombre de la democracia, a pesar de la repudiación espectacular de las opiniones públicas prácticamente unánimes y de algunos gobiernos del mundo, se impone un nuevo mesianismo con toda la fuerza de su hegemonía. Del mismo modo que la fuerza, cuando sale victoriosa, adopta a menudo el rostro del derecho. ¿Es la ONU la primera víctima de esta guerra? ¿Ha perdido su crédito? ¿Podemos prescindir de la ONU? ¿Es necesario reformarla?
En cualquier caso, la Administración Bush pone en tela de juicio la “pertinencia” de esta organización, precisamente porque ésta se ha opuesto a su voluntad. En efecto, G. Bush sólo ha conseguido fragmentar a las grandes instituciones que apoyaban el orden mundial: la ONU ridiculizada, la OTAN marginada, Europa atomizada. Naciones Unidas se basaba en un principio de derecho internacional, precisamente el que ha vaciado Bush.
Al despreciar a Naciones Unidas, al dividir el campo de las democracias, al decidir solos sobre la muerte de un régimen –ellos que se han acomodado a tantas tiranías– y al decidir, contra la opinión de los pueblos y de la mayoría de los estados, que únicamente la fuerza podía desarmar a un país que consideraba peligroso, Estados Unidos hace que esta perspectiva se repliegue. Sustituyen el frágil esbozo de una paz de la ONU por la brutal evidencia de la Pax Americana . Al exportar la modernidad y la democracia por las armas, corren el riesgo de suscitar más odios y resistencias que conversiones.
MÁS ALLÁ DE LOS MANIQUEÍSMOS
¿Cabría observar que este nuevo descubrimiento –o nacimiento– del mundo que se denomina “mundialización”, produce, además de la proliferación desconocida de nuevas tecnologías de la comunicación y el libre intercambio, una determinada forma de “absolutización de la política”? Hasta qué punto estamos asistiendo a un nuevo modo de funcionamiento de los imaginarios políticos y religiosos? ¿Cómo se puede recurrir a una determinada “esperanza intercultural” en un mundo donde las voluntades de poder de lo trágico interfieren en los impulsos de lo comunicacional, y donde las tendencias del mal y las diferentes formas de nihilismo invaden el ámbito perceptivo de lo cotidiano?
Ciertamente la historia genera sus propias astucias. A pesar de los extremismos, las estrategias de negación del Otro, la historia, con su complejidad y sus paradojas, se encarga de hacer estallar los falsos dualismos que no responden en absoluto a la experiencia de lo humano y de desvelar la arrogancia de los que proclaman la guerra de las culturas y de las religiones, o que dividen el mundo en comunidades vinculadas a la religión, el mito, el arcaísmo, la inmovilidad y la alienación, y comunidades que creen en la modernidad, la ciencia, la razón, el movimiento y la liberación. Este maniqueísmo según François Laplantine, que “va acompañado la mayoría de las veces de un maniqueísmo moral y que lleva a adoptar posiciones políticas, se remite al exorcismo puro y simple” [ 14 ] . En efecto, asistimos a firmes irrupciones de lo simbólico, en nombre de lo religioso, o de lo sagrado, de una parte y de otra, utilizando lenguajes diferentes, pero que convergen en una voluntad “de absolutización de la política”, de propaganda diaria, para que nos inclinemos ante la consigna de seguir, a pesar de la mediocridad del espectáculo, el ritmo de los actores, “porque la política está en vías de convertirse en el único objeto de nuestra pasión o de nuestro odio, porque es el espacio de una seriedad absoluta que no tolera en absoluto la mínima la fantasía, porque ordena una nueva redistribución de los valores, porque todo lo que no es ella –el arte, el amor, el sentido festivo– debe parecer estarle sometido, es necesario, como observa Laplantine, denominarla religiosa en el sentido estricto del término” [ 15 ] .
El actual contexto permite fácilmente observar cómo lo religioso surge en la política, lo tradicional en lo moderno, y los fantasmas en los debates supuestamente racionales. Es cierto que lo religioso y lo político poseen, cada uno, su propio modo de presencia y de manifestación, pero estos dos códigos culturales, a partir de los cuales se despliega la imaginación de los hombres, imponen, a veces con una brutalidad inesperada, sus lenguajes en la denominación y los juicios que unos y otros formulan respecto a los acontecimientos y sobre todo respecto a la identidad y la alteridad.
En las situaciones de tensión, el imaginario hace irrupción y se impone en las instancias de debate y de acción, ya sea en nombre de la religión, de una identidad de género, de un dogma, o de un principio político, etc., las zonas de sombras y de extrañeza que subsisten –o que existen– inevitablemente en el interior de cada uno y en el interior de las comunidades surgen a veces con violencia, generando el mal y el sufrimiento. ¿Por qué asistimos a nuevas formas de barbarie? ¿Se puede pensar el mal, ya sea generado por el integrismo mercantil o por el fanatismo político y religioso?
El mal que nos interpela aquí es el mal humano tal y como se expresa en el odio del otro, en la voluntad de perjudicar al otro, de querer destruirlo. Pero, la paradoja radica en el hecho de que la persona que odia sabe que odia. El mal se hace también por crueldad y brutalidad. El mal, cuando se practica en nombre de la civilización o en el corazón de ésta, se llama barbarie. Con independencia de que sea dulce o dura, la barbarie, en nombre del progreso de la religión se convierte en terror. ¿No se organizan acaso actos de guerra, de colonización, de esclavitud y de explotación en nombre de las ideas de la modernidad y de la democracia? El filósofo Hans Jonas se preguntó, después de la Segunda Guerra Mundial, sobre la idea de Dios ante los horrores perpetrados contra el hombre por el hombre. ¿Supone el mal la idea de Dios o la idea del hombre, incluso si actúa en nombre de Dios? ¿No pone en tela de juicio el mal, como brutalidad y barbarie, la idea de lo humano? ¿Podríamos sorprendernos, como afirma Mitchel Maffesoli, del retorno firme de oleadas delirantes de diversos fanatismos, de formas explosivas de terrorismo?
Sin duda alguna, el mal, cualquiera que sean sus formas y sus modos de expresión, altera las categorías de la inteligibilidad, excede los códigos y las exigencias conceptuales. Constituye la experiencia del límite. El integrismo mercantil o el fanatismo religioso que hacen su aparición en la escena del mundo trascienden todos los límites del pensamiento, de lo humano y de la cultura.
Para responder al mal, según Paul Ricœur, hay tres posibles respuestas: la ignorancia frente al porqué del mal; posteriormente la queja que traduce el sentimiento de escándalo (ante los campos de concentración nazis o la tragedia palestina, etc.); y finalmente, la creencia en Dios, a pesar de la presencia del mal, ya que Dios, para esta respuesta, es la fuente de todo lo que es bueno en la creación, incluida la indignación contra el mal. En este sentido Ricœur piensa que “necesitamos grandes símbolos para estructurar este espacio oscuro de la maldad que no se deja analizar ni en términos jurídicos ni en términos políticos o incluso morales”. El declive de la política, a pesar de la tendencia a su absolutización, permite “excesos de la victimización”. Todo el mundo “se presenta como víctima de otra persona, en lugar de como responsable”. Por ello, los imaginarios explotan y las emociones se movilizan; a pesar de la fuerza que se expresa en nombre de los símbolos, a menudo antiguos, existe, como lo observa Ricœur, un “defecto de simbolización”, debido fundamentalmente a la “desnudez” y a la debilidad del discurso político.
Frente a esta espectacularización del mal y de la violencia, ¿habría que hacer un llamamiento a la retirada del cuestionamiento y del pensamiento? Seguramente no, ya que los fantasmas aterrorizadores consideran que una diferencia, cualquiera que ésta sea, sólo puede ser una alienación o un peligro, y que la alteridad o la interculturalidad se niegan de una forma casi delirante, cuando en realidad lo humano está constituido por una dialéctica en donde se solapan la identidad y la alteridad, la razón y su contrario, la vida y la muerte, “escamotear el hecho bruto de nuestra ambivalencia, de la disonancia y de la discontinuidad trágica sobre la que se elaboran nuestras experiencias, de la imperfección inevitable de nuestra relación con el otro en beneficio de una concepción monolítica del mundo totalmente positivada por signos, es, en mi opinión, como lo afirma Laplantine, pasar absolutamente al margen de la existencia. Es negarse a dejar que suene en nosotros esa música interior que, sin embargo, constituye el encanto de nuestra vida” [ 16 ] .
Eso quiere decir que pueden trazarse caminos, a pesar de todas las formas de bloqueo o de incomprensión, que hay vías abiertas por explorar que son de una fecundidad ilimitada, “la esperanza intercultural” es una de ellas porque, lo queramos o no, una interculturalidad efectiva se desarrolla en lo vivido de la gente, reconstruye los imaginarios de las personas y de las comunidades; despejar las interferencias de ello y su fondo común constituye un requisito intelectual innegable.
Mohammed Noureddine Affaya es Profesor de Filosofía en la Université Mohammed V de Rabat