Frente a la identidad colectiva blanda, basada en ideas imprecisas y asumida por una categoría social de contornos difusos, cabe oponer la identidad colectiva dura asumida por un grupo social estructurado cuya élite produce y difunde una ideología sistemática. El objetivo de este artículo es abordar un esbozo de la identidad dura. Los principales rasgos analizados se refieren a la clasificación unívoca y exclusiva que impone, caracterizada por los conceptos naturales, homogeneizadores y purificadores, imperativos y totalitarios en los que se basa.
Palabras clave: identidad cultural, etnicidad, comunidad, tradición, interculturalidad
Las identidades colectivas implican estructuras sociales y sistemas ideológicos tan complejos y heterogéneos que resultaría artificial abordarlos en bloque. Existen diferentes formas de asumir una identidad colectiva. Algunas, por decirlo de algún modo, son duras y pesadas de llevar, otras son blandas y ligeras. El peso de una identidad colectiva puede apreciarse tanto en el plano sociológico como en el plano ideológico. Varía, en primer lugar, en función del grado de estructuración de los grupos sociales en cuestión. Por ejemplo, en una comunidad tribal, o en cualquier comunidad organizada en torno a bienes colectivos y que cuenta con instancias colectivas de toma de decisiones, asumir la identidad del grupo al que se pertenece implica obligaciones y derechos políticos. En este caso, la dimensión práctica de la identidad colectiva es más importante. Pertenecer a un grupo, asumir o reivindicar la identidad del mismo, implica derechos (acceso a los bienes colectivos) y obligaciones políticas (participación en la financiación y en la gestión de dichos bienes). Ser extranjero supone estar excluido de la vida política del grupo. La residencia, con independencia de su duración, no implica necesariamente el acceso a los bienes colectivos. La identidad práctica no se expresa en un discurso abstracto y sistemático, se reivindica, se negocia, se discute en el marco de contextos sociales y políticos concretos.
En una tribu del Alto Atlas, una de las manifestaciones de la exclusión de los extranjeros se produce durante el reparto ritual de una vaca sacrificada a un santo local. Únicamente los cabezas de familia miembros del grupo tienen derecho al reparto de carne. Para ilustrar los usos prácticos de una identidad política, voy a resumir una fase del ritual al que asistí en 1988 y en el que un extranjero fue adoptado por la asamblea del pueblo. Tras haber elaborado una lista de los derechohabientes (aproximadamente sesenta), algunos asistentes preguntaron si no se había omitido a ningún cabeza de familia. Un joven cabeza de familia propuso añadir el nombre de un habitante, a lo que se opuso inmediatamente el organizador encargado de elaborar la lista. La razón invocada era que no se trataba de un miembro del pueblo. En efecto, nadie discutió el hecho de que era originario de una ciudad a la que su madre, originaria del pueblo, había emigrado al casarse. A la muerte de sus padres, nuestro extranjero se instaló, unos doce años antes, en el pueblo de su madre donde había heredado bienes inmuebles. Durante todo ese tiempo, quedaba decididamente excluido del reparto de los sacrificios y de las reuniones de la asamblea del pueblo. El joven cabeza de familia que apoyaba la integración del extranjero hizo un largo e interesante alegato. Invocó únicamente argumentos políticos. Recordó los diferentes casos en los que el extranjero era considerado miembro del grupo (contribución a gastos colectivos, pago de multa como consecuencia de la violación de una obligación colectiva, en este caso la limpieza de los canales de riego, etc.). Resumió todo ello con ironía, diciendo “si la cosa se pone fea, lo contáis”, reprochando de este modo a la asamblea su posición ambigua. Ésta lo integraba cuando se trataba del pago de obligaciones y lo excluía en cuanto era cuestión de la concesión de derechos. El debate dio lugar a opiniones divididas, si bien el número de personas favorables a la integración del extranjero iba aumentando. Hubo que esperar, no obstante, al reparto de la carne para conocer la decisión definitiva: el extranjero obtuvo, por primera vez, el lote de carne que consagró de forma ritual su nueva condición política (Rachik, 1992: 129-147).
La identidad tribal tiene un fundamento político, y por ello no es inmutable. En función de los contextos, es posible adquirirla o perderla. La condición de extranjero es la que ilustra claramente la naturaleza y el contenido político de la identidad tribal. Existen numerosos procesos a través de los cuales un extranjero se integra en el grupo de acogida. Las reglas de adopción y de asimilación de los extranjeros son diversas y dependen de la apertura del grupo social de acogida, de su tamaño y también de la condición social del extranjero. En ocasiones, extranjeros residentes desde varias generaciones no se integran nunca en el grupo social. En todos los casos, integrarse en un grupo y llevar su nombre constituye un proceso político, siendo accesorio el fundamento cultural. Un extranjero puede proceder de una tribu vecina, hablar la misma lengua, compartir la misma religión, las mismas costumbres que el grupo de acogida, pero esto no es suficiente (Gellner: 60-63; Rachik, 2002: 117-158; Rosen, 1984: 53-57).
La identidad colectiva en las comunidades restringidas que disponen de estructuras de toma de decisiones es, ante todo, una condición política que implica un sistema de deberes, de derechos y de privilegios. En una ciudad, las personas que pertenecen a una tribu, a una región, a un país, siempre pueden identificarse en relación con sus grupos de origen. Pero en la medida en que se limitan a invocar sus orígenes por separado, en la medida en que no se conocen entre sí, mientras no están organizados de forma continua, constituyen una categoría social más que un grupo social estructurado. En ese caso, la referencia a la identidad será laxa y las personas afectadas la utilizarán en mayor medida como un sistema de clasificación y accesoriamente como un recurso o como referencia para resolver cuestiones prácticas privadas (préstamos, matrimonio, intercambio de servicios, etc.). De hecho, desde el punto de vista de las ideas, las identidades colectivas se reducen a un inventario de rasgos culturales, a estereotipos.
Partiendo del estudio de Geertz (1979) relativo al zoco, consideremos someramente el uso de las identidades colectivas en una pequeña ciudad marroquí. En su opinión, la principal características del zoco es la escasa credibilidad de la información. Lo considera como un concurso de informaciones. En un zoco, ignorar lo que otros saben supone una desventaja. La información sobre el precio, la calidad, el peso de las mercancías no es creíble. De este modo, los diferentes elementos del zoco puede valorarse en función de su eficacia como medio para buscar una información creíble. Muestra cómo el recurso a la nisba constituye el medio que permite a las personas acceder a una información creíble.
La nisba es un sistema de clasificación local, a través del cual las personas se definen en relación con su familia, su pueblo, su tribu, su ciudad. Tiende a ser incorporada en los nombres personales (por ejemplo: Omar al-Yazghi = Omar de la tribu de Yazgha). No obstante, se la aborda no sólo como una simple representación de lo que son las personas, sino también como un conjunto de principios, de categorías culturales, mediante los cuales las personas orientan sus interacciones. Dicho de otro modo, se trata de una construcción cultural que proporciona no sólo un sistema de clasificación en función del cual las personas se perciben y perciben a los otros, sino también un marco que les permite organizar algunas de sus transacciones. Conocer la nisba de una persona simplifica el proceso de búsqueda de un interlocutor plausible, perteneciente por lo general a la misma tribu. Es la principal estrategia que permite limitar los costes de búsqueda del interlocutor. Sirve para evitar las manipulaciones del peso, de la calidad de las mercancías en ese intercambio cara a cara.
El uso de la identidad tribal en un mercado no se remite a la tribu como unidad sociopolítica. En la ciudad, las personas se clasifican a sí mismas y clasifican a los demás invocando amplias agrupaciones humanas cuyas estructuras son laxas, cuando no obsoletas (confederaciones tribales, regiones, etc.). Las personas que se remiten a tales identidades no se conocen y, habida cuenta de su número, no pueden conocerse personalmente. En la ciudad, la identidad colectiva y las informaciones relacionadas con ésta se reducen a un conjunto de estereotipos destinados a caracterizar una categoría social de gran dimensión, con un contenido laxo y contornos imprecisos. Las personas nacidas en Fez son comerciantes de telas, las personas originarias de Sous comercian con especias, etc. (Rosen, 1984: 21-28). En una transacción comercial, saber que una persona de Sous vende especias, que es avaro y tiene una buena moralidad, no supone un gran avance. No se dice en absoluto hasta qué punto las personas creen en los estereotipos que asocian a determinada identidad colectiva y hasta qué punto los tienen en cuenta en sus interacciones. Parece que las informaciones que las personas intentan obtener están basadas fundamentalmente en sus experiencias personales o en las de otras personas en relación con el eventual interlocutor. El propio Geertz sostiene que la nisba sólo aporta un esbozo impreciso de lo que son los actores, y que las principales informaciones se obtienen a lo largo del propio proceso de interacción. Concluye que una categorización de tipo nisba conduce, paradójicamente, a un hiperindividualismo. Los actores recurren a las informaciones asociadas a las identidades colectivas de sus interlocutores, pero es durante la interacción cuando se negocian los conceptos que determinan las pertenencias (tribu, aduar, parentesco), cuando se recogen otras informaciones (Geertz, 1986).
Cuando el grupo con el que tratamos corresponde a una categoría social amplia, la identidad es blanda y se reduce a estereotipos que tienen escasos efectos en las interacciones sociales. El uso de identidades colectivas como medio de movilización, como instrumento político, exige que el grupo en cuestión esté organizado (o se esté organizando) de manera “informal” (tribu) o formal (asociación, partido político, etc.). La movilización puede basarse en una ideología identitaria explícita y sistemática. Diferentes estudios sobre el nacionalismo ponen de manifiesto que, cuanto más organizado está el grupo (movimiento nacional) y cuanto más sistemática es la ideología, más numerosas son las obligaciones de los miembros y más dura es de llevar la identidad nacional. El caso extremo es el deber de sacrificar la propia vida en nombre de la nación. Mi propuesta es esbozar los rasgos de una ideología identitaria autoritaria en el marco de este tipo amplio de identidades “duras”.
Clasificación unívoca
Hemos visto que la identidad colectiva implica la clasificación de las personas y de los grupos sociales. Los criterios de esta clasificación son diversos: la política, la religión, la lengua, la raza, la etnia, la nacionalidad, etc., constituyen criterios de clasificación. Sin embargo, la clasificación de las personas y de los grupos no es necesariamente exclusiva ni unívoca. Personas separadas por la religión pueden invocar la nacionalidad como rasgo común. A la inversa, personas separadas por la nacionalidad pueden invocar una religión común, una lengua común, etc. Es posible reivindicar varias identidades colectivas, estableciendo una clasificación jerárquica entre las mismas o indicando simplemente a qué comunidad el individuo debe manifestar una fidelidad extrema: ser español antes que catalán, ser marroquí antes que musulmán, ser árabe antes que cristiano, etc., o a la inversa. La elección entre varias identidades puede basarse en un compromiso. En ese caso, se desecha la cuestión de la jerarquía, se habla de identidad múltiple o plural, situando en un mismo nivel las diferentes identidades colectivas que uno reivindica.
Se puede reconocer una identidad dura por el tipo de clasificación, simple o binaria, de las personas y de los grupos que impone. Adopta un criterio único para definir el grupo y oponerlo al Otro. Impone una definición fija y excluye la relatividad o la jerarquía de las identidades colectivas. No debemos tener la opción entre múltiples identidades que se reivindicarían en función del contexto, debemos asumir una identidad independientemente del contexto. No existe necesariamente una correspondencia entre la identidad dura e identidades colectivas. A menudo, una misma identidad colectiva es objeto de varias ideologías, y la versión dura sólo es una versión más entre otras. Por ejemplo, el nacionalismo árabe es objeto de múltiples ideologías, y la versión dura que excluye las identidades nacionales, las minorías, las lenguas no árabes, etc., sólo es una versión más entre otras. Otras versiones menos autoritarias reconocen las identidades nacionales situando la identidad árabe por encima de todas las demás.
Por consiguiente, la identidad dura tiende a la exclusión de cualquier conflicto de lealtad. El conflicto de lealtad aparece cuando los miembros de un grupo social se encuentran ante una elección difícil entre las identidades que reivindican. En una revuelta tribal, ¿hay que ser leal a la tribu o a la nación? En un conflicto religioso, ¿hay que ser leal a la nación o a la religión? No existe conflicto cuando la lealtad se debe exclusivamente o bien a la tribu, o bien a la religión, o bien a la nación. La ausencia de conflicto no constituye un rasgo propiamente dicho de las identidades duras, es sobre todo consecuencia de la clasificación unívoca que imponen [ 1 ] .
Objetivación de la identidad
La identidad de un grupo social estaría basada en su identidad cultural. Esto significa que los miembros de ese grupo comparten elementos culturales objetivos: una lengua, una religión, costumbres, etc. Este enfoque esencialista exagera los fundamentos objetivos de la identidad colectiva y desecha sus fundamentos subjetivos. La identidad colectiva no puede constituirse partiendo de los rasgos culturales comunes observados por el investigador. También es necesario que los actores consideren esos rasgos como elementos que les distinguen de los demás grupos sociales. Personas que hablan la misma lengua, que reivindican una ascendencia común o que practican la misma religión no comparten forzosamente una identidad colectiva. La creencia subjetiva en esos elementos (o en uno de ellos) constituye una dimensión fundamental en la definición de sus identidades. El elemento objetivo no es, por lo tanto, suficiente, es necesario ver si las propias personas afectadas lo utilizan o no como criterio de clasificación, como elemento de identidad. Objetivamente, las personas pueden estar clasificadas en función del color de su piel, pero el elemento objetivo sólo se convierte en un elemento de identidad cuando los grupos afectados creen que el color constituye un elemento social y cultural distintivo. Existen varios países en los que el color no constituye un emblema de identidad.
Lo mismo ocurre con los rasgos culturales. Los que se tienen en cuenta en la definición de una identidad colectiva no son los que el observador identifica objetivamente, sino los rasgos que los actores consideran como marcadores distintivos y emblemas diferenciadores. Según esta concepción, las personas que se suman a una identidad colectiva no comparten obligatoriamente una cultura común, ni una psicología común. Lo que comparten es únicamente emblemas, ideas, símbolos que sirven para marcar una diferencia cultural (Barth, 1969). Por consiguiente, la identidad colectiva estaría basada, no en elementos comunes objetivos, sino en la creencia subjetiva en determinados elementos considerados como distintivos. Ni siquiera es necesaria la existencia “real” de los rasgos culturales invocados como fundamento de la identidad colectiva. Basta con que las personas afectadas crean en ella. Un grupo puede basar su identidad en una historia común imaginaria, en una genealogía común fabricada... Desde el punto de vista del estudio de la identidad colectiva, es inútil saber si existe o no una historia común comprobada o un parentesco real.
Esta distinción entre la concepción objetiva y subjetiva es sin duda esencial para abordar las identidades colectivas. A menudo se ha asociado, por una parte, la definición objetiva a la definición que el observador elabora a partir de elementos objetivos y, por otra parte, la definición subjetiva a la definición que también elabora el observador pero partiendo del punto de vista de los actores. En mi opinión, esta oposición oculta dos aspectos esenciales de las identidades colectivas: el primero es que los actores (dirigentes tribales, intelectuales, ideólogos, etc.) construyen también definiciones objetivas de la identidad colectiva. La segunda es que lo que algunos actores perciben o eligen subjetivamente se impone a los demás y se convierte, por las circunstancias, en un elemento objetivo y exterior. Una primera generación puede elegir un emblema (dimensión subjetiva de la identidad) que se presentará a las generaciones siguientes como un elemento de identidad objetivo, haciendo creer que es antiguo, histórico, incluso eterno.
La identidad dura presenta los fundamentos identitarios de un grupo como algo objetivo. En última instancia, se pertenece a determinada identidad sin saberlo y contra la voluntad de uno. Los elementos que definen una identidad son objetivos, no se deja ninguna alternativa a los miembros del grupo. El modo en el que se concibe la identidad colectiva es el de la condición prescrita. El individuo hereda, pura y simplemente, los elementos que definen su identidad colectiva. El ejemplo más extremo es aquél en el que la identidad se basa en la raza. No es casualidad que las ideologías más autoritarias recurran a los rasgos biológicos para basar su concepción de la identidad. Los elementos culturales también se conciben como algo que confiere, objetiva y automáticamente, una identidad colectiva. Los ejemplos son numerosos: algunos nacionalistas árabes afirman que es árabe aquél que habla árabe, incluso si lo niega, algunos intelectuales amazighs sostienen que todos los que viven en el norte de África son amazighs (bereberes) sin saberlo, incluso si no hablan ningún dialecto bereber. Para ellos, lo que confiere la identidad es la tierra y no únicamente la lengua. La identidad de un grupo se presenta como algo “natural” y “objetivo”. La única alternativa que tienen sus miembros es endosar la identidad que se les confiere objetivamente, es decir de forma autoritaria. Queda excluida toda negociación, no sólo sobre la identidad que se va a llevar, sino también sobre su contenido.
Homogeneización cultural
Hemos mencionado rápidamente que las identidades colectivas pueden diferenciarse en función de que estén basadas en sistemas culturales difusos e implícitos o en ideologías estructuradas y explícitas. La ideologización de las identidades colectivas requiere especialistas (intelectuales, ideólogos) que seleccionan los emblemas, los símbolos, los acontecimientos históricos, y cualquier otro elementos a partir del cual pueden amañar un sistema de sentido, una definición de la identidad del grupo en cuestión. Así, la ideología se entiende como un sistema de ideas y de valores que expresa de forma explícita lo que es y lo que debe ser el Nosotros y lo que es el Otro. Puede considerarse como la parte “activada” de un sistema cultural. Define, para los miembros del grupo en cuestión, las formas de pensar (tipos de jerarquía a establecer entre las identidades), de comportarse (cómo vestirse, saludarse, etc.) y de sentir (acontecimientos que deben alegrarnos o entristecernos) que son conformes con el Nosotros. Define asimismo las actitudes y los comportamientos que deben observarse en relación con el Otro (dialogar con éste, respetarlo, despreciarlo, excomulgarlo, exterminarlo).
Los ideólogos de la identidad tienen como ideal la homogeneidad de los sistemas culturales que defienden. La intensidad de la homogeneización cultural depende de la escala social de su realización (infranacional, nacional, mundial) y también del tipo de cultura en cuestión (cultura elevada, cultura baja, cultura a secas). Según Gellner, la homogeneización cultural es un fenómeno moderno que el nacionalismo ha asumido. En las sociedades agrarias tradicionales, las comunidades rurales no comparten una cultura común. Lo que las caracteriza es más bien la separación, las diferenciaciones y las divisiones culturales entre las élites y el resto de la población. A nadie le interesa fomentar una homogeneidad cultural. El Estado se contenta con recaudar el impuesto y mantener el orden. La identidad colectiva tradicional (tribal, corporativista, religiosa, etc.) se basa más en la estratificación cultural que en la homogeneización cultural. La idea de que la aristocracia comparte la misma cultura que los campesinos sería impensable en una sociedad tradicional (Gellner, 1983: 24-43; Eriksen, 1993: 102-104).
Por el contrario, la sociedad moderna industrial exige una homogeneidad cultural. Ya no debemos ser producto de un pueblo o de un clan. La cultura ya no debe ser diversificada y estar enclavada en localidades. Ya no debe confirmar y legitimizar una estratificación social. La sociedad industrial exige una población móvil que posea una cultura común, una formación genérica que le permita cambiar de profesión, sistemas de comunicación explícitos que ya no dependan del contexto. Según Gellner, el nacionalismo es una teoría de la legitimidad política que exige que los límites culturales coincidan con límites políticos, los del Estado. Se define por esa voluntad de establecer una congruencia entre la cultura y la sociedad.
Sin embargo, no se trata de cultura en el sentido amplio sino de alta cultura. La nación no se basa en una cultura común cuya existencia es previa a ésta. Por el contrario, la formación de las naciones, los procesos de homogeneización cultural que la acompañan y el sistema educativo que difunde esta alta cultura son consecuencia de la industrialización. El individuo es miembro directamente de la nación, en virtud de esta alta cultura común. La homogeneidad cultural, que el nacionalismo se esfuerza por fomentar, es producto de las condiciones estructurales de la sociedad industrial. La cultura en cuestión es la alta cultura difundida por el Estado y su sistema educativo.
La normalización cultural es sin duda indispensable para identidades colectivas que se sitúan a una escala global. Anderson (1983) muestra cómo la lengua impresa contribuía a sentar las bases de una conciencia nacional. Las personas que hablaban variedades de francés, de inglés, etc., podían comprenderse cada vez más en una lengua vernácula impresa progresivamente más normalizada. Este colectivo lector, conectado gracias a lo impreso y que comprende la “misma” lengua, se considera como el embrión de una comunidad nacional imaginaria. Pone de manifiesto cómo, en Europa, la conciencia de pertenecer a una nación ha sido posible gracias a la convergencia de una tecnología de la comunicación (la imprenta), del desarrollo de las lenguas vernáculas y de un sistema de producción (el capitalismo).
La homogeneización cultural objetivo de las ideologías identitarias no se reduce a estos procesos de normalización realizados a nivel lingüístico y educativo. La ideología del melting pot (crisol de culturas) va más lejos. Individuos originarios de diversos horizontes culturales y lingüísticos deben fusionarse en un único grupo social que comparte una cultura y una identidad comunes.
Identidad imperativa e identidad selectiva
Con la ideologización de la identidad colectiva, la homogeneización cultural tiende a hacerse imperativa y totalitaria en el sentido de que su objetivo es infiltrarse en todas las esferas de la vida social y, en particular, en lo que es visible. El cuerpo y la vestimenta constituyen objetivos ideales de las identidades imperativas debido a su dimensión espectacular: la gente dice (o se ve obligada a decir) lo que es a través de la ropa, del cuerpo (pelo largo, hijab , cabezas rapadas, formas de llevar la barba, tatuaje) y del mobiliario. Algunos fundamentalistas musulmanes rechazan el mobiliario moderno e incluso tradicional y se contentan con esteras o alfombras. Desde el punto de vista de las relaciones sociales, las ideologías identitarias imponen otras obligaciones a los interlocutores que deben elegirse (amigos, cónyuges, colegas, clientes, etc.).
Cualquier identidad colectiva no se contenta únicamente con decir “lo que uno es” sino también “lo que se debe hacer”. La diferencia fundamental entre una identidad imperativa y una identidad selectiva es que esta última indica a las personas lo que son y lo que deben hacer en ocasiones determinadas y en sectores limitados de la vida social: llevar determinado traje tradicional, religioso o nacional en determinada ocasión. La identidad selectiva deja una mayor libertad a los individuos. La identidad más dura de llevar sería la que se basa a la vez en una ideología autoritaria y totalitaria de la identidad colectiva. Ésta no se contenta con una elección de ocasiones para manifestar la identidad, hay que proclamarla todos los días a los cuatro vientos. Tampoco se contenta con un sector de la vida social (ritual, vestimenta, mobiliario, alimentación, etc.) sino que pretende organizar y uniformizar la vida social de las personas, tanto la pública como la privada e íntima.
La ideología identitaria puede beber de la política y de la religión. Su ideal consiste en borrar la individualidad de los miembros de un grupo (ya sean comunistas, fascistas, nazis, integristas cristianos, islamistas o judíos, etc.), y los hace intercambiables (la misma barba, el mismo corte de pelo, vestimenta con la misma forma y el mismo color, el mismo mobiliario, la misma alimentación, la misma celebración de la boda, de los funerales, etc.) [ 2 ] .
Cuanto más selectiva es la identidad colectiva, limitándose a algunos sectores de la vida social, más blanda es y más débil es su poder de imposición. En este caso, para reivindicar una identidad colectiva, las personas no se sienten obligadas a endosar día y noche toda una cultura. Algunos objetos, ritos, símbolos, etc. son suficientes para remitirse a la misma. Los emblemas identitarios son sin duda necesarios para la supervivencia y la cohesión de un grupo social. Sin embargo, cuanto menos numerosos son estos emblemas, más blanda será la identidad colectiva que debe asumirse y mayor será la libertad de las personas que reivindican una identidad común.
Purificación
La identidad se construye y se vive no en el aislamiento sino en la interacción con grupos sociales. El contenido del Nosotros depende de la concepción y de las interacciones con el Otro. Lo que cuenta son los límites, las fronteras (en el sentido simbólico y no espacial y territorial) con el Otro. Construir una identidad colectiva equivale a elegir algunos elementos que simbolizan la diferenciación respecto al Otro. Lo que importa en una identidad colectiva no es sólo lo que es común (cultura, lengua, nacionalidad, religión, etc.), es necesario además que lo que es común traduzca diferencias, trace fronteras culturales con el Otro.
La naturaleza y el contenido de las fronteras elegidos para diferenciarse del Otro difieren en función del grado autoritario de las ideologías identitarias. En los estereotipos, el Otro prácticamente no está definido y, en el peor de los casos (evidentemente, para los que lo sufren), está ridiculizado, caricaturizado, despreciado, etc. En el extremo de la “identidad de chiste” (recordemos las bromas y anécdotas que los nacionales de un país cuentan sobre sus vecinos) encontramos la purificación, que puede referirse a la lengua, a las costumbres, al arte, a la historia. Sigue siendo una forma tajante y extrema de crear las fronteras con el Otro. Se trata de un instrumento utilizado para estar al acecho de las contribuciones extranjeras y expulsar a los intrusos. Ser un buen francófilo es optar por las palabras francesas en lugar de por palabras extranjeras, a menudo inglesas: supone decir “télécopie” en lugar de “fax”, “défi” en lugar de “challenge”, “bonne fin de semaine” en lugar de “bon week-end”, etc. Es lo que Hobsbawn denomina el “nacionalismo filológico”, es decir, la insistencia en la pureza lingüística del vocabulario nacional, que ha obligado a los científicos alemanes a traducir “oxígeno”, Sauerstoff , e inspira en la actualidad en Francia una lucha de retaguardia desesperada contra los estragos del franglais ” (Hobsbawn, 1992: 108). En Marruecos, el partido del Istiqlal, defensor de una política de arabización de la Administración y de la enseñanza, pretendía, después de la independencia, la eliminación de las palabras francesas y extranjeras de la lengua vehicular ( darija ) y sus sustitución por palabras árabes. La forma era francamente imperativa: “no digas ‘croissa' [croissant], di ‘hilaliya'”. Toda ideología identitaria tiene como objetivo homogeneizar, purificar la lengua y la cultura de los aportes extranjeros. Se convierte en autoritaria cuando la purificación se hace sistemática e imperativa, cuando se adoptan sanciones contra las personas (periodistas, intelectuales, etc.) que no respetan el ideal de la identidad pura y dura.
En resumen, nos encontraríamos en presencia de dos clases extremas de identidades colectivas: una es blanda, tanto desde el punto de vista de la organización social (categoría social) como desde el punto de vista ideológico (estereotipos); la otra es dura, asumida por un grupo estructurado cuya élite produce y difunde una ideología sistemática. Un tipo de identidades colectivas ocupa un lugar intermedio, en el sentido de que se basa en una organización estructurada (tribu, cofradía religiosa, etc.) pero no en una ideología identitaria sistemática. La identidad dura estaría caracterizada por una clasificación unívoca y exclusiva y por la ausencia de conflicto de lealtad. Se presenta como algo natural, objetivo, externo y que trasciende de los miembros del grupo. Su ideal es no sólo la homogeneización del grupo en el plano social y cultural, sino la purificación cultural, lingüística, incluso étnica. La realización de estos ideales se hace en el marco de un concepto imperativo y totalitario de la identidad colectiva.
Referencias bibliográficas
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