RESUMEN
Este artículo analiza la evolución de la posición española respecto de las dos grandes iniciativas de cooperación en el espacio mediterráneo: El Proceso de Barcelona y la Política Europea de Vecindad. Por un lado, se constata el papel motor de España tanto en el lanzamiento en 1995 del Partenariado Euromediterráneo como en el impulso dado diez años más tarde con la celebración de la cumbre euromediterránea extraordinaria. Por el otro, se examina la progresiva adaptación del discurso español hacia la Política Europea de Vecindad, intentando maximizar las preferencias de España para con sus vecinos sin que ello ponga en peligro la supervivencia del Proceso de Barcelona. Finalmente, se identifican algunas de las propuestas planteadas recientemente para la cooperación euromediterránea, como el Estatuto Avanzado para Marruecos o la propuesta francesa de Unión Mediterránea. Ante estos posibles escenarios de futuro, la diplomacia española debe garantizar su influencia en la política mediterránea de la UE.
Palabras clave: España, Partenariado Euromediterráneo, Política Europea de Vecindad, Marruecos.
El Mediterráneo ha sido una de las principales prioridades de la España democrática. La política exterior española suele describirse como un triángulo cuyos tres vértices corresponden a las tres principales prioridades de la política exterior. Europa (o la Unión Europea –UE–) es el vértice superior y los dos inferiores son Iberoamérica y el Mediterráneo, prioridades importantes pero siempre subordinadas a la dimensión europea (Barbé, 1998a). Esta imagen, en concreto la subordinación de estas dos prioridades tradicionales de la diplomacia española, ilustra un proceso de europeización de la política exterior española.
La literatura sobre europeización, mayoritariamente anglosajona, suele diferenciar entre la europeización bottom-up (el intento de los países miembros de elevar sus prioridades y preocupaciones a escala europea), y la europeización top-down (la adopción por parte de un país miembro de las políticas y prioridades de la UE) (Bulmer y Radaelli, 2005; Wong, 2005). La aproximación española a la dimensión mediterránea encaja, sobre todo, con la primera de las acepciones, ya que su implicación fue crucial para el lanzamiento y desarrollo del Partenariado Euromediterráneo. La Política Europea de Vecindad (PEV), a diferencia del Proceso de Barcelona, no es una iniciativa que lleve sello español, pero Madrid no ha tenido más remedio que adaptarse a esta nueva política europea. Por tanto, podríamos considerar que esta adaptación responde a una lógica de europeización top-down [ 1 ] . En otras palabras, el Partenariado es un caso de proyección nacional mientras que la PEV responde a una dinámica de convergencia con las políticas europeas.
Basándonos en la bibliografía y en la literatura gris existente, así como en entrevistas con actores de la política exterior española, valoraremos el alcance y repercusiones de esta adaptación. Iniciaremos el estudio con una discusión sobre la convivencia del Proceso de Barcelona y la PEV, pasando posteriormente al análisis del activismo español en el refuerzo de la política mediterránea europea desde los años noventa. Seguidamente, señalaremos cuáles fueron las primeras reacciones de España al lanzamiento de la PEV y valoraremos la contribución española a esta política desde su nacimiento. Finalmente, debatiremos si existe una posición unánime de la diplomacia española respecto a esta política y esbozaremos algunos escenarios de futuro.
PROCESO DE BARCELONA Y POLÍTICA EUROPEA DE VECINDAD: ¿UN JUEGO DE SUMA POSITIVA?
Para entender en qué medida existe cierto riesgo de que la PEV sustituya, margine o eclipse al Proceso de Barcelona o si, como desde la Comisión Europea siempre se sostiene, son dos iniciativas que no sólo se complementan sino que se refuerzan mutuamente, debemos analizar cómo se gestaron y cuáles son sus características principales. El Partenariado Euromediterráneo (PEM) se inició en noviembre de 1995 con la primera conferencia euromediterránea en Barcelona. Surgió en un contexto marcado, a escala mundial, por las primeras evidencias de una globalización imparable y por el auge de los procesos de construcción regional. En el ámbito europeo, por la necesidad de gestionar los efectos de la caída del muro de Berlín y de dar respuesta a la vocación europea de los países del centro y del este del continente. Y, en el ámbito mediterráneo, por la acentuación de los desequilibrios socioeconómicos, por el mantenimiento de viejos conflictos regionales, aunque con cierta esperanza tras los Acuerdos de Oslo, y por la aparición de nuevos focos de tensión (Balcanes, Argelia).
En esas circunstancias y bajo el liderazgo de los países mediterráneos de la UE, que querían reequilibrar las prioridades meridional y oriental de la UE (Barbé, 2001), se impulsó un proceso que se marcaba como objetivo hacer del Mediterráneo un área de paz, prosperidad compartida e intercambio humano. A diferencia de iniciativas anteriores, en este marco todos los países estaban, al menos en teoría, en pie de igualdad y es por ello que se acuñó el término partenariado. Este marco se articula en una dimensión multilateral, en la cual se encuentran los ahora 27 miembros de la UE y 10 socios mediterráneos y un marco estrictamente bilateral (UE-país socio) centrado, principalmente, en la negociación e implementación de los nuevos acuerdos de asociación y del área de libre comercio que estos acuerdos llevan implícita.
Elementos de contexto como el rebrote de la tensión en el Próximo Oriente, la escasa visibilidad de las actividades y programas del marco euromediterráneo, unas expectativas exageradas en relación con los medios y una voluntad política fluctuante y dispar tanto en el norte como en el sur del Mediterráneo son algunas de las principales causas de que este proyecto, recibido con gran entusiasmo en 1995, sea hoy objeto de duras críticas. Frente a estas críticas, en el año 2005 (coincidiendo con la conmemoración del décimo aniversario del Partenariado) se intentó revitalizar este proceso y se convocó la primera cumbre euromediterránea de jefes de Estado y de Gobierno. En esta cumbre se consiguieron acuerdos sustanciales bajo forma de un programa de trabajo quinquenal y un código de conducta para la lucha antiterrorista (Prat, 2006). Sin embargo, las expectativas generadas siguieron sin colmarse (Asseburg, 2005; Gillespie, 2006). La percepción de lo que fuera un éxito moderado para unos y un fracaso para otros tenía una especial significación en un momento en que debía encontrarse un encaje o incluso una división de tareas entre el Proceso de Barcelona y la nueva Política Europea de Vecindad (Soler i Lecha, 2006).
La PEV se gestó con una lógica distinta a la del Partenariado que se explica, fundamentalmente, por el modelo en el que se inspira: la política de ampliación. Los lazos entre la experiencia de la ampliación y la PEV son múltiples. Por un lado, la UE empezó a darse cuenta de que, tras las ampliaciones de 2004 y 2007, tendría nuevas fronteras y con ello nuevos vecinos y nuevos temas para gestionar. Por otro, porque se había evidenciado que la plena adhesión generaba un notable atractivo entre estos nuevos vecinos (especialmente en Ucrania y Georgia) y, aunque no se querían marcar nuevas líneas de fractura, la UE no estaba en disposición de ofrecer tal perspectiva a corto o medio plazo. Finalmente, porque la ampliación ha resultado ser el instrumento más eficaz de la política exterior a la hora de promover reformas políticas y económicas en estados terceros y, por consiguiente, se decidió exportar el método de la ampliación aunque fuera con menores exigencias y sin ofrecer el incentivo de la ampliación (Dannreuther, 2006; Kelley, 2006 y Balfour y Rotta, 2005).
La PEV se diseñó entre el año 2002 y 2004. Durante este período sufrió notables modificaciones respecto a su espectro geográfico (pasando a abarcar no sólo a los vecinos del Este sino también a los mediterráneos y caucásicos), su denominación (inicialmente conocida como Wider Europe ) y detalles concretos de su formalización y financiación. El resultado es una política fundamentalmente bilateral, en la cual la UE ofrece perspectivas de mayor integración en el mercado interior y participación en agencias y programas europeos a cambio de amplias reformas políticas y económicas en sectores específicos. Su aplicación al Mediterráneo consiste en el refuerzo de la dimensión bilateral ante la evidencia de que el conflicto de Oriente Medio dificultaba avances en lo multilateral (Johansson-Nogués, 2004 y Herranz 2007). En la medida en que esta política incluye a la inmensa mayoría de los socios del Proceso de Barcelona, es razonable que muchos se pregunten si el Partenariado está destinado a ser subsumido en la Política Europea de Vecindad (Núñez, 2006). Desde ámbitos gubernamentales suele repetirse, en público, que ambos marcos son compatibles y que incluso se refuerzan mutuamente. En privado, las valoraciones llegan a ser distintas, puesto que existe una preocupación no sólo por el impacto de la PEV, sino también por el hecho de que ambas deban coexistir con otros marcos impulsados por actores europeos (el 5+5, el Partenariado Estratégico para el Mediterráneo y Oriente Medio y quizás en el futuro la Unión Mediterránea propuesta por Nicolas Sarkozy) o por actores no europeos como el Broader Middle East and North Africa Initiative impulsado por los Estados Unidos.
En esta coyuntura, se ha presentado el Proceso de Barcelona como un marco que podría especializarse en cuestiones como el diálogo político, la dimensión institucional y algunas políticas de la dimensión regional (Soler i Lecha, 2006) [ 2 ] . Incluso así, algunas novedades en lo que podríamos llamar la PEV reforzada [ 3 ] podrían llegar a solaparse con la dimensión multilateral e institucional del Proceso de Barcelona. Ejemplos de ello son la Comunicación de la Comisión Europea de 4 de diciembre de 2006 que abogaba por encontrar espacios que desbordaran el marco estrictamente bilateral [ 4 ] , y la conferencia celebrada en Bruselas el 3 de septiembre de 2007 que combinaba una dimensión ministerial con otra dirigida a la sociedad civil. Estas recientes propuestas pueden mejorar el funcionamiento de la PEV pero también ponen en entredicho la especificidad y el valor añadido del marco euromediterráneo. Es lógico, pues, que nos preguntemos cuál ha sido la actitud de España ante esta tesitura y cómo se valora el riesgo de marginalización de un Proceso de Barcelona en el cual este país ha tenido un especial protagonismo.
ESPAÑA Y EL PROCESO DE BARCELONA: UNA PATERNIDAD INDISCUTIDA
El papel protagonista de España en la política mediterránea de la UE se ha de entender en el marco de las repercusiones que la recuperación de la democracia tuvo respecto a las prioridades, enfoques e instrumentos de la política exterior durante la dictadura. Esta se había apoyado en lo que se denominaba “la tradicional amistad con el mundo árabe” que, en realidad, escondía políticas reactivas y de escasa profundidad estratégica (Gillespie, 2000; Algora Weber, 1995; Rein, 1999). Con la recuperación de la democracia se puso en marcha una política transversal fuertemente apoyada en la dimensión de cooperación regional.
La implicación española en la activación de distintas iniciativas mediterráneas de cooperación se hizo especialmente patente a partir del año 1989. De hecho, desde finales de los ochenta puede hablarse del redescubrimiento del Mediterráneo por parte de España (Barbé, 1992). En el mismo momento en que un comisario español, Abel Matutes, lanzaba desde Bruselas la Política Mediterránea Renovada, el Gobierno español impulsó con Italia la no-nata Conferencia para la Seguridad y la Cooperación en el Mediterráneo. Poco después, el Gobierno español, que ya participaba en el marco de diálogo 5+5 para el Mediterráneo Occidental, se constituyó en uno de los principales defensores de la necesidad de encontrar un nuevo marco para las relaciones euro-marroquíes (Hernando de Larramendi, 2006). En 1992, España fue uno de los principales impulsores, bajo presidencia portuguesa del Consejo, de la puesta en marcha de un partenariado euro-magrebí. Esta idea acabaría siendo el germen del Partenariado Euromediterráneo.
Entre esa fecha y la celebración de la conferencia euromediterránea de noviembre de 1995, España se unió con otros estados mediterráneos de la UE y con la Comisión Europea para dar un salto cualitativo en la cooperación euromediterránea. En un contexto marcado por la crisis argelina y los primeros indicios de temas que iban a tomar una importancia creciente en los años venideros (la inmigración irregular y el terrorismo de raíz islamista), España era consciente de que no podía hacer frente, por sí sola, a los grandes retos políticos, económicos y sociales que afectaban al Mediterráneo. Necesitaba, pues, la implicación de una Unión Europea cuya prioridad no era sólo el Mediterráneo sino también los países del centro y este de Europa que en ese mismo momento llamaban a las puertas de la UE. En este proceso fue fundamental el papel de Felipe González, quien consiguió cerrar un acuerdo con Helmut Kohl en el Consejo Europeo de Cannes de junio de 1995, y que hizo posible equilibrar las ayudas destinadas a los países mediterráneos y los países del Este. Una vez cerrado este acuerdo, España se esmeró en conseguir un éxito notable en el marco de su presidencia de turno en un momento especialmente complicado en el ámbito de la política doméstica (Barbé, 1999). Así, la diplomacia española e individuos concretos, como Javier Solana, entonces ministro de Asuntos Exteriores, y Miguel Ángel Moratinos, su director general de Política Exterior para África y Oriente Medio, pusieron todo su empeño para consensuar la Declaración de Barcelona de 1995 y vencer las resistencias que, por distintos motivos, habían expresado diversos socios mediterráneos (Barbé, 1996).
España consideró un éxito diplomático la asunción por parte de la UE de un Partenariado que permitía dar un salto cualitativo en las relaciones entre la UE y cada uno de los socios mediterráneos y que, a su vez, aportaba un novedoso marco multilateral de diálogo político entre europeos, árabes e israelíes. Un éxito, no sólo porque debía contribuir a garantizar los intereses españoles en el Mediterráneo, sino porque potenció la imagen y el prestigio de España tanto entre sus socios europeos como frente a los socios del sur y del este del Mediterráneo. La clase política española, y sobre todo su diplomacia, orgullosas
del éxito conseguido, se erigieron desde entonces en defensoras de las virtudes del Proceso de Barcelona frente a las críticas sobre los insuficientes resultados del mismo. Es especialmente revelador el hecho de que el apoyo al Partenariado Euromediterráneo ha conseguido permanecer relativamente al margen del debate político doméstico que ha afectado a la política exterior española, especialmente en temas sensibles como la dimensión transatlántica y las relaciones con Marruecos, Cuba o Venezuela (Aixalà, 2005 y Soler i Lecha, 2007).
Bajo gobiernos tanto del PP como del PSOE tuvieron lugar en España dos acontecimientos que permitieron reafirmar el compromiso del Gobierno y de la diplomacia española con el Proceso de Barcelona. El primero tuvo lugar en el año 2002, bajo presidencia de turno española. Uno de los principales retos del ejecutivo de José María Aznar fue conseguir un éxito en la conferencia euromediterránea de Valencia en abril de ese año. No era nada fácil, ya que la conferencia se celebró en un momento dramático debido a la espiral de violencia en que había entrado el conflicto israelo-palestino y por la tensión causada al empezarse a conocer los planes anglo-estadounidenses de invadir Irak. Sin embargo, la presidencia abordó la conferencia de Valencia como una de las actividades más importantes del semestre y la diplomacia española puso una determinación considerable en relanzar un proceso sumido en el pesimismo. En esta conferencia se pudo acordar un Plan de Acción que, entre otros elementos, sugirió la creación de una Asamblea Parlamentaria Euromediterránea (APEM) y de una Fundación Euromediterránea para el Diálogo entre las Civilizaciones (embrión de la Fundación Anna Lindh). Tomando en consideración el contexto adverso y comparando los resultados de la conferencia de Valencia con conferencias anteriores, podemos decir que la imagen de España como país comprometido con el proceso euromediterráneo se reforzó. A ello contribuyó la voluntad política del ejecutivo popular pero, sobre todo, el esfuerzo del personal diplomático (Soler i Lecha y Weltner-Puig, 2002).
El segundo acontecimiento, que tuvo lugar durante el Gobierno presidido por José Luis Rodríguez Zapatero, fue la celebración de la cumbre euromediterránea extraordinaria en Barcelona en el año 2005. De hecho, la celebración de esta cumbre era un compromiso del Partido Socialista que se había recogido en el programa electoral de este partido para las elecciones de 2004 (Barbé y Soler i Lecha, 2005). Para hacerlo realidad, durante la segunda mitad de 2004, los diplomáticos españoles tuvieron que persuadir a sus homónimos europeos y mediterráneos para que apoyaran la propuesta española de acoger esta cumbre euromediterránea. Era especialmente necesario convencer a los países europeos y, sobre todo, a sus colegas británicos ya que este país ocuparía la presidencia en el momento en que se quería celebrar la Cumbre de Barcelona. Estos esfuerzos dieron sus frutos en la reunión ministerial euromediterránea de La Haya de 2004 en la que se aprobó la celebración de la cumbre y se declaró el año 2005 como el Año del Mediterráneo [ 5 ] .
El Gobierno español esperaba que la cumbre permitiera dar un nuevo impulso al PEM. Asimismo, Zapatero buscaba un éxito visible e indiscutible para silenciar las críticas de la oposición conservadora sobre su política exterior. En este sentido, el Gobierno quería conseguir una imagen de unidad de todos (o de la inmensa mayoría) de los jefes de Estado de los entonces 35 socios. Ello daría mayor visibilidad al PEM y sería un buen ejemplo de la influencia española en la política mediterránea de la UE. Se esperaba conseguir también como resultado un documento sólido, adoptado por todos los socios, que evidenciase el compromiso con el mantenimiento del PEM.
Al hacer balance de los resultados de la cumbre, situaríamos entre los aspectos positivos el hecho de que los jefes de Estado y de Gobierno de casi todos los países de la UE acudieran a la reunión [ 6 ] . Igualmente positivo fue la adopción del programa de trabajo que abría nuevas oportunidades de cooperación en ámbitos especialmente prometedores como el educativo, el judicial y de asuntos de interior. Por el contrario, cabe lamentar que casi todos los socios mediterráneos meridionales enviasen a representantes de segunda fila (con la excepción de Turquía y la Autoridad Nacional Palestina) y ello contribuyó a que los resultados de Barcelona no obtuvieran la visibilidad deseada. Tras la celebración de la cumbre, se extendió un sentimiento de frustración entre la mayoría de los observadores, quizás porque las expectativas que habían generado eran exageradas. Sin embargo, desde círculos políticos y diplomáticos españoles se continuó defendiendo tanto los resultados de la cumbre como la necesidad de seguir profundizando en la cooperación en el marco euromediterráneo. Principalmente, con la vista puesta en el hecho de que otros actores pudieran estar tentados de sustituir el Proceso de Barcelona en el marco de la Política Europea de Vecindad.
La extraordinaria implicación de España en la política mediterránea de la UE y la defensa de su buque insignia, el Proceso de Barcelona, se explica por diversos motivos. En primer lugar, porque el ámbito euromediterráneo, a diferencia de otras prioridades geográficas de la UE o de una perspectiva ampliada hacia el Gran Oriente Medio, es un ámbito en el que España puede ejercer liderazgo e influir decisivamente en las decisiones que se toman. En segundo lugar, porque está arraigada la convicción de que esta iniciativa no sólo es positiva para los intereses españoles, sino también para los intereses europeos, mediterráneos e incluso globales. En tercer y último lugar, porque no debemos olvidar que aunque hayan pasado más de 12 años, algunos de los máximos responsables en la política y la diplomacia española actual tuvieron una especial implicación en el lanzamiento del Proceso de Barcelona en 1995. Por consiguiente, podríamos considerar que les une un cierto lazo afectivo con este proceso y que no están dispuestos a asumir un fracaso que equivaldría a reconocer que los esfuerzos realizados han sido en vano.
Como decíamos al inicio, la implicación (o paternidad) de España en el lanzamiento y desarrollo del Proceso de Barcelona supone un magnífico ejemplo de europeización bottom-up. En otras palabras, un proceso en el que las prioridades y preocupaciones de la política exterior española han sido asumidas por el conjunto de los Estados Miembros e instituciones comunitarias.
ESPAÑA Y LA POLÍTICA EUROPEA DE VECINDAD: HACER DE LA NECESIDAD, VIRTUD
Como hemos señalado anteriormente, el nacimiento de la PEV está íntimamente ligado a la ampliación de la UE hacia el centro y este de Europa. Por ello, la actitud de España ante la PEV viene marcada por su posición hacia las ampliaciones de 2004 y 2007. El apoyo español a la adhesión, en 2004, de ocho países de Europa Central y Oriental, además de Chipre y Malta, fue constante pero discreto, a pesar de que, a priori, España no debía salir beneficiada económicamente sino más bien todo lo contrario. Distintos factores subyacen tras el apoyo español a la ampliación. Por un lado, Anna Herranz (2004) y Sonia Piedrafita (2005) han subrayado que los ejecutivos españoles justificaron su apoyo a la ampliación tanto por intereses estratégicos como comerciales. Otros autores, como Helen Sjursen (2002) y Carlos Closa y Paul Heywood (2004), han destacado también la existencia de un compromiso moral. Así, los políticos españoles no hubieran creído justo negar a los países del Este aquello que a España ha beneficiado de forma tan contundente. Finalmente, deben considerarse las consecuencias que un veto español (o la amenaza del mismo) habrían tenido para la imagen y los intereses españoles en la construcción europea. De todos modos, como explica Sonia Piedrafita (2005), la actitud española debe calificarse como un “sí… pero”, puesto que en algunas ocasiones intentó conseguir compensaciones a cambio de su apoyo (política de cohesión o refuerzo de la política mediterránea de la UE). En concreto, España intentó que la UE reequilibrara sus prioridades estratégicas, reforzando la dimensión mediterránea en un momento en que la política hacia el centro y este de Europa se afianzaba como la principal preocupación de la Unión (Barbé, 1998b).
En lo que respecta a la ampliación de 2007, España se significó como uno de los principales valedores de las candidaturas búlgara y rumana. La entonces ministra de Asuntos Exteriores, Ana Palacio, afirmaba en 2002 que “la ampliación no debe traducirse en un desplazamiento al norte y este de su centro de gravedad. El equilibrio geográfico es imprescindible y para su preservación los europeos hemos de procurar que Bulgaria y Rumania, así como en su momento Turquía, se encuentren lo antes posible en condiciones de entrar” [ 7 ] . El apoyo español se fundamentaba en la esperanza de que Bulgaria y Rumanía se sumasen a un todavía embrionario eje mediterráneo en el seno de la Unión. La actitud española ante estas ampliaciones (bajo perfil inicial, implanteable veto español, búsqueda de cierto reequilibrio entre la prioridad oriental y meridional de la UE) vuelve a reproducirse al abordar la Política Europea de Vecindad. Podemos observar que se ha producido una interesante evolución en la actitud de España ante la PEV. Cuando empezó a plantearse, España mantuvo un bajo perfil aunque sí que se destacó en la defensa de la inclusión de los vecinos mediterráneos en este nuevo marco. A esta etapa le siguió un período de mayor escepticismo, caracterizado por el temor de que la PEV pudiera sustituir al Proceso de Barcelona. Finalmente, observamos una lenta pero decidida adaptación del discurso y de la práctica de la política exterior española, integrando la lógica de la PEV e intentando maximizar los beneficios que pueda aportar a los intereses españoles.
La primera etapa corresponde a los dos últimos años de Gobierno del Partido Popular, es decir, con Ana Palacio como titular del Ministerio de Asuntos Exteriores. A diferencia de lo que sucedió en los años noventa con el nacimiento del Proceso de Barcelona, España tuvo un papel escaso o nulo en las primeras formulaciones de lo que acabaría siendo la PEV [ 8 ] . La diplomacia española tuvo, eso sí, un papel reactivo, centrado en dos direcciones. Por un lado, España apostó, junto con Italia y la Comisión Europea, por incluir dentro de este nuevo marco a los países mediterráneos. El interés de esta inclusión de los países mediterráneos se explica, en palabras de la propia ministra Palacio, por la voluntad de “situar a los socios mediterráneos en pie de igualdad con los países de la Europa del Este, lo que garantiza que la UE continúe prestando al Mediterráneo la atención y la prioridad que se merece” [ 9 ] . Aunque verbalizada por la propia ministra, la preocupación por los efectos que esta nueva política pudiera tener para la política mediterránea de la UE (y muy especialmente para su dimensión financiera) provenía de sectores técnicos del cuerpo diplomático [ 10 ] . Por otro lado, la segunda prioridad que defendieron el Gobierno y la diplomacia española fue que esta nueva política se basase en el principio de la diferenciación. España apoyó que la PEV se estructurase sobre la base de planes de acción adaptados a las necesidades y realidades de cada país socio y que detallaran los objetivos estratégicos que esta política debería perseguir en áreas sectoriales específicas. En cualquier caso, tanto en relación con la inclusión de los países mediterráneos en esta política, como con la primacía del principio de diferenciación, España siguió actuando de forma reactiva, apoyando las ideas de otros estados (Italia) o instituciones (Comisión Europea) que eran más acordes con sus propios intereses pero sin formular contribuciones propias.
La segunda etapa, caracterizada por un mayor escepticismo respecto a la PEV y una defensa a ultranza del marco euromediterráneo, corresponde a los dos primeros años del Gobierno del Partido Socialista. Esta desconfianza se desarrolla en paralelo a los primeros pasos hacia la implementación de la PEV. Es decir, con la publicación de la comunicación de la Comisión Europea [ 11 ] y de los primeros informes por países y planes de acción. En aquel momento, se generaliza la percepción de que la PEV y la política exterior europea en general centran su atención en los retos provenientes de la Europa del Este. El ministro Moratinos, en comparecencia parlamentaria, afirmaba incluso que España velaría para evitar que “la política de nuevos vecinos se convierta en una preadhesión encubierta por los países del Este, consagrando así una discriminación entre regiones” [ 12 ] . Esta afirmación debe entenderse en el contexto de efervescencia política en Ucrania (Revolución Naranja) en el que distintos actores europeos (Parlamento Europeo y Polonia, especialmente) se afanaban a reconocer la vocación europea de dicho país. Sin embargo, el hecho de que el país mediterráneo que mayor entusiasmo mostrara hacia la PEV fuera el Reino de Marruecos, favoreció un replanteamiento de la desconfianza inicial de España [ 13 ] . En plena recuperación de unas relaciones bilaterales terriblemente dañadas desde el año 2001 y con el Gobierno de Rabat cómodo con el concepto de diferenciación de la PEV, empezó a verse esta política como una buena oportunidad para mejorar las relaciones bilaterales entre Marruecos y la UE y, de paso, las relaciones hispano-marroquíes. Aun aceptando la posible contribución de la PEV en el ámbito bilateral, el Gobierno español se esforzó, como hemos visto, en relanzar y dar mayor visibilidad al Proceso de Barcelona, especialmente en su ámbito multilateral. Fue en este proyecto y no en la PEV donde centró sus esfuerzos políticos y diplomáticos.
La tercera y última etapa estudiada corresponde a la segunda mitad de la octava legislatura. Esta etapa se caracteriza por un mayor activismo de España en el marco de la PEV. Esta readaptación, que observamos en el discurso y en acciones concretas, se deriva de la constatación de que ya es una política irreversible y que, por consiguiente, lo que tiene que hacerse es intentar evitar que su desarrollo sea contradictorio con los intereses de España y, si es posible, optimizar sus resultados. El activismo de España durante este período ha tenido una vertiente reactiva y otra más propositiva. La primera corresponde, sobre todo, a una mayor implicación en la negociación del Instrumento Europeo de Vecindad y Asociación (IEVA) para que este fuera acorde con los intereses de España. En el marco de unas largas negociaciones, el Gobierno se situó entre quienes defendían las virtudes de lo que se conoce como modelo regata de obtención de fondos. En otras palabras, un modelo en el que los distintos países vecinos competirían en pie de igualdad por la totalidad de los recursos y que, por tanto, aquel que presenta una mejor propuesta, o tiene mayor capacidad de gestión, obtiene una proporción mayor de los recursos [ 14 ] . Asimismo, el Gobierno intervino para que más regiones españolas pudieran beneficiarse de los programas de cooperación transfronteriza previstos en este instrumento [ 15 ] , para asegurarse de que en una primera etapa los países mediterráneos no vieran disminuidos los recursos que recibían con los fondos MEDA y para, finalmente, reforzar los programas bilaterales [ 16 ] .
La vertiente propositiva de esta tercera etapa del Gobierno español se ha centrado en el impulso del estatuto avanzado UE-Marruecos. Este país magrebí, satisfecho con la diferenciación que propone la PEV, es el país del Mediterráneo que más ha progresado en la implementación del plan de acción y, en varias ocasiones, ha mostrado la voluntad de ir más allá de la asociación actual mediante un nuevo marco jurídico e institucional. Como afirmaba el ministro Moratinos ante la Comisión Mixta para la Unión Europea en mayo de 2007, “España defiende que la política de vecindad sea más que una suma de instrumentos para responder a la idea de un verdadero espacio común compartido; nuestros vecinos deben percibir que disponen de un estatuto especial en su relación con la Unión Europea con ventajas y compromisos mutuos” [ 17 ] . De este modo, España integra, junto con Francia e Italia, la célula de reflexión y negociación inicial para precisar el contenido del estatuto avanzado de Marruecos en sus relaciones con la Unión Europea [ 18 ] . La iniciativa, en proceso de definición, se acerca a la idea de Romano Prodi de “ everything but institutions ” ya que sus objetivos se centrarían en, además de apoyar las reformas políticas de democratización y modernización marroquíes [ 19 ] , aumentar la cooperación económico-financiera (acceso de los bienes y servicios al mercado europeo, liberalización de los intercambios agrícolas, liberalización de los servicios), negociar de la mejor manera posible la transferencia del acervo comunitario, armonizar las políticas comunes (competencia, fiscalidad, moneda) e integrar a Marruecos en los programas, redes y agencias comunitarias [ 20 ] . Como sintetiza el profesor Larbi Jaidi, “el concepto de estatuto avanzado propone más que una vecindad, pero menos que una adhesión” (Jaidi, 2007).
En suma, la evolución de la posición española ante los avances de la Política Europea de Vecindad se explica de forma analítica a través del modelo de adaptación nacional o europeización top-down . Esto es, el Gobierno de turno, en la medida de lo posible, ha intentado asegurar los intereses españoles en las nuevas dinámicas de la UE hacia su vecindad. Ante una PEV liderada por la Comisión Europea y muy orientada a los vecinos orientales, las prioridades de los gobiernos españoles se han centrado en promover la inclusión de los países mediterráneos y en hacer compatible el marco multilateral del Proceso de Barcelona con la vertiente más bilateral de la PEV. Dicho de forma un tanto informal, la evolución española hacia la PEV queda muy bien recogida con aquello de “hacer de la necesidad, virtud”.
LA ACTUAL POSICIÓN ESPAÑOLA Y ESCENARIOS DE FUTURO
A día de hoy, la política mediterránea de España está plenamente europeizada. España defiende la complementariedad de los dos marcos de relación con los países vecinos del Mediterráneo. Por un lado, la Política Europea de Vecindad significa para España un refuerzo de las relaciones bilaterales de la UE con los vecinos, tanto mediterráneos como orientales a través del principio de diferenciación. Así, entiende que los países de la Europa del Este necesiten una atención preferente por parte de la UE, de la misma manera que reclama que los países mediterráneos sean igualmente prioritarios para el resto de Estados Miembros. Alberto Navarro reconocía que la PEV puede restar relevancia e importancia a las relaciones de los países mediterráneos con la UE ya que “pasan de ser socios del Proceso de Barcelona a vecinos” [ 21 ] , es decir, de sujetos del Proceso de Barcelona a objetos de la PEV. Por este motivo, tanto la Unión Europea, en general, como España, en particular, están trabajando para dar más contenido a esta política a través de propuestas como el estatuto avanzado para las relaciones de la UE con los países más activos en la PEV.
Por otro lado, España sigue apostando por el Proceso de Barcelona y que este no sea un mero foro de diálogo político sino como un marco en el que puedan desarrollarse distintas iniciativas de cooperación (educación, medio ambiente, justicia e interior, etc.). No obstante, en el año 2007 este proceso se ha visto amenazado por la propuesta francesa de “Unión Mediterránea”, en la que participarían únicamente los países ribereños y que debería superar la supuesta parálisis a la que está sometido el marco euromediterráneo [ 22 ] . España ha saludado el renovado interés de Francia por el Mediterráneo, sin embargo, no está dispuesta a sacrificar el Proceso de Barcelona. Es por ello que la diplomacia española está intentando aplicar algunas de las propuestas francesas al marco euromediterráneo ya existente. El ministro Moratinos lo expresaba así en las páginas de El País : “Ha llegado el momento de poner punto final a este proceso y de construir un verdadero espacio geopolítico mediante el establecimiento de la Unión Euromediterránea. A través de ella, la Unión Europea podrá de verdad vertebrar su nueva vecindad con los países mediterráneos” [ 23 ] . Esta propuesta busca dotar de arquitectura institucional al marco euromediterráneo, es decir, crear un Consejo Euromediterráneo formado por los jefes de Estado y de Gobierno, potenciar la Asamblea Parlamentaria Euromediterránea y encargar a una Comisión las responsabilidades de orden socioeconómico [ 24 ] . La aproximación española, a diferencia de la francesa, en la que observamos una tendencia a la renacionalización de su política mediterránea, apuesta por la centralidad de la UE en los marcos de cooperación con los vecinos del sur.
La defensa del Partenariado frente a nuevas iniciativas y su compatibilidad con la PEV es la posición oficial de España y, además, cuenta con una considerable unanimidad entre la clase política y la diplomacia española. Sin embargo, pueden observarse algunos matices dentro del propio Ministerio de Asuntos Exteriores y de Cooperación. En primer lugar, se observan diferencias entre los sectores técnicos y los sectores políticos del Ministerio. Las preocupaciones de cada uno son distintas y ello ha marcado su aproximación a la PEV. Desde una perspectiva política el temor era, sobre todo, que al eclipsar el Partenariado Euromediterráneo, España perdiera liderazgo en la UE y en el Mediterráneo. En cambio, desde una perspectiva técnica la principal inquietud radica en conseguir que los instrumentos de la PEV, y en concreto su instrumento financiero, favorezcan los intereses españoles en la región. En segundo lugar, constatamos también ciertas diferencias entre los sectores mediterraneístas y los europeístas del Ministerio. Mientras que para los primeros el Partenariado Euromediterráneo era una pieza fundamental en la proyección de España en la UE, para los segundos el Proceso de Barcelona es una pieza más del amplio abanico de cuestiones que configuran la política europea de España. Finalmente, existe una fractura generacional entre aquellos que estuvieron implicados en la gestación del Proceso de Barcelona y aquellos que han llegado a puestos de responsabilidad con el Partenariado ya en marcha. Los primeros han visto con mayor desconfianza los efectos que pudiera tener la PEV para la supervivencia del Proceso de Barcelona.
En los próximos años se tomarán algunas decisiones que marcarán el rumbo de la política mediterránea de la UE. Para el año 2010 está previsto que se haga una evaluación provisional de los resultados de la PEV y que puedan proponerse modificaciones de la misma. Asimismo, el Estatuto Avanzado de Marruecos puede haber empezado a tomar cuerpo y que se planteen iniciativas semejantes para otros vecinos aventajados. Finalmente, los estados meridionales de la UE y sus socios mediterráneos deberán decidir si se suman a la propuesta francesa de Unión Mediterránea. En estas circunstancias, si España quiere asegurar el mantenimiento del Proceso de Barcelona y garantizar su influencia en la política mediterránea de la UE, no puede contentarse con un papel meramente reactivo. Siguiendo con la que ha sido su alta implicación en la propuesta de Estatuto Avanzado para Marruecos, el Gobierno español debería esforzarse por incorporar en la agenda de la Política Europea de Vecindad sus intereses y propuestas. Tal actitud, que respondería una vez más a una lógica de europeización bottom-up, es uno de los principales retos que la diplomacia española tiene ante sí.
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