Cualquier persona que aspire a la paz tiene sobrados motivos para sentirse preocupada al abrir cada mañana un diario. Vivimos en un mundo que no es precisamente amable. Aunque para una parte muy significativa de la humanidad la probabilidad de morir por hambre, por una enfermedad evitable o por agresiones sexistas es considerablemente mayor que la de morir a causa de la delincuencia o de un conflicto armado, ambas formas de violencia se refuerzan mutuamente. Las estructuras económicas y culturales generan una violencia que encuentra su correspondencia en las instituciones políticas y sociales que organizan la sociedad.
En las décadas que han seguido al fin de la guerra fría, los riesgos y amenazas no militares han adquirido una presencia destacada. Ello no ha impedido que surjan grandes conflictos armados. La mayor parte de ellos adquieren en la actualidad la apariencia de conflictos internos y los afectados son prácticamente en su totalidad población civil. Estos conflictos han empezado a revelar de manera cada vez más clara que existe mayor riesgo de desmoronamiento de una sociedad por sus contradicciones internas de tipo político, económico, socioecológico o étnico que debido a un ataque de tipo convencional.
En este sentido, la confluencia en el tiempo de distintas manifestaciones de una «crisis global» que parece encaminada a convertirse en una «crisis total» -o «crisis de civilización»- no augura nada bueno al respecto. Las profundas interrelaciones del cambio climático con las dificultades que van surgiendo en los campos energético y alimentario, en un contexto de una crisis económica que empieza a ser aceptada como una de las más profundas que ha experimentado el capitalismo, están .creando un caldo de cultivo que, presumiblemente, incrementará la frecuencia y la intensidad de los conflictos violentos.
En fechas recientes (finales de 2007-mediados de 2008) acontecieron motines y revueltas violentas con numerosos muertos y heridos en más de veinte países debidas al incremento de los precios de los alimentos. Por primera vez en la historia, el número de personas que pasan hambre en el mundo ha superado la cifra de los 1.000 millones, y frente a este hecho el flujo de la ayuda humanitaria en este capítulo se ha situado -debido a la crisis económica mundial- en el nivel más bajo de los últimos 20 años. A juicio de la responsable del Programa Mundial de Alimentos de Naciones Unidas, Josette Sheeran, esa situación constituye una «receta para el desastre» y resulta «crítica para la paz, la seguridad y la estabilidad en muchos lugares del mundo». Las tendencias energéticas, a su vez, están provocando una inquietud creciente en relación con la seguridad en los aprovisionamientos, lo que reforzará sin duda una geopolítica de la energía -no exenta de violencia e intervencionismo militar- orientada a garantizar la seguridad en los suministros mediante el control de las zonas de extracción y las redes de distribución; a lo que se sumará la acentuación de los conflictos socioecológicos con las poblaciones residentes en los lugares de extracción tanto por la sobreexplotación de los yacimientos y reservas existentes como por la ampliación de la frontera petrolífera hasta confines remotos ahora libres de explotación; al mismo tiempo, estas mismas tendencias están resucitando la proclividad hacia lo nuclear, con el consiguiente riesgo de la proliferación de esta tecnología tanto en sus aplicaciones civiles como militares. Lo que sobrevenga del plano climático no será menos preocupante: los cambios en los regímenes de lluvias, en el grado de humedad de las tierras de cultivo, la erosión y degradación del suelo, las alteraciones en la flora y en la fauna y, en general, unas condiciones ambientales mucho más adversas, al afectar a la producción de alimentos, a los suministros de agua, a la salud pública y a los medios de subsistencia de la población más vulnerable, darán lugar a crecientes situaciones de inseguridad humana debidas a la proliferación de hambrunas, pandemias y migraciones masivas de desplazados ambientales.
A pesar de las cautelas que merece la contemplación de cualquier escenario, la constatación de encontrarnos ante severos límites físicos y frente a una economía que esconde -tras la fachada de la mitología de la producción- unos procesos que son básicamente de mera adquisición y destrucción de la riqueza preexistente, refuerza la presunción de que en el futuro más inmediato se acentuará la lógica de «acumulación por desposesión» basada en la destrucción del campesinado, el pillaje de los recursos de la periferia y la privatización y mercantilización de todos los bienes comunes. [ 1 ]
Tal vez estas circunstancias sirvan para entender varias tendencias que en el plano militar se están manifestando en la actualidad. Por un lado, el fortalecimiento mundial del complejo militar-industrial y del gasto bélico: a escala mundial, el importe de los gastos militares (en términos reales) ha vuelto, desde el año 2007, a los elevados niveles que se alcanzaron en los peores años de la guerra fría. Es una muestra más del tipo de orden global hoy vigente: en un momento en que las arcas de los Estados se encuentran exhaustas como consecuencia de unos costosísimos programas de rescate financiero, que traerán presumiblemente a medio plazo recortes en el gasto social para enjugar los abultados déficits públicos, el rearme armamentístico no sólo no se cuestiona sino que parece gozar de una envidiable vitalidad. Por otro lado, la privatización de la guerra empieza a ofrecer ámbitos de valorización para aquellas empresas especializadas en ofrecer servicios mercenarios con los que se protegen los intereses y los negocios de aquellas otras encargadas de la explotación de los recursos en litigio o de la reconstrucción de lo que previamente se había destruido. La presencia por todo el orbe de corporaciones como Blackwater Security es todo un signo de los tiempos.
En este contexto resultan imprescindibles el pensamiento pacifista y la práctica de la no violencia. El movimiento por la paz ha revelado siempre gran capacidad de respuesta e innovación frente a lógicas militaristas, autoritarias y coercitivas que, desgraciadamente, se imponen en cada contexto y época. En el plano teórico ha sabido beber sin dogmatismo de fuentes plurales, combinando críticas antimilitaristas y antibelicistas con la afirmación de valores que sostienen una visión humanista de las relaciones y la dignidad de las personas. En el campo de la práctica ha formulado acciones directas no violentas, la objeción de conciencia y la desobediencia civil, bajo la convicción ética de que no se puede servir al mismo mal que se condena. En nuestro país, movilizaciones como las protestas contra la OTAN y las bases norteamericanas o el rechazo de la guerra contra Iraq lograron suscitar apoyos mayoritarios entre la población, y campañas contra el gasto y la investigación con fines militares, las minas antipersona, las bombas racimo o el comercio de armas han penetrado en la conciencia de buena parte de la ciudadanía.
Y lo que es más importante, la no violencia organizada como movimiento político-social ha sabido pasar de la negación a la afirmación en la medida en que ha construido una cultura de la paz que ha sometido a revisión viejos conceptos y ha incorporado temáticas y dimensiones ausentes o apenas consideradas en su reflexión. Así, por ejemplo, la consideración del amplio espectro de nuevos riesgos y amenazas no inmediatamente militares ha permitido ampliar conceptos como el de seguridad (hacia expresiones como «seguridad humana» o «seguridad societal»), sustrayéndolo de enfoques reduccionistas que se centraban exclusivamente en la «seguridad del Estado», o bien sólo contemplan el interés de un individuo aislado frente a un único peligro vinculado a la delincuencia. Igualmente, el discurso se ha enriquecido con la apertura a la mirada feminista, desvelando desde ahí múltiples fuentes de violencia (mentalidades e intereses, jerarquías y roles, actitudes competitivas y sentimientos agresivos firmemente arraigados en el código cultural del patriarcado) y .recibiendo de las experiencias femeninas -sobre todo de aquellas emplazadas en las parcelas de la vida cotidiana donde se desarrollan las tareas de cuidado y recreación de la vida (mundo antagónico al de la destrucción)- múltiples claves para la edificación de la paz. Como trascendental ha sido saber incorporar la memoria de las víctimas, tanto en los casos de violencia directa como estructural.