El Ciervo

¿Cómo se imagina usted el cielo?

por Varios Autores

El Ciervo nº 640-641, julio-agosto 2004

¿El cielo? ¿Imaginar el cielo, el más allá? Sí, por asombroso que parezca, ese es el juego. Responder a la pregunta del título es lo que han intentado los 31 amigos que han tenido las ganas de participar en esta encuesta veraniega. Ninguno de ellos había estado, de momento, en el cielo. Eso se lo podemos asegurar. Pero nosotros, en nuestra osadía, pedíamos que las descripciones fueran vivas, que la imaginación fuera valiente. Y la verdad es que lo ha sido; en algunos amigos el esfuerzo ha sido tan agudo que alcanza admirables cotas de profundidad. Es el momento de entrar en el paraíso de cada uno de los encuestados e imaginarse su propio cielo.

Norbert Bilbeny

Ningún lugar exclusivo

‘Si no te portas bien, no irás al cielo”. Toda mi niñez oyendo eso. No me porto bien, y aún espero ir al cielo. Pero ya no lo imagino alto, ancho y azul, con un Dios barbiblanco abrazándome, más parecido al rey Gaspar que al Baltasar.

Lo único que puedo imaginar es que el cielo no cabe en ninguna imaginación. Además, lo prefiero así. O ya no sería el cielo.

Pero lo poco que consigo visualizar, y con gran, gran esfuerzo, son imágenes de mis deseos. Espero, y así lo imagino, que en el cielo estén todos los buenos y ninguno de los malos. Espero que estén las personas que amé antes de morirme. Espero estar yo mismo, sin riesgo de expulsión. Espero no ver sufrir a nadie de los que están todavía en la tierra: en primer lugar a los míos, después a los buenos en general, e incluso a los malos, porque ya se quedarán sin cielo. Y espero ver de una vez a Jesús de Nazaret.

Si el cielo no tiene todo eso, por muy celestial que sea, paso de cielo. Pero, si además de lo esperado, el cielo me permitiera viajar desnudo con mi mujer, ambos en pie a la proa de un barco de vela, cruzándonos alguna vez con un Ulises rapsoda o cantor, atleta o príncipe, el cielo sería el no va más de perfecto.

Bueno, un poco imperfecto, porque está claro que no me lo habría merecido.

Catedrático de Ética de la Universitat de Barcelona

Casiano Floristán

Según la edad

En distintos momentos de mi vida he imaginado el cielo de diversas maneras, puede que pintorescas, pero siempre sublimes. Me encanta recordar mi primera imagen del cielo, deliciosa, como una sala inmensa, llena de bicicletas, juguetes, caramelos, lápices de colores, papeles en blanco y cartulinas, con mi hermano pequeño y varios primos, sentados todos en una mesa grande, fantásticamente iluminada. Me encantaba dibujar y construir mis propios juguetes.

Cuando fui muchacho joven, antes de entrar en el seminario, viví la gloria con un reloj de pulsera nuevo que me regalaron mis padres, el estreno de un traje príncipe de Gales y la mirada furtiva de una chica de mi edad, que me parecía una princesa. El cielo era entonces para mí una fiesta campera, como las que viví a las orillas del Ebro, con mi cuadrilla de amigas y amigos. Cristo resucitado, con un manto blanco resplandeciente, sonreía en medio de todos.

De seminarista, en vocaciones tardías de Salamanca, subió el cielo de tono y se me hizo un poco más abstracto. Unos ángeles cantaban y otros tocaban el arpa, la viola, el violín y el violón. En los descansos, se oía un canto gregoriano maravilloso. No lograba saber cómo era Dios, pero lo intuía resplandeciente, con un rostro fascinante y la voz dulcemente grave.

De cura uní el cielo con el paraíso, la fiesta y el reino, en una inmensa sala festiva, con una mesa abarrotada de manjares exquisitos y vinos añejos, en la que estaban sentados conmigo mi familia, mis amigos, el Tercer Mundo en pleno y aquella niña princesa de mis tiempos juveniles. Cristo resucitado saludaba a cada comensal con su propio nombre y le daba la bienvenida. Arriba y abajo, delante y detrás, a los dos lados, estaba Dios, que emanaba un aroma sublime y sonreía.

Ahora, en la tercera edad, sin otra pretensión que la de recordar viejas y gloriosas historias, conversar con los amigos de siempre, leer con gratuidad, escribir lo que me apetece y rezar sin apremios, llegue o no el hora de completas, veo el cielo con más calma, sin agobios, descansado, sin las rodillas vacilantes, plácidamente reclinado en un cómodo sillón. No soy melómano, pero me gusta escuchar música de calidad; no entiendo de pintura, pero me maravillan los lienzos de nuestros clásicos; he descubierto recientemente la poesía; me gusta leer, deleitándome en el estilo, sin importarme el argumento; saboreo los salmos –no todos–; me detengo a meditar ayudado de narraciones evangélicas; adoro los símbolos, soy sensible al buen gusto y me enfrasco en una tertulia con placer. Por ahí intuyo que está el cielo, mi último cielo.

Teólogo

Lluís Foix

Ni periódicos, ni televisión, ni internet

No me imagino cómo será el cielo. Espero un lugar tranquilo, habitado por cientos de millones de hombres y mujeres, de todos los tiempos, culturas, razas y religiones. Que la masificación fuera compatible con la tertulia interminable con gentes que he conocido y disfrutado de su amistad, compañía y afecto. Me gustaría descubrir el misterio de Dios y el por qué de todo. El origen del bien y las causas del mal.

Las dosis de maldad que todos hemos practicado quedarían ocultas. Que no hicieran falta libros, periódicos, televisión o internet. Ni carreteras ni aeropuertos. El espacio y el tiempo, conceptos reservados a los terrícolas, tendrían que ser sustituidos por una cosmovisión en la que presente y pasado aparecieran en una única secuencia. Que la historia fuera un gran presente. Que se entendiera todo, que lo entendieran todos, sin esfuerzo ni fatiga.

El sentido del humor tendría que ser una constante en la gran comunidad celestial. Que nadie se tomara demasiado en serio a sí mismo. Me gustaría descubrir a los personajes que no han merecido ni una esquela en los diarios el día siguiente de su traspaso. Habría que hacer grandes titulares de sus proezas ocultas y contrastarlos con los que han sido célebres en este mundo. Este ejercicio produciría grandes risas en las bóvedas del cielo.

Con unos prismáticos indelebles se podrían observar las andanzas de los que transitan por la tierra. Una facultad al abasto de todos los habitantes celestiales permitiría la comunicación con los mortales para hacerles ver que es mejor ser justo que injusto, generoso que avaro, magnánimo que estrecho de miras... Se podrían promover muchos más cielos en el mundo de los que todavía no lo conocen.

Periodista

Vicente Gallego Quien lo busque, lo pierde Imaginar el cielo ha llevado a la humanidad por mal camino desde hace milenios. Los comerciales de todas las religiones institucionalizadas que en el mundo han sido se han empeñado en vendernos un paraíso hecho a la medida de nuestras entendederas. Por su parte, los místicos de todos los tiempos y latitudes se han desgañitado repitiendo que busquemos, que no aceptemos nada de segunda mano, que sólo nuestra experiencia de la divinidad puede ser válida y que el único dios verdadero está dentro de nosotros. Imaginar el cielo estimula la mecánica de nuestra mente, que puede seguir proyectando y deseando, y que debe, por consiguiente, seguir sufriendo reveses y desengaños. Si existe un paraíso, desde luego no podemos imaginarlo; y si podemos imaginarlo, ya estamos hablando de algo humano. El hombre, en su ansia de conquista, ha pretendido medir, pintar y domesticar a Dios y, de paso, abrir su casa celestial de par en par para que entren los reporteros y le saquen unas fotos. ¿Cual es el tipo de paraíso verdadero, el de san Agustín, el de Lutero, el de Mahoma, el banquete de Odín de los vikingos? Y lo peor es que somos muy capaces de matarnos los unos a los otros si surge un desacuerdo con respecto a la decoración del recibidor de la casa guardada por San Pedro. Yo no imagino el cielo, como no imagino el amor y no imagino el poema. El amor se manifiesta, el poema se revela, y a veces en la música del verso, al amparo de la carne, hallamos la morada, el instante eterno de cumplirnos en paz. Quien busque conquistar el paraíso ha de perderlo. Dios es rendición, confiado abandono al gran silencio misterioso.

Poeta

Salvador Giner

Las pasiones durarán poco

La manía de preguntar a sus lectores es una de las facetas más atractivas de El Ciervo . Hete aquí que una revista a la que le faltan varias cosas pero a la que le sobran ideas cae en el noble vicio de enterarse de lo que la gente piensa. A veces, sin embargo, sus intrépidos directores se ponen un poco difíciles. Este año, rodeados como estamos de cataclismos nos lo ponen más difícil todavía. Uno esperaba alguna pregunta sobre la tortura, el terrorismo, el hambre. O por lo menos sobre el infierno, que tan bien emulamos los mortales, para envidia del mismo Lucifer. Pues no. Preguntan sobre la celestial morada. Y se quedan tan tranquilos.

A no dudarlo algunas de las respuestas que reciba nuestra cerval revista dirán que no es posible imaginar de veras el cielo. Es demasiado sublime para ser entendido. En todo caso los fieles de alguna de las religiones predominantes no lo tienen mal del todo: sus textos sacros son bastante explícitos, aunque lo que dicen suele ser algo abstracto. Según varias Escrituras, el cielo es un sitio (por decirlo en pobres términos humanos de imaginario lugar) tan sublime que faltan palabras para describirlo. Con el mayor respeto hacia ellos, les recuerdo que los de más roma inteligencia tenemos dificultades para comprender el asunto, al menos en los términos en que nos fue enseñado en nuestros años mozos por nuestros mentores en materia de religión teológica, o bien en materia de religión ideológica.

A pesar de esas dificultades de comprensión que jamás logré superar, resulta que lo tengo bastante fácil para responder a la encuesta. No voy a aumentar el habitual montón de los “no sabe/no contesta”. Albricias. Como politeísta convicto y confeso, como pagano de estricta desobediencia, puedo explicar a los lectores de El Ciervo sin problemas epistemológicos ni teológicos de envergadura cómo imagino la celestial morada. Sólo me preocupa una cosa, que tras esta declaración pública de conocimiento cierto el consejo de redacción de mi revista me expulse sin miramientos del consejo editorial.

No se fíen ustedes de los politeístas como yo: no todos decimos lo mismo. (Convendrán conmigo, empero, en que esa es una de las ventajas del paganismo.) No obstante compartimos más o menos algunas cosas y tal vez eso permita que me haga entender. Por ejemplo, todos los paganos le tenemos bastante respeto a Zeus. A Afrodita se lo tenemos unos mucho y otros menos. Por mi parte desde que me enteré por Quevedo de que Plutón tenía unas zahurdas excelentes, empecé a tenerle un cierto afecto al cielo pagano. Ya ven que la tolerante variedad de nuestro panteón permite el disenso sin aspavientos ni persecuciones. Pero no piensen que somos relativistas ni descreídos, sólo creemos de modos distintos entre nosotros. Así que, por favor, un respeto. En lo del cielo estamos bastante de acuerdo todos.

So pena de contar lo ya conocido, les diré que el cielo que se imagina un buen pagano es, por lo pronto, un sitio bastante sólido: con valles, ríos, montes y ciudades. (Eso sí, sin telefoninos, ni internet, ni aeropuertos, ni corridas de toros. No hay horrores.) Tan sólido que si ruerit coelum, multae caperentur alaude, es decir, para los que no sepan latín, que si se cayera el cielo muchas serían la alondras atrapadas por su peso. En otras palabras, los paganos nos lo imaginamos palpable. Precisamente por ello nos asaltan dudas sobre lo del Valle de Josafat, porque nos gusta pisar suelo, tierra firme. Nada de cuerpos flotantes entre nubes.

El cielo de los politeístas es entretenido: no está libre de humanas pasiones, a las que los dioses no son ajenos, de modo que la conspiración, los concubinatos, las traiciones y hasta las puñaladas traperas son bastante corrientes. Ello tiene algunos inconvenientes, pero dos ventajas. A saber, una, que al ser todos inmortales poco duran esos males. Se curan las heridas, se cambia de concubino –o de concubina–, se muda uno de vocación: el pescador se hace zapatero, el pintor se hace poeta. La segunda ventaja, que se sigue de esta, es que no hay lugar para el tedio. No me digan que no es eso sensacional. Si a ello le añaden que no hay que pagar hipotecas, sufrir muertes indignas (en el cielo la eutanasia está permitida, pero no hace falta), presenciar o sufrir constantemente la barbarie, ni enfrentarse con la pobreza, convendrán conmigo en que el nuestro es un cielo excelente. Se parece mucho, pero que mucho, al mundo humano: pero sin sus extremas, imperdonables miserias.

Les invito a ustedes a que se conviertan al paganismo. Para empezar podrán elegir el cielo que prefieran, mientras sea comprensible, con hechura humana, y sin demasiada, insoportable barbarie. La cosa tiene todas las ventajas: en el cielo pagano, hasta tenemos algunos que, porque así lo han deseado, se han dedicado a imaginar, serena y libremente, el otro cielo.

Catedrático de Sociología

Raúl Guerra Garrido

Un hotel de muchas estrellas

El lugar es como un hotel de muchas estrellas y, lógicamente, no sé por qué me parece lógico pero me lo parece, está pintado de azul.

El vestíbulo es amplísimo y no obstante acogedor. El recepcionista es un joven chino, un tanto hierático, que viste un impecable frac gris perla y me recibe junto a los tres únicos objetos que amueblan tan vasto espacio: un contenedor, una papelera y un olvido. No habla mi idioma pero su pálida voz es la de la telepatía, nos entendemos sin necesidad de intérprete. Me saluda por mi nombre de pila y me va indicando el protocolo a seguir.

En el contenedor he de depositar la chatarra: reloj, móvil, llaves, calculadora, magnum, prótesis… En la papelera lo obvio: deneí, tarjeta de crédito, tarjetas de visita, billetes, bonobús, foto de la novia… En el olvido los números que me configuraban: teléfono, matrícula del coche, documento de identidad, fecha de nacimiento, acceso al domicilio, veinte dígitos de una cuenta corriente… Lo hago con sumo gusto.

Ahora cruza esa puerta. Desnúdate, introdúcete en el baño, date un baño con agua calentita, relájate y aguarda. Escribo desde la bañera, esto va muy bien. Escritor

Javier Melloni

La disolución de los pronombres

Horizonte que expande todos los anhelos. Infinita plenitud alcanzada y siempre por alcanzar. Pura transparencia. La insoportable levedad del ser transformada en comunión de todo con todo, de todos en todos, de todos y todo hacia todos. Formas sin contornos, donde cada cual es uno mismo y cada cosa es presencia sin invadir, sin suplantar a nadie ni nada. Al contrario, donde todo entra en lo íntimo del otro y de lo otro. Y uno se deja entrar, sin tener que defenderse.

Disolución de los pronombres: ni yo, ni tú, ni él ni ella. Ni tampoco nosotros, ni vosotros, ni ellos ni ellas. Y, a la vez, estoy yo, estás tú, está él, estamos nosotros, vosotros, ellos. Estamos y somos todos, sin la menor suplantación de ninguno. Disolución también de nombres, verbos, adjetivos y adverbios. Porque todo ello son escisiones de un mundo al que nuestra gramática trata de dar unidad. En el cielo, en cambio, en cada nombre hay el dinamismo de un verbo y el matiz de todos los adjetivos, y de todos los adverbios.

Éxtasis del ahora, sin que haya mañana ni ayer, sino la inocencia del instante, sin que pueda ser anticipado ni poseído.

Disoluciones que no son aniquilación, sino abundancia de la forma que se transforma. Nuestro contorno sin plenitud es tenso, crispado, armado. Cuando alcanza su completud, pierde la membrana que lo atenazaba, y el gusano se convierte en mariposa.

Tránsito, entonces, del no-cielo al cielo. Ofrecerse, dejar de defenderse. Cielo: el estado del más puro ofrecimiento. El ser como donación, no como retención. Anhelo indecible de vivir sin defenderse.

Mar del ser, donde la ola no sólo sabe que no está separada del mar, sino que es mar.

Teólogo

Salvador Pániker

La eternidad es hoy

El cielo es un mito, y los mitos sólo tienen significación simbólica. En un sentido estricto, el cielo sólo puede ubicarse en el presente. Personalmente, cada día vivo menos condicionado por nostalgias o esperanzas. La eternidad es ahora, la salvación no está en ningún futuro. Estamos ya en la realidad. Decía el gran filósofo budista Nagarjuna que mientras establezcamos diferencias entre nirvana y samsara, seguimos en el samsara. (Samsara: encadenamiento espacio-temporal del mundo fenoménico).

Insisto pues: el cielo, el nirvana, sólo puede ser aquí y ahora. Lo que ocurre es que casi nunca somos capaces de vivir aquí y ahora.

Filósofo

Luis Suñén

Tanta pejiguera no puede ser en vano

Que cómo me imagino el cielo, quiero decir el Cielo. Vaya pregunta. La verdad es que así como tengo una imagen clara de la Resurrección –el cuadro de Stanley Spencer que está en la Tate Britain en Londres– nunca me he imaginado el cielo. Es más, con los años, he ido teniendo una idea cada vez más abstracta que tiene que ver con la imposibilidad material de meter a todos los justos en el mismo sitio y con la posibilidad de una felicidad definitiva en la que me cuesta ver a algunos. El problema es que no creo en el infierno lo que hace más difícil la selección de los salvados, pues tampoco creo que deban serlo todos. El purgatorio me parece bien como ducha general obligada. Lo que pasa es que las manchas, en el fondo, son las mismas, pues muchos son –o somos– malos según nuestras posibilidades. Los hay que no son peores porque no pueden y se conforman con jeringar al vecino, pero la intención es como la de los grandes malos de la historia.

Por eso debo imaginar un cielo sin Hitler, sin algún que otro banquero de esos a los que no les tiembla la mano a la hora de decidir que alguien se vaya a vivir bajo un puente, y soportaría la presencia de algún semejante si los dos quedáramos tan limpios que no nos acordáramos de nada. Creo que era Graham Green quien decía que, como tampoco creía en el infierno, a los enemigos de la humanidad simplemente se les suprimiría. No, no puede haber un cielo en el que las malas personas convivan, al grito de que me quiten lo bailado, con quienes han pasado dignamente por este bajo mundo. Pero, ¿y los que dedican su vida a Dios y asumen privaciones? Yo –que me bloqueo cuando se me acerca un pobre– no puedo valer a esos efectos lo mismo que Carlos de Foucauld o que Teresa de Jesús. A ellos no les importaría, pues fueron felices en su vocación de entrega absoluta a Dios y ello conlleva la falta de ambición, pero yo me sentiría mal a su lado, por mucho que ya fuéramos espíritus –y carne– puros.

Me gustaría, eso sí, llegar al cielo de la mano de un ángel, del mío, de ese que nos echa una mano cuando vamos a tropezar y que tanto placía a Rilke. Que me preparara –manes del Cardenal Newman– antes de verme cara a cara con ese Dios que habrá de reñirme un poco, supongo, y al que, sin embargo, siempre he imaginado físicamente –no por nada de la Trinidad siempre me he quedado con el padre, quizá porque el hijo me da miedo, porque no soy digno de presentarme ante quien me puso las cosas tan claras y a quien yo engañé como hacen los niños.

He perdido la fe en crear el cielo en la tierra y ni siquiera la revolución, en la que creí, me parece hoy el camino hacia la igualdad. Así que o hay cielo o la cosa está francamente fea, porque vivir para que esto se acabe después de tanta pejiguera da dolor. Agnóstico y volteriano, la verdad es que lo tendría crudo si imaginara el cielo y la salvación tal y como me enseñaron un día los Hermanos de las Escuelas Cristianas. Por eso tengo que pensar en aquello de la infinita misericordia de Dios. Lo que llevo peor, ya lo he dicho, es la asignatura de convivencia celestial. No puedo ni pensar en compartir el cielo con algunos que yo me sé. Y, de ellos, todos se creen que van a ir allí directos nada más palmarla. Confusión de confusiones.

Crítico musical

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