Este año se celebra el cuarto centenario de la publicación de ‘Don Quijote de la Mancha’. Los actos de homenaje se sucederán por toda España. Nosotros nos hemos querido añadir a las celebraciones y hemos pedido a unos cuantos excelentes conocedores de la obra que nos cuenten su episodio preferido. Nos ha parecido el mejor modo de revivir el texto de Cervantes.
Un monólogo de Sancho
Rosa Navarro Durán
Catedrática de literatura española de la Universidad de Barcelona
Don Quijote y Sancho acaban de salir del Toboso (2ª parte, capítulo X). El escudero ha convencido a su señor de que se embosque en una floresta cercana mientras él va en busca de los huidizos alcázares de Dulcinea, que no han podido encontrar de noche; él le dirá a su señora cómo queda el caballero andante esperando que ella le dé orden y traza para verla “sin menoscabo de su honra y fama”. Don Quijote le da precisas recomendaciones a su escudero para que observe la reacción, los mínimos gestos de la dama –entre ellos, ver “si levanta la mano al cabello para componerle aunque no esté desordenado”–, y pueda luego él averiguar lo que esconde su corazón. ¡Don Quijote se muestra profundo conocedor de la psicología femenina!
Dejamos al caballero sobre Rocinante, quieto, esperando, apoyado en su lanza, y seguimos a Sancho. Nada más salir del bosque, se apea del rucio y se sienta al pie de un árbol. Va a empezar un soliloquio espléndido: esa es la escena que enmarco. En un diálogo consigo mismo, que inicia con un “Sepamos agora, Sancho hermano, adónde va vuesa merced”, se pregunta adónde va, qué es lo que pretende y las posibilidades que tiene de conseguirlo y de salir bien parado de ello. Cualquier resumen o comentario no sólo traiciona, sino que anula la gracia extraordinaria del monólogo de Sancho: hay que leerlo. Acaba imaginándose los palos que le darían los toboseños si se enteraban de que quería “sonsacarles sus princesas”. Un expresivo “¡Oxte, puto! ¡Allá darás rayo!” culmina esa parte de su reflexión (tan loca como la orden de su amo); pero le sigue un tranquilizador y sensato razonamiento sobre la imposibilidad de encontrar a Dulcinea en el Toboso (ni en ninguna parte). Y una vez derrumbado el peligroso castillo de naipes que le puso el miedo en el cuerpo, aflora en Sancho el sentido común; echa mano de un refrán, “todas las cosas tienen remedio, si no es la muerte”, y se pone a ello. Parte de un razonamiento impecable: su amo es un loco de atar, y él, que le sigue y le sirve, un mentecato. Si su amo toma unas cosas por otras y piensa que los molinos son gigantes, él le hará creer que la primera labradora que pase por el camino es su señora Dulcinea. Y si don Quijote se niega a aceptarlo, él jurará que así es y acudirá a los mismos encantadores de los que habla su amo para explicar la transformación. Ese cambiante Sancho, que va de la locura e ingenuidad a la sensatez y agudeza, y que acaba siendo un maravilloso tracista, siempre me admira y me divierte enormemente.
Y dicho y hecho: Sancho pone en marcha el encantamiento de Dulcinea, y los hados –o su creador– le proporcionan en seguida el medio para hacerlo: tres labradoras sobre tres “pollinos o pollinas” se acercan por el camino. No tiene más que ir a paso tirado en busca de su señor para empezar su papel de encantador, o de Chanfalla en un nuevo retablo de maravillas. Pero esta es otra escena, que también puede ser una de mis preferidas…¡son tantas! Lo que sucede es que esa resolución de Sancho va a ser decisiva para sus vidas, y para nosotros, sus lectores. No dejen de comprobarlo.
La duquesa y Sancho
Lorenzo Gomis
Poeta y periodista
El duque ya había leído el Quijote cuando se topó con Don Quijote y Sancho Panza en persona y decidió convertirse él también en guionista de la historia. Además de Cide Hamete Benengeli y del propio Cervantes, los duques inventarían nuevos episodios y con la colaboración de sus gentes tratarían a Don Quijote con la ceremonia y respeto debidos a un verdadero caballero andante y harían gobernador a Sancho y le darían la ínsula que el caballero le tenía prometida. Sancho será gobernador antes que emperador Don Quijote. Y durante varios capítulos alternarán en el protagonismo.
La duquesa está encantada con Sancho. Le parece tan discreto y gracioso como su amo, e igual de loco. Y Sancho, al verse tratado como favorito de la duquesa, se crece. Aprovechando las largas siestas del verano, la duquesa invita a Sancho a estar con ella y sus doncellas y le entrevistan largamente. Sancho está además admirado de ver con qué ceremonias y ruegos compiten el duque y don Quijote por cederse la cabecera de la mesa y se atreve a intervenir.
–Si sus mercedes me dan licencia, les contaré un cuento que pasó en mi pueblo acerca desto de los asientos.
Don Quijote teme, el eclesiástico que está a la mesa con los duques se impacienta, porque Sancho cuenta el cuento detenidamente a su modo, gracias a la protección de la duquesa, que ha dicho:
–No se ha de apartar de mí Sancho un punto: quiérole yo mucho, porque sé que es muy discreto.
–Discretos días –dijo Sancho– viva vuestra santidad por el buen crédito que de mí tiene, aunque en mí no lo haya. Y el cuento que quiero decir es éste: “Convidó un hidalgo de mi pueblo, muy rico y principal, porque venía de los Álamos de Medina del Campo, que casó con doña Mencía de Quiñones, que fue hija de don Alonso de Marañón, caballero del hábito de Santiago, que se ahogó en la Herradura, por quien hubo aquella pendencia años ha en nuestro lugar, que, a lo que entiendo, mi señor don Quijote se halló en ella, de donde salió herido Tomasillo el Travieso, el hijo de Balbastro el herrero...”
Porfiaban el eclesiástico y don Quijote para que Sancho acortara el cuento y lo rematara, oponíase la duquesa a que lo acortara, porque le hacía placer aunque estuviera seis días y los duques recibían gran gusto con el disgusto del eclesiástico con las dilaciones y de don Quijote, consumido en cólera y rabia. Hasta que el cuento en que hidalgo y labrador porfiaban por sentar al otro en la cabecera acabó cuando el hidalgo, poniéndole ambas manos sobre los hombros al labrador, le hizo sentar por fuerza, diciéndole:
“Sentaos, majagranzas, que adondequiera que yo me siente será vuestra cabecera”.
Habiendo entendido la malicia de Sancho se puso don Quijote de mil colores y los duques, conteniendo la risa, hubieron de disimular. Y así bajo la protección de la duquesa saca Sancho lo mejor de sí y se acredita de nuevo Salomón por la sabiduría con que resuelve los casos que se le presentan en el gobierno de su ínsula. Y antes se desengaña Sancho de ser gobernador que don Quijote caballero andante. Sólo a las puertas de la muerte volverá don Quijote a ser Alonso Quijano el Bueno, pero unos pocos días bastan para que Sancho vea que no nació para ser gobernador y que más quiere estarse en su libertad a la sombra de una encina en verano y arropado con un zamarro en invierno que acostarse con la sujeción del gobierno entre sábanas de holanda. Sin blanca entró en la ínsula y sin blanca sale, bien al revés de lo que suelen salir los gobernadores de otras ínsulas.
Este es mi episodio preferido y debe de ser para mayores, porque veo que en una edición para niños de 1905 se lo saltan. La duquesa se complació en Sancho y Cervantes en ambos y yo en la ironía de Cervantes en este mínimo episodio.
“Yo nací libre” o el discurso de Marcela
José Manuel Lucía Megías
Profesor titular de Filología románica de la Universidad Complutense de Madrid
Yo nací libre, y para poder vivir libre escogí la soledad de los campos. Así de contundente, así de expeditiva, así de discreta se presenta la hermosa pastora Marcela en el capítulo 14 de la primera parte del Quijote. No hay discurso más teatral y más sentido en todo el libro. No hay discurso más autobiográfico. Marcela aparece, sorprendiendo a todos, justo en el momento en que el pastor Ambrosio se dispone a seguir leyendo versos y lamentos de su buen amigo Grisóstomo, que yace tendido sobre unas andas a la espera de su sepultura. Grisóstomo ha muerto de amor, ha muerto por un amor no correspondido. Y por eso, a los ojos de todos, la hermosa Marcela, causa y efecto de este amor, asombra y enfada a un tiempo. Y ella aparece, teatral (subida sobre una peña) con sólo un propósito, el de contar “su” historia, su particular punto de vista: “y así ruego a todos los que aquí estáis me estéis atentos, que no será menester mucho tiempo ni gastar muchas palabras para persuadir una verdad a los discretos”.
Así la hermosa Marcela habla y habla, y no deja de lanzar verdades a los asombrados espectadores, entre los que se encuentran Don Quijote y Sancho. Yo nací libre les suelta a mitad de su parlamento. Y entre el canto a la libertad que entona la hermosa Marcela se van filtrando ecos de la soledad, de esa soledad que ha debido elegir para poder ser libre: “Los árboles d'estas montañas son mi compañía, las claras aguas d'estos arroyos mis espejos; con los árboles y con las aguas comunico mis pensamientos y hermosura”. Y más adelante dibujará con dos pinceladas su vida cotidiana: “La conversación honesta de las zagalas d'estas aldeas y el cuidado de mis cabras me entretiene”. ¡Qué lejos está Marcela, allí, subida en una peña, de los mundos maravillosos que Grisóstomo y otros pastores le anuncian en sus versos y en sus cartas! Yo nací libre… y para seguir siendo libre Marcela debe vivir en el mundo que se ha inventado, el mundo pastoril más alejado de los cánones del género, ya que en él no existe ni una grieta por donde el amor pueda colarse. Y así, Marcela es libre por vivir sola en su mundo pastoril; y así Alonso Quijano es libre por vivir, convertido en don Quijote de la Mancha, en su mundo caballeresco; y así Cervantes es libre por vivir en sus libros esa vida que el tiempo y los años le habían arrebatado de manera tan cruel a lo largo de su biografía. Un libro, como el Quijote, le permite a Cervantes ser libre mientras escribe, libre mientras va dejando correr la pluma para regalarnos tesoros como el siguiente: “El que me llama fiera y basilisco déjeme como cosa perjudicial y mala; el que me llama ingrata no me sirva; el que desconocida, no me conozca; quien cruel, no me siga; que esta fiera, este basilisco, esta ingrata, esta cruel y esta desconocida ni los buscará, servirá, conocerá ni seguirá en ninguna manera”.
Yo nací libre. Marcela, don Quijote y Cervantes unidos por una frase, por un discurso. Terminado el parlamento, ese genial parlamento subido en una peña, la hermosa Marcela “volvió las espaldas y se entró en lo más cerrado de un monte que allí cerca estaba”. Todos quedaron en silencio, todos admirados tanto de su discreción como de su hermosura. Sólo don Quijote es capaz de hablar y lo hará para defender a Marcela, para defenderse a sí mismo y al propio Cervantes: “Ninguna persona, de cualquier estado y condición que sea, se atreva a seguir a la hermosa Marcela, so pena de caer en la furiosa indignación mía”. Y así debe ser: no hay mayor tesoro que la libertad.
En defensa de la poesía
Francisco J. Díez de Revenga
Catedrático de Literatura Española de la Universidad de Murcia
Para un estudioso y lector fiel de poesía, como es mi caso, quizá no haya otro episodio en el Quijote que me produzca más satisfacción que aquél en el que leemos las palabras que don Quijote dirige a don Diego de Miranda, que se incomoda ante la pasión de su hijo por la poesía frente a otros estudios más provechosos (2ª parte, capítulo xvi). Tras reconvenir al hidalgo sobre la responsabilidad de los padres en la educación de los hijos, y aconsejarle “que siga aquella ciencia a que más le viere inclinado”, pues, “aunque la poesía es menos útil que deleitable, no es de aquellas que suelen deshonrar a quien la posee”, le ofrece su famosa defensa de la poesía: “La poesía, señor hidalgo, a mi parecer, es como una doncella tierna y de poca edad, y en todo extremo hermosa, a quien tienen cuidado de enriquecer, pulir y adornar otras muchas doncellas, que son todas las otras ciencias, y ella ha de servir a todas, y todas se han de autorizar con ella; pero esta tal doncella no quiere ser manoseada, ni traída por las calles, ni publicada por las esquinas de las plazas ni por los rincones de los palacios. Ella es hecha de una alquimia de tal virtud, que quien la sabe tratar, la volverá oro purísimo de inestimable precio”.
Cavilaciones sobre la poesía aparecen en otros lugares de la obra de Cervantes, que, como es sabido, quiso ser ante todo poeta, e ironizó, en versos famosos, sobre la gracia que no había querido darle el cielo. Así, se dice en La Gitanilla: “La poesía es una bellísima doncella, casta, honesta, discreta, aguda, retirada, y que se contiene en los límites de la discreción más alta. Es amiga de la soledad, las fuentes la entretienen, los prados la consuelan, los árboles la desenojan, las flores la alegran, y, finalmente, deleita y enseña a cuantos con ella comunican”. Y en El Licenciado Vidriera: “admiraba y reverenciaba la ciencia de la poesía, porque encerraba en sí todas las demás ciencias: porque de todas se sirve, de todas se adorna, y pule y saca a la luz maravillosas obras, con que llena al mundo de provecho, de deleite y de maravilla”.
Quien así opinaba, siguiendo las más clásicas corrientes de la preceptiva de su tiempo, no podía, en manera alguna, ser un mal poeta, tal como se ha sostenido. A pesar de los graves errores de preceptiva que Menéndez Pelayo señaló a Cervantes en sus Ideas estéticas, y puestas las cosas en su sitio en la magistral monografía de Edward C. Riley, a nosotros nos emociona oír al viejo escritor, ya con 68 años, aceptado su fracaso como el poeta que quiso ser y no pudo ser, y verlo elaborar, con las más hermosas palabras que se han escrito en español con este propósito, una definición tan lozana, tan limpia, tan sabia y tan justa, y tan llena de admiración, de la poesía como arte que ennoblece.
Cuando no pasa nada
Martín de Riquer
Catedrático emérito de la Universidad de Barcelona
La verdad es que me resulta muy difícil escoger una sola escena. La más divertida es seguramente la de los sucesos de la venta. Es muy dinámica, todo el mundo se mueve, tiene una fuerza extraordinaria. La visión general de los sucesos, con sus palizas a oscuras y las peleas, es una magistral definición de un tumulto.
Aunque a mí las escenas que más me gustan son aquellas en las que no pasa nada y sólo conversan Don Quijote y Sancho. Hablan con una gracia magnífica.
Y no me gustaría olvidar la carta de Teresa Panza a su marido, Sancho Panza, con aquella frase final espléndida: “La fuente de la plaza se secó; un rayo cayó en la picota, y allí me las den todas”.
Las malas armas
María José Vega
Profesora de teoría de la literatura de la Universidad Autónoma de Barcelona
En el Renacimiento se generaliza el uso de la artillería, de invención reciente, y nace lo que podríamos llamar la “guerra moderna”. Huelga considerar aquí las incalculables consecuencias políticas y económicas de este hecho, pero sí es oportuno reparar en sus efectos puramente literarios. A los escritores irenistas, las modernas máquinas de artillería, más eficaces y mortíferas, les procuraron nuevos argumentos para extremar la condena de la guerra. Los elogios de la virtud militar y de la grandeza heroica dieron cuenta muy pronto de su invención y difusión, y distinguieron así las “armas nobles”, como la espada y la lanza (que son las del honor), de las armas sin virtud, “innobles” o artilleras, como los arcabuces, falconetes o lombardas. El género épico, en fin, que exalta la gloria militar, es quizá el mejor testigo de cómo se modificó el concepto de heroísmo. La cuestión no podía ser ajena a Don Quijote, que, en tiempos artilleros, aspiraba aún al honor y a la virtud de las buenas armas. Pero antes de considerar cómo se manifiesta esta cuestión en el texto de Cervantes, soldado en Lepanto, conviene trazar una breve historia de la censura literaria de las “malas armas”, para leer mejor la reescritura que propone la novela cervantina de esta idea común.
Las letras humanistas coincidían en atribuir al diablo la invención de las armas de fuego, y en concederles el infierno como patria. La idea ha dejado rastros en la lengua coloquial, pues aún hoy se dice que “las carga el diablo”, y es ubicua en el primer tercio del siglo xvi, cuando el escándalo moral de la artillería estaba alimentado por la novedad. Quizá la exposición más célebre y copiosa de este origen infernal sea la de Ariosto, que, en el Orlando Furioso relataba con pormenor la invención del artificio y lo atribuía a las maquinaciones de Belcebú. Pero la misma idea podía encontrarse por igual en Francia, en España o en Inglaterra: Pierre Boaistuau abominará las machines inventées par les diables; el Tesoro de la lengua castellana comenzará la definición de arcabuz afirmando que es “Arma forjada en el infierno, inventada por el demonio”, y todavía Milton, en el Paraíso perdido, representará al diablo inventando las armas artilleras y las máquinas de guerra, a imitación del trueno.
El mal de las armas innobles era, sobre todo, de orden moral, porque “matan de lejos”, porque acaban con el valor y el honor, o porque parece intolerable que deparen la victoria al certero más que al audaz o al valiente. Cuando Polidoro Virgilio, en el De inventoribus rerum, maldijo la artillería, lo hizo, en primer lugar, por su inmensa capacidad destructiva, por su terrible naturaleza y, sobre todo, porque acaba con el poder de la infantería y el esplendor de la caballería, porque convierte, al cabo, en inútiles el valor y el arrojo. Es ésta una idea que Maquiavelo describe ya como una “opinión común”, cuando, en los Discorsi sopra la prima Deca di Tito Livio, se refiere a dos pareceres: al que sostiene que en las guerras del presente los hombres no pueden manifestar su virtud , y al que augura que las armas de fuergo acabarán con las formas y órdenes bélicos y con la disposición de los ejércitos.
Esta opinione universale ha dejado infinidad de huellas en la literatura española. Es artillera, por ejemplo, la guerra que abomina Francisco de Aldana en un soneto célebre (“Otro aquí no se ve que frente a frente”); a esta novedad alude Pedro Mexía, en la Silva de varia lección (I, viii) cuando, tras enumerar las máquinas bélicas de los antiguos, escribe que todo ello era liviano, pues “a todo vence en crueldad la invención de la pólvora y la artillería”. Más conciso fue Quevedo, en la Providencia de Dios, cuando escribe que la pólvora ha burlado las defensas de las armas y murallas, ha hecho “que por la puntería diesen más muertes los ojos que las manos” y que pasara la gloria “del valiente al certero”. Pero quizá el pasaje más celebrado sobre estas armas innobles sea el que Cervantes pone en boca de Don Quijote en el famoso discurso sobre las armas y las letras (1ª parte, capítulo 38). El lugar es bien conocido, pero conviene reproducir unas líneas que no son sólo una síntesis del pensamiento de sus contemporáneos, sino que, a la vez, lo encarnan en la biografía del personaje de ficción:
“Bien hayan aquellos benditos siglos que carecieron de la espantable furia de aquestos endemoniados instrumentos de la artillería, a cuyo inventor tengo para mí que en el infierno se le está dando el premio de su diabólica invención, con la cual dio causa que un infame y un cobarde brazo quite la vida a un valeroso caballero, y que sin saber cómo o por dónde, en la mitad del coraje y brío que enciende y anima a los valientes pechos, llega una desmandada bala (disparada de quien quizá huyó y se espantó del resplandor que hizo el fuego al disparar de la maldita máquina) y corta y acaba en un instante los pensamientos y vida de quien la merecía gozar luengos siglos. Y así, considerando esto, estoy por decir que en el alma me pesa de haber tomado este ejercicio de caballero andante en edad tan detestable como es esta en que agora vivimos…”
Por qué somos como somos
Enrique Moreno Castillo
Profesor de instituto
Hay una frase en el Quijote que varias veces me ha llamado la atención. Se encuentra en el capítulo 37 de la primera parte, cuando los personajes están reunidos en la venta. En un momento dado, se sientan a cenar juntos Don Quijote, Dorotea, Luscinda, Zoraida, don Fernando, Cardenio, el cautivo, el cura y el barbero. La atmósfera de la narración se vuelve íntima y acogedora. Entonces a Don Quijote se le ocurre decir: “Verdaderamente, si bien se considera, señores míos, grandes e inauditas cosas ven los que profesan la orden de la andante caballería. Si no, ¿cuál de los vivientes habrá en el mundo que ahora por la puerta deste castillo entrara, y de la suerte que estamos nos viere, que juzgue y crea que nosotros somos quien somos?”. El significado inmediato de la frase nos hace pensar en la irrisoria propensión del hombre a vivirse a sí mismo de una manera falsa e imaginaria. Quien entrara por la puerta vería a un loco vestido de manera estrafalaria, a un cura de aldea, y a otros personajes de la vida cotidiana; y en realidad no sabría que ese cincuentón enjuto es un valeroso caballero, protagonista de maravillosas aventuras, ni que esa hermosa muchacha es nada menos que la princesa Micomicona, venida de un reino lejano para pedir ayuda contra las asechanzas de un feroz gigante. En su ingenuidad, don Quijote se asombra al pensar lo lejos que está la superficie aparente de las cosas, en la que sólo hay individuos normales y corrientes, de lo que para él es lo verdadero: la vida tal como él la sueña, su propia figura mitificada por su imaginación y su deseo.
La realidad, en la novela de Cervantes, es siempre cercana, concreta, áspera. Por otro lado, sin evadirse nunca de esa inmediatez, todo se prolonga, todas las cosas se abren hacia una perspectiva lejana y recóndita. Y resulta entonces que la frase de don Quijote adquiere otra reverberación. En efecto, el que contemple a los personajes reunidos en torno a la mesa de la venta, el que contemple a cualquier grupo de seres humanos en cualquier lugar, verá sólo gente normal, gente perteneciente a la realidad de todos los días, pues ¿qué otra realidad hay? Todo es vulgar, ordinario, habitual. Pero ¿es cada persona en sí misma cotidiana y normal? ¿Lo más acertado que podemos decir de la realidad es que es común y corriente? ¿No es cada individuo una realidad de valor infinito? ¿No es el estar vivo una aventura más intensa y prodigiosa que las de todas las novelas de caballerías?
Don Quijote es sin duda un loco atiborrado de quimeras. Lo maravilloso es que también es mucho más, pero no además de eso, sino propiamente en eso. La frase que delata la irrisoria presunción de los hombres cuando nos creemos ser algo es la misma que apunta hacia lo más profundo.
El buen caballero andante
Gustavo Martín Garzo
Escritor
Uno de mis pasajes preferidos del Quijote es el de Sierra Morena. Don Quijote decide imitar a caballeros como Amadís y Orlando que, enloquecidos por los celos, dieron en las mayores locuras y, después de desnudarse casi por completo, se pone a dar saltos y cabriolas por las peñas. Y Sancho le dice:
“–Paréceme a mí que los caballeros que lo tal ficieron fueron provocados y tuvieron causa de hacer esas necedades y penitencias; pero vuestra merced ¿qué causa tienen para volverse loco? ¿Qué dama le ha desdeñado, o qué señales ha hallado que le den a entender que la señora Dulcinea del Toboso ha hecho alguna niñería con moro o cristiano?
–Ahí está el punto –respondió don Quijote- y ésa es la fineza de mi negocio, que volverse loco un caballero andante con causa, ni grado ni gracias: el toque está en desatinar sin ocasión.”
En ese “desatinar sin ocasión” está contenido todo el Quijote. Pero detengámonos en la palabra “desatino”. El diccionario la define como “locura, despropósito o error”. Pero aquí tiene una significación muy distinta. Como los gestos absurdos del maestro zen, las locuras de don Quijote tienen el poder de suspender por un momento el principio de realidad, llevándonos a la comprensión profunda e inmediata de una verdad nueva. Su función es abrir una grieta, y, más allá de la lógica, provocar un instante iluminación. Por eso entre los dos modelos que le salen al paso en Sierra Morena, el de Amadís y el de Orlando, Quijote se queda con el del primero. Orlando, enloquecido por la traición de Angélica, se vuelve contra el mundo y quiebra el curso de los torrentes, asola bosques, aniquila el ganado, mientras que Amadís no hace “locuras de daño sino de lloros y sentimientos”. Ese es el camino de don Quijote, para quien la aventura no supone nunca una quiebra de lo real, sino su ampliación. De ahí que sea indisociable de la alegría, que supone concebir las cosas no en términos de verdadero o falso sino de posibilidad. Y eso es el desatino para el buen caballero: la condición de lo paradisíaco.