El Ciervo

La biblioteca de mi generación

por Carlos Eymar

El Ciervo nº 650, mayo 2005

Carlos Eymar (Madrid, 1951) es doctor en Derecho y en Filosofía. Ha sido profesor asociado de Filosofía del Derecho en la Universidad Complutense. Diplomado en Derecho Comunitario, ha ejercido como asesor jurídico internacional en Estrasburgo y, actualmente, es profesor de Derecho Internacional Humanitario en el Instituto Gutiérrez Mellado de la UNED. Es autor, entre otros, de los siguientes libros: Karl Marx, crítico de los derechos humanos, El funcionario poeta: elementos para una estética de la burocracia o De la historia y concepto del desarme. Desde 1989, en que recibió el premio Enrique Ferran, es colaborador habitual de El Ciervo.

Tengo una especial inclinación por los libros que pesan, en gramos y en conceptos. En los anaqueles de mi biblioteca se acumulan las principales obras de Platón, Aristóteles, San Agustín y Santo Tomás. Sin embargo, el mayor espacio lo ocupan los 44 tomos de las Marx Engels Werke de la Dietz Verlag, junto a numerosos libros de marxistas y marxólogos que, durante los diez años que duró la elaboración de mis dos tesis doctorales, reclamaron la mayor parte de mis esfuerzos. Menos atención, pero más cariño, puse en la lectura incompleta de las obras completas de Pascal en la edición de la Pléiade, los veinte tomos de las de Kierkegard de les Editions de l'Orante, los nueve tomos de las obras completas de Unamuno de la editorial Escelicer, los once de las de Ortega de la Revista de Occidente e incluso los tres gruesos tomos de las obras completas de Freud en la editorial Biblioteca Nueva. Especial interés puse siempre en la lectura del tomo de la BAC que contiene las obras de San Juan de la Cruz.

Tenía que hacer una mínima referencia a esas obras para que se entienda mejor la selección que se me pide de “libros generacionales” por el hecho de haber nacido, como El Ciervo, Javier Marías o Isabel Preysler, en el año 1951. Obviamente esta selección va a prescindir también de libros de época “pesados” como los de Bloch, Adorno, Marcuse, Ricoeur, Foucault, Deleuze, Gadamer o Habermas, y se va a centrar en libros cuya ligereza no evitó que impactaran con fuerza en algún momento de mi existencia.

Don Josémaría Escrivá de Balaguer,

Camino

¿A qué adolescente más o menos empollón en la España de los años 60 no se le puso un ejemplar de Camino entre sus manos? Era en la España de López Rodó y del Plan de Desarrollo cuando el libro de monseñor Escrivá adquirió una notable pujanza editorial. Antes de enfrentarnos con los de Nietzsche, muchos jóvenes teníamos ya metido en la cabeza algún aforismo de monseñor y no sólo ese conocidísimo número 28: “El matrimonio es para la clase de tropa y no para el estado mayor de Cristo”. Había otros que podían ser asumidos por quienes, como yo, sentíamos inconscientemente el agobio y la opresión de una España cerrada y provinciana. Me refiero, por ejemplo, a ese número 7: “No tengas espíritu pueblerino. Agranda tu corazón hasta que sea universal, ‘católico'. No vueles como un ave de corral, cuando puedes subir como las águilas”. Richard Bach con su Juan Salvador Gaviota, en los años 70, no hizo más que seguir la pauta marcada por el santo de Barbastro.

Walt Whitman,

Hojas de hierba

Otra forma de combatir la cerrazón era entregarse a sueños panteístas como esos que nos llegaban de Woodstock y la Isla de Wight, con música de Bob Dylan, Joan Baez, Peter Seeger o Peter, Paul and Mary. Whitman daba forma a todo eso, invitando a emplear las energías juveniles en ensayos de unión con todo y con todos. “Sé que el sostén de la creación es amor y que la hierba es el pañuelo de Dios”, decía Whitman, y, así, por ese lado franciscano, más que por el hedonista, uno podía integrar el movimiento hippie con el Cántico a las Criaturas, sentarse en corro en un prado lleno de flores con una guitarra acústica y una armónica colgada al cuello y concluir: “Creo que una hoja de hierba no es menos que el camino recorrido por las estrellas”. De ahí al Hermano Sol Hermana Luna de Zefirelli no había más que un paso.

Hermann Hesse,

Siddharta

Los viajes de los Beatles a la India y el citar de Rabí Sankar predisponían a seguir el camino de un Oriente imaginado de la mano de Herman Hesse que ya nos había perturbado con El lobo estepario. Siddharta era un programa de vida, la descripción de un viaje en el que se sintetiza la multiplicidad de experiencias con la unidad espiritual. Ascesis, estudio, amor, placer de vivir, compromiso con el mundo; todo era posible a la luz de la mirada serena del sabio que ha vivido. Siddharta me inoculó la aspiración a sentir circular por mis venas todo el sabor de la unidad del mundo, a llegar a la sonrisa beatífica e irónica del santo que contempla su vida pasada junto al cauce del río.

Julio Cortázar,

Rayuela

Bajo la etiqueta del boom latinoamericano, nos llegaron genios como Borges, García Márquez, Vargas Llosa, Onetti, Carpentier o Lezama Lima. Rayuela fue un boom por sí misma, el Quijote del siglo xx, la primera novela interactiva y desmontable que, más que leída, exigía ser vivida por el lector. La abordé en 1973, diez años después de su publicación, y, enseguida, me ganó su surrealista sentido del humor. Contribuyó a que mitificara, aún más, aquel París en que explotó el mayo del 68, porque Rayuela era el producto concreto de la imaginación que se pretendía entronizar. Borbotón de lenguaje, acompañado por música de acordeón parisino, tango porteño y jazz de Charlie Parker eso sí, envuelto en el humo de los Gitanes de la Maga.

Karl Marx,

Manuscritos económico filosóficos

Publicados en la colección de bolsillo de Alianza, en la excelente traducción de Rubio Llorente, hoy presidente del Consejo de Estado, conocieron un gran éxito editorial desde su aparición en 1968. De ellos afloró el término alienación, una de las palabras más frecuentadas por la progresía de los años 60 y 70.

Para desalienarse, es decir, para emanciparse, el hombre, según Marx, necesitaba superar el sentido excluyente y egoísta del sistema de la propiedad privada capitalista, lo cual sólo podía hacerse de forma universal en una sociedad comunista, si bien el comunismo “no es en sí la finalidad del desarrollo humano”. En torno a este librito de Marx surgió una formidable polémica que enfrentó a quienes, con Eric Fromm a la cabeza, mantenían la existencia de un humanismo socialista y a los partidarios de Althusser que afirmaban que la problemática humanista de los Manuscritos fue un pecado de juventud de Marx.

Alfonso Comín,

La reconstrucción de la palabra

Paralelamente al humanismo socialista fue tomando cuerpo una corriente de humanismo cristiano. El humanismo integral de Maritain, El Manifiesto al servicio del personalismo de Mounier, la Pacem in terris, la Gaudium et spes y la Populorum Progressio, fueron sus principales fuentes.

En nuestro país surgieron muchas reflexiones en esta línea y, entre ellas, pueden citarse el Creo en la esperanza de Díez Alegría, El cristianismo no es un humanismo de González Ruiz o La entraña humanista del cristianismo de Cafarena, algo posterior.

El nombre de Alfonso Comín, dentro de esta tradición, ocupa un lugar especial, más que por la profundidad teórica de sus reflexiones, por su figura carismática y el hecho de encarnar en su persona una peculiar síntesis entre cristianismo y comunismo. Comín pretende romper con el lenguaje de la doctrina social de la Iglesia, defensora de un “capitalismo con rostro humano”, para recobrar la Palabra que había huido de los templos hacia las calles y fábricas.

Además del necesario diálogo entre el humanismo marxista y el cristiano, que no podía obviar la lucha de clases, Comín destacaba el carácter ejemplar de su amigo Mounier en quien veía “la raíz de toda renovación eclesial”.

Louis Althusser,

El porvenir es largo

Muchos intelectuales que compartieron entusiasmos, en mayo de 1968, fueron adensando, con el paso de los años, su bilis negra. Althusser que nunca se sintió querido por su madre, fue arrastrando, desde su infancia en Argelia, una melancolía aguda que acabó por explotar, el 16 de noviembre de 1980, cuando estranguló a su mujer, Helène, en su apartamento de L'Ecole Normale. Su intento por explicar aquel hecho dio como resultado este libro estremecedor que nos absorbe como un agujero negro hacia el fin de una noche de locura y depresión que tiene también algo de generacional. Su amigo, el filósofo marxista Nicos Poulantzas, acabará arrojándose desde la torre de Montparnasse. Antes, Lucien Sebag había puesto fin a sus días como luego lo haría Gilles Deleuze.

El título del libro de Althusser, escrito en 1985 pero publicado, con carácter póstumo, en 1992, parece dar la razón a Fukuyama: sí, la historia ha terminado, ¡qué largos se hacen los días que quedan!, ¡cuánto dura el porvenir! Nunca creyó Althusser en el poder de la voluntad en la historia, y la inteligencia, por su parte, no nos da muchas esperanzas. Sólo se podría albergarlas en esos pequeños islotes de comunismo en los que no reinan las relaciones mercantiles, movimientos sociales que nada indica vayan a ser hegemónicos. El único consuelo es pensar con Marx “que la historia tiene más imaginación que nosotros”, porque ninguna esperanza cabe en relación con el comunismo real.

En este libro, el juicio de Althusser con respecto al Partido Comunista y al Estado socialista será contundente e inapelable: “son la mierda”.

Hugo H. M. Enomiya Lasalle,

El zen

La conocida boutade de Malraux –“el siglo xxi será místico o no será”– puede traducirse como el imperativo de ser místico para ser. El mejor remedio para no dejarse vencer por la tendencia contemporánea hacia el nihilismo es el esfuerzo por abrirse al mundo del espíritu.

El jesuita alemán Hugo Lasalle, nacido en 1898, maestro zen, misionero en los barrios pobres de Tokio y elogiado por el mismísimo padre Arrupe, ha sido la figura pionera en la introducción del zen en ámbitos católicos. La meditación zen puede ayudarnos a percibir al Cristo universal que, como ya había indicado Teilhard de Chardin, se transparenta de alguna forma en el mundo y en la naturaleza. A diferencia de determinadas formas folklóricas de orientalismo, el zen, como demuestra Lasalle, es un método plenamente compatible con el cristianismo y guarda profundas semejanzas con lo mejor de la tradición mística cristiana desde La nube del no saber hasta San Juan de la Cruz, pasando por Ruysbroek y Tauler. En las dos últimas décadas, muchos cristianos, insatisfechos con el clima espiritual y con las expresiones estéticas de la Iglesia actual, han acudido a técnicas zen para profundizar en una vía de oración y de silencio. En España, la figura de Ana María Schlüter, maestra zen que me descubrió al padre Lasalle a finales de los 80, está desempeñando un notable papel en la difusión de esta vía.

Lejos de plantearse como una huida del mundo, la interioridad siempre fue una fuerza transformadora que contribuyó a eliminar las barreras entre hombres y religiones. La santidad, como dijo Mounier, es un auténtico programa político y no puede haber santidad sin oración.

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