Por la mañana leo en los periódicos que ha habido un crimen cerca de casa: un par de chicos de 18 años y un menor han quemado a una mendiga que dormía en un cajero automático. Hace tres años ocurrió otro suceso parecido en la misma época y ahora un jurado popular ha absuelto por falta de pruebas al inculpado por la muerte de un mendigo también en Barcelona. ¿Será la muerte de un mendigo en manos de gente joven un enigmático suceso navideño?
Los cuentos de Navidad solían ser relatos de algún solitario que los niños hacían feliz; tenían un desenlace afortunado por algún gesto de bondad, como en Dickens. Ahora es de temer que en los trágicos sucesos navideños haya también soledad y juventud, pero no bondad.
Era, cuentan los periódicos, una mujer de unos cincuenta años. No era inmigrante, sino de nacionalidad española. El día anterior había estado pidiendo limosna en el barrio. Tenía una pierna escayolada y un aire de decaimiento físico y psicológico. Había entrado en un bar diciendo que tenía hambre y el camarero le había dado una tapa de mejillones. A las diez de la noche, para protegerse del frío, había entrado en un cajero automático que había en la esquina y tratado de dormir. Sobre la una de la madrugada entran en el espacioso ámbito donde está el cajero un par de chicos que han salido a divertirse. Las cámaras lo graban todo y gracias a eso la policía ha podido reconstruir el episodio (¿no hay nadie que mire lo que está pasando?). Se meten con la mendiga, la insultan, se burlan de ella. Forcejean y en un momento favorable la mujer consigue echar el cierre a la puerta y los chicos se van.
Sobre las cuatro y media de la madrugada la despierta un muchacho algo más joven. Le pide por favor que le abra para sacar dinero. Insiste. A la mujer le da pena y le abre. Parece buen chico. Pero resulta que estaba conchabado con los otros dos, que se cuelan en el lugar. Vuelven a meterse con la mujer, burlarse de ella y pegarle, y finalmente la rocían con un líquido disolvente que han encontrado en una obra ahí al lado, echan un cigarrillo y se prende fuego con estrépito. Arde un falso techo y la mujer sufre quemaduras en más de la mitad del cuerpo. Los chicos han desaparecido. Llevan a la mujer al hospital, pero no lograrán salvarla.
Después de leer las informaciones salgo a ver el lugar del suceso. Es una esquina de una calle bastante ancha. Unos operarios están reparando el falso techo de la entidad de crédito y los cajeros automáticos están fuera de servicio. Pregunto a una señora que sale de la oficina si ahí es donde...
–Sí, creo que sí.
No parece muy afectada.
La misma pregunta a otra señora. Ésta, impresionada, me dice:
–Ha muerto. He venido a preguntar por ella.
Resulta que el suceso se produjo en la noche del viernes y estamos a martes. La mendiga murió el domingo. Gracias a la grabación de las cámaras la policía pudo sacar la foto de los chicos y preguntar en el barrio. Les han detenido.
La señora está conmovida. Habla de las escuelas, de las familias y su pena, de la situación, del extraño objetivo.
–Hacer daño, hacer daño...
Nos despedimos. Nadie se explica cómo pudo ocurrir. Yo tampoco.
No es el primer mendigo apaleado por gente joven. No es la primera vez que alguien hace daño a quien está peor que ellos y con el mal que se hace a otro se atrae sin pensarlo la propia desgracia. ¿Qué será de esos chicos? No parece que la sociedad haya encontrado la manera de reparar el daño y lograr que las cárceles al fin cumplan la función que se pretende.
Escarbando en el misterio de esos sucesos evoco otros que aparecen todos los días en las páginas de los diarios y en las pantallas de los noticiarios. El ser humano cree buscar la felicidad, pero acumula desgracias sobre desgracias. El marido, el compañero sentimental, el ex novio mata a su pareja y después se suicida. También hay suicidas que se cargan de explosivos y esparcen la muerte en un restaurante lleno de gente o en un autobús cargado de viajeros. En los campos de fútbol abroncan al portero porque es negro e insultan al delantero, también negro, que más goles mete. ¿Racistas? ¿Por qué se meten con quien juega mejor que ellos? El racismo es una forma de sentirse superior por algo tan accidental como una piel distinta. No es la única manera de despreciar al otro, al extranjero, al de otro pueblo, otro país. Los pobres chicos que persiguen a los inmigrantes o a los mendigos –esa mujer no era inmigrante, pero era indigente– buscan quizá a alguien con quien sentirse superior.
Y no ven buenos ejemplos. Las películas están llenas de pistolas y de gritos. Busco en las carteleras alguna comedia, pero más bien encuentro películas de horror, thrillers, dramas. Comprendo que si hay más de eso será porque atraen más, tienen más éxito, suman más audiencias. Oí decir el otro día que los suyos le piden a Zapatero que dé más caña. A mí me gustaba la cortesía del gesto, la bondad del talante, la inteligencia del argumento. Pero los suyos se ve que no todos confían en eso. Ya ha llamado patriotas de hojalata a los del PP por lo que dicen del presupuesto europeo. Pero Rajoy ha replicado con un insulto más personal: “bobo solemne”. Yo quiero creer que no les gusta ese lenguaje a los propios actores, pero los asesores les dicen que es lo que gusta al público y lo que da votos. Pero el ejemplo no es bueno y las consecuencias son temibles.
Encontrar a otro peor y más desgraciado que nosotros –o creer que lo es– parece que nos hace felices. Buscamos la felicidad en la desgracia ajena. Y esa equivocación, a su vez, nos hace desgraciados. Esos extraños sucesos de Navidad son un aviso. La felicidad propia no se encuentra en la desgracia ajena.