El Ciervo

Mis pequeñas manías

El Ciervo nº 660, Marzo 2006

Una pequeña manía es algo innecesario que si no hacemos nos sentimos mal. Algunos amigos se han prestado a explicarnos las suyas aunque, eso sí, bajo la protección del anonimato. Uno de los métodos utilizados para averiguar las manías es preguntar a alguien que conviva con nosotros. Los demás las ven mejor. Esperamos que sirva a los lectores para encontrarse las suyas. Siempre va bien saberlas. Y si alguien se anima a enviárnoslas, las publicaremos encantados. Sin manías.

Los armarios deben quedar bien cerrados, hay que ajustarlos al cerrar sin dejar ni una rendija. Si el armario queda medio abierto o abierto del todo, entro en crisis. Para los cajones, aplíquese lo mismo.

Procuro no entrar al cine si la película está empezada. Con las películas de la televisión me pasa lo mismo. Aunque sólo me haya perdido los créditos del inicio, mi interés por ver la película decae.

Creo que la primera impresión cuenta. En mi caso, me fijo en los modelos y colores de corbata de otros señores que conozco en reuniones de trabajo. A partir de los colores y el tipo de estampado de la corbata construyo un perfil psicológico que me resulta útil para enfocar la comunicación en este tipo de encuentros.

No atarme los zapatos y decir en seguida los abrocho cuando alguien me advierte.

No tapar el dentífrico, con el consecuente riesgo de ruptura matrimonial.

Tener a la vista aquello que está pendiente, con el caos que ello genera.

Ir a la playa con calcetines (por lo visto es horroroso).

Cambiar frecuentemente los muebles de lugar.

Recortar noticias diversas de los periódicos.

Grabar programas diversos y películas de la tele (que luego no hay tiempo para ver).

Abrir la puerta para salir de casa y volver a entrar para revisar la calefacción, el gas, la luz.

Comprarme zapatos que, sin ser de payaso, me permitan mover los dedos de los pies.

No notar las costuras de la punta de medias y calcetines y, para ello, procurar que no queden centradas en el extremo, a medio dedo, sino algo por encima, ya en las uñas.

Comprobar veinte veces que los grifos de la casa están cerrados antes de salir. Igualmente, en los hoteles, revolver camas y armarios para asegurarme de que no olvido nada.

Llevar siempre agua en el bolso, no para beber mucho sino para algún que otro sorbito apremiante. (Si no llevo, la sed se multiplica alarmantemente).

Dormir en la mayor oscuridad y –lo más difícil– en el mayor silencio.

En el metro o bus, también en la iglesia, intentar sentarme siempre en el mismo sitio. Y si está ocupado, mirar con cierto rencor al que me lo usurpa. Diría que es una manía bastante común.

Vestirme habitualmente, en cada temporada, con la misma camisa, jersey, etc. (con un par de ellos para su debido lavado). Aunque en el armario tengo otros. Es una manía fruto de la pereza o la rutina. Y que causa críticas domésticas.

Intentar relacionarme –en la calle, bus, etc.– con críos pequeños. Sacarles la lengua, sonreírles, tocarles la cabeza. Con respeto. Suelen corresponder de igual modo. Quizá un psiquiatra lo definiría como la manía de regreso al paraíso perdido, añorado.

Cuando pago con monedas, mirar de qué país son. Dar las españolas y conservar en el bolsillo los euros de otros países. Así me siento más europeo. Si sólo tengo monedas de otros países, prefiero quedarme con las italianas. Me gusta Italia.

En casa tenemos tenedores y cuchillos de dos tipos: unos buenos y robustos, otros endebles y flacuchos. Si pongo yo la mesa, me quedo con los buenos y le pongo a mi mujer los otros. Cuando lo he hecho, me arrepiento y me quedo con el cuchillo malo. Me parece que así hago justicia, pero yo conservo el tenedor fuerte. No soporto un tenedor que se doble.

Cuando escucho música con auriculares, tengo que colocarme el que pone “L” (de left, en inglés) en la oreja izquierda y el R (right, en la derecha). Los dos son iguales y no sé a qué viene esta distinción, pero si no lo hago, me siento mal.

Beber cerveza en taza de café.

Al escribir, prefiero hacerlo en folios viejos y, a poder ser, utilizados por una cara; la tensión de la escritura se aminora de ese modo.

Si al salir de casa con el coche encuentro el primer semáforo en verde, lo interpreto como un buen augurio. Todo irá bien.

Trabajar con algo de desorden a mi alrededor: me siento arropado, envuelto por una burbuja cálida, si hay en mi mesa un moderado desorden, un desorden bajo control. El orden excesivo me paraliza.

Leer con un lápiz en la mano, para subrayar, anotar al margen, tomar posesión del libro (leer es poseer). Y por descontado, corregir las erratas.

Es muy curioso este pequeño mundo de las pequeñas manías. Yo no me había detenido nunca en él, pero ahora, impulsado por la invitación de El Ciervo , me he dado cuenta de que también yo vivo inmerso en él. Voy a dejar para el final mi mayor pequeña manía, que acabo de descubrir ahora mismo. En cuanto a las otras, ahí van. Es algo insólito, pero por la mañana debo ponerme antes los calcetines que los pantalones, primero el calcetín del pie izquierdo. En cambio la pierna derecha es la primera que se mete en el pantalón. Y, luego, otra vez, me calzó en primer lugar el zapato izquierdo. Siempre. Cada día. Si no lo hago, me siento inquieto. Eso es así de siempre, sólo que hasta ahora no me había fijado.

Otras pequeñas manías de mi cosecha particular. Nunca dejo el pan en posición invertida. Es como si lo dejara acostado de espalda. Si lo dejo tumbado boca abajo vuelvo sobre mis pasos y corrijo la posición. Y los cuchillos acabados en punta. Por nada del mundo dejo clavado en ningún sitio un cuchillo. Mucho menos en los alimentos, en el propio pan o en alguna fruta. El pan sufre. La fruta sufre. Yo sufro.

Y ahí va mi pequeña gran manía: no me gusta nada hacer públicas mis pequeñas manías. Pero, ya está. Ya lo he hecho. Todo sea por El Ciervo y sus amigos.

De mi juventud recuerdo algunas manías gastronómicas que felizmente se han ido curando con la edad. La fidelidad a estas manías a las que he sido infiel, sin embargo, continúa en mi madre: “¿Por qué no me pones pimientos?” “Pero, hijo, si no te gustan”. Eso era antes, ahora me encantan. Y así.

Me obsesiona la extensión de los textos de crítica. A los periodistas les dicen que pongan lo importante al principio, pero la literatura me enseñó lo contrario: un escrito se la juega en la última frase. Cuántas veces me amputaron el final y sentí mi artículo decapitado. Ahí nació la manía por ajustarme al espacio. Pero no aproximadamente, ¡con exactitud! Así, en esta revista, todas mis reseñas tienen seiscientas palabras y mis reseñitas cien vocablos justos, desde la primera que publiqué. Es la métrica de mis escritos. Si no me cree, cuente las palabras de esta confesión de manías: cien.

Tengo la manía de dejar siempre las puertas cerradas, pero tras quince años de convivencia con una pareja que tiene la manía de dejar todas las puertas siempre abiertas, me he conformado con dejarlas entornadas.

En el baño las toallas siempre bien puestas y la tapa del water cerrada y sobre todo la puerta.

En la mesa me incomoda que se levanten todos, serviciales, para cambiar los platos. ¡Con lo fácil que sería hacer turnos! Que en el primer plato se levanten uno o dos, el segundo igual y así la mesa no se descompone y acaba como un campo después de la batalla.

Prefería leer con poca luz, aunque ahora lo voy cambiando porque tengo menos vista.

Es feo dejar la cucharita puesta en la taza de café y no en el plato.

Al levantarme, airear la casa dejando entreabierta un rato, al menos, las ventanas.

¡Horror! Una casa con olor de comida. Ya no comería.

Pagar el periódico antes de cogerlo.

Cuando llamo por teléfono, preguntar antes que nada si molesto.

Cuando salgo de un restaurante, desear buen provecho a los comensales.

Como siempre pan después de las comidas, cuando ya hemos terminado los postres y vamos a recoger la mesa.

Levantarme con el pie derecho. No es una manía de siempre, pero hará un año más o menos que cada día me fijo en ello.

Cuando llego a casa después de trabajar quiero encontrarme la cama hecha. No puedo soportar que no lo esté, aunque yo no la hago cuando me voy.

Las piezas de esta sección las han escrito Rosario Bofill, José Ángel Cilleruelo, Jordi Delás, Alejandro Duque Amusco, Pere Escorsa, Joaquim Gomis, Soledad Gomis, Joan Guasp, Lluís Pastor, Jordi Pérez Colomé, Sònia Poch y Eulàlia Tort.

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