Quién no ha soñado alguna vez con ganar la lotería y se ha deleitado imaginado la de cosas que haría con tanto dinero. Sea cual sea el deseo personal de cada uno, todos intuimos que nuestra vida sería mucho mejor, más fácil, más divertida y, en definitiva, más feliz. Cada navidad la televisión nos deja entrañables imágenes de los felices ganadores del Gordo; celebrando, riendo, cantando. Ellos son la expresión de la felicidad por excelencia; si algo es ser feliz, es eso. Las navidades siguientes ocuparán su lugar en la pantalla nuevos afortunados felices, en realidad sólo tiene interés mediático el primer momento de euforia, pero, ¿qué ocurre después?, ¿seguirán celebrando los ganadores su premio?, ¿hasta cuándo?
A finales de los años setenta un grupo de investigadores norteamericano decidió comprobarlo. Siguieron a un grupo de 22 personas que en el último año habían ganado importantes premios económicos en la lotería y a otro grupo de 29 personas que en el último año habían sufrido un accidente que les había dejado en silla de ruedas. Cuando compararon los niveles de felicidad de ambos grupos con los de un grupo control de 22 personas a las que en los últimos doce meses no había sucedido nada extraordinario, encontraron un resultado sorprendente, y es que los ganadores de lotería no eran más felices que las personas del grupo control, e incluso disfrutaban menos de los pequeños placeres cotidianos. Además, los niveles de felicidad de las personas que habían quedado en silla de ruedas eran sólo un poco más bajos que los del grupo control; existía diferencia, sí, pero muchísimo menor de la que hubiera cabido esperar.
Dos situaciones tan diferentes y opuestas como ganar la lotería y perder la movilidad no causaron cambios drásticos en los niveles de felicidad: así como la felicidad no se esconde en un billete de lotería, tampoco la infelicidad acecha tras una silla de ruedas.
Llevamos preocupándonos por la felicidad desde tiempos inmemoriales. Los filósofos griegos, principalmente Aristóteles, ya escribían sobre ella, y desde entonces numerosos poetas, filósofos, psicólogos y científicos de diversas áreas del conocimiento se han preguntado por ella. Aunque aún no hemos sido capaces de alcanzar una definición consensuada de lo que es la felicidad, lo que sí parece claro es que es un sentimiento muy complejo que va más allá de la simple experimentación de buenos momentos. La felicidad incluye alegría, pero también otras emociones como la ilusión, la esperanza, el regocijo o el amor, que a primera vista pueden pasar desapercibidas y otras, como el compromiso, la lucha, el reto e incluso, el dolor, que no son precisamente positivas.
Amor, dinero, salud, ¿dónde reside la felicidad? Durante muchos años se ha creído que el dinero, el matrimonio, la juventud, la salud, la inteligencia, son factores que hacen a las personas más felices. Sin embargo, infinidad de estudios científicos han demostrado que el grado de incidencia de estos factores en la felicidad humana es bajo o a veces nulo.
En relación a la salud, se ha comprobado que las personas sanas no son necesariamente más felices que las enfermas. Más que la salud física y objetiva, a la hora de ser feliz lo que importa es la percepción subjetiva que una persona tiene de su estado de salud, es decir, cómo se siente.
Tampoco el trabajo o el tipo de profesión determina los niveles de felicidad. Un factor que sí se relaciona, y mucho, con la felicidad es el hecho mismo de tener un trabajo: estar en paro es uno de los factores que más peso tiene en la infelicidad de las personas.
En relación a la edad, se tiende a creer que la juventud es la etapa de la vida en la que se es más feliz, mientras que la vejez es la etapa infeliz por excelencia. La vejez conlleva pérdida, declive y deterioro, lo que ha contribuido a generar muchos estereotipos y prejuicios sobre el envejecimiento. Sin embargo, los estudios científicos revelan que en todos los grupos de edad existen grados de felicidad comparables y que las personas mayores no expresan una menor felicidad, bienestar o satisfacción con la vida cuando se las compara con las más jóvenes.
Laura Carstensen, profesora de la Universidad de Stanford (California), realizó un seguimiento de un grupo de 184 personas entre los 18 y los 94 años. Durante una semana se comunicó con ellas cinco veces al día a través de un radiolocalizador y en cada ocasión les pidió que completaran un cuestionario sobre las emociones que sentían en ese preciso instante. Descubrió que la frecuencia con que las personas mayores experimentaban emociones positivas era muy similar a la de los jóvenes, y que experimentaban menos emociones negativas que ellos. Además, comprobó que los estados positivos duraban más y los negativos menos en las personas mayores, es decir, cuando se sentían tristes, las personas mayores se recuperaban antes que las jóvenes y cuando estaban alegres lo hacían durante más tiempo.
En relación al dinero, todos los datos experimentales muestran que a partir de un determinado nivel económico que permite satisfacer las necesidades básicas, la economía no tiene relación alguna con el nivel de felicidad. Se han cifrado en 15.000 dólares (unos 11.500 euros) los ingresos mínimos para ser feliz. A partir de esa cantidad mínima el poder adquisitivo y la felicidad no crecen al mismo ritmo.
La revista Forbes publica cada año una lista que recoge las 100 personas más ricas del mundo. En los años ochenta un grupo de investigadores les envió un cuestionario y 49 respondieron. Sus respuestas mostraron que el 37 por ciento eran menos felices que la media norteamericana y que el 63 por ciento restante sólo era un poco más feliz que la media. Además, todos coincidieron en asegurar que el dinero no les había hecho más felices.
La felicidad no tiene relación con la riqueza o el nivel de desarrollo económico de un país. Cuando el producto nacional bruto supera una determinada cantidad, la riqueza añadida no aporta mayor satisfacción vital al país. Japón, por ejemplo, es uno de los países más ricos del mundo y con una distribución de la riqueza muy igualitaria, pero suele aparecer en todos los estudios comparativos sobre felicidad en los últimos puestos. Chile, el país más rico de Sudamérica, tiene un grado similar de felicidad que Bolivia, el más pobre.
El desarrollo económico tampoco tiene relación con la felicidad. Estados Unidos, por ejemplo, tiene niveles de felicidad similares desde hace más de treinta años, mientras que su nivel económico se ha triplicado. Lo mismo sucede en los países europeos, incluido España.
Lo que nos muestran los estudios es que en la felicidad de un país inciden cuestiones políticas como la democracia, la libertad y los derechos individuales. En realidad, más importante que vivir en una nación rica es vivir en una nación democrática y libre.
Existen dos fenómenos que parecen explicar la casi nula relación entre felicidad y dinero: la adaptación o habituación y la comparación social: nos acostumbramos demasiado rápido al dinero y nos comparamos con personas más afortunadas. El hecho de que las personas nos acostumbremos rápida e inevitablemente a lo bueno se conoce como rueda de molino hedonista e implica que cuando se consigue un objetivo las expectativas aumentan y para seguir siendo felices necesitamos conseguir un nuevo objetivo, que a su vez quedará superado por uno nuevo cuando lo alcancemos.
Los fenómenos de comparación social han quedado demostrados en numerosos estudios. Los deportistas que ganan la medalla de bronce, por ejemplo, están más satisfechos que los que ganan la medalla de plata, porque los primeros se comparan con todos los deportistas que no ganaron medalla, mientras que los segundos lo hacen con el que ganó el oro.
El amor, entendido en el sentido amplio de las relaciones personales, es el único de los factores tradicionales que tiene importancia a la hora de ser feliz. Existe un claro componente social en la felicidad; la mayoría de las personas dice tener un estado anímico mucho más bajo cuando están solas que cuando están acompañadas. Las experiencias más positivas que las personas manifiestan suelen tener lugar cuando están con gente a la que quieren.
Ed Diener y Martin Seligman, dos investigadores de la Universidad de Pennsylvania, midieron los niveles de felicidad en una muestra de 222 personas. Tomaron al 10 por ciento más feliz y trataron de averiguar qué tenían estas personas que las diferenciaba de las escasa y medianamente felices. Encontraron una variable que sobresalía por encima de todas las demás: las buenas relaciones con otras personas. Las personas muy felices tenían una vida social rica y satisfactoria; pasaban menos tiempo solas y compartían gran parte de su tiempo con amigos y familiares.
Muchos estudios han demostrado que el matrimonio guarda una estrecha relación con la felicidad, aunque no es el matrimonio en sí, sino un matrimonio feliz el que condiciona la satisfacción con la vida. Los matrimonios infelices son causa importante de malestar y los niveles de felicidad en estos casos son inferiores a las personas solteras o divorciadas. Lo que importa es la calidad de la relación afectiva.
Aunque fuéramos capaces de modificar todas las circunstancias externas de nuestra vida no notaríamos un gran cambio, pues juntas probablemente no supongan más del 8-15 por ciento de variación en el nivel de felicidad. Parece que, en general, las circunstancias externas no son demasiado importantes a la hora de alcanzar la felicidad, y que debemos buscarla en otro sitio, pero ¿dónde? En nuestro interior, en ese conjunto de circunstancias o variables internas que podemos controlar de forma voluntaria. Este es el factor que más poder explicativo presenta en relación con la felicidad: las variables internas o psicológicas, es decir, nuestra personalidad.
Dentro de las variables psicológicas que parecen relacionarse con la felicidad, hay una, la extroversión-introversión, que se muestra consistente en diferentes estudios y para diferentes países y culturas. Las personas extravertidas tienden a reírse y divertirse con más frecuencia y se sienten más felices que las introvertidas en muy diversas circunstancias y situaciones. Se ha demostrado que incluso las personas introvertidas son más felices cuando actúan de manera extrovertida. En su estudio, William Fleeson, de la Universidad Wake Forest, descubrió que todos los participantes (fueran extrovertidos o introvertidos) decían sentirse más felices cuando adoptaban patrones de comportamiento extrovertido. Estos resultados revelan que las personas tienen la capacidad de aumentar sus niveles de felicidad simplemente cambiando su forma de comportarse; no importa si una persona es tímida por naturaleza, puede esforzarse por tener conductas extrovertidas y aumentar así su felicidad. Como todos los rasgos de personalidad, la extroversión-introversión depende de la herencia genética y del aprendizaje temprano, sin embargo, las personas no están constreñidas a comportarse siempre de la misma manera en función de su personalidad. Lo que importa no es el rasgo de personalidad, ser o no ser extrovertido, sino comportarse de forma extrovertida.
Además del conjunto de factores externos e internos que inciden en la felicidad, no hay que olvidar el peso de la genética. Existe un rasgo de personalidad, la afectividad positiva, que es en gran medida hereditario y se mantiene relativamente invariable a lo largo de la vida. Aproximadamente la mitad de la puntuación de una persona en los test de felicidad está relacionada con el resultado que obtendrían sus padres biológicos en caso de que también hubieran respondido a ese cuestionario. La afectividad positiva determina un rango fijo de la felicidad que hace que sea poco probable que una persona cambie su nivel de felicidad de forma drástica. Sin embargo, es posible aprender a vivir en el extremo superior del rango de afectividad positiva, es decir, aprender a ser lo más feliz que permite nuestra herencia genética.
Se han derramado ríos de tinta tratando de encontrar la fórmula que, de una vez por todas, conduzca al ser humano hasta la felicidad, pero hasta la fecha ninguno de estos intentos ha tenido éxito. Lejos de tratarse de una receta mágica, si pudiéramos embutir la felicidad en una ecuación matemática, podría quedar enunciada de la siguiente manera: F = R + C + V donde F es el nivel de felicidad duradera, R es el rango fijo, que implica la importancia demostrada en las últimas décadas de la herencia genética, C se refiere a las circunstancias externas que rodean al individuo, y V representa las variables internas o de personalidad.