Para los viejos rockeros de la crítica formada en los años sesenta, la cinefilia era una enfermedad infantil contra la que era necesario vacunarse. Lo contó muy bien Esteve Riambau en las páginas de la fallecida Nickelodeon: "Frente al truffautiano 'el cine era la vida', siempre he preferido el concepto eisensteiniano, godardiano o rivettiano del cine como representación de la realidad [...]. El cine como terapia sustitutiva no me suscita pasión alguna".
Y en esas hemos estado mientras el concepto de cinefilia se mantuvo asociado al peligro de la "irracionalidad no racionalizable, decidida a no dejarse racionalizar [...] que exige la condena premilitar de cualquier esquema racional" (Giulio Carlo Argan), al riesgo de quedarnos "eternamente ensimismados como aquellos viejos cinéfilos enfermos de nostalgia por su Arcadia perdida" (Àngel Quintana) y a la masturbación propia de los que Umberto Eco ha llamado los "críticos del orgasmo", aquellos que, pese a "lo orgásmicos que son de palabra, no son nada libertinos y les causa horror la 'otredad', dado que en cada coito crítico no hacen el amor sino consigo mismos".
Pero desde hace ya mucho, una nueva concepción de la cinefilia ha venido a reactivar, en sintonía con la emergencia de Internet, el ejercicio y la función de la crítica. Se ha abierto paso así una idea de la cinefilia más abierta y menos ombliguista, más atraída por los misterios de las formas que por las terapias sustitutivas, más consciente de la diáspora geopolítica de la creación fílmica que de los oropeles mitómanos occidentales. Un concepto de la cinefilia que, tomando como punto de partida el fundacional Movie Mutations, ha sido capaz de abrir nuevos puentes de diálogo entre la crítica y la Academia (una dialéctica que abordan aquí los artículos de David Bordwell y Nico Baumbach), ha contribuido a repensar el papel de la crítica en los fluidos territorios audiovisuales de la globalizada aldea digital y a resituar los productivos vínculos que la crítica mantiene con la programación fílmica de festivales, espacios culturales y centros de arte.
Bienvenida sea por tanto esta nueva concepción de la cinefilia, de la que a fin de cuentas también es hija nuestra revista, a condición, claro está, de que nos sirva para afianzar ese "pensamiento antiidólatra" que reclama Claudio Magris, ese "pensamiento fuerte capaz de establecer jerarquías de valores, capaz de elegir y, por tanto, de dar libertad, de proporcionar al individuo la fuerza de resistir a las presiones que le amenazan y a la fábrica de opiniones y de eslóganes". Un pensamiento liberado de viejas ataduras y rutinas, pero decidido a intervenir -con su juicio crítico irrenunciable- en todas aquellas cuestiones y espacios que le son propios, consciente siempre de que el cine puede ayudarnos a vivir, pero no es la vida, que vivir dentro de una burbuja -por muy cinematográfica que sea- terminaría por asfixiarnos y que el mundo es mucho más grande que una pantalla. Un pensamiento que nos permita escapar de un peligro cierto (el inmovilismo nostálgico), pero que sea capaz también de repensarse a sí mismo continuamente para no caer prisionero de otro peligro no menos enfermizo: las dulces y autocomplacientes prisiones de la vieja cinefilia.