La Comisión Europea acaba de autorizar el maíz BT-11 para consumo humano. Aunque nos dicen que todo está bajo control, las empresas biotecnológicas no asumen la responsabilidad sobre los posibles daños en el medio ambiente y en nuestra salud que pueda originar la liberación de los organismos transgénicos; las pocas investigaciones que se realizan distan mucho de ser rigurosas y, a menudo, están controladas por estas mismas empresas; tampoco se adoptan medidas que impidan la contaminación genética de cultivos convencionales.
La reciente entrada en vigor de nueva normativa sobre liberación y etiquetado de organismos manipulados genéticamente (OMG) en la Unión Europea (UE) ha venido acompañada, como era previsible, de enormes presiones por parte de EE UU para que se levante la moratoria vigente desde 1999, y de una potente campaña de mensajes tranquilizadores desde la administración pública –y desde algunas instituciones no tan públicas–. El mensaje, repetido machaconamente, es sencillo: podemos estar tranquilos; a partir de ahora a nadie debe inquietarle si los OMG inundan nuestros campos y nuestros platos, ya que disponemos de una normativa enormemente rigurosa y las autoridades velan por nuestra salud y nuestro medio ambiente. Nada más lejos de la realidad: la normativa aprobada es totalmente insuficiente, y las autoridades parecen preocuparse más de atraer inversiones de las grandes transnacionales de la biotecnología y de no soliviantar al departamento de comercio del Sr. Bush, que de proteger la salud ciudadana y ambiental.
Tres agujeros
La primera gran laguna normativa es la falta de legislación sobre responsabilidad por daños a la salud y al medio ambiente. La introducción de OMG en el entorno y en la cadena alimentaria entraña riesgos ambientales y sanitarios de una magnitud sin precedentes, debido precisamente a que se trata de seres vivos que pueden reproducirse, dispersarse y evolucionar, y cuyos efectos son todavía en gran medida desconocidos. Curiosamente, sin embargo, las grandes compañías biotecnológicas que afirman insistentemente que los transgénicos carecen de riesgos, se resisten como gato panza arriba a que se regule la responsabilidad por daños asociados a este tipo de productos. Pretenden que el riesgo recaiga sobre los agricultores que cultivan las variedades transgénicas inventadas en sus laboratorios, o en otros eslabones de la cadena productiva. Y por ahora parece que lo van consiguiendo.
La segunda carencia legislativa, gravísima también, es la falta de normas y medidas para frenar la contaminación genética ligada a la introducción de cultivos transgénicos. Como bien saben quienes sufren alergias en la primavera, el polen es un incorregible viajero. Puede viajar kilómetros, transportado por el viento, por los insectos... polinizando campos a distancias a veces sorprendentes. Los cultivos transgénicos fueron introducidos hace escasamente diez años, y sólo ocupan alrededor del 2% de la superficie agrícola mundial; sin embargo han producido ya una alarmante contaminación de los campos, de las semillas e incluso de algunos de los bancos de germoplasma en EE UU, donde la superficie sembrada con OMG es la mayor del mundo [ 1 ] .
También en España se han detectado varios casos de contaminación genética de cultivos ecológicos por maíz transgénico, autorizado desde 1998. Esta contaminación supone un grave perjuicio para el agricultor que la sufre, abandonado a la más total indefensión. Pero, además, es enormemente preocupante a medio plazo, habida cuenta los problemas de inestabilidad y de riesgos para la salud y el medio ambiente que plantean los cultivos transgénicos, y ante la eventualidad de un fracaso de las variedades manipuladas genéticamente en términos de rendimiento o de otro tipo de problemas. La UE, sin embargo, ha establecido únicamente unas Recomendaciones sobre coexistencia, no sólo inaceptables por su planteamiento permisivo y su falta de concreción, sino por tratarse de normas que no son vinculantes.
La tercera gran laguna normativa, o en este caso más bien un generoso coladero para los transgénicos, forma parte de los reglamentos de etiquetado que estrenamos todos los países de la UE el mes de abril. Si bien es innegable que la nueva legislación ha supuesto un avance considerable, obligando al etiquetado de todos los alimentos derivados de cultivos OMG –no sólo de los que contienen ADN o proteína transgénica en el producto fi nal como requería la normativa anterior–, sigue permitiendo que una proporción muy elevada de los cultivos transgénicos del mundo acaben en nuestros platos sin que lo sepamos.
Y es que aunque las nuevas normas de etiquetado y de trazabilidad requieren que se informe de si los piensos destinados a alimentación animal contienen transgénicos –al menos los ganaderos podrán ahora distinguir lo que compran–, no exigen que la leche, los huevos y la carne de animales alimentados con piensos transgénicos vayan etiquetados como derivados de OMG. Teniendo en cuenta que la mayor parte de los cultivos manipulados genéticamente (maíz, soja, colza y algodón) se destinan a piensos compuestos y entran en la cadena alimentaria a través de la cría intensiva de ganado, la gran trampa del nuevo reglamento de etiquetado es, en efecto, el no exigir el etiquetado de estas producciones.
Por otra parte, los mensajes tranquilizadores de la administración se tornan un tanto inquietantes a la luz de algunos informes aparecidos a lo largo de estos años. Se repite insistentemente que no hay datos concluyentes que permitan afi rmar que los OMG tienen riesgos ambientales y sobre la salud. Pero, ¿acaso se buscan estos datos?
Jugando a la ruleta rusa
La manipulación genética de las plantas no es ni mucho menos un proceso perfectamente dirigido y controlado, como se nos quiere hacer creer, sino que tiene mucho de juego de azar. Cuando se incorpora material genético a una célula mediante ingeniería genética, no se sabe a priori si se ha insertado un gen, o varios, o ninguno, ni dónde se ha integrado la secuencia transgénica dentro del genoma de la célula vegetal, ni cómo interfi ere en el funcionamiento normal del resto de genes de la planta. Además, para que el gen extraño incorporado funcione ha de ir acompañado de una secuencia promotora encargada de forzar la expresión del transgén. Para este fin se utilizan unos promotores (provenientes de un virus) denominados fuertes que hacen que se exprese el gen con independencia de los mecanismos de regulación genética de la célula vegetal, los cuales hacen que cada célula cumpla un papel dentro de la planta. Estos mecanismos son muy complejos y poco conocidos, pero son fundamentales para el desarrollo y la salud de un ser vivo.
Actualmente no se sabe para qué sirve la parte de genoma de los seres vivos superiores (plantas o animales) que no son genes y que representan más del 95% del total de genoma. Por ello, no es de extrañar que el proceso de manipulación de los cultivos pueda dar lugar a efectos indeseados e imprevistos, a veces apenas perceptibles, o que se manifiesten únicamente en situaciones de estrés, y se han detectado problemas de inestabilidad genética importantes en los OMG. De hecho, más del 99% de los eventos vegetales transformados mediante ingeniería genética han de ser eliminados dado que al desarrollarse las plantas logradas (¡las que supuestamente han sido transformadas con éxito!) aparecen rasgos aberrantes, no intencionados ni deseados, según reconocen las propias compañías biotecnológicas [ 2 ] . Es también significativo que en la soja resistente al herbicida Roundup de Monsanto, por ejemplo, se detectara la presencia de secuencias de ADN extrañas incorporadas a la planta involuntariamente ¡al cabo de varios años de cultivo! [ 3 ] . Estudios realizados en Francia en 2003 han revelado la inestabilidad genética de muchas de las variedades comercializadas [ 4 ] .
Quien no busca, no encuentra
El moratorio en la comercialización
de transgénicos se ha levantado
a pesar de la fuerte oposición social.Sin embargo, una de las primeras revisiones científicas del procedimiento de evaluación de riesgos, realizado por la Royal Society de Canadá en 2001 [ 5 ] , revelaba que el diseño de los análisis y las pruebas utilizados en la determinación de la seguridad de los OMG no tenía en cuenta los efectos no buscados en el proceso de manipulación genética –imprevisibles y precisamente los más preocupantes –, por lo cual difícilmente podría detectarlos. Podría pasar desapercibida la presencia en los alimentos de sustancias alergénicas desconocidas, de nuevas toxinas y de alteraciones inesperadas potencialmente perjudiciales para la salud o con un impacto ambiental negativo. El informe concluía que a la alarmante falta de estudios sobre riesgos había que sumar una creciente y no menos preocupante dependencia del sector público de la financiación privada, un evidente obstáculo para el desarrollo de determinadas líneas de investigación y para una evaluación crítica.
En la UE, un informe publicado en 2001 [ 6 ] criticaba el proceso comunitario de autorización de OMG, afirmando que los datos proporcionados por las empresas –que sirven de base para la evaluación de riesgos por parte de las autoridades– eran notoriamente deficientes en términos de calidad estadística, y que no se había tomado medida alguna en los casos en que se habían detectado diferencias en la composición del OMG (p. ej. Bt11, T25 y MON810) y/o los estudios toxicológicos (incluyendo los ensayos animales), a pesar de que el OMG debiera haberse sometido a nuevas pruebas para descartar posibles riesgos. Más recientemente, en un análisis pormenorizado de los últimos dictámenes de la Agencia de Seguridad Alimentaria Europea (ASAE) publicado en abril de 2004, Greenpeace [ 7 ] concluía que el proceso de evaluación de este comité, encargado de velar por la seguridad de los alimentos a escala europea, dista mucho de ser tranquilizador.
En EE UU, país que se suele poner como ejemplo de seguridad (a quien no le suena aquello de que “en EE UU se los llevan comiendo desde hace años sin que pase nada, y se somete los OMG a un proceso exhaustivo de pruebas antes de autorizarlos”), el proceso de evaluación de riesgos es aún mas aleatorio. El departamento encargado de vigilar la seguridad de los alimentos es la Food and Drug Administration (FDA) [ 8 ] , pero son las compañías quienes realizan las pruebas necesarias para demostrar su inocuidad –igual que en la UE–, con la agravante de que la información presentada tiene carácter voluntario. Una publicación de enero 2003 del Center for Science in the Public Interest [ 9 ] , en la que se desmenuza el procedimiento de autorización, revela que este carácter voluntario reduce a mero trámite el proceso de evaluación, limitándose el dictamen de la FDA a un resumen de la documentación aportada por la compañía ¡con una coletilla en la que la administración afirma que la compañía asevera que el producto es seguro!
Por otra parte, la falta de etiquetado en EE UU y una legislación insuficiente en la UE no han permitido hasta ahora hacer estudios epidemiológicos ni un seguimiento de los efectos de los OMG, que pueden pasar desapercibidos o manifestarse al cabo del tiempo, como ocurrió en su día con los pesticidas. El colegio de médicos británico (British Medical Association), reclamaba en marzo de 2004 estudios sobre las repercusiones a medio y largo plazo de los OMG en la salud humana y en el medio, señalando que los escasos trabajos rigurosos realizados se limitan a un análisis de los efectos a corto plazo. Las normas de liberación y etiquetado de la UE en absoluto constituyen un certificado de la seguridad e inocuidad de los alimentos transgénicos, que está por demostrar, pero permitirán al menos, –aunque de forma insuficiente – estudiar posibles efectos nocivos en la población. Dicen en mi pueblo que el que no se consuela es porque no quiere.
Por otra parte, el tiempo ha dado la razón a quienes pronosticaban que el desproporcionado empeño de las compañías en desarrollar variedades resistentes a sus propios herbicidas (no olvidemos que cerca de un 85% de la superficie mundial de transgénicos está cultivada con variedades cuyo rasgo fundamental es la tolerancia a herbicidas) iba a conducir a un incremento en la utilización de este tipo de agroquímicos, contaminantes y dañinos para la salud, y a la aparición de malas hierbas y a la aparición de malas hierbas resistentes. Y las demás promesas de los promotores de los cultivos transgénicos siguen sin cumplirse: los rendimientos de los OMG no se han incrementado, sino que en muchos casos han empeorado, y las mejoras cualitativas que tanto se pregonan distan mucho de ser realidad.
Isabel Bermejo es responsable del Área de Biotecnología de Ecologistas en Acción