En los últimos meses, hemos asistido con indignación a la reforma de la Ley de Parque Nacionales, entre otras cosas para prolongar el período de caza en su interior. Se trata de aplicar a los espacios naturales que sobreviven los mismos criterios que han ido arrasando el resto del territorio: la eliminación cualquier tipo de traba social, ecológica o humana a la compulsiva obtención de beneficios y al disfrute privilegiado de quienes poseen fincas dentro de los mismos.
El argumento del Gobierno es la necesidad de velar por la “seguridad jurídica” de los grandes propietarios privados. Detrás del genérico “titulares de derecho” se esconden, por ejemplo, personas como Alberto Alcocer, Alberto Cortina o el naviero Alejandro Aznar, marido de Mónica Oriol, presidenta del Círculo de Empresarios.
Como bien sabemos por los medios de comunicación, la caza es una actividad bien valorada por la casta de este país a la hora de hacer ostentación de lo conseguido o lo sustraído. Si las leyes les impiden cazar, hacen lo mismo que cuando las leyes les impiden construir promociones inmobiliarias o infraestructuras: utilizan sus contactos y consiguen que las leyes cambien, los suelos se recalifiquen o las sentencias no se ejecuten. Así, se protege a los “titulares de derechos” y se les garantiza la “seguridad jurídica”. Es el neocaciquismo del siglo XXI.
Pero quizás se entienda mejor para qué sirve un Parque Nacional si sugerimos fijar la atención no en el parque, sino en lo que hay alrededor de él, fuera de las vallas que lo delimitan. Se entenderá mejor lo que son los parques si se observa el territorio degradado que hay alrededor y que un día fue como lo que hay dentro del parque. Los Parques Nacionales son la memoria de la tierra. Son trozos de vida compleja resistiendo a un modelo cultural y económico que crece como un tumor devorando la tierra viva sin la que paradójicamente no se puede mantener.
Los parques nacionales son el testimonio vivo de la incapacidad de las sociedades autodenominadas desarrolladas para convivir y conservar la naturaleza de la que dependen. Recuerdan permanente que esta forma de entender la economía y la sociedad es suicida.
Cuando vemos las fotos de Blesa, posando virilmente con el rifle en la mano y con la cebra, el ciervo o el hipopótamo a sus pies, cuando pensamos en Granados, colocándose por encima las vísceras sangrientas del animal cazado, no podemos dejar de pensar en que esas imágenes son una buena metáfora del dominio de los nuevos caciques.
A sus pies de machos depredadores, no solo están la cebra o el ciervo muerto, están la familia que no puede pagar la factura de la luz, la mujer que no sabe cómo hacer para cuidar a su padre, trabajar empleada y hacerse cargo de sus nietos, el parado, los migrantes sin papeles, las trabajadoras con salario y aun así pobres, las jóvenes sin futuro que no se pueden quedar en su ciudad... A los pies del cacique cazador están todas esas personas que no son sujeto, ni titular de derecho, que no merecen seguridad jurídica, económica o alimentaria. No merecen ni que la tierra que pisan esté viva. A los pies de los señoritos, lo que aparece es el conjunto de la vida abatida, humillada, sometida, muerta.
Delibes narra en los Santos Inocentes la explosión de la dignidad y la rebeldía de Azarías, cuando el señorito abate a su milana bonita, símbolo de la libertad y de la vida no humillada. Ojalá que ver la vida abatida a los pies de esos indignos ejemplares de nuestra especie haga brotar a chorros la dignidad, la rebeldía y la confianza en construir un mundo que no pise efímeramente sobre lo muerto.