La «rigidez» es sin duda —junto con su carácter de «marco»— una de las características que justifican la existencia de un texto constitucional. De ambos elementos cabe derivar una consecuencia doble, que no parece superfluo recordar en el actual escenario de revisión del durante veinticinco años ensalzado Estado de las Autonomías. Todo ordenamiento jurídico se autopresenta como un «mínimo» ético. No aspira a producir ciudadanos perfectos, felices o santos, sino a garantizar sólo un marco de convivencia; dentro de él cada cual podrá decidir si —y cómo— le interesa ser perfecto, feliz o santo. Como fundamento del ordenamiento jurídico, la Constitución se limita también a establecer unos límites —rígidos, por supuesto— por debajo de los cuales los ciudadanos quedarían bajo mínimos.
RIGIDEZ CONSTITUCIONAL
La aludida «rigidez» no es sino la garantía de que tales límites no se verán supeditados ni cronológica ni espacialmente. No podrán ser cuestionados por mayorías parlamentarias coyunturales, ni estarán a disposición de quienes habiten en parte del territorio, sea cual sea su número o su denominación de origen. Baste recordar cómo el artículo 87.3 de nuestra Constitución, tras exigir no menos de quinientas mil firmas acreditadas para que pueda ponerse en marcha una «iniciativa popular», excluye la posibilidad de que pueda plantearse en materias propias de ley orgánica —derechos fundamentales, ámbito de juego de los poderes del Estado...— o «tributarias» —la tan debatida financiación—.
Como —aun siendo rígida— la Constitución pretende ser sólo un marco delimitador de mínimos, entra en juego el llamado «principio de conservación de la norma». Como muestra del respeto que le merece el poder legislativo, el Tribunal Constitucional buscará afanosamente siquiera una posible interpretación que permita considerar constitucional lo que ha sido fruto de sus tareas; aun admitiendo que otras interpretaciones del mismo texto lo situarían bajo mínimos. Igualmente, el Tribunal sólo se considerará llamado a subsanar vulneraciones efectivas de la Constitución y de los derechos por ella protegidos, renunciando tajantemente a intervenir para soslayar el riesgo, por obvio que resulte, de que lleguen a verse vulnerados.
Parece oportuno resaltarlo, para no depositar desorbitadas esperanzas en que el Alto Tribunal pueda poner remedio a determinadas irresponsabilidades políticas, una vez convertidas en ley. Si se diera tal escenario, la presunta rigidez constitucional puede acabar convertida en alarmante «flacidez». Arquetípico al respecto resulta el vigente sistema de elección de doce jueces como vocales del Consejo General del Poder Judicial. El Constitucional dictaminó en su día que su elección por las Cortes —y no por los jueces mismos, como se diseñó y llevó originariamente a cabo— sería inconstitucional si reflejara el juego de las fuerzas políticas presentes en las Cámaras; que es lo que reconocidamente viene ocurriendo a través de las notorias cuotas partidistas. Al estimar, sin embargo, que ello no tenía por qué producirse necesariamente, optó por no dictaminar una vulneración formal. Si la Constitución se está hoy viendo vulnerada, no formal pero sí de manera fáctica, un día sí y otro también, queda a juicio de cualquier sagaz observador.
CONSTITUCIONALIDAD: CONTROL O PRONÓSTICO
El asunto no es baladí. Se aludió reiteradamente, en el arranque de la elaboración del proyecto de reforma del Estatuto de Cataluña, a los dictámenes emitidos sobre suconstitucionalidad: bien al del Consejo Consultivo de la Generalitat, que para algunos parece hacer superflua la intervención del Tribunal Constitucional; bien al elaborado para el partido socialista por cuatro catedráticos de Derecho constitucional. Parecía darse por hecho que en ellos se señalarían qué aspectos del texto del proyecto desbordaban o no el rígido marco constitucional; no creo que así fuera. En realidad pronosticaban más bien las posibilidades existentes de que el Alto Tribunal llegara —tras respetar, con la máxima flexibilidad, el principio de conservación de la norma— a dictaminar una ineludible vulneración. Aun dentro de ese horizonte de previsión, uno y otro han llegado a barruntar por decenas, vulneraciones difícilmente soslayables.
Esto no hace sino agravar la responsabilidad de quienes, desde esos poderes legislativos tan delicadamente respetados, vienen jugando uno y otro día con fórmulas que de modo deliberado desafían abiertamente el marco constitucional. Más aún cuando los grupos con los que pactan no ocultan su intención: dar paso a una nueva ley de la reforma política; pero no para posibilitar una transición del autoritarismo a la democracia, sino para catapultar a una comunidad autónoma desde el marco constitucional a un extrarradio secesionista.
La posibilidad de que esa previsible y obligada flexibilidad de un futuro control de constitucionalidad acabe degradando dicho marco a la pura flacidez es elevada. A los cerebros jurídicos de la operación hay que agradecerles, al menos, una encomiable sinceridad.
Carles Viver, considerado mentor del proyecto, no oculta la situación: «Tras el paso por Doménico Scarlatti —donde fuera magistrado constitucional—, para mí cada vez hay menos “cosas” inconstitucionales». Tras esta declaración de principios llega como conclusión la apoteosis de la flacidez. Dado que una reforma de la Constitución exige un trámite tan complejo como detallado, empeñarse en hacerlo cumplir «supondría supeditar la resolución del problema planteado» —las pretensiones nacionalistas— «a una circunstancia política» —la falta del necesario acuerdo entre los dos grandes partidos nacionales—. Francisco Balaguer, que prestigia al no muy conocido cuarteto al que acabaron acudiendo —al menos explícitamente— los responsables socialistas, es aún más claro: «Desde luego, la opción por racionalizar el Estado Autonómico resolviendo sus problemas estructurales no tiene más que un camino posible: la reforma constitucional»; pero «si tenemos en cuenta que el consenso entre las dos grandes formaciones políticas del Estado va a ser necesario», «mientras esa reforma constitucional no sea posible », «su inviabilidad no puede condicionar el desarrollo de las reformas estatutarias». Aún más claro: sería deseable que, «si la reforma constitucional se sigue manifestando como una vía imposible de seguir en la actualidad, se estableciera algún tipo de fórmula de coordinación de las reformas estatutarias» [ 1 ] .
Flácido silogismo: el rígido marco constitucional quiso hacer muy difícil la reforma de aspectos básicos de su texto; es así que ahora constatamos la dificultad del empeño; luego qué menos que tomarse políticamente dicho texto a beneficio de inventario. El rígido marco constitucional ha venido condicionando el ámbito de juego estatutario; en adelante deberán ser los estatutos los que acaben decidiendo dónde comienza y dónde acaban sus perfiles, dotados ahora de nebulosa contextura: si sale con barbas, tendremos un San Antón; si no, lo vendemos como Purísima Concepción. Siempre habrá algún devoto que se anime. De ahí que, cuando se pretende tranquilizar a la ciudadanía garantizando que este Estatuto —y los que ya van haciendo cola— será constitucional, lo razonable sea echarse a temblar: qué acabará diciendo la pobre Constitución después de que cada cual haga de su capa un sayo.
Quizá no resulte excesivo preguntarse por qué hemos de embarcarnos en una arriesgada caída al vacío. Hay quien justifica este puenting constitucional porque el Estatuto tiene ya veinte años, estableciendo así una inquietante y periódica fecha de caducidad. Pero, cuando los expertos resumen los motivos que justificarían la reforma, parece que acaban confundiendo el tocino con la velocidad; helos: «Es notorio que en los últimos años se han producido — ¿sólo en Cataluña?— múltiples cambios que afectan a nuestra realidad política y social: la integración europea, la inmigración, el desarrollo de las telecomunicaciones, el envejecimiento de la población». Por lo visto es la solución de estos problemas la que convierte en «lógico» que muchos de los cambios requeridos «para atender más eficazmente a las demandas de los ciudadanos se manifiesten como iniciativas de reforma estatutaria». Curiosa exposición de motivos...
FUNDAMENTALMENTE DESIGUALES
En este contexto, no deja de llamar la atención el claro interés en hacer llegar a la opinión pública la idea de que sólo están en juego dos cuestiones: si España se convertirá en un bazar de naciones y quién acabará costeando las exigencias de solidaridad, satisfechas hasta ahora —parece olvidarse— con fondos europeos. Siendo muy graves ambos problemas, se están ocultando así otros hasta el punto de aplicar en algún caso silencio informativo a enmiendas formalmente ya planteadas al respecto. Pretenden fabricarnos un Estado cuyos ciudadanos no gozarán de idénticos derechos fundamentales. Se debe por lo visto a pobreza imaginativa y no a aplastante sentido común, que el Estatuto de mi Andalucía natal dedique al asunto un modesto epígrafe de su artículo 11: «Los derechos, libertades y deberes fundamentales de los andaluces son los establecidos en la Constitución»; así de fácil. Los redactores del proyecto que comentamos, convencidos sin duda de que son más que un club, han preferido no quedarse cortos: cinco capítulos, con un total de cuarenta artículos —reiterativos, eso sí, hasta la saciedad— se dedican a «derechos, deberes y principios rectores».
Viver reconoce que la cuestión «suscita» algunos problemas. Piensa que cabría resolverlos entendiendo tales artículos como «norma dirigida primordialmente a los poderes públicos de Cataluña»; sobre todo, si «se trata en su mayoría de derechos distintos de los derechos fundamentales proclamados en la Constitución» [ 2 ] . Lamentablemente, nada más ajeno a la realidad. Se abordan, uno tras otro, todos los derechos reconocidos en la Constitución, dándoles redacción y alcance diverso. En consecuencia, el poder judicial —único no compartimentado autonómicamente en nuestra Constitución — se verá obligado a aplicar en Cataluña, a la hora de garantizar los más fundamentales derechos, textos normativos distintos de los de la Constitución. Ello generará inevitablemente dos jurisprudencias paralelas, lo que en la práctica acabará implicando la existencia de un nuevo poder judicial autonómico delimitador de derechos. Para Balaguer las identidades autonómicas parecen cobrar fuerza telúrica: «La incorporación de derechos a los Estatutos debería formar parte también de las señas de identidad de la comunidad constitucional que el Estatuto define».
« UTÓPICA » FLACIDEZ
Dado que es «la nación catalana» la que «ha construido un sistema de derechos y libertades», los ciudadanos no deberían olvidar para qué los tienen: «Estos derechos se ejercen conjuntamente con la responsabilidad individual y el deber cívico de implicarse en el proyecto colectivo, en la construcción compartida de la sociedad que se quiere alcanzar». Derechos pues en beneficio del grupo, y no frente a unos poderes santificados por él.
Aunque este mismo preámbulo no se priva de señalar que «el derecho catalán es aplicable de forma preferente», cabría aducir que el texto constitucional seguirá demarcando rígidamente el ámbito de estos derechos. Por desgracia, los redactores del proyecto han abierto unas vías de flacidez, que no respetan siquiera los valores superiores del ordenamiento. Como los cuatro recogidos por el primer artículo de la Constitución les saben a poco, añaden «la solidaridad, la cohesión social, la equidad de género y la sostenibilidad».
Hay derechos, nada irrelevantes, respecto a los que ya existe clara doctrina sentada por el Tribunal Constitucional. Así ocurre, desde 1985, al establecerse que —en casos de aborto— ha de ponderarse la vida del no nacido, como bien constitucionalmente protegido, con los derechos de la mujer; sin establecer a priori una jerarquía a favor de uno de ellos. El artículo 41.5 del proyecto impone por su cuenta una diáfana jerarquía: «Los poderes públicos deben velar para que la libre decisión de la mujer sea determinante en todos los casos en cuanto a las cuestiones que puedan afectar a su dignidad, integridad y bienestar físico y mental, en particular en lo que concierne al propio cuerpo y a su salud reproductiva y sexual». Ya me contarán qué hará el buen juez de turno.
También en lo relativo a educación pueden acabar teniendo los catalanes derechos dispares a los del resto de los españoles. Quizá sea el afán de «establecer un modelo educativo de interés público» (Art. 21 del Proyecto) , el que lleve a olvidar que los poderes públicos «ayudarán» a los centros docentes que reúnan determinados requisitos (Art. 27.9 CE) , haciendo que todo quede en un nada sinónimo «pueden ser sostenidos». Dado que «todas las personas tienen derecho a disponer, en los términos y condiciones que establezcan las leyes, de ayudas públicas para satisfacer los requerimientos educativos», nada parece impedir que en Cataluña el régimen de centros concertados, abiertos a todos los alumnos, pueda verse sustituido por la mera asignación de becas a quien las precise —en centros públicos, por supuesto—. Como colofón, se pretende hacer misteriosamente factible la garantía del derecho de los padres a que «sus hijos e hijas reciban la formación religiosa y moral que vaya de acuerdo con sus convicciones en las escuelas de titularidad pública », pese a que en ellas «la enseñanza es laica».
Curiosamente, ese continuo paralelismo entre los derechos fundamentales de españoles y catalanes se rompe al llegar a uno; y no a cualquiera, sino al segundo de la relación constitucional. Los catalanes verían sustituida la libertad religiosa por una invitación a la alianza de civilizaciones. Pasen y lean (Art. 42.7 del Proyecto) : «Los poderes públicos de Cataluña deben velar por la convivencia social, cultural y religiosa entre todas las personas en Cataluña y por el respeto a la diversidad de creencias y convicciones éticas y filosóficas de las personas, y deben fomentar las relaciones interculturales mediante el impulso y la creación de ámbitos de conocimiento recíproco, diálogo y mediación. También deben garantizar el reconocimiento de la cultura del pueblo gitano como salvaguarda de la realidad histórica de este pueblo». No sé si a los gitanos les llegará a entusiasmar.
Como en ningún caso nos hallaremos ante vulneraciones constitucionales necesariamente consumadas, flacidez mediante, tendría que ser Estrasburgo quien acabara poniendo orden en un pintoresco Estado con más de una decena de cartas de derechos fundamentales. Pero que nadie se preocupe; lo que hay en juego, según se nos pretende hacer creer, es un mero problema de financiación. Los catalanes, ya se sabe...