Política Exterior

Una segunda oportunidad: EE UU y América Latina

por Peter Hakim

Política Exterior nº 129, Mayo / Junio 2009

Los cambios hacia Latinoamérica han comenzado en Cuba. Obama ha dejado claro su propósito de elaborar una agenda de futuro en el hemisferio. De México a Brasil, del narcotráfico a la inmigración, los primeros pasos apuntan a un nuevo marco de relaciones.

El triunfo electoral de Barack Obama ha sido recibido con entusiasmo en Latinoamérica y el Caribe. El nuevo presidente inicia su mandato con una gran reserva de buena voluntad en la región, reflejo del atractivo que ejercen tanto su imagen como sus ideales políticos. Los latinoamericanos han dejado claro que quieren una nueva y mejor relación con Estados Unidos, pero también quieren que EE UU enfoque de una forma distinta sus relaciones con la región. Sin embargo, la administración de Obama se enfrenta a enormes limitaciones: las prioridades de EE UU son otras y sus recursos están restringidos. El país vive su peor crisis económica desde la Gran Depresión y, al mismo tiempo, está metido en dos guerras en el extranjero.

No obstante, los preparativos de la administración Obama de la Cumbre de las Américas de mediados de abril en Trinidad y Tobago -y su participación- han abierto un buen periodo para las relaciones entre EE UU y Latinoamérica. Washington ha puesto en marcha una serie de medidas aplaudidas por casi todos los países de la región. Con su contacto personal con los 32 líderes latinoamericanos, Obama ha tenido éxito a la hora de construir una nueva confianza y moderar las actitudes hostiles de varios países.

Aun así, las posibilidades de cambio se ven limitadas por la ambivalencia de Latinoamérica respecto al papel que debe desempeñar EE UU en los asuntos del hemisferio. Los gobiernos latinoamericanos son hoy más independientes y asertivos en sus relaciones con Washington. Brasil se ha convertido en un centro de poder alternativo, con una posición cada vez más destacada tanto en la región como en el mundo. Algunos países, influidos por Venezuela, se han convertido en adversarios de EE UU. La mayoría de las naciones latinoamericanas han creado diversos vínculos internacionales, y muchas se muestran partidarias de establecer nuevos acuerdos para el continente que reduzcan la influencia de Washington. Todos estos elementos forman parte de unas tendencias constantes y a largo plazo en los asuntos interamericanos contra las que EE UU no puede ir (ni debería pretenderlo).

Según algunas encuestas realizadas en Latinoamérica, durante los dos últimos años ha disminuido la intensidad del sentimiento antiestadounidense que surgió a raíz de la invasión de Irak y la forma en que se dirigió la guerra. Muchos latinoamericanos se han sentido molestos por lo que percibían como unilateralismo, excesiva dependencia de la fuerza militar y falta de respeto hacia las normas e instituciones internacionales.

La credibilidad estadounidense también se ha visto perjudicada por varias decisiones políticas lamentables en la región: la falta de atención de Washington al hundimiento económico de Argentina en 2001, la inflexible e ineficaz actitud respecto a Cuba, el inmediato apoyo de George W. Bush al golpe de Estado contra Hugo Chávez en 2002, que quedó anulado al día siguiente, la rigidez de la política antidroga en la región, y la decisión tomada en 2007 de construir un muro en la frontera entre EE UU y México para frenar la inmigración ilegal. La crisis financiera, que ha puesto en peligro el impresionante progreso social y económico de Latinoamérica de los últimos cinco años, es ahora una nueva fuente de malestar.

La nueva administración estadounidense necesita ajustar su política a las condiciones actuales de América Latina y conducir las relaciones hemisféricas de una forma renovada y más cooperativa. Es el momento de resolver problemas, reducir las desavenencias y las fricciones y aprovechar las oportunidades para una acción común. El éxito de estos esfuerzos vigorizará las relaciones en el hemisferio y creará el escenario para un enfoque de los asuntos regionales centrado en el diálogo, la cooperación y las iniciativas multilaterales. Los siguientes 10 retos deberían constituir el centro de la agenda para las Américas de la administración Obama. Aparte del primero -la crisis económica mundial, que es de manera abrumadora la mayor prioridad para todos los países-, el orden de los asuntos y las recomendaciones siguientes no obedece a su importancia relativa o las posibilidades de éxito.

Mitigar el impacto de la crisis financiera

EE UU está inmerso en una grave crisis económica y puede que la recesión se prolongue durante otro año o más. Aunque prácticamente todos los países están hoy mucho mejor preparados que en el pasado para resistir las sacudidas externas, éstas pasarán factura. Se prevé que en 2009 el crecimiento caerá más de un 50 por cien en Latinoamérica y es probable que varios países entren en una profunda recesión. También podría producirse un retroceso en los impresionantes avances conseguidos en los últimos años (aumento de las tasas de crecimiento del PIB, control de la inflación, creación de una clase media significativa y reducción generalizada de la pobreza y la desigualdad).

Un periodo prolongado de dificultades económicas podría provocar drásticos cambios políticos. En algunos países, la crisis despertará resentimiento hacia autoridades e instituciones. La frustración popular podría reducir el apoyo a la democracia y los mercados y cambiar las actitudes nacionales y regionales hacia Estados Unidos. Es muy probable que las relaciones interamericanas en años venideros se vean condicionadas por la forma en que Washington y los gobiernos de Latinoamérica y el Caribe actúen frente a la crisis.

Al insistir en que lo mejor que EE UU puede hacer por Latinoamérica es resolver sus problemas económicos, el presidente brasileño, Luiz Inácio Lula da Silva, ha dejado claro lo vital que es la economía estadounidense para la región. La recesión y el desconcierto financiero han puesto de manifiesto, más que cualquier otro acontecimiento reciente, la enorme interdependencia que existe entre Latinoamérica y EE UU. La caída de la economía estadounidense ha provocado un descenso en las inversiones, las remesas y otros movimientos de capital hacia América Latina, así como una disminución de las exportaciones, una bajada de los precios de los productos de la región y una drástica reducción del acceso al crédito internacional. Washington debería hacer todo lo posible por garantizar que la región siga teniendo acceso al crédito y al capital necesarios, y rechazar las medidas proteccionistas o nuevas restricciones a la inmigración. El daño será mayor en aquellos países con mayores vínculos económicos con EE UU.

Una manera de ayudar a la región frente a la crisis sería recabar apoyos para incrementar los recursos y los programas del Fondo Monetario Internacional (FMI) -como aprobó el G-20 en su reunión del 2 de abril en Londres- y los bancos multilaterales de desarrollo -en esa dirección va la reciente ampliación de capital del Banco Interamericano de Desarrollo (BID)-. Con la excepción de Chile, que reservó una parte considerable de los beneficios obtenidos con el cobre cuando los precios eran altos, los gobiernos latinoamericanos tienen una capacidad limitada para financiar políticas fiscales anticíclicas. A diferencia de EE UU, Europa o China, Latinoamérica simplemente no tiene ahorros, acceso al crédito o margen en sus presupuestos para financiar programas de estímulo económico ni nuevas subvenciones sociales. En prácticamente toda la región, las iniciativas encaminadas a mitigar las dificultades (por ejemplo, la continuación de proyectos de infraestructuras, la financiación de créditos a la exportación, la protección de los puestos de trabajo y el mantenimiento del gasto en sanidad, educación y programas contra la pobreza) requerirán el apoyo de las instituciones multilaterales.

Estas instituciones -BID, Banco Mundial, FMI y la Corporación Andina de Fomento (CAF)- tienen que hacer más de lo que han hecho hasta ahora para proporcionar financiación y liderazgo analítico y político. Obama ha defendido enérgicamente estas iniciativas para ayudar a los países latinoamericanos y otros en desarrollo. En línea con las demandas de la región, EE UU ha respaldado también la reforma de las instituciones financieras internacionales con el fin de incrementar la representación de los países en desarrollo. La disposición "Buy American" en el paquete de estímulo económico de Obama preocupa a muchos países latinoamericanos, que temen un creciente proteccionismo, pero el presidente consiguió diluir lo que inicialmente había sido una disposición más agresiva. Los países más pobres de Latinoamérica (Haití, Bolivia, Honduras, Nicaragua y Guyana) probablemente necesitarán mayores ayudas para mantener la viabilidad de sus economías y proteger a sus vulnerables poblaciones.

El G-20, del que forman parte las principales economías del mundo, tiene la responsabilidad de armonizar las respuestas mundiales a la crisis financiera. Sus cinco miembros americanos (Argentina, Brasil, Canadá, México y EE UU) deberían establecer un mecanismo informal para el intercambio de información, análisis e ideas sobre la magnitud de la crisis en el continente y, dentro de lo posible, coordinar sus estrategias.

Apertura a Cuba

Cuba no es, en sí misma, una urgencia para EE UU. Pero no hay ningún otro asunto en el que sea tan grande el desacuerdo entre Washington y el resto de la región. No habría mejor prueba de que la nueva administración tiene la intención de enfocar sus relaciones con Latinoamérica de una forma distinta que el hecho de empezar a desmantelar la red de restricciones que EE UU ha impuesto a Cuba. Un cambio político en relación con Cuba, país con un enorme peso simbólico, sería una señal importante de que Washington va a ser más sensible a las opiniones de la región.

Obama ha comenzado a diseñar sabiamente una nueva política hacia Cuba con modestos pasos al eliminar todas las restricciones a los viajes de familiares cubanos a la isla y al envío de remesas. Se trata de medidas respaldadas por la mayoría de los cubano-americanos. La comunidad cubana en EE UU, que bloqueó con afán cualquier intento de flexibilizar la política hacia Cuba, puede ser más débil y más diversa que en el pasado, pero sus puntos de vista no pueden ser ignorados.

Obama ha dejado claro que ahora son las autoridades de La Habana las que deben responder con pasos recíprocos, y ha sugerido un pequeño conjunto de medidas que incluye la liberación de los presos políticos, permisos para viajar a un mayor número de cubanos y un recorte en los altos impuestos sobre las remesas.

En lugar de dejarlo todo en manos del régimen, Washington puede intentar compartir la carga con otros. Así, EE UU debe poner fin a los impedimentos a otros países e instituciones que hacen negocios con Cuba. Es preciso abandonar los esfuerzos para que la Organización de Estados Americanos (OEA) y los bancos multilaterales de desarrollo colaboren con la isla, y no inmiscuirse en la diplomacia de países como Brasil, Canadá, México y España que tratan de reforzar sus lazos políticos y económicos con Cuba. Washington debería promover estas relaciones para facilitar la reintegración del país en los asuntos hemisféricos y ayudarle en su transición hacia una economía y un sistema político abiertos. La administración estadounidense también podría compartir parte de la carga con sus ciudadanos, propiciando los intercambios académicos, culturales y deportivos, flexibilizando los obstáculos burocráticos y las desproporcionadas restricciones en vigor. Por otra parte, sería interesante ampliar el ya pujante comercio agrícola con la isla.

El objetivo de estas medidas es iniciar un proceso que conduzca a una continua mejora de las relaciones entre EE UU y Cuba, y ayudar al país en su transición hacia unas políticas más abiertas y democráticas y una economía basada en el mercado. Lo ideal sería que Washington estableciera con las autoridades cubanas un diálogo sobre diversos asuntos (como lo hizo con Vietnam hace casi 15 años) que sitúe a ambos países en rumbo a unas relaciones diplomáticas y comerciales normales. El ritmo y la importancia de los cambios políticos y legislativos en EE UU deberían aumentar en respuesta a medidas recíprocas en La Habana. No debería haber duda sobre el apoyo de Washington al avance de Cuba hacia la libertad de expresión y asociación, el Estado de Derecho, el respeto a los derechos humanos y la celebración de elecciones competitivas. Pero la existencia de una sociedad cubana democrática debe ser el objetivo, no una condición previa.

México: trabajar con un socio con problemas

De todos los países del continente, México es probablemente el que más desafíos planteará y, también, el que mejores oportunidades presenta para una cooperación productiva. EE UU y México comparten una frontera de 3.200 kilómetros que es cruzada de forma ilegal unas 250 veces al año. México envía el 80 por cien de sus exportaciones a EE UU y es su tercer socio comercial, por detrás de Canadá y China. También es, con diferencia, la principal fuente de inmigrantes (tanto legales como ilegales). A la larga, el principal problema para las relaciones bilaterales será la gestión de la creciente integración económica y demográfica de dos países radicalmente distintos.

México afronta un conjunto de problemas de seguridad que se verán agravados por la recesión económica. Si las condiciones de seguridad empeoran, el país podría convertirse en una de las pruebas más difíciles para la política exterior de Washington. Durante los dos últimos años, el gobierno mexicano ha llevado a cabo una contundente campaña militar contra las bandas de narcotraficantes y el crimen organizado. La violencia ha ido en aumento y causado estragos en la seguridad ciudadana, ha minado la credibilidad del ejército, la policía y el sistema judicial y, en algunas zonas, ha desafiado la autoridad del gobierno. Esta violencia está rebasando la frontera y llega a EE UU. Para empeorar las cosas, México corre el riesgo de sufrir una prolongada crisis económica y un gran aumento del paro.

Sin embargo, no se debe exagerar la amenaza. Entre otros motivos, porque el sistema democrático de México no está en peligro, como tampoco lo están sus instituciones. México no fracasará como Estado. Las interpretaciones alarmistas de la situación (difundidas por el ejército y las agencias de espionaje de EE UU), a pesar de ser básicamente erróneas, son cada vez más frecuentes. Es posible que conduzcan a unas políticas equivocadas y que dificulten la cooperación bilateral en asuntos de seguridad.

En su breve tiempo de gobierno, Obama ha dado una atención especial a México, centrada en la lucha contra el narcotráfico y la masiva oleada de violencia. Obama visitó México en su viaje hacia la Cumbre de las Américas (ya se había reunido con el presidente, Felipe Calderón, en Washington antes de su toma de posesión en enero), y tres miembros de su gabinete, incluida la secretaria de Estado, Hillary Clinton, viajaron también al país en marzo y abril. Las autoridades mexicanas y los ciudadanos agradecieron que la nueva administración estadounidense señalara que la violencia y el narcotráfico son problemas compartidos, que el consumo de drogas y la venta de armas hace a EE UU corresponsable de lo que sucede en México, que Washington aceleraría la asistencia técnica y la ayuda prometida y que intensificará y reformulará sus esfuerzos para reducir el consumo de drogas y el contrabando de armas. Lo que EE UU no ha estado dispuesto a hacer por el momento es emprender una batalla política seria frente al lobby que defiende la posesión de armas e ilegalizar así la venta de armas de asalto en EE UU.

Luchar contra el delito, la violencia y las drogas

Los crímenes violentos, a menudo asociados con el narcotráfico, no son un problema exclusivamente mexicano: se han convertido en una preocupación para los gobiernos y los ciudadanos de casi todos los países latinoamericanos. Se trata de asuntos en los que muchos gobiernos latinoamericanos buscan la ayuda y la cooperación de EE UU.

Los 5.000 millones de dólares aportados por EE UU en los últimos seis años, junto con la formación militar y el apoyo a los servicios secretos, han ayudado al gobierno de Colombia a controlar de forma más eficaz su territorio y reducir la violencia armada de las guerrillas y los paramilitares. Sin embargo, el país ha tenido menos éxito en su lucha contra el cultivo y el tráfico de droga, así como en la solución de los problemas relacionados con los derechos humanos. Ciertamente, el progreso de Colombia se ha debido, sobre todo, al refuerzo de la autoridad y las competencias de las instituciones, y no a la eliminación del narcotráfico, que sigue floreciendo.

Puede que el avance de Colombia en cuanto a la seguridad y la disminución de la amenaza de la guerrilla signifique que es posible reducir la ayuda militar de EE UU, pero sigue existiendo una necesidad urgente de ayudar al gobierno colombiano a avanzar en todo lo relacionado con los derechos humanos, los objetivos humanitarios y los programas sociales, olvidados durante los años de la guerra.

La Iniciativa Mérida también pone a disposición de los gobiernos de Centroamérica y el Caribe pequeñas cantidades de ayuda. Pero en esta zona las instituciones son más débiles y vulnerables que en México, y corren más peligro de verse arrolladas por la delincuencia. La dependencia del comercio, las inversiones, el turismo y las remesas procedetes de EE UU pone a las economías de estos países en grave peligro. Washington también puede contribuir realizando un mayor esfuerzo para controlar el contrabando de armas y cuestionarse la deportación de los delincuentes a sus países de origen, donde a menudo son reclutados por las bandas callejeras.

Hoy, prácticamente en la totalidad del continente americano el delito y la violencia se alimentan del narcotráfico, y es evidente que las campañas estadounidenses contra la droga no están sirviendo de mucho; ni para cortar el suministro ni para reducir la demanda. El consumo de cocaína en EE UU ha bajado desde su máximo a comienzos de la década de los setenta, pero ha permanecido más o menos estable durante muchos años, con una tasa que triplica la de Europa. En el lado de la oferta, los dos pilares de la batalla -la erradicación y la prohibición- han perdido credibilidad en todas partes. De vez en cuando se consiguen avances en uno u otro país, pero a continuación la producción y el tráfico se trasladan a otro. Y los países latinoamericanos ya no son sólo proveedores o centros de paso: se han convertido gradualmente en consumidores de droga.

Los gobiernos latinoamericanos están molestos con la inflexibilidad de Washington a la hora de enfocar la lucha contra la droga. Se sienten frustrados por la falta de voluntad que muestran los organismos oficiales y las autoridades estadounidenses para cuestionar las estrategias actuales y estudiar alternativas. Por desgracia, Washington no ha aprendido demasiado de más de 20 años de su política antidroga. Reformar la política antidroga no será fácil, en parte porque no hay propuestas alternativas aceptadas por la sociedad y, también, porque la poderosa burocracia antidroga de Washington es en gran medida impermeable a las nuevas ideas. Durante una década o más, las discusiones y los debates políticos sobre los problemas y las estrategias han sido silenciados, y los programas antidroga no se han analizado ni evaluado de forma rigurosa.

Ahora, son necesarios un estudio y un debate honestos, documentados y de amplio alcance sobre políticas alternativas en todo el continente americano. Esto requerirá una gran iniciativa de todo el hemisferio a la hora de recopilar las estadísticas y llevar a cabo la investigación, la evaluación y la experimentación necesarias para hacer un diagnóstico preciso de los problemas, evaluar las políticas antidroga y poner a prueba nuevas propuestas. Además, Washington debería renunciar a su dominante papel a la hora de dar forma a las propuestas antidroga en el hemisferio, y cooperar de forma genuina con los gobiernos latinoamericanos en el desarrollo de nuevas ideas y estrategias.

Reformar las políticas de inmigración

Para una docena o más de países de la región (incluidos México y todos los de Centroamérica excepto Costa Rica) la política de inmigración de EE UU es la cuestión más apremiante en sus relaciones con Washington. En todos ellos, el trato a los inmigrantes ilegales se ha convertido en un asunto candente desde el punto de vista político, al tiempo que el aumento del número de deportaciones desde EE UU está contribuyendo a empeorar los problemas de paro y violencia en los países de origen.

Las remesas de los familiares que viven en EE UU se han convertido en una fuente de ingresos vital para millones de hogares latinoamericanos. Los casi 70.000 millones de dólares que se transfieren al año también son esenciales para un número creciente de economías de la región, especialmente en un momento en el que otras fuentes de dinero se están agotando. Las remesas superan en mucho la cantidad correspondiente a la ayuda internacional, y casi todos los años son más altas que la inversión extranjera directa.

Dentro de EE UU, la política de inmigración se ha convertido en un asunto discutido que tiene dimensiones políticas, económicas, culturales y de seguridad. Ha dividido al pueblo estadounidense y provocado agrios debates que a menudo resultan ofensivos para los inmigrantes o sus países de origen.

Dos iniciativas inmediatas de la nueva administración serían bien recibidas. La primera es la interrupción de la construcción del muro o valla que recorre la frontera entre EE UU y México. Se ha convertido en un elemento de gran simbolismo que representa la falta de respeto hacia los latinoamericanos y que se compara con el muro de Berlín o el que Israel ha construido para aislar a los palestinos. La segunda iniciativa es la suspensión de las cada vez más numerosas redadas y detenciones que tienen por objetivo a inmigrantes ilegales, y que ofrecen una imagen preocupante del tratamiento abusivo y discriminatorio que reciben los latinoamericanos.

Sin embargo, ninguna de estas medidas aborda el problema oculto: el sistema de inmigración ha fallado, perjudica a los intereses estadounidenses y latinoamericanos y se ha convertido en una fuente de tensiones entre Washington y muchos gobiernos de la región. Aunque se trata de asuntos que generan división en EE UU, existe consenso en cuanto a los elementos clave del enfoque que se le debe dar a la inmigración. Estos incluyen: ofrecer un número suficiente de permisos de trabajo para satisfacer la demanda del mercado laboral estadounidense en la agricultura y otros sectores; dar alguna categoría legal a los emigrantes que residen de forma ilegal, incluyendo la posibilidad de un permiso indefinido de residencia y la ciudadanía, y crear incentivos y mecanismos policiales (y humanos) eficaces que frenen la inmigración ilegal. Éste era de hecho el núcleo de la reforma propuesta por Bush y rechazada por el Senado de EE UU en 2007 (apoyada por el entonces senador Obama). Pese a los riesgos políticos, el presidente ha declarado ahora su compromiso para trabajar por estos cambios.

La dificultad reside en convertir estas directrices en políticas y leyes que sean viables en EE UU y obtengan el apoyo de los gobiernos latinoamericanos. Hay que concretar detalles sobre el número anual de trabajadores temporales, las normas que deben regir su entrada y estancia, los criterios para decidir si un inmigrante indocumentado puede optar a un permiso de residencia legal y los trámites para acceder a éste. Habrá que tener en cuenta la inquietud actual de los trabajadores estadounidenses respecto a la seguridad económica. Sus preocupaciones sobre la posibilidad de perder el empleo o que se deteriore la sanidad o la educación. Si no se abordan de forma eficaz, serán un obstáculo para la reforma de la política de inmigración.

Completar el programa comercial

El libre comercio debería ser un objetivo básico a largo plazo para el hemisferio, pero no es probable que se hagan grandes progresos hasta que amaine la crisis económica. Ahora Washington debería dedicarse a completar el programa que Bush dejó sin acabar.

- EE UU debería prestar atención inmediata a los acuerdos de libre comercio firmados con Colombia y Panamá. Garantizar la ratificación de los acuerdos (que en el caso de Colombia requerirá la negociación de una enmienda o un capítulo adicional sobre derechos humanos) convencerá a los gobiernos latinoamericanos de que Washington es un socio fiable.

- En los últimos años, se ha reducido el apoyo popular al libre comercio. Las perspectivas de nuevos tratados son escasas hasta que los ciudadanos recuperen su confianza en su efecto beneficioso para impulsar el crecimiento, crear empleo y mejorar la calidad de vida (no para reducir los salarios y eliminar puestos de trabajo). Es crucial que Washington y otros gobiernos se esfuercen en compensar el perjudicial traslado de puestos de trabajo que el libre comercio puede provocar. EE UU dio recientemente un paso importante en esta dirección, al hacer que los funcionarios y los trabajadores del sector servicios pudiesen acceder a las ayudas para los ajustes comerciales (que antes estaban limitadas a los obreros del sector industrial) y facilitar el acceso a programas de formación y atención sanitaria.

- EE UU debería dejar claro a México y Canadá que va a cumplir con sus compromisos en virtud del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (Nafta, en sus siglas en inglés). Sin embargo, siendo realistas, hay algunas cláusulas que no lograrán la necesaria aprobación del Congreso, como la de permitir que los camiones de propiedad mexicana (incluso los que cumplen con las normas de seguridad exigidas) transporten mercancía a EE UU.

- Es preciso restaurar las preferencias comerciales de Bolivia, anuladas tras la expulsión del embajador estadounidense y la suspensión del programa antidroga de EE UU en el país andino. Puede que los actos de Bolivia exigiesen una respuesta por parte de Washington, pero cancelar las preferencias comerciales, que podría ocasionar la pérdida de más de 100.000 puestos de trabajo, es una respuesta considerada demasiado dura por la mayoría de los gobiernos latinoamericanos. Revocar la decisión contaría con el beneplácito de muchos congresistas estadounidenses, y la nueva administración daría muestras de su interés por mejorar las relaciones con Bolivia.

- Un acuerdo en la Ronda de Doha de la Organización Mundial del Comercio sería mucho más beneficioso para los intereses económicos de EE UU y Latinoamérica que todos los tratados comerciales bilaterales que Washington ha intentado firmar en los últimos años. Sin embargo, las posibilidades de que las negociaciones tengan éxito a corto plazo son escasas. Aun así, EE UU debería seguir esforzándose por alcanzar un acuerdo con Brasil sobre una fórmula que pueda ser aceptada por otros países. De los participantes en la Ronda de Doha, Brasil es uno de los más influyentes y comparte muchos objetivos con EE UU, como la reducción de los subsidios a la exportación y de las discriminatorias ayudas internas a los productores agrícolas.

Cooperar con Brasil

EE UU necesita la cooperación de Brasil y México en casi todos los problemas del hemisferio (y muchos otros asuntos internacionales). Brasil y México son los dos países más grandes e influyentes de Latinoamérica. Juntos representan más de la mitad de la población, del territorio y de la actividad económica de la región.

El aumento de la influencia regional y mundial de Brasil es un cambio fundamental en los asuntos interamericanos, y un avance alentador para EE UU. A decir verdad, ambos países están en desacuerdo en muchos asuntos, y Brasil aboga por nuevos marcos institucionales para la región que auguran un papel menos destacado de EE UU. A pesar de ello, Washington ha mantenido buenas relaciones con el gobierno de Lula y durante los últimos años ha considerado a Brasil una fuerza constructiva en los asuntos del continente. Brasil ha liderado las misiones de paz en Haití durante los cuatro últimos años y ha ayudado a resolver conflictos complejos en Suramérica.

Ni Brasil ni EE UU están preparados para una colaboración extensa y a largo plazo. No están dispuestos a hacer las concesiones ni a aceptar los compromisos necesarios para construir una relación más estratégica. No obstante, ambos deberán ser capaces de cooperar de una forma más efectiva y sistemática en asuntos de interés común. Por ejemplo, Brasilia y Washington comparten intereses fundamentales en las negociaciones de la Ronda de Doha y han trabajado juntos para alcanzar un resultado favorable, a pesar de sus diferencias en algunas cuestiones. Este año, el gobierno brasileño exigió al estadounidense mayor implicación para llevar a buen término la Ronda de Doha. Las posibilidades de una colaboración productiva pueden ser aún mayores en asuntos como el cambio climático, la protección del medio ambiente y las nuevas fuentes de energía. Es más, desde que Obama es presidente, estos asuntos ocupan un lugar destacado en la agenda de Washington, lo que aumenta las posibilidades de cooperar con Brasil y otros países.

El medio ambiente y la energía tienen un lugar propio en la lista de prioridades del continente americano. Si EE UU y Brasil deciden seguir adelante, y México y Canadá se unen a ellos, la mayoría de los países latinoamericanos estarán dispuestos a participar. Hay que buscar la cooperación regional desde el principio. Pero EE UU debe intentar establecer una coordinación política más activa con Brasil en asuntos como la no proliferación, la lucha contra la discriminación racial y étnica y la reforma de las instituciones multilaterales. Al acordar una pronta visita a Washington del presidente Lula y un recíproco viaje a Brasil, Obama ha dejado claro el interés de su administración en construir una relación estrecha y cooperativa con un país de influencia creciente. Asimismo, es prometedor el amplio acuerdo de los dos países en el G-20.

El desafío de Venezuela y sus aliados

El mayor desafío a Washington ha procedido en los últimos años del gobierno de Hugo Chávez en Venezuela y de sus aliados: Bolivia, Cuba, Nicaragua y, en menor medida, Ecuador y Honduras. El presidente venezolano ha sido una fuerza divisoria en las relaciones interamericanas desde que ascendió al poder en 1999: ha alimentado los conflictos internos en varios países andinos, ha impedido actuar a las instituciones regionales y ha estrechado sus lazos con los adversarios de EE UU en todo el mundo. Aunque actualmente su alianza contra EE UU sólo incluye a cuatro o cinco de los países más débiles y menos estables del continente, muchas otras naciones han recurrido a Venezuela como fuente de ayuda financiera.

Pero es probable que el presidente Chávez sea menos feroz en los próximos años. La bajada del precio del petróleo, que representa más del 90 por cien de las exportaciones de Venezuela y la mitad de los gastos del gobierno, va a costarle apoyo político en su país e influencia en la región. Chávez es ahora un problema menor. No es urgente que la administración estadounidense colabore con él o se replantee la política de EE UU hacia Venezuela. Washington debería guardar distancias con el dirigente venezolano y dejar que la situación siga su curso durante los próximos meses. No obstante, EE UU no debería rechazar los esfuerzos por parte de Chávez para reducir la tensión en la relación bilateral, y podría hacer su propio gesto de buena voluntad ofreciéndose a intercambiar embajadores y restablecer los lazos diplomáticos. Lo mejor que puede hacer EE UU para equilibrar la influencia de Chávez es reconstruir su credibilidad en la región y reforzar su cooperación con otros países latinoamericanos.

Durante la cumbre, Obama se mostró dispuesto -probablemente más de lo que le habría gustado- a contar con Chávez y, quizá, intentar una distensión en las relaciones bilaterales. La mayoría de los países latinoamericanos darían la bienvenida a esto, pero EE UU debe proceder con cautela ante el impredecible y desmedido presidente venezolano.

Hacer que la democracia avance

Hoy la democracia es la norma en todo el continente americano. De los 35 países del hemisferio, sólo Cuba está gobernada por dirigentes que no han sido elegidos democráticamente. Desde 1976, en una única ocasión los militares han quitado el poder a un gobierno civil: en Haití, en 1991. Las elecciones son ahora la única forma de obtener y mantener el poder político en Latinoamérica, y casi todas las celebradas en los últimos años han sido consideradas libres y justas. Pero la política democrática conlleva algo más que elecciones periódicas. Las instituciones básicas de la democracia (partidos políticos, asambleas legislativas, jueces, sistemas electorales y medios de comunicación) siguen funcionando mal en gran parte de la región. En muchos países, tienen poca credibilidad o escaso apoyo popular. La corrupción política está extendida.

En algunos países han surgido divisiones entre las fuerzas políticas tradicionales y los nuevos grupos que exigen más poder y cambios en el ejercicio de la política. La participación política de grupos antes excluidos (descendientes de africanos, comunidades indígenas, votantes más jóvenes o con rentas más bajas y mujeres) contribuye a revitalizar y hacer más prometedoras las democracias de Latinoamérica. También contribuye el hecho de que se preste más atención a los asuntos relacionados con la justicia social y la calidad de los servicios públicos. Sin embargo, estos nuevos grupos políticos presionan a unos gobiernos ya de por sí saturados y con escasos recursos económicos. Frecuentemente (y a menudo con razón), tienen poca paciencia con la lentitud de las burocracias y los sistemas legislativos. Las tensiones son evidentes en muchos países, y en algunos la legitimidad del sistema político se ve amenazada.

La Carta Democrática Interamericana, aprobada por todos los gobiernos electos de América en 2001, se ideó para cumplir dos importantes objetivos: establecer las normas básicas de la práctica democrática y reforzar la determinación y la capacidad de los gobiernos del continente para defender colectivamente la democracia. Pero la Carta no establece criterios o procedimientos para determinar si se ha cometido una violación o para decidir qué medidas correctivas deben tomar las instituciones regionales y otros gobiernos. Y lo que es más importante, nunca ha existido entre los países firmantes la disposición de permitir una intervención colectiva en un asunto tan delicado como la democracia.

El progreso democrático de Latinoamérica y el Caribe dependerá principalmente del gobierno y los ciudadanos de cada país. Sin embargo, EE UU puede y debe defender la democracia en la región porque están en juego importantes asuntos. Para ello debería empezar a cooperar y mantener consultas periódicas con los gobiernos latinoamericanos en cuestiones políticas delicadas (además de confiar en sus opiniones y estar dispuesto a respetarlas), aunque a menudo, los latinoamericanos quieren resolver estos asuntos por su cuenta, y tienen capacidad para hacerlo.

Durante la Cumbre de las Américas Obama remarcó las cuestiones de derechos humanos en su debate sobre Cuba y también aludió al tema en su comparecencia final ante la prensa. Pero el presidente ha sido bastante tímido al hablar del brusco deterioro de las prácticas democráticas en algunos países de la región, especialmente en Venezuela y Nicaragua.

La defensa de la democracia por parte de Washington resulta más creíble y productiva cuando se pone en práctica de forma multilateral. La OEA, el principal foro multilateral del continente, debería tener una función destacada en el fomento y la defensa de las políticas democráticas en Latinoamérica y el Caribe, en conformidad con los dictados de la Carta Democrática. Algunos gobiernos han propuesto reducir el poder de la OEA y trasladar su autoridad a otras organizaciones latinoamericanas creadas recientemente. Estas nuevas agrupaciones han demostrado que pueden contribuir de forma importante y, a veces, han reforzado la labor de la OEA, que sigue siendo, no obstante, la única institución con autoridad legal y legitimidad para representar a los gobiernos del continente y actuar a escala regional. También es el único foro permanente en el que los gobiernos de Latinoamérica y el Caribe pueden colaborar de forma conjunta con EE UU.

El fracaso de Haití

Haití es el único Estado del continente que ha fracasado, o casi. En los últimos años la cooperación internacional en la que participaban otros países de la región, EE UU, Canadá y Europa, ha contribuido a lograr algunos avances en Haití (aunque, en los últimos meses, la situación del país ha empeorado). Desde hace cuatro años, las tropas de las Naciones Unidas en Hatí, la mayoría latinoamericanas y dirigidas por Brasil, han contribuido a mantener un nivel aceptable de orden y seguridad. Hay un gobierno elegido libremente, aunque su capacidad y autoridad son limitadas. Los problemas económicos siguen siendo muy graves. Teniendo en cuenta los huracanes que han arrasado el país en 2008, los altos precios de los alimentos (que provocaron disturbios generalizados y la expulsión del primer ministro) y la recesión estadounidense, la economía haitiana podría seguir hundiéndose, y crecer aún más la desesperación de los ocho millones de habitantes del país.

Ninguna administración estadounidense ha hecho lo suficiente por ayudar a Haití de forma sostenida. Aunque disponga de recursos limitados, ahora EE UU tiene la oportunidad de reforzar la cooperación interamericana de los últimos tiempos (incluida la atención prioritaria a Haití por parte de Canadá) y establecer un compromiso multilateral y a largo plazo con su desarrollo. La administración Obama podría tomar dos medidas para ayudar al país durante el actual periodo de dificultades extremas: suspender las deportaciones de emigrantes y refugiados haitianos sin papeles, y animar a los bancos multilaterales a que condonen la deuda de Haití. La visita de Clinton fue alentadora al dejar claro que EE UU estaba dispuesto a ejercer un papel más activo.

Una segunda oportunidad

Con América y el mundo sumidos en una crisis económica y EE UU enfrentándose a desafíos nacionales e internacionales más urgentes, la situación parece menos favorable que hace décadas para recomponer la relación hemisférica. El sentimiento de decepción con EE UU se extiende por toda la región. Los gobiernos latinoamericanos no confían en Washington, y muchos han llegado a dudar de que sea un socio fiable. Pero la actual mayor firmeza e independencia de América Latina y el Caribe puede allanar el camino hacia una relación más sana y productiva con Washington. De hecho, es posible que se den en la actualidad unas condiciones más favorables que nunca para el desarrollo de una colaboración sólida y a largo plazo.

La mayoría de los gobiernos latinoamericanos desea tener buenas relaciones con EE UU. Saben que es vital para sus intereses y que comparten algunos valores fundamentales. Quieren tener unos vínculos comerciales fuertes y mayores lazos económicos, y desean trabajar con EE UU para resolver otros problemas, regionales y mundiales. Hoy todos esperan que la presidencia de Obama traiga los cambios necesarios a las relaciones interamericanas.

El 10 de marzo The Inter-American Dialogue publicó su Informe 2009, en el que recomendaba a la adminstración Obama que, en lugar de intentar desarrollar una nueva visión o estrategia para la política de EE UU en el hemisferio, centrara su atención en una agenda de 10 retos. El informe sostenía que un esfuerzo pragmático y cooperativo para dirigir esos retos daría un nuevo vigor a las relaciones de EE UU con la región.

En las seis semanas que transcurrieron hasta la Cumbre de las Américas, Obama ha actuado en la mayoría de los asuntos de la agenda citada. Los pasos dados no han sido especialmente drásticos, de hecho, muchos de ellos son modestos. Pero, aparte de algunos asuntos cruciales relacionados con el comercio, la mayoría de los pasos van en la dirección correcta y han sido bien recibidos en América Latina y el Caribe (aunque con algunas críticas sobre el ritmo y el alcance del cambio). Ha sido un buen mes y medio para las relaciones entre EE UU y Latinoamérica. Si Obama tiene éxito en las iniciativas lanzadas en marzo y abril, los asuntos hemisféricos empezarán a mejorar.

Peter Hakim es presidente de The Inter-American Dialogue, con sede en Washington. Artículo elaborado a partir del informe "A second chance. U.S. Policy in The Americas", Washington, marzo de 2009.

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