Política Exterior

Bolivia y Chile, dos procesos políticos y una frontera

por José Antonio Fernández y Gustavo Rodríguez Ostria

Política Exterior nº 110, Marzo-Abril 2006

Aunque de naturaleza e implicaciones diferentes, los triunfos de Evo Morales y Michelle Bachelet constituyen una sacudida en la escena regional e internacional. Tal vez el nuevo tiempo político de América Latina transcurra por los caminos que abren ambos procesos.

En un año cargado de procesos electorales en Latinoamérica, las elecciones casi simultáneas en Chile y Bolivia han removido el panorama político interno y han despertado una atención inusitada en todo el mundo. A título indicativo, entre el 10 de noviembre y el 10 de febrero, el buscador Google contaba más de millón y medio de páginas en cuyo contenido se hablaba de Michelle Bachelet y más de dos millones y medio de Evo Morales. Unas 682.000 páginas se referían a ambos. Utilizando análogos criterios de búsqueda, Óscar Arias, candidato presidencial en Costa Rica, aparece sólo 97.400 veces en los últimos tres meses.

Que una mujer, Bachelet, y un indio, Morales, seculares excluidos del sistema político, hayan llegado democráticamente a la cima del poder en dos países limítrofes, aunque tan distintos, es de suyo una noticia de gran calado. Es relevante, por supuesto, que ambos países tengan reservas estratégicas de cobre, Chile, y de gas y petróleo, Bolivia. Pero ambos hechos no bastan para explicar la repercusión mundial de estas elecciones que, por su proximidad en el tiempo –pero no sólo–, han sido tratadas conjuntamente en los medios de comunicación más importantes del mundo como si hubiesen sido el primer movimiento del anunciado “giro a la izquierda” de la región. También en estas páginas abordamos conjuntamente ambos procesos, haciendo patentes los contrastes, pero también los desafíos comunes internos y externos, de los que el más obvio es, sin duda, el contencioso bilateral que, originado en una guerra del último tercio del siglo XIX, se sustancia en el enclaustramiento de Bolivia.

Al socaire de las elecciones, la prensa ha subrayado las diferencias entre las economías de Bolivia y de Chile, que son un dato de partida:

Bolivia: más de un millón de kilómetros cuadrados, unos nueve millones de habitantes, un PIB de unos 9.200 millones de dólares en 2005. Una renta anual per cápita en torno a los 900 dólares, con un crecimiento actual del 4,6 por cien al año. En 2005 Bolivia alcanzó su cifra récord de exportaciones: unos 2.400 millones de dólares.

Chile: 756.000 kilómetros cuadrados, casi 16 millones de habitantes, un PIB de unos 75.000 millones de dólares en 2005, una renta anual per cápita cercana a los 5.000 dólares. EL PIB crece en la actualidad a una tasa anual del 5,5 por cien. En 2005 Chile alcanzó su cifra récord de exportaciones: unos 36.000 millones de dólares.

Sin embargo, mientras se elucubra sobre los movimientos geopolíticos en la región, es decir, el eventual fortalecimiento del eje chavista tras el triunfo de Evo Morales, pocos se han detenido a comentar el dato obvio de la impecable calidad democrática de ambos procesos electorales, lo que, estimado normal en el caso de Chile, debería haber sorprendido a cuantos informadores y analistas cubrieron las asonadas de los años pasados; sobre todo, la real insurrección masiva (con decenas de muertos por disparos del ejército) que forzó la renuncia del presidente Gonzalo Sánchez de Lozada en octubre de 2003. La victoria de los movimientos en rebeldía fue el acto inaugural del proceso que llevó al Movimiento al Socialismo (MAS) y a Morales al poder.

El ascenso de Morales y de los movimientos sociales

Carlos Mesa, vicepresidente de Sánchez de Lozada, convertido en el nuevo presidente, buscó acuerdos puntuales, no siempre efectivos ni prolongados, con los movimientos sociales aglutinados en el MAS, la sigla con que Morales y sus seguidores crearon, en tan sólo 20 meses, las condiciones sociales y políticas para ganar, por inédita y abrumadora mayoría, una elección convocada para que la ganaran otros.

En efecto, en junio de 2005 renunció Mesa y se acordó convocar elecciones para fines de año, en medio de un vacío de poder, en que la sucesión constitucional se salvó in extremis, llegando a la presidencia el titular de la Corte Suprema, Eduardo Rodríguez. El descrédito del partido de Hugo Banzer, Alianza Democrática Nacional (ADN) y de los dos partidos tradicionales de centro-izquierda –Movimiento Nacionalista Revolucionario (MNR) y Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR)– había tocado fondo. Pero el MAS era aún un proyecto embrionario, aparentemente sin cohesión ideológica y programática y sin aparato organizativo. Así, el centro-derecha se agrupó bajo una nueva sigla (Podemos) y el liderazgo de Jorge Tuto Quiroga que, como vicepresidente de Banzer, lo sucedió como presidente tras su fallecimiento. Durante algunos meses muchos soñaron con la vuelta atrás, una constante de la historia boliviana: se pensó que una sociedad cansada de tantas revueltas, lideradas aparentemente por Morales, se volcaría hacia un candidato de ley, orden y progreso económico por las vías trilladas.

Contra tales ensueños y la esperanza que permitían algunas encuestas, el 18 de diciembre hubo un vuelco histórico: la elección popular directa de Morales y la cómoda mayoría parlamentaria del MAS. Tal votación no tiene precedentes en la historia boliviana. Morales alcanzó entre el 70 por cien y el 90 por cien de los votos en las zonas indígenas y entre sectores populares urbanos. Esta vez se daba por descontada la concentración del voto indígena y popular, aunque es la primera vez que se ha producido. Allí sumó el MAS el grueso de sus electores, pero no los suficientes para alzarse con el 53,7 por cien. La sorpresa vino de los barrios urbanos de clase media, donde el MAS bordeó el 40 por cien, cuando en las elecciones de 2002 sólo tuvo entre el cinco y el 10 por cien en las mismas zonas.

Es probable que la costosa campaña mediática de Quiroga, que apelaba sutilmente a los atavismos de una sociedad colonial y racista, que da por supuesto que los indígenas han nacido para servir, sirviera más a la causa del MAS que a la de Podemos. Mientras tanto, con un gasto muy moderado en publicidad, en reuniones por todo el país, Morales fue seduciendo a la clase media e incluso a muchos empresarios, con un discurso que no acentuaba, como en otras oportunidades, su lado indígena, presentándose simbólicamente como el titular de una nueva sociedad tolerante, inclusiva y pluriétnica, incluso ordenada y sin conflictos.

Ni las encuestas ni los analistas pronosticaban algo así. Algunos veían venir la avalancha del voto popular y se percibía en el ambiente que una gran parte de las capas medias urbanas, perdida definitivamente la confianza en los partidos tradicionales, fluctuaba esta vez entre la resignación y la esperanza ante la que presentían como ineludible victoria de la nueva clase ascendente. A pesar de ello, analistas y empresas de sondeos subestimaron la subida de la marea social, que anunciaba un giro histórico. Pocos días antes de las elecciones el asunto de debate y de temor era todavía la incertidumbre de una elección presidencial que se dirimiría en un Congreso sin mayorías claras. Ahora ya no hay duda de que el repudio a los partidos tradicionales, que gobernaron con sucesivos pactos en las últimas dos décadas a base de prebendas, uso discrecional del poder y corrupción, ha podido más que el temor a las incertidumbres que suscita la elección de Morales y del MAS, que representan una nueva clase social; al conglomerado de sectores y movimientos excluidos hasta ahora del poder político.

El vuelco inopinado de un sector tradicionalmente conservador y/o modernizante aportó al MAS entre el 20 por cien y el 25 por cien del total de sus votos. Los suficientes para vencer la barrera de la mitad más uno y los que terminaron por hundir la candidatura de Quiroga.

La democracia funciona, aunque de distinta forma

El proceso electoral ha sido impecable tanto en Bolivia como en Chile. A pesar de la macabra interrupción de la dictadura pinochetista, en Chile las elecciones son una rutina construida con ingredientes y procesos conocidos; dada la legislación electoral y partidaria, está ausente toda sorpresa, inclusive en la elección parlamentaria. En Bolivia las dudas y los temores eran tantos como puede colegirse del ejército de observadores internacionales enviados. No se produjo incidente alguno de relieve durante la campaña electoral, la participación fue muy alta (84 por cien) y, por supuesto, ha habido sorpresas y sorprendidos por los resultados. Así pues, no obstante las diferencias entre ambos países, se puede decir que la democracia ha funcionado en ambos países, aunque por vías diversas, que avisan de riesgos y oportunidades distintas.

Es obligado señalar que sería inadecuado situar a Bachelet y a Morales en la secuencia de los populismos capitaneados por los outsider, los candidatos que, por la pérdida de representatividad de los partidos tradicionales, han emergido como llaneros solitarios en otros países del continente: Venezuela, Colombia, Perú… Su primera característica es la imprevisibilidad de lo que van a hacer, que vendrá determinado por las alianzas que se vean obligados a realizar para gobernar, ante la carencia de una estructura partidaria consolidada. El caso más notorio ha sido Perú que, tras haber sufrido dos experiencias de este tipo (Alberto Fujimori y Alejandro Toledo), podría no haber escarmentado (Ollanta Humala sigue segundo en las encuestas). Ni Morales ni Bachelet son imprevisibles, pero ni uno ni otra pertenecen a la clase política tradicional de sus respectivos países.

Desafíos de la democracia boliviana: los partidos políticos

El presidente Morales es el líder de un nuevo partido-movimiento, que viene con la intención de sustituir la hegemonía de los partidos tradicionales. Morales es el resultado de una larga acumulación de contradicciones étnicas y sociales en uno de los países más pobres del mundo, que se hicieron patentes en la reciente coyuntura electoral que ha marcado el fin de la “democracia pactada” entre los partidos de centro-derecha y centro-izquierda tras el fracaso de la izquierda populista en 1985. Estos partidos han cavado con sus prácticas su propia tumba y no han querido comprender que, si bien es cierto que a partir de 2002 se ahondaba una crisis de representación que amenazaba con dar al traste con el Estado, la crisis se ha saldado, de momento, no con el fin de la democracia, sino con el fin de los partidos que la gobernaban y con la irrupción de un nuevo partido-movimiento representativo de la mayoría del país. El amplio triunfo del MAS y de Morales en medio de una rampante fragmentación social y cultural, con un Estado debilitado, donde la propia existencia de la nación boliviana estaba en entredicho, se debe a que se presentaba como la única opción capaz de rescatar, refundar y estabilizar un país que ha estado al borde de una guerra civil en más de una ocasión en los dos últimos años.

Son manifiestas las carencias y los desafíos del MAS, que no es todavía un partido, sino una agrupación corporativa de sindicatos y de movimientos sociales muy diferentes, con intereses no siempre compatibles entre sí: sindicatos que no siempre lo son, pues se trata de agrupaciones de productores o de comerciantes que se autodenominan sindicato; agrupaciones étnicas de corte histórico o moderno; asociaciones de mujeres; juntas vecinales; cooperativas; ONG vinculadas a la cooperación extranjera, sobre todo europea, que ha sido un factor clave para la conformación del entramado organizativo que subyace al MAS, etcétera. El aglutinante es la figura de Evo Morales y una doctrina o discurso, todavía embrionario, cuyo inspirador fundamental es el vicepresidente, Álvaro García Linera. El liderazgo y discurso de Morales han sido capaces de domeñar a las corrientes más exaltadas, a los que García Linera tipifica como “pequeños grupos que ya no tienen vida política ni influencia ni han participado en las estructuras de movilización de los últimos años (…) Son recuerdos testimoniales y arcaicos de una época que ya pasó”.

A pesar del lúcido optimismo de Linera, el triunfo del MAS no garantiza por sí solo la consolidación de la nueva democracia boliviana. Para ello, es necesario, por un lado, que el MAS avance decididamente hacia su conformación como partido representativo de los varios sectores que lo han aupado al poder. Pronto comenzarán los tironeos y divergencias en el seno de un conglomerado tan variopinto. Se necesitará mucho más que la autoridad moral de Morales y la lucidez de García Linera para ir ahormando y disciplinando a los varios líderes sectoriales y territoriales cuando empiecen a plantearse los grandes asuntos en juego, como son la convocatoria a la Asamblea Constituyente y las decisiones sobre el contenido de la nueva Constitución, especialmente en dos puntos cruciales. El primero es la conformación del nuevo Estado, en el que las autonomías regionales son una exigencia –emanada sobre todo de los sectores empresariales de Santa Cruz (adversos al MAS)– a la que el nuevo oficialismo no podrá oponer resistencia. El segundo es la formulación en el texto de la nueva Constitución de la prometida nacionalización de los recursos minerales y energéticos, concepto lábil que en su formulación política ha podido hasta ahora ser digerido por las empresas trasnacionales (Petrobrás y Repsol YPF han anunciado nuevas inversiones), pero que podría tornarse en un bumerán en el seno del nuevo oficialismo en cuanto empiecen los debates. Ahí comenzarán a ponerse a prueba la capacidad y la voluntad políticas del joven partido de Morales-Linera.

Caudillo populista o no, Morales ha nombrado ministros leales, imponiendo su criterio a las instituciones y organizaciones que lo sustentan y así podrá continuar haciéndolo, apelando a las “masas disponibles” para restablecer o torcer equilibrios políticos desde las calles, si no bastara el amplio control parlamentario que detenta. Con la elección de Morales el presidencialismo se ha visto reforzado. Su figura carismática genera, por ahora, una gran adhesión a su manera de gobernar. En este contexto, y ante las probables tensiones internas del MAS, el mayor adversario de Morales podría ser el mismo Morales. No parece probable, sin embargo, que las diferencias de criterio entre el presidente y el vicepresidente (que son y serán muchas) se escenifiquen de manera que se pueda romper la unidad de criterio y de acción en asuntos sustanciales.

Pero, por otro lado, la nueva democracia implica que los viejos partidos, reducidos a escombros en las pasadas elecciones, reconstruyan alternativas solventes de gobierno y de oposición adecuadas a la nueva situación. Su estrepitosa derrota y la pérdida de sus referentes ideológicos impedirán al comienzo que puedan desempeñar el papel de una verdadera oposición. La desaparición de las principales entidades partidarias en las recientes elecciones es un dato de partida para la rearticulación de un centro-derecha para el nuevo país que ha asomado el 18 de diciembre. El MNR y el MIR, convertidos en una exigua minoría parlamentaria, habrán de aprender a ser oposición responsable y creíble, al tiempo que, junto a los diputados y senadores de Podemos, comienzan a pensar en reorganizar el mapa del centro-derecha sobre premisas diferentes a las del pasado.

La insoslayable apertura de la democracia chilena

Los desafíos de Chile son muy distintos. No sería un juego de palabras afirmar que la sociedad chilena, que se ha dado una de las economías más abiertas del mundo, tiene un sistema político asaz enclaustrado y cerrado. El sistema de partidos y la democracia representativa son estables y aceptados, aunque es cada vez más criticada la exclusión del sistema de una porción significativa del espectro político, lo que, junto a la obligatoriedad de inscribirse como electores, explica en parte la autoexclusión de la vida política, incluidas las elecciones, de un altísimo porcentaje de los jóvenes. En las recientes elecciones no votaron tres de cada cuatro jóvenes de entre 18 y 29 años.

En un país con una larga tradición asociativa y participativa la vieja Central Única de Trabajadores (CUT) carece de capacidad de negociación colectiva. Los sindicatos son un contrapeso limitado al ámbito de cada empresa. El importante tejido asociativo que articulaba la sociedad antes de Augusto Pinochet, y que fue un factor esencial en la recuperación de la democracia en vida del dictador, languidece a la sombra de un Estado que funciona tan bien que no parece necesitar la implicación de la sociedad civil, salvo, dicen los críticos, la de las organizaciones empresariales, actores sociales activos en todos los gobiernos de la Concertación.

Michelle Bachelet forma parte del “oficialismo” que ha gobernado el país desde 1989, pero bajo una Constitución heredada de Pinochet, que dejó atado y bien atado un sistema político que ha costado mucho esfuerzo ir reformando paulatinamente en puntos tan esenciales como la sumisión del poder militar al poder civil y la supresión del puñado de senadores designados que se tornaron en custodios del pasado. El apoyo del Partido Comunista chileno a Bachelet en la segunda vuelta electoral estuvo condicionado a que el oficialismo y la candidata aceptasen alguna reforma del sistema electoral heredado de Pinochet (mayoritario, binominal, en distritos pequeños) que conlleva la exclusión de los partidos que queden fuera de una de las dos alianzas. Días antes de la segunda vuelta, en un claro guiño a los electores de izquierda, el presiente, Ricardo Lagos, volvió a enviar al Congreso un viejo proyecto de reforma del sistema binominal. El asunto estará pronto en la agenda real del nuevo periodo. Los partidos del oficialismo y de la oposición deberían encontrar una salida a la evidente falta de competencia en el mercado político interno, para decirlo con términos propios de la actual jerga chilena.

Pese a haber sido titular de dos ministerios clave (Salud y Defensa) y de militar en el Partido Socialista desde 1970, Bachelet no pertenece a las nomenclaturas partidarias. En este sentido, Bachelet es tan nueva como Morales a la hora de marcar un estilo y unos modos de gobernar y de hacer política nacional e internacional. La presidenta Bachelet, elegida también por su propio carisma, introducirá en el gobierno, de rasgos presidencialistas, un perfil propio, como lo ha hecho Lagos, dentro de un marco programático debatido y consensuado entre los cuatro partidos de la Concertación. La formación de un gabinete paritario en términos de género y con cierta autonomía con relación a las jefaturas partidarias, ha sido una primera muestra de una actitud innovadora personal, que se espera podría traducirse en impulsar con mayor ímpetu iniciativas políticas como la reforma del sistema electoral. Sin embargo, la autonomía de Bachelet dista mucho de la que goza Morales.

Desigualdad social y mercado de trabajo cautivo

No son excesivas las expectativas de cambio suscitadas en la campaña chilena y que serán reclamadas a Bachelet. No se han formulado cambios notables en la conducción de la economía ni en la estructura profunda del Estado. Se mantendrá una buena y fluida interlocución con Washington, aunque es seguro que se dedicará mayor esfuerzo y entusiasmo a Latinoamérica, señaladamente a los países vecinos. La primacía del mercado solo será discutida promovida desde la izquierda extraparlamentaria, que, además, carece de fuerza social para perturbar la conducción de la macroeconomía.

En el terreno político, las expectativas son las esbozadas antes, más, sin duda, un estilo o talante nuevo (más diálogo, mayor cercanía a la gente). En política económica, salvados los fundamentos, debería producirse un giro hacia la mejora en la distribución de la renta que, en términos económicos, podríamos denominar “ampliación del mercado interno”, asunto que, tocado desde diversos ángulos (externalización del empleo, fondos de pensiones, etcétera), no fue abordado en profundidad en los debates de la campaña.

Economía abierta a todo el mundo, el mercado interno chileno, pequeño de suyo, está muy constreñido por la desigual y rígida distribución de la renta, que restringe el consumo de bienes y servicios considerados generales en Europa a una porción limitada de la población chilena. Por ejemplo, la normativa de la Superintendencia de Bancos e Instituciones Financieras de Chile (un mínimo de renta mensual para abrir una cuenta) reduce en la práctica la bancarización al 25 por cien de los chilenos. Los bancos guardan silencio porque eso les permite administrar el 80 por cien de las rentas del trabajo sin tener que perder tiempo y competitividad atendiendo a los clientes de menores ingresos. Sin embargo, la restricción del derecho a tener una cuenta corriente limita no sólo el número de clientes de servicios bancarios, sino que refuerza y simboliza la rigidez de la estructura clasista de la sociedad y de la segmentación del mercado interno.

La liberación del mercado interno por el aumento de la renta representaría un importante impulso al crecimiento económico, muy supeditado hoy al mercado exterior, a la par que sería una política connatural a un conglomerado político que se reclama de la justicia social y que tiene un segundo presidente socialista. Los estudios de opinión señalan que un porcentaje alto de chilenos piensa que el país va muy bien, pero a ellos les va mal. La desafección política de los jóvenes tiene también que ver con este capital asunto del modelo de desarrollo chileno.

La causa principal de la ya endémica situación son los bajos salarios de la mayoría de la población, situación que es percibida como requisito indispensable para que el sector exportador siga siendo competitivo. El mantenimiento de los bajos salarios se consigue principalmente a través de la subcontratación de un volumen importante de los procesos productivos y, por lo mismo, de un volumen creciente de la fuerza de trabajo. En la campaña presidencial los subcontratados de Codelco, la corporación minera estatal, plantearon una demanda que ha puesto de manifiesto que el Estado es el primero en abusar de la subcontratación. Según un dirigente socialista, por cada empleado fijo de Codelco, hay más de dos subcontratados y, sin contar las diferencias extrasalariales, el salario de los primeros triplica al de los segundos.

Un efecto derivado de la subcontratación toca otro punto sensible que tendrá que enfrentar el nuevo gobierno. El tan alabado sistema de fondos de pensiones, del que Chile es pionero, hace agua por más de un flanco, siendo uno de ellos la baja afiliación y cotización, debido precisamente a que muchos de los subcontratos son a título individual y los trabajadores formalmente autónomos no hacen sus aportes sociales.

Si desde la perspectiva social, la situación es muy injusta, desde el punto de vista económico el mantenimiento de una gran parte de la población con muy bajos niveles de renta compromete la viabilidad a medio plazo del crecimiento económico y, a no tan medio plazo, la del modelo de previsión social, tanto en la atención sanitaria como en pensiones. Se trata, a nuestro entender, de un desafío central de la sociedad chilena al que tendrán que hacer frente Bachelet y su prestigioso ministro de Hacienda, Andrés Velasco (profesor titular de la Universidad de Harvard que ya asesoraba a Lagos) y varias ministras y ministros del área social, que tendrán que dar forma a una estrategia de evolución de la política económica y social que incluya la reforma, no cosmética, del sistema de Administradoras de Fondos de Pensiones (AFP), a la profundización de las políticas de redistribución del ingreso y al incremento de la inversión pública en salud y en educación, contando los recursos generados por el incremento del precio del cobre.

La construcción del Estado y de la sociedad

Las expectativas abiertas en Bolivia son inmensas, demasiado inmensas, pues, a la postre, aunque una lectura atenta del programa del MAS proporciona buenas dosis de realismo, el mensaje recibido por la sociedad ha sido que se pretende cambiar todo. La idea de refundar el país no es un eslogan, sino una necesidad. Bolivia se conformó como país con territorios inconexos y comunidades humanas muy dispares. La minoría mestiza que conformó el Estado no ha sido capaz de articular territorios y de institucionalizar mínimamente el país hasta hace bien pocos años. Las grandes mayorías, conformadas básicamente por los pueblos originarios, son las que, de formas distintas, sienten que ha llegado su hora, la hora de dar forma a un país incluyente de todos los territorios y de todos los pueblos. Este el asunto de fondo que late bajo los discursos de Morales y de García Linera en la toma de posesión ante el Congreso.

Ése es, en definitiva, el sentido de la Asamblea Constituyente, insoslayable para la pretensión de refundar el país, aunque puede crear incomodidades y problemas de gobernabilidad en los primeros años del mandato de Morales, quien reitera con vehemencia que la Asamblea, que deberá constituirse en agosto de este año, tendrá un carácter “originario”; es decir, podrá debatir y modificar absolutamente todo: régimen de propiedad, cultural y territorial, y la estructura del sistema político.

La construcción de la nación en su vertiente económica es el objeto primordial de reflexión de García Linera, que venía proponiendo un modelo de desarrollo que ha bautizado sin ambages como “capitalismo andino-amazónico”, en el que coexistirían las tres plataformas económicas existentes: la economía moderna, ligada a la explotación de los recursos energéticos y mineros, en que el Estado y las empresas trasnacionales han de encontrar su forma de asociación; las empresas modernas industriales, comerciales o agrícolas y la economía campesina o artesanal de la que subsiste la gran mayoría de las familias. Según el ideólogo-vicepresidente, es posible y necesario construir una modernidad económica boliviana vinculada a los mercados globales y al desarrollo tecnológico, de cuya eficacia dependerá que el Estado pueda canalizar recursos para la mejora productiva y social de millones de familias campesinas, pequeños productores y comerciantes que, además, se mueven según otra racionalidad económica, en cuanto a la organización del trabajo, los sistemas tecnológicos, las formas organizativas y la mentalidad de ahorro.

Este reformismo económico, que ha levantado las más ácidas críticas por parte de los sectores de izquierda, encabezados por el estadounidense James Petras, contrasta con el radicalismo político del discurso que sigue manteniendo Morales que, junto con empezar con la poco recomendable práctica del anuncio genérico de conspiraciones, ha dejado en claro que recurrirá a las movilizaciones sociales para que el Parlamento apruebe la convocatoria de la Constituyente, con la agenda y el modo de elección propuesto por el ejecutivo, al tiempo que espera repetir la votación de diciembre del año pasado y controlar la Asamblea. La tentación autoritaria y la posibilidad de nuevas exclusiones parecen no desaparecer del horizonte, lo que hace temer a algunos que la Constituyente no llegue a ser un pacto colectivo, integrador que, a partir de renuncias mutuas, lograra cuajar un Estado nación que no necesitara refundarse de nuevo dentro de unos años. Si no mejora la voluntad y la capacidad de diálogo del nuevo gobierno, no hay que excluir la posibilidad de nuevos conflictos, esta vez protagonizados por los sectores tradicionales del poder, atrincherados en discursos autonomistas en las regiones más prosperas del sureste, donde, por lo demás, yacen los recursos hidrocarburíferos.

Apertura suramericana y litigio bilateral: gas y mar

Chile, dentro su “regionalismo abierto”, ha privilegiado en los últimos años sus vínculos comerciales con Europa y Asia (China, Japón, India). El ritmo y las reglas de la apertura comercial chilena no han acercado significativamente la economía del país a sus vecinos, Perú y Bolivia. La profunda transformación política que ya está en marcha en Bolivia, y la que podría ocurrir en Perú, inducirá seguramente al gobierno chileno a ser más receptivo a las demandas de sus vecinos, de los que necesitan materias primas estratégicas y espacios para inversiones de los empresarios chilenos.

Con carácter general, se espera del gobierno Bachelet un trato más fraternal, menos altanero y asertivo, con los países vecinos. Un Chile más interesado en el desarrollo de Mercosur podría ayudar a superar la crisis recurrente del bloque, aun cuando no cediera en su argumento de que no puede ir más allá porque sus aranceles son más bajos que los del bloque. Son manifiestamente mejorables sus relaciones con Perú y con Bolivia, como enseguida veremos, y es de esperar que el nuevo gobierno se implique mucho más en la construcción política e institucional de la Comunidad Sudamericana de Naciones, sobre la base de la agenda propuesta por el canciller de Lagos, Ignacio Walker.

Sin embargo, el conflicto más enquistado y molesto para los chilenos es el que le enfrenta a Bolivia, país hermano con el que no tiene relaciones diplomáticas desde 1978. El litigio histórico, más que centenario, entre ambos países versa sobre el acceso al mar de Bolivia, mar que Bolivia perdió en una guerra con Chile en el siglo XIX. Tan enmarañado es el conflicto que una de las partes, Chile, ha sostenido hasta ahora que no hay nada que discutir, pues los tratados internacionales suscritos entre ambos países en 1904 son inamovibles. Bolivia pretende, si no revisarlos, al menos encontrar una brecha para llegar al océano Pacífico. Generaciones de bolivianos se han criado bajo el mito nacionalista de que sin mar su país es incompleto y condenado por ello a la pobreza y la postración. Las negociaciones han avanzado muy poco en el último medio siglo. En 1975, durante los gobiernos militares de Pinochet y Banzer, Chile ofertó a Bolivia negociar la cesión, condicionada al canje territorial, de una franja de territorio al norte de la ciudad de Arica, que antes de la guerra del Pacífico había pertenecido a Perú. En virtud del tratado suscrito en 1929, Chile tuvo que consultar a Perú, cuyo gobierno se opuso a la cesión planteando más bien la posibilidad de constituir un espacio trinacional. El fracaso condujo a la ruptura de relaciones diplomáticas entre Chile y Bolivia en marzo de 1978, ruptura que persiste hasta hoy, aunque los consulados generales de ambos países hacen un trabajo análogo al de una embajada.

El descubrimiento en la última década del siglo XX de significativas reservas de gas natural en Bolivia (unos 52.300 billones de pies cúbicos, que sitúan a Bolivia entre los grandes gasíferos del continente), dio al país una carta de negociación geopolítica de la que había carecido en el pasado. La inversión millonaria y el efecto multiplicador que implicaba la prometida exportación de gas natural licuado (GNL) a México y California a través de un puerto chileno atrajeron la atención del gobierno de Santiago, interesado en reactivar la alicaída economía del norte del país. En el trasfondo estaba también la necesidad chilena de contar con gas boliviano para cubrir su creciente demanda energética y contrarrestar la dependencia del gas argentino.

La protesta social en Bolivia de octubre de 2003 echó definitivamente por tierra al gobierno de Sánchez de Lozada y su propuesta, que en realidad provenía del gobierno anterior, de Quiroga. El impasse provocado por la inestabilidad política boliviana creó un nuevo escenario para las relaciones bilaterales, abriéndose paso la idea de que Bolivia podía negociar “gas por mar”, en contraposición a la política de carácter puramente comercial que predominó en los gobiernos de centro-derecha de las dos décadas previas.

Ésa era la situación hasta que las elecciones han removido el panorama político en Chile y Bolivia. Las conocidas diferencias políticas y económicas entre ambos países se han ahondado en las dos últimas décadas. Para decirlo con los más trillados términos, mientras Chile pasaba a ser el primer alumno de la clase, Bolivia ha seguido varada en los últimos puestos. Varias circunstancias convergen, sin embargo, para que, en ambos países, por la azarosa coincidencia temporal de sendas elecciones históricas, haya germinado una expectativa, una esperanza, un deseo sobre todo, de superar un siglo de rivalidad y de tensiones estériles, que podrían dar paso a una era de colaboración. El mejor signo del nuevo espíritu ha sido la participación de Ricardo Lagos y una selecta comitiva en la toma de posesión de Morales en La Paz y la de éste en la de Bachelet en Santiago.

Pero las diferencias no se borran con gestos ni basta la mera voluntad de las personas que coyunturalmente dirigen los países para superar un enquistado conflicto secular. Sin embargo, a raíz de la victoria de Bachelet y de Morales, se respira en ambas sociedades un aire nuevo. Ambas partes, conscientes de que los anuncios precipitados han abortado algunos preacuerdos del pasado, están procediendo con gran cautela. Bachelet y Morales, y sus respectivos portavoces han declarado su voluntad de abordar sus relaciones diplomáticas y comerciales con un nuevo talante y sin condicionamientos apriorísticos. La presidenta Bachelet está dispuesta a reestablecer de inmediato las relaciones diplomáticas plenas con Bolivia. Alejandro Foxley, el nuevo canciller chileno, ex senador demócrata cristiano y ex ministro de Hacienda, ha ido siendo más explícito en sus manifestaciones sobre el encargo recibido de la Presidenta Bachelet: “Vamos a dar una alta prioridad a la construcción de una relación permanente, estable y de largo plazo con los países vecinos, poniendo encima de la mesa todos los temas pendientes y temas nuevos”. Foxley habla de “encontrar una fórmula conjunta de desarrollo”, una idea ausente hasta ahora en el debate sobre el acceso de Bolivia al mar y que puede ser una clave de su solución, pues la zona en cuestión es un desierto pelado donde habría que construir carreteras, instalaciones portuarias y servicios turísticos.

La inserción internacional de la nueva Bolivia

Los factores de naturaleza estratégica y geopolítica exceden los flujos de bienes y servicios y la buena predisposición de los gobiernos de turno. “Chile es el Israel de América del Sur”. La frase es de Morales en 2004, pero la paternidad es del presidente venezolano, Hugo Chávez. Se trata de una alusión directa al hecho cierto de que Chile cuenta con uno de los ejércitos más poderosos del Cono Sur, y al eventual papel que jugaría en la contención de potenciales movimientos revolucionarios en los países vecinos, entre ellos Bolivia, según la prédica que se reitera en las páginas de Internet de una determinada izquierda global. Por supuesto, Morales se ha abstenido de hacer este tipo de alusiones desde antes de llegar a la presidencia y, durante la visita de Lagos, la primera de carácter oficial de un presidente chileno a Bolivia en más de medio siglo, primó la cordialidad y las mutuas afirmaciones sobre la necesidad de un diálogo “sin exclusiones”. Tampoco ha vuelto a mencionarse la expresión “gas por mar” que, sin embargo, utilizó el vicepresidente García Linera días antes. Ambos aspectos continúan presentes en el imaginario de los nuevos cuadros dirigentes bolivianos y van a impregnar las relaciones con Chile, con Estados Unidos y con Europa.

Es sabido que Chávez persiste en su estrategia de configurar el Bloque Regional de Poder (BPR), idea y marca creada por su actual asesor de cabecera, el ideólogo alemán Heinz Dieterich, que abriga la pretensión de crear el “socialismo del siglo XXI”. Dentro del plan chavista Bolivia debería jugar como punta de lanza en el mundo andino. De ahí que, a pesar de las disonancias del discurso atrabiliario de Humala, Chávez apueste por su elección como presidente de Perú. Naturalmente la administración estadounidense mira con enorme preocupación tales pretensiones. Pero muchos se precipitan al sacar conclusiones sobre la identificación del nuevo gobierno boliviano con el plan de Chávez. No hay duda de que habrá presiones sobre Morales y el MAS para que se vinculen a ese plan, pero otras fuerzas, de momento más poderosas, intentarán inclinar la balanza hacia otros ejes y planes menos arriesgados. Nos referimos a Argentina y Brasil, país que tendrá un peso determinante, por el peso de sus inversiones y de su comercio con Bolivia, en las decisiones finales de Morales, cuyas visitas a Brasilia, antes y después de las elecciones, han sido mucho más explícitas en cuanto a los propósitos.

Especulaciones conspirativas y bromas de mal gusto aparte, una cosa es clara: en su primera gira mundial Morales ha hecho más por la dignificación de Bolivia ante el mundo que muchos presidentes a lo largo de décadas. Sin duda habrá señales y gestos equívocos en los próximos meses, pero parece más sensato prestar más atención a los nuevos contratos e inversiones de Petrobrás (y con Repsol YPF, por supuesto) con Bolivia que a los artículos que especulan sobre los “ejes del mal”, aunque los firme Mario Vargas Llosa. Si Morales se deja seducir por las generosas ofertas que le haga Chávez en términos de inversiones petroleras y programas sociales, es probable que asistamos a una espiral de enfrentamientos dialécticos con EE UU. Hoy, la clave de la inserción internacional de Bolivia está hacia el Sur y no hacia el Norte. Y hasta es posible que, si se consolida la idea de Petrosur o de Petroamérica, el BRP no pivote en torno a Chávez, sino que, más plural, hable con la voz de la naciente Comunidad Suramericana de Naciones.

Se trata de una hipótesis de trabajo que no excluye otras, pero nos apoyamos en la clara toma de distancia de García Linera, con relación a todos los asuntos que vinculan al gobierno del MAS con el eje Castro-Chávez: “Evo Morales y su gobierno no son ni lulistas ni chavistas ni castristas: son evistas. Creemos que lo que se está haciendo aquí en Bolivia, donde el liderazgo indígena tiene un proyecto de país y de dignidad en términos de movimientos sociales y de diálogo con los diversos sectores, marca una nueva línea política continental”.

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