Política Exterior

Rusia al final del gobierno de Putin: un precario ‘statu quo’

por Lilia Shevtsova

Política Exterior nº 121, Enero / Febrero 2008

La designación de Medvedev como ‘heredero' del Kremlin es otro de los actos de la democracia de imitación rusa. En un sistema fuertemente presidencialista, la élite empresarial-burocrática parece no tener ya interés en un líder funcional. ¿Aceptará esta idea la ciudadanía?

Rusia se aproxima al final de un ciclo político simbolizado por la presidencia de Vladimir Putin. Junto con su predecesor, Boris Yeltsin, Putin presidió el nacimiento del sistema poscomunista ruso que ha adquirido una lógica propia. Hay algo irónico en el hecho de que sea un sistema basado en el poder personificado que en un momento dado se convierte en rehén de las circunstancias, la dinámica del propio sistema y los intereses de la clase política.

Las elecciones parlamentarias del 2 de diciembre (con un 64,3 por cien de los votos para Rusia Unida, la lista de Putin cocinada en el Kremlin) y la designación de Dmitri Medvedev, hasta ahora viceprimer ministro del gobierno y presidente de la junta directiva de Gazprom, como su sucesor, han demostrado la naturaleza contradictoria de la realidad política rusa. Por un lado, el desesperado intento de la élite gobernante por garantizar la continuidad de su poder; por otro, el esfuerzo por legitimarse a través de la competición electoral, aunque con unos resultados controlados que socavan esa legitimidad.

En este artículo deliberaré sobre la sustancia del legado político de Putin, sus contradicciones y su potencial, así como sobre los importantes desafíos en materia de política nacional y exterior que Putin dejará a Rusia.

La evolución poscomunista de Rusia durante el mandato de Putin puede servir como un caso clásico de transición democrática fallida. La experiencia rusa ha confirmado a su vez que la democracia liberal carece de competidores ideológicos plausibles. El sistema político que ha aparecido en Rusia confirma que la democracia es la única “forma de gobierno legítima en líneas generales” reconocida por regímenes postotalitarios que se sienten presionados a adoptar o al menos imitar las instituciones democráticas. Éste es precisamente el motivo por el que la élite rusa proclama sus credenciales democráticas a la vez que, con una habilidad consumada, adopta la democracia para sus fines. La democracia de imitación, conservar las instituciones oficiales para ocultar tendencias autoritarias, oligárquicas o burocráticas, y casi siempre las tres cosas a la vez, no sólo se encuentra en Rusia, sino que se ha convertido en la forma más extendida de régimen político en los territorios postsoviéticos.

Otra palabra clave para descodificar la realidad rusa es “irresponsabilidad”. El líder se encarama formalmente a un pedestal como único actor político legítimo. Al mismo tiempo, debe eludir responsabilidades para sobrevivir. De lo contrario, tendría que responder de cada fracaso de su burocracia, desde lo más alto hasta lo más bajo. Putin, como Yeltsin, busca constantemente maneras de achacar a otros la responsabilidad de sus decisiones y sus consecuencias; a veces a su primer ministro, a veces al Parlamento, y a veces a sus altos cargos, aunque resulta obvio que en el Estado ruso no puede tomarse ninguna decisión de peso sin la aprobación presidencial. El principio subyacente de la presidencia de Yeltsin –la abdicación de responsabilidad– sigue funcionando con Putin, y funcionará con Medvedev, a menos que modifique las reglas del juego.

Pese a todos los poderes de la presidencia, la institución carece de medios efectivos para aplicar unas decisiones a veces correctas. Putin ha sido incapaz de conseguir la aprobación de la reforma administrativa o de combatir la burocratización y la corrupción del poder estatal, de las que ha hablado en un tono casi desesperado en sus discursos anuales a la nación. Se ha visto obligado a posponer reformas del ejército y las pensiones y a abandonar por completo la revisión de la política de Seguridad Social. Incluso ha dejado de mencionar la reforma de la vivienda, desastrosamente abandonada. Ha sido incapaz de lograr su objetivo de diversificar la economía. Cada vez que una iniciativa presidencial concreta fracasa, Putin opta por olvidarla y hace todo lo posible por garantizar que el país haga lo mismo. Parece improbable que Putin decida recordar sus “proyectos nacionales”, anunciados a bombo y platillo por el Kremlin, para reformar la educación, el servicio sanitario, la vivienda y la agricultura. No es que el presidente no quisiera materializar sus proyectos predilectos, sino que los intereses de la casta gobernante obligan a los líderes a concentrarse sólo en lo que es importante para su supervivencia.

El poder de la corporación burocrática

Un presidente con un pasado en el KGB y una administración integrada por dirigentes de los servicios de espionaje sólo podían fortalecer la tendencia del régimen a recurrir a una solución administrativa de los problemas. Sin embargo, en defensa de sus intereses, quienes desempeñan profesiones civiles han recurrido a este planteamiento con tanto entusiasmo como los responsables de la seguridad. Lidiamos con una clase gobernante heterogénea constituida por diversos grupos adjuntos al Kremlin, que se esmeran en hacer todo lo posible por preservar el sistema. Merece la pena destacar a los intelectuales al servicio del régimen, que hacen hincapié en la importancia política del orden y la estabilidad porque son demasiado conscientes de su vulnerabilidad y temen por su futuro si el régimen se debilita. En consecuencia, si las autoridades recurrieran de repente a la represión para defenderse, los autores de la política, o sus propagandistas, no serían necesariamente representantes del ejército o los servicios de espionaje, sino ex intelectuales e incluso disidentes convertidos en portavoces que han accedido a servir al Kremlin.

La corporación burocrática que se convirtió en la base del gobierno de Putin ha conseguido mucho: ha logrado imponer su agenda en todos los ministerios, incluida la oficina del fiscal general, Hacienda y, lo que es más importante, en el sistema judicial. Ha conseguido domesticar al Tribunal Constitucional. Sin embargo, a medida que la corporación burocrática se consolida, la independencia del líder se vuelve inevitablemente más problemática. Ni el equipo de gobierno ni la clase política en su totalidad tienen el más mínimo interés en un líder plenamente funcional. Que no nos ciegue el hecho de que, oficialmente, sean lacayos que cumplen las instrucciones del presidente. Poseen un inmenso poder sobre él, controlan la agenda de lo que hace, con quién se reúne y lo que se le dice, y explotan su desconfianza profesional hacia las personas ajenas a su círculo inmediato, por no hablar de aquéllos que piensan de forma diferente. Siempre que una corporación burocrática elimina a todas las demás fuerzas políticas, el presidente es cada vez más propiedad de su equipo.

Ahora que la presidencia de Putin se aproxima a su fin, se ha llegado a un punto muerto: la corporación burocrática gobernante todavía teme al líder y le obedece, pero el líder depende cada vez más de ellos y no puede reemplazar el apoyo del que depende sin correr el riesgo de caer. El líder está ligado a su equipo, no sólo por su pasado ni por los intereses empresariales comunes, sino, lo que es más importante, por sus errores compartidos. Es este lazo lo que le hace especialmente vulnerable y dependiente de ellos. Escudándose en el líder, la burocracia actúa de manera independiente pero en nombre suyo, y esto le desacredita y debilita. Putin sigue distanciándose con éxito de sus burócratas a ojos del pueblo, que le absuelve y condena a la burocracia. Sin embargo, esta división de la opinión pública respecto al régimen, que diferencia al líder del Estado, no continuará indefinidamente, y el sucesor de Putin podría encontrarse en una situación más precaria.

Es cierto que el segundo presidente ruso intentó introducir una política innovadora, reanudar las reformas económicas y acercarse a Occidente durante su primera presidencia. No obstante, Putin demostró que las reformas parciales no alteran la lógica del sistema personificado. La consolidación burocrática-autoritaria se convirtió en el logro clave de Putin. Naturalmente, hay varios tipos de consolidación. El presidente va más allá de la típica fórmula soviética de estabilización que pretendía mantener a flote un sistema cerrado herméticamente. Putin ha afrontado una tarea mucho más ambiciosa. Ha tenido que consolidar un sistema que incluye tendencias y principios enfrentados, un sistema que es imposible sellar por completo. Tuvo que montar dos caballos a la vez y en direcciones opuestas y –hasta el momento– le ha salido bien el truco. Ha puesto fin al convulso periodo del desarrollo ruso, aparentemente ha restablecido la normalidad y creado un Estado más fuerte, y ha presenciado un alto crecimiento económico. Aun así, esa normalidad oculta unos conflictos sociales insalvables. El Estado es depredador y su fortaleza es un disfraz para sus puntos débiles. La historia política nos dice que la consolidación porque sí, con el cometido principal de reforzar el poder estatal, acaba socavándolo.

El momento de la verdad: perpetuación del poder

Según la Constitución rusa, el presidente debe abandonar el Kremlin tras completar un segundo mandato. De ahí que, por primera vez en la historia del país, se haya erigido una barrera para que un gobernante no pueda permanecer en la presidencia por un periodo ilimitado, hasta que muera por causas naturales, sea derrocado por un golpe de Estado o, en el mejor de los casos, sea apartado del Kremlin. Sin embargo, la clase política rusa no consigue aceptar la incertidumbre que conllevan la competencia política y las elecciones libres. La élite no ha aprendido a pensar en términos de alternativas y cambio de régimen, motivo por el cual trata de mantener el control sobre la transferencia de poder con tanta desesperación.

A medida que se acerca el final del mandato, al equipo del Kremlin no se le ocurre nada mejor que prepararse para traspasar el poder a una persona leal con la esperanza de continuar siendo una fuerza influyente detrás del trono. Necesita predecir quién se hará con el control y se alineará oportunamente con el nuevo líder. El país es abandonado a su suerte, y nadie sabe adónde se dirige; todos los problemas se posponen hasta otro día y nadie gobierna Rusia realmente. El Estado se paraliza y no puede funcionar correctamente hasta saber quién será el próximo en encarnarlo. Así ocurrió con Yeltsin, así ha sucedido con Putin hasta la designación de Medvedev, y así ocurrirá con el nuevo líder mientras prosiga un régimen personalizado en Rusia. En consecuencia, el segundo mandato –no importa quién sea el presidente y por cuánto tiempo mientras persista el sistema actual, con todos sus problemas de continuidad– es tiempo perdido.

En lo tocante a la sucesión, lo más importante no era el nombre del candidato, sino qué clase de liderazgo busca el país. La trayectoria de Medvedev es ilustrativa en este sentido. Yeltsin entró en el Kremlin como líder anticomunista preparado para trazar una línea con el pasado. Putin resultaba atractivo como estabilizador de la caótica incertidumbre generada por Yeltsin. Actualmente, el Kremlin reconoce que la fórmula de la estabilidad, por sí sola, no es suficiente y ha empezado a moverse de manera más activa, ofreciendo otro señuelo: Rusia como superpotencia una vez más. Una situación rápidamente cambiante está obligando a las autoridades a correr en direcciones opuestas al tiempo que intentan predecir qué tipo de liderazgo responderá más fielmente al talante popular y en qué dirección deberían tratar de orientar dicho estado de ánimo.

En teoría, son posibles varias situaciones hipotéticas en la era pos-Putin: entre los extremos de gobierno de un individuo fuerte y el gobierno de una burocracia fuerte. Putin representa a un régimen construido sobre el compromiso y la contención mutua entre el presidente y la burocracia. Si no se producen grandes cambios en el modo en que se comportan la sociedad y la élite, hay razones para continuar con este tipo de régimen tras la marcha de Putin. Sin embargo, alguna complicación inesperada, sobre todo una intensificación de la lucha de poder dentro del Kremlin o, aún peor, una crisis en la sociedad, podría dar pie a la aparición de un líder más autoritario. El “giro a la izquierda”, con un Perón o un Chávez rusos en el poder, es menos probable, sobre todo teniendo en cuenta el perfil “liberal” de Medvedev. La clase gobernante rusa prefería sin duda ver sus intereses protegidos por un líder con inclinaciones derechistas, por temor a un resurgimiento de las ideas socialistas.

En todo caso, el nivel y el grado de autoritarismo del régimen pos-Putin podría variar, en función del equilibrio de fuerzas dentro del Kremlin y de lo seguros que estén de sí mismos la élite gobernante y su líder. Aun así, podemos estar seguros de que los parámetros clave del sistema construido por Yeltsin y Putin –control estatal de la economía, neopatrimonialismo, paternalismo social y desconfianza hacia Occidente en la política exterior del Estado, en un futuro próximo o incluso a medio plazo– se mantendrán, simplemente porque el sistema se ha consolidado y adquirido su propia lógica y porque, hasta ahora, la continuidad cuenta con una base de apoyo popular bastante amplia, como demuestra el 64,3 por cien de votos logrados por Rusia Unida en las parlamentarias.

Evidentemente, Putin y sus asociados más próximos esperan que Medvedev continúe con el papel de un Den Xiaoping ruso. Les gustaría un sucesor discreto y pusilánime que haga las veces de suplente, dispuesto a ceder su sitio en cualquier momento si el Deng ruso decidiera volver al poder. No obstante, la lógica sistemática no siempre se corresponde con las expectativas de quienes la siguen. Un problema adicional es que es improbable que la ciudadanía rusa acepte la idea de dos centros de poder, uno en forma de un presidente “técnico” y el otro en forma de un titular no oficial del poder situado detrás de él o actuando como primer ministro, presidente del Tribunal Constitucional o desempeñando cualquier otra labor. Tanto el pueblo como la élite empezarían rápidamente a mostrar deferencia hacia el jefe de Estado electo, que podría “cogerle el gusto” a lo de gobernar y decidir no ser un cero a la izquierda, una marioneta, y sí un presidente real. Putin, después de todo, dio la patada a sus garantes en cuanto se afianzó en el poder. En todo caso, si Putin quiere seguir en el poder, puede que tenga una oportunidad de hacerlo si retornara al cabo de un año o año y medio (que la Constitución permite). Sin embargo, si se prolonga en el cargo, el sucesor conseguirá erigir su propio régimen y apartará a su predecesor de la órbita del Kremlin.

Las elecciones del 2 de diciembre han sido un acto fundamental en el proceso de la perpetuación del poder. El Kremlin convirtió la elección parlamentaria en un referéndum sobre la confianza en el presidente saliente, lo cual no es sólo irónico, sino anticonstitucional. Como se preveía, Rusia Unida obtuvo una abrumadora mayoría. Aparentemente, Putin y su equipo esperaban que esa victoria del partido dominante en el Kremlin le diera una legitimidad extra y le ayudara a otorgarse el papel de líder nacional para continuar con el control de la política. Los resultados de las elecciones pueden haber sido inesperados por las autoridades. Convertir las elecciones parlamentarias en un referéndum sobre el apoyo al líder puede socavar el papel del Parlamento y el sistema de partidos. Además, el intento de Putin por preservar su influencia debilitará la próxima presidencia. Esto sólo muestra que cualquier sistema que intenta perpetuarse, lo único que consigue es debilitarse a sí mismo.

Estabilidad inestable

Enumeremos los factores que garantizan el orden en Rusia. El precio del petróleo es crucial para la estabilidad del país. La recuperación económica continúa, lo cual mantiene contento al sector de la sociedad con apetitos consumistas. La gente todavía no se ha recobrado totalmente de su desconfianza tras la agitación de la era Yeltsin, y su recuerdo es uno de los factores cruciales de estabilidad en la Rusia pos-Yeltsin. Aunque está insatisfecho, el pueblo no abriga un deseo ardiente de tomar las calles y exigir cambios políticos. Está desilusionado con la oposición, tanto de izquierdas como de derechas. No tiene prisa por apoyarla y se contenta con esperar que aparezcan nuevos rostros. Los vestigios de la vieja oposición de los tiempos de Yeltsin han perdido su combatividad, pero siguen ocupando los sectores de protesta, limitándose a dificultar la aparición de una oposición más dinámica, y para el Kremlin más peligrosa. El Kremlin también es experto en robar los eslóganes más atractivos de la oposición.

La pérdida del viejo espíritu de disensión de los intelectuales es especialmente digna de atención. La sociedad actual carece de ese fermento de insatisfacción que los intelectuales y los disidentes aportaban en tiempos soviéticos. De hecho, el régimen no es demasiado represivo (todavía) y permite a la oposición sobrevivir, aunque sólo sea después de arrinconarla en un gueto y restringir su acceso a la ciudadanía y a los medios de comunicación. Así ha sucedido durante la campaña de las parlamentarias con la formación opositora Otra Rusia, de Gari Kasparov –que ha anunciado su retirada de la contienda electoral de marzo– con Yabloko o con la Unión de Fuerzas de Derechas, que probablemente quedarán fuera de la Duma (Parlamento). Los miembros de la oposición se relacionan unos con otros a través de clubes, los círculos de los pocos partidos pequeños de la oposición que quedan y, por último, Internet. El que existan esas válvulas de seguridad crea la impresión de cierto grado de libertad. Debemos felicitar al Kremlin y sus portavoces por el modo en que han abarrotado el ruedo político con clones creados y financiados por el gobierno: partidos, movimientos juveniles que brotan como hongos, una cámara pública y un consejo de Estado. Estos frentes generan la ilusión de que hay una vida política activa y reducen las oportunidades para la aparición de movimientos vibrantes.

Por supuesto, para la Rusia adormecida, la institución del liderazgo es tremendamente importante. Cuando todo es vago y frágil, cuando no existe una idea de progreso y cuando la fe en el futuro se ha evaporado, la sociedad encuentra la salvación en su líder. La gente ve la corrupción del régimen, pero sitúa al líder por encima de los círculos oficiales, le exime de toda crítica y, aunque sea consciente de su grado de culpabilidad, no desea abandonar las ilusiones que todavía alberga sobre la única institución política con recursos de poder: la presidencia.

Es increíble lo contradictorias que pueden ser a veces las actitudes de los ciudadanos postsoviéticos. Según una encuesta de Levada Center, ONG rusa de análisis de opinión, en 2007, un 32 por cien se mostraba satisfecho con el progreso del país, mientras que un 65 por cien dijo sentirse descontento. Sólo un 12 por cien creía que la situación económica del país mejoraría. Pese a esto, una mayoría abrumadora, el 77 por cien, aprobaba la actuación del presidente (frente a un 22 por cien que no lo hacía), aunque reconocía que la suya es la única autoridad real en el país y que es el presidente quien controla al gobierno, al que considera patético. Los rusos siguen viendo al presidente como alguien situado por encima de la política, de su sistema y de su régimen, y de este modo quieren conservar al menos cierta fe en el orden, ya que rechazar a un líder en un país que carece de otras instituciones plantea el peligro del caos.

El pueblo ruso ya no se interesa por la política porque no ve cómo ésta puede ayudarle a mejorar su vida. Con todo, esta apariencia de apatía e indiferencia puede ser engañosa. Poco a poco están apareciendo factores sistémicos que minarán paulatinamente esta docilidad. Existen tres de esos factores a largo plazo, engendrados no por circunstancias adventicias, sino por el modo en que está organizada la sociedad. El primero es la naturaleza básicamente ilógica del autoritarismo legitimado de forma democrática. La determinación del régimen a conservar el poder obliga a amañar los resultados electorales, lo cual socava su legitimidad, y un régimen que ha perdido la legitimidad puede ser repudiado en cualquier momento. El segundo factor es la voluntad del régimen de mantener el statu quo a la vez que redistribuye simultáneamente los recursos. Esto enfrenta a un grupo de la élite con otro y desestabiliza la situación política. El tercer factor es la aparición inevitable del descontento cuando el poder está centralizado en exceso. Si el descontento popular no puede expresarse en el Parlamento y en los medios de comunicación, tarde o temprano saldrá a la calle.

Rusia está aportando cada vez más pruebas a la idea de que un sistema construido sobre el principio de “correas de transmisión” del poder –gobierno vertical– sólo puede funcionar si existe un mecanismo de subordinación sin tacha. Éste se mantiene, primero, a través del miedo; segundo, a través de la violencia; y tercero, a través de una ideología movilizadora, que en el caso de Rusia solía ser el comunismo. Si falta alguno de estos módulos, la pirámide de poder empieza a tambalearse. Asimismo, es un sistema centralizado. La caída de cualquiera de sus ramas provoca el desmoronamiento del sistema, pues todos sus elementos existen en una pirámide de subordinación. La falta de instituciones independientes para resolver conflictos entre grupos de interés implica que el proceso político se vuelve más impredecible, y un sistema centralizado es impotente ante la impredecibilidad.

Rusia, entre el pasado y el futuro

El híbrido producido gracias a los esfuerzos de dos presidentes poscomunistas, Yeltsin y Putin, muestra que Rusia no ha conseguido occidentalizarse y que tampoco quiere volver al sistema ruso clásico. El poder en Rusia sigue estando personalizado, pero ya no está grabado en la mente ciudadana como algo inevitable, arraigado en la historia y la mentalidad rusas, y otorgado por Dios. En la práctica, el modelo soviético de Estado burocrático ha sido resucitado, sólo que ahora sin la ideología y los mecanismos represivos comunistas. La sociedad ha salido de una cultura patriarcal, pero todavía no se ha transformado del todo en una nueva cultura, y fragmentos aleatorios de la vieja y la nueva cultura coexisten en su conciencia. Al intentar imitar el Estado de Derecho, el pluralismo y la libertad, a la vez que se aferra al gobierno vertical, Rusia permanece inmóvil y ahora se encuentra estática o aislada, en un bache de la historia, incapaz de avanzar o retroceder. Su rumbo futuro es incierto. El intento por combinar elementos incompatibles es enmascarado por ejercicios de imitación que se presentan como pragmatismo. En realidad, apuntan a la incapacidad de la clase gobernante y la sociedad rusa para dejar atrás el pasado (o a una falta de energía para hacerlo), aunque tampoco desean permanecer indefinidamente en él.

En la práctica, el Estado y la sociedad rusos siguen organizados en torno a unos principios que no son compatibles con la democracia liberal. Tengo en mente no sólo la primacía del Estado. Al fin y al cabo, todas las sociedades se basaron en este principio, algunas de ellas recientemente, a finales del siglo XX. Consiguieron encontrar maneras de combinar los legados de sus tradiciones históricas, culturales y religiosas con las reglas liberales y democráticas. En el caso ruso, la primacía del Estado siempre se ha vinculado a la existencia de amenazas reales o imaginarias, tanto internas como externas, que a su vez exigían la militarización de la vida cotidiana del pueblo y la subyugación de los cimientos mismos de la sociedad con fines militaristas. En resumen, Rusia desarrolló un modelo único para la supervivencia y la reproducción del poder en un estado de guerra permanente. Esta situación se mantuvo incluso en tiempos de paz, que siempre ha sido temporal en Rusia. El país ha estado o bien preparándose para una guerra contra un enemigo externo o bien persiguiendo enemigos en casa. Con el modelo militarista se ha pretendido legitimar el Estado supercentralizado a ojos del pueblo.

La presidencia de Putin ha demostrado las posibilidades y los límites que conlleva utilizar elementos de pensamiento militarista para preservar el Estado tradicional. Bajo la vigilancia de Putin, el Kremlin ha vuelto a la táctica de buscar enemigos tanto en Rusia como en el extranjero para justificar la centralización de poder. Hasta la fecha, esta táctica ha funcionado bien, pero tiene sus límites. En algún momento, la caza de brujas podría desembocar en una batalla entre clanes dentro de la élite que empezaría a socavar la estabilidad. Este modelo también dificulta el diálogo entre la élite rusa y Occidente, así como la capacidad de la élite para utilizar a Occidente con el fin de garantizar su propia supervivencia. El Kremlin, evidentemente, reconoce los límites del paradigma militarista. Está intentando no cruzar la línea más allá de la cual el país se apartaría de la comunidad de naciones desarrolladas y quedaría marginado, algo que la clase política trata de evitar.

El precio desorbitado del petróleo y el aumento de la demanda mundial de hidrocarburos han permitido a Putin llevar a cabo un nuevo experimento utilizando el paradigma ruso tradicional. Ha intentado suprimir la militarización como la base del Estado ruso, dejando sólo algunos de sus estereotipos, y sustituirla por el modelo de superpotencia energética. La élite concibe los recursos energéticos como un instrumento clave del poder duro y blando, y también como una garantía del estatus global de Rusia y el Estado centralizado. La sustitución de militarismo por energía ha sido un éxito, pero debido a la naturaleza de los recursos energéticos y a la integración cada vez mayor de Rusia en las interdependencias económicas internacionales, este nuevo medio para preservar la primacía del Estado posee un potencial limitado. Ahora que el sector energético de Rusia está necesitado de inversiones para abastecer a la creciente demanda interna y externa, depender continuamente de la energía podría acabar minando el viejo sistema ruso.

La élite rusa intenta desesperadamente mantener a la sociedad en un estado de inconsciencia amodorrada, jugando con su subconsciente, reactivando viejos mitos y no permitiendo que mueran los demonios del pasado. De este modo, la élite es incapaz de actuar en un contexto de pluralismo político, que es la fuerza principal que mantiene a Rusia en su punto muerto actual.

Rusia y Europa

Las relaciones de Rusia con Europa han estado determinadas por la doctrina de política exterior de Putin, que podría definirse como “socio y adversario” de Occidente, con colaboración en algunos ámbitos y contención mutua (o un intento de ello) en otros. De hecho, el Kremlin proyecta la incompatibilidad de los principios subyacentes de su política nacional al terreno de la política exterior. El autoritarismo combina igual de lógicamente con las elecciones y la marcha al compás de Occidente, a la vez que cree en un camino único y diferente, a favor y en contra de Occidente, al mismo tiempo.

En lo que respecta a las relaciones entre Rusia y Europa, podría sorprendernos su ambivalencia: por un lado, el enfriamiento e incluso las fricciones son aparentes; por otro, se da una cooperación bastante constructiva. El enfriamiento de las relaciones entre Rusia y la Unión Europea fue consecuencia no sólo de unas esperanzas poco realistas de ambas partes, sino del deseo de Rusia de tener un estatus exclusivo en su asociación con la UE, que le permitiría no acatar las normas comunitarias. También hay razones estructurales. Rusia y una Europa unida representan dos modelos de desarrollo diametralmente opuestos. La UE pretende desdibujar los límites entre los Estados nacionales, eliminar las barreras territoriales y formar una nueva comunidad con políticas basadas en el compromiso. Rusia sigue haciendo hincapié en atributos geopolíticos como un Estado fuerte, un territorio claramente delimitado y la soberanía nacional, lo cual imposibilita su avance hacia la integración con Europa.3 Esta diferencia fundamental en cuanto a la dimensión de la civilización y al planteamiento político ha conducido a una sucesión de desencuentros en cuestiones políticas, principalmente en lo relativo a democracia y derechos humanos.

Sin embargo, a pesar de sus diferencias de valores y los asuntos no resueltos que se acumulan, Rusia y la UE están ligadas por la proximidad geográfica, las similitudes culturales y numerosos intereses económicos y comerciales. Más de un 48 por cien del comercio ruso es con Europa, mientras que Gazprom cubre un tercio de las necesidades europeas de gas. Ocho países europeos suponen un 74 por cien de la inversión extranjera en Rusia. El intercambio comercial de Rusia y la UE entre enero y abril de 2007 rondó los 53.200 millones de euros. Por ahora, los desencuentros entre Moscú y Bruselas se ven mitigados por unas relaciones bilaterales favorables de Moscú y capitales europeas concretas, en especial Berlín, París y Roma, y también por el hecho de que la UE necesita comerciar con Rusia. Sin embargo, las contradicciones sistémicas entre Rusia y la UE no pueden ignorarse. Han surgido nuevas fuentes de conflicto en los Estados recientemente independizados que constituyen el vecindario de ambas partes. Las relaciones UE-Rusia ya han sido puestas a prueba por las crecientes tensiones entre Moscú y los gobiernos de Polonia y Estonia.

La negativa de Rusia a ratificar el Tratado sobre la Carta de la Energía y su Protocolo de Transporte, que pretende acabar con el monopolio del transporte energético, no ha hecho más que reforzar los recelos de los socios europeos de Moscú. Putin criticó a su vez a la UE por no cumplir sus obligaciones con respecto a la Carta de la Energía, citando el hecho de que no se abriera el mercado de materiales nucleares y se concediera a Rusia acceso directo a dicho mercado. Rusia y la UE han sido incapaces de preparar un nuevo Acuerdo de Asociación y Cooperación que sustituya al que expiró en marzo de 2007.

La mayoría de los líderes europeos, y en especial los del campo prorruso, que incluía Francia, Alemania e Italia, han preferido, al menos hasta hace poco, la aquiescencia con Moscú. Los europeos que querían quejarse de los problemas entre Rusia y sus vecinos, la corrupción o las deficiencias de la democracia en ese país no recibieron apoyo de los países más antiguos del club, mientras que el gobierno ruso se opuso a ellos enérgicamente. Era evidente que las principales capitales europeas, y en especial París y Berlín, querían evitar tensiones en la relación con Moscú, por temor a que el comportamiento ruso fuese más impredecible y perjudicara sus intereses económicos. La escisión cada vez mayor entre la Vieja Europa y los nuevos miembros de la UE con respecto a Rusia, la política europea hacia este país, básicamente defensiva, y el temor de Bruselas y las grandes capitales europeas a enojar a Rusia demuestran que Europa no ha adoptado una estrategia común y cohesionada.

La indulgencia y la cortesía europeas se perciben en Rusia como signos de debilidad y falta de resolución, lo cual hace tentador ignorar a Europa o intentar coaccionarla. La élite rusa cada vez mira más a la UE por encima del hombro, y resulta obvio que cree que puede obligarla a aceptar sus reglas y su programa o ignorarla. Esta actitud adquirió un impulso considerable cuando el ex canciller alemán Gerhard Schröder consintió en convertirse en un burócrata ruso, lo cual se interpretó como una confirmación de que la élite occidental podía entrar en vereda y trabajar por los intereses del Kremlin.

Hasta el momento, la política rusa a corto plazo con respecto a la UE ha sido al parecer un éxito. Su sello ha consistido en elegir entre los europeos, cerrando acuerdos bilaterales, principalmente con sus socios tradicionales y leales, como Alemania, y con países más pequeños cuidadosamente seleccionados, como Bulgaria y Hungría, dispuestos a aceptar la política rusa incluso al precio de romper la estrategia común de la UE. El diario ruso Vedomosti explicaba en junio de 2007 la política moscovita del divide y vencerás: “La estrategia del Kremlin se basa en la desunión y el egoísmo europeos”. Difícilmente se podría culpar a Moscú de explotar la debilidad de sus socios comerciales o de maximizar los beneficios económicos y políticos de sus riquezas, su geografía o su suerte actual. Sin embargo, esta política tiene sus límites y obligará inevitablemente a los europeos a unirse para impedir que Rusia les divida. Los intentos de la UE por trabajar en la línea energética común son un indicio de que este proceso ha comenzado.

La UE y Rusia todavía tendrán que pensar en crear un marco para las relaciones futuras. En diciembre de 2007, el Acuerdo de Asociación y Cooperación, que constituye la base legal de las relaciones bilaterales, tocará su fin. En el momento que se escribe este artículo, no hay consenso, ni siquiera en el seno de la UE, sobre qué debería conllevar el nuevo tratado. Esta cuestión es también un asunto de debate en Rusia. De ahí que, por el momento, Moscú y Bruselas probablemente se las arreglen hasta que Medvédev establezca el programa para su relación con una Europa unida. Al principio del nuevo ciclo político en Rusia, cuando se forme el próximo equipo de gobierno en Moscú, en verano de 2008, será necesario un diálogo más ambicioso entre la UE y Rusia para reactivar el interés mutuo.

Probablemente no deberíamos esperar nuevas iniciativas de Bruselas con respecto a Rusia en un futuro inmediato. No obstante, pese a su pasividad en lo referente a Rusia, la UE sigue siendo un factor considerable a la hora de influir en Rusia, debido a la existencia misma del proyecto de integración europeo, a la presencia de la influyente opinión pública europea y a que la democracia y la economía europeas son ejemplos para Rusia. Muchos intereses económicos y de seguridad compartidos y una cultura en gran medida común son capaces, si no de unir más, sí de mitigar las consecuencias de los malentendidos en las relaciones que todavía pueden producirse, ahora y en el futuro.

Por último, unas palabras sobre qué piensan los rusos acerca de Europa. A pesar de las vacilaciones en la política de Moscú hacia la UE, la mayoría de los rusos se muestra favorable a la Unión. En torno a un 70 por cien de los encuestados tiene una actitud positiva hacia la UE, en contraposición a un 20 por cien, cuya actitud es negativa, según el Levada Center. Dado el empeoramiento general de las relaciones entre Rusia y Occidente, y EE UU en particular, los sentimientos positivos continuados de los rusos hacia Europa impiden que las relaciones se enfríen demasiado.

El segundo presidente ruso tras la caída de la URSS ha conseguido estabilizar el sistema sobre la base del statu quo. Ahora Rusia entra en un nuevo ciclo político, en el que debe comprender la precariedad de esa inmovilidad en su desafío a la modernización. Rusia tendrá que pagar un precio por deshacerse de las ilusiones creadas por la estabilidad de Putin y encontrar una nueva respuesta a los retos del siglo XXI.

Lilia Shevtsova es senior associate en el programa de Política Interna e Instituciones Políticas en Rusia del Carnegie Endowment en Moscú.

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