Ficha técnica
Harry Potter y el prisionero de Azkaban (Harry Potter and the prisoner of Azkaban), de J. K. Rowling.
Trad. Adolfo Muñoz García y Nieves Martín Azofra. Barcelona: Salamandra, 2000.
Edición en catalán en Empúries.
Versión cinematográfica
Harry Potter y el prisionero de Azkaban (Harry Potter and the prisoner of Azkaban).
Dir.: Alfonso Cuarón.
Prod.: David Heyman, Chris Columbus y Mark Radcliffe, para Warner Bros (Estados Unidos, 2004).
Guión: Steve Kloves, sobre la novela homónima de J. K. Rowling.
Intérpretes: Daniel Radcliffe (Harry Potter), Emma Watson (Hermione Granger), Rupert Grint (Ron Weasley), Robbie Coltrane (Hagrid), Gary Oldman (Sirius Black), David Thewlis (Profesor Lupin), Alan Rickman (Profesor Snape), Michael Gambon (Albus Dumbledore), Emma Thompson (profesora Trelawney), Timothy Spall (Peter Pettigrew).
Mucho se ha escrito sobre la fascinación del cinematógrafo, el carácter especular de la pantalla, la construcción del tiempo y el espacio... Y en la actualidad —menos aún dentro del epidérmico cine comercial—, pocas películas se prestan tanto a recuperar la reflexión sobre esos aspectos como Harry Potter y el prisionero de Azkaban. En buena medida, gracias a la inteligencia de su director, Alfonso Cuarón, que se ha valido de la maquinaria de los grandes estudios para articular un discurso sutil y fascinante. El joven Potter se ve superado así por la habilidad de prestidigitador del mexicano. El cine ha descubierto un nuevo mago.
Nuevo director para la tercera entrega
Sobre la tercera novela de J. K. Rowling hay poco que decir, puesto que en el número de mayo de esta revista se puede encontrar un completo estudio sobre la serie de la escritora escocesa. Baste citar algunos aspectos que permitirán enlazar con el film Harry Potter y el prisionero de Azkaban: una estructura genérica similar a las de las anteriores novelas —prólogo de Harry en casa de los Dursley, salida abrupta, llegada a Hogwarts, desarrollo no menos accidentado del curso escolar, desenlace siempre favorable a Harry y a sus amigos y vuelta a la deprimente casa de sus tíos—, un puñado de personajes, nuevos o ya conocidos —que ayudan o entorpecen la labor del héroe, como corresponde a los esquemas del relato clásico— y un final feliz, en el que Harry se sobrepone a las adversidades después de haber superado una serie de trabajos, a la manera de Ulises.
Las novedades de la obra con respecto a las dos primeras entregas son, en primer lugar, una cierta evolución hacia el oscurantismo, que genera a su vez un alejamiento de la puerilidad de las dos anteriores: mientras Harry crece, sus aventuras lo hacen también, en densidad, complejidad y tenebrismo, tendencia que se confirma en la cuarta entrega, Harry Potter y el cáliz de fuego. En segundo lugar, nos encontramos con una ruptura de la estructura narrativa clásica, ya que la autora introduce un falso desenlace que los protagonistas corrigen con la ayuda del «giratiempo» de Hermione. El destino, el paso inexorable del tiempo y la posibilidad de manejarlo a voluntad han sido ideas recurrentes de la literatura clásica, desde Homero hasta H. G. Wells, entre otros.
Estamos ante una novela integrada en una serie de gran éxito, que empuja a los jóvenes y no tan jóvenes a leer apasionadamente —con lo que eso tiene de mérito en la actualidad— y que ha evitado en parte que los tres primeros puestos de libros más vendidos en España estén copados por El código Da Vinci, María Teresa Campos y José María Aznar… Y en éstas, la Warner pone a funcionar su mastodóntica apisonadora para arrasar con la tercera entrega de Harry Potter. Se encuentran con un Daniel Radcliffe demasiado crecidito ya para aparentar los 13 años de su personaje —la cuarta entrega se está rodando de hecho a toda prisa, y ojalá no se repita lo que ocurrió en su día con Judy Garland—, con Chris Columbus —director de las dos anteriores— en franca retirada, y con una pléyade de aspirantes a ponerse tras la cámara en Harry Potter y el prisionero de Azkaban: Steven Spielberg, que rechazó la oferta, enfrascado en un proyecto didáctico sobre el exterminio de los judíos —mientras Ariel Sharon machaca a los palestinos—; Kenneth Branagh, vetado por la propia Rowling, que en esto tiene mucha mano, y que a su vez propuso al derrochador e inconstante Terry Gilliam. La propuesta provocó la firme negativa de los ejecutivos de la productora, que entonces pensaron en Alfonso Cuarón. No era ninguna locura. El cineasta mexicano había hecho ya en 1995 una película «con niño», La princesita; se había demostrado eficaz en Y tu mamá también (2001) y, lo que era más importante, había adaptado a Charles Dickens —de quien Rowling bebe literariamente— en Grandes esperanzas (1998).
Un film comercial, pero brillante
Prolongación de anteriores taquillazos, un director prometedor, grandes efectos especiales, 130 millones de dólares de presupuesto... Todo ello aderezado con montañas de palomitas, un videojuego, millones de críos berreando a la entrada y dentro de las salas de todo el mundo, y la recuperación íntegra de la inversión en el primer fin de semana de exhibición. Antes de ver la película, cabría pensar que era otro de esos productos que tratan a los pequeños como si fueran absolutamente imbéciles. Craso error. Porque Cuarón ha sabido dar con la piedra filosofal de la que hablaba la primera película. Aun dentro de los esquemas del cine comercial, gobernado por tendencias y estilos publicitarios y con fines de negocio y entontecedores, ha conseguido organizar un film brillante, capaz de satisfacer tanto a los amantes del cine sin contenido como a quienes buscan algo más en las pantallas.
Sigmund Freud y posteriormente Eric Berne, entre otros autores, hablaban de los niveles manifiesto y latente de cualquier expresión humana. El primero distinguía entre el inconsciente reprimido y el consciente. El segundo diferenciaba la información manifiesta de la latente u oculta. Mucho antes, Aristóteles había ofrecido el concepto de «catarsis», unido a ese espejo que era el teatro, donde el espectador se «limpiaba» al verse reflejado en los personajes. Y Stendhal había dicho que la novela es «un espejo que se pasea por una carretera. Tan pronto refleja el azul de los cielos como el barro de los charcos del camino». Todas estas citas llevan a las dos ideas sobre las que gravita la versión cinematográfica de Harry Potter y el prisionero de Azkaban: lo que cuenta aparentemente —las aventuras del joven mago— y lo que comunica de modo latente el director —los temas del tiempo, del doble, del espejo, del cine en definitiva—, así como el papel que corresponde al espectador en todo ese proceso.
Porque Alfonso Cuarón adapta cuidadosamente la novela de Rowling. Tras una primera hora algo titubeante, el trazo narrativo se va haciendo más firme, los ritmos más certeros y, aunque hay pequeños fallos de guión, especialmente al final, cuando el tiempo se desdobla y los hechos se precipitan por momentos, la película se ve como un producto correctamente acabado. Producto porque se adscribe al cine comercial, pero correcto y acabado porque no repite los errores de otras obras de los grandes estudios. Respeta la duración de los planos según la información que suministren, evita introducir música permanentemente y los efectos especiales están casi siempre al servicio de la narración —sin atropellar la historia con su exuberancia—, y sirviendo por tanto como vehículo idóneo para ilustrar los elementos fantásticos del referente literario. Porque, aunque algunos descerebrados como Peter Jackson y su trilogía de los anillos hagan pensar lo contrario, los ordenadores pueden ser un recurso excelente para recrear mundos imaginarios. El libro La historia interminable, de Michael Ende, por ejemplo, podría llevarse de nuevo al cine sin que el dragón de Atreyu —con el que el hipogrifo Buckbeak guarda ciertas similitudes— pareciese un perro de trapo. Pero para eso hay que aprender a manejarlos, hay que saber domesticar a la pantera.
Gary Oldman encarna a Sirius Black, el prisionero de AzkabanPor lo demás, cabe destacar la manida pero eficaz fórmula de utilizar a intérpretes famosos en papeles secundarios (el aquí ambiguo Alan Rickman, las siempre solventes Maggie Smith, Julie Walters, Julie Christie y Emma Thompson, el actor habitual de Mike Figgis, Timothy Spall, y el nuevo Dumbledore, Michael Gambon, que no consigue estar a la altura del fallecido Richard Harris); el final, alterado seguramente para dejar contentos a los productores, en el que Sirius Black regala a Harry una magnífica escoba, cuando eso ocurre en la novela casi al principio; algunos aspectos sólo explicables si previamente se ha leí-do el texto, lo que sin duda perjudica al film; las posibilidades que proporcionan al cine las fotografías y los cuadros animados, permitiendo segmentar la acción y «fragmentar» la pantalla a voluntad, sin dar sensación de artificio; la fotografía, menos colorista que en las dos primeras partes, en coherencia con el giro narrativo que se ha producido; y, finalmente, el cambio de vestuario de los personajes, huyendo del encorsetamiento de los uniformes, que confiere a los protagonistas un cierto aire «alternativo» muy del gusto de Cuarón.
Juego de espejos y manejo del tiempo
Una de las secundarias de lujo del film, Emma Thompson
como la profesora Trelawney
Todo esto por lo que se refiere a lo que hemos llamado «contenido manifiesto». Pero a poco que se profundice en el film se encontrarán unos cuantos elementos que dirán a los espectadores más avisados que no están ante una película superficial, ni mucho menos; que el director, como un travieso colegial de Hogwarts, trata de decirnos algo más. Sin querer ser exhaustivos ni imponer un punto de vista único, citaremos entre esos elementos, en primer lugar, el frecuente recurso a elementos especulares: espejos serán la ventana sobre la que se refleja Harry en el tren, el agua del lago sobre el que sobrevuela montado en Buckbeak y, sobre todo, el del armario donde se encuentra el «boggart», extraña criatura que se convierte en lo que más teme la persona que está frente a él. En esta escena, una de las más interesantes, la cámara atraviesa el espejo mediante un travelling —apoyado en las modernas tecnologías— para introducir en la pantalla —espejo también, a su vez— al espectador, que tras varios movimientos a través de los espejos no sabrá ya de qué lado se encuentra. Mientras Harry se enfrenta a su miedo, a su pasado —el «dementor» en que se convierte el «boggart» le recuerda la muerte de sus padres—, y lo hace a base de darle la vuelta a sus miserias, encarándose con la duplicidad inmanente a este proceso, el espectador se ve transportado hacia el otro lado de la pantalla, confundido tal vez y enfrentado sin duda a la dicotomía espectador-protagonista. Al final de la escena se descubre el dilema: hemos cambiado de lugar. Y lo demuestra fehacientemente ese primer plano del rostro de Harry en el que se advierte que la marca que le dejó Voldemort en su niñez, en la parte derecha de la frente, aparece ahora en la parte izquierda.
No acaban ahí los juegos que Cuarón propone al espectador. Están también las aperturas y los cierres de escena, simulando el iris de las cámaras cinematográficas antiguas, y por ende del ojo humano, que nos sacan de la narración cada cierto tiempo. Este recurso —de resonancias brechtianas, por cierto— encuentra su máxima expresión en el momento en que el sauce boxeador se sacude la nieve, que va a parar al objetivo de la cámara, provocando el distanciamiento del espectador. Es como si el director quisiera recordarnos cada cierto tiempo que «todo es mentira», desvelando así, voluntariamente, los artificios en que se basa el poder hipnótico de las imágenes en movimiento. En el último plano del film, y utilizando como excusa el demiúrgico «mapa del Merodeador», hay una voz que afirma: «Juro solemnemente que esto es una travesura». Travesura que el realizador lleva hasta sus últimas consecuencias a través de algo que sí está en la novela y que el film desarrolla con innegable lucidez: el manejo del tiempo.
La escenografía —apoyada en este caso, a diferencia de las entregas anteriores, en una constante exhibición de bellos paisajes—, gira en torno al reloj de Hogwarts: su sonido y el péndulo están presentes ya en las primeras secuencias de la película que transcurren en el colegio, preludiando el final borgiano de la novela; y la cámara también va a atravesar el reloj de la torre en varias ocasiones, de la misma manera que Harry y Hermione atravesarán el presente para llegar al pasado y alterar así el futuro.
Si antes citábamos a Freud es porque cabría también una lectura psicoanalítica del film. En el momento en que los «dementores» están a punto de matar a Harry y a Sirius Black, el primero cree ver el espectro de su padre que acude a salvarlos —en forma de ciervo: no es casual que el padre se hiciera llamar Cornamenta, con todas las connotaciones que pueda sugerir ese dato—, cuando en realidad es el propio Harry, que ha viajado en el tiempo. Mediante un mecanismo de identificación sustitutoria genuinamente freudiano, el hijo ha ocupado el lugar del padre, suplantándolo frente a sí mismo. Tampoco habría que olvidar, por ejemplo, que los gritos
que oye Harry cuando aparecen los «dementores» son los de su madre, que la identificación entre el hijo y el padre ha aparecido de un modo u otro en las tres entregas de la serie, o que los planos en los que la cámara se introduce en la pupila de Harry pueden funcionar como elemento identificador.
Con éstas y otras muchas interpretaciones posibles, cabe afirmar que nos encontramos ante una película inesperada, aparentemente fiel a los dictados de Hollywood, pero sutil, honrada y densa; irregular e imperfecta, pero fascinantemente traviesa. Y todo gracias a la labor de un director que, desde dentro del sistema, ha sabido bordear la atroz censura de la vulgaridad y regalar una espléndida serie de trucos de magia al espectador. La respuesta de los estudios ha sido clara y contundente: otro director está rodando la cuarta entrega, y a Cuarón le han dejado escapar, como a Sirius Black al final de la novela. Ahora, un mago anda suelto.
Ernesto Pérez Morán es crítico de cine.