CLIJ (Cuadernos de Literatura Infantil y Juvenil)

Las mil caras de la luna. Un paseo por el astro de la noche de la mano de la literatura infantil

por Juan Ignacio Pérez Palomares

CLIJ (Cuadernos de Literatura Infantil y Juvenil) nº 178, enero 2005

El astro de las noches, debido a su relativa proximidad y al espec-táculo constantemente renovado de sus fases, es el que, junto con el sol, ha llamado mayormente la atención de los habitantes de la Tierra; pero el sol fatiga la mirada y sus rayos de luz obligan a bajar los ojos a cuantos le contemplan. La rubia Selene, por el contrario, es más humana y se complace en dejarse admirar en su graciosa modestia; es poco ambiciosa y dulce a la mirada y, sin embargo, a veces se permite eclipsar a su orgulloso y radiante Apolo, sin verse nunca eclipsada por él.» (Jules Verne, De la Tierra a la luna).

La presencia preeminente de la luna en el paisaje nocturno ha despertado desde la Antigüedad multitud de reacciones en el ser humano: desde su temprana instalación en el imaginario popular hasta su conversión en objetivo de los más variados estudios científicos hay un largo camino de encuentros y desencuentros entre la humanidad y el satélite de la Tierra. Una relación que el lenguaje, a través del habla coloquial o por medio de la literatura, ha reflejado de mil y una formas.

La producción literaria dirigida a los más pequeños no ha sido ajena a este fenómeno. Ya sea como protagonista de algún suceso o como espectadora de historias ajenas, lo cierto es que la luna siempre ha estado y sigue presente en gran número de obras. Lunas reales o imaginarias, lunas que bajan hasta la Tierra o que esperan ser visitadas, lunas alegres o que sufren con los problemas humanos, lunas iluminadoras, amantes o enemigas del sol, lunas que se cuelan en nuestros primeros juegos y canciones, lunas amigas o raptoras de niños rebeldes... Una abundancia, en fin, que no es sino el reflejo de esa relación que la humanidad ha establecido desde los primeros tiempos con el astro de la noche.

Poética de la luna

La historia de la literatura universal, y en especial de la poesía, no puede ocultar la predilección de los autores por una serie de elementos cotidianos elegidos especialmente por sus cualidades figurativas. El mar, el corazón, la noche, la luna, las estrellas... adquieren nuevas dimensiones al combinarse con otras palabras en el complejo juego poético. «No hay sentido, no hay idea que no sea producto de una figura observable», escribió Paul Valéry. Y dentro de esta selección subjetiva aunque literariamente consensuada, la luna aparece como objeto, referente o designatum poético de primera magnitud. Su tenue presencia en la oscuridad de la noche, el halo misterioso que la rodea o su mudable existencia han facilitado a los creadores su asociación con los más variados sentimientos: el amor, la fatalidad, la melancolía, la soledad, la libertad, el destino, la frialdad, la muerte. En lengua castellana, escritores como Borges, Unamuno, Alberti, Casona, Celaya, Juan Ramón Jiménez, Emilio Prados, Pedro Salinas, León Felipe, Jorge Guillén o Carolina Coronado se han encargado de dejar impresas las más bellas composiciones con la luna como protagonista (y, curiosamente, casi todos utilizando el verso como vehículo).

Pero si buscamos entre esos creadores que miraron a la luna a alguno que lo hiciera de manera especialmente intensa y productiva, encontramos inevitablemente a Federico García Lorca. Buena parte de las dieciocho composiciones de su Romancero Gitano incluyen la luna como símbolo de la muerte, aunque en otros libros, entre los que destaca Canciones, también la podemos descubrir en asociaciones menos funestas, como compañera de los juegos infantiles o como fondo escénico de momentos inolvidables.

Y es que ese misterio al que antes nos referíamos se alía perfectamente con el lenguaje literario para desarrollar de forma intensa su característica función emotiva o evocadora. Y como son los poetas y los niños, en palabras de Víctor Moreno, quienes mejor saben jugar y gozar con el lenguaje, no es difícil desentrañar el diverso tratamiento que la literatura infantil ha venido a dar en sus producciones al motivo «luna». Es ahí donde encontraremos una mayor variedad de imágenes y relaciones y también una más intensa identificación del receptor (que no siempre es lector por razones de competencia) con el texto y las ilustraciones. Hecho que, por otra parte, no debe extrañarnos en absoluto si tenemos en cuenta el pensamiento mágico, que es característico de una amplia etapa de la infancia.

Destaquemos que hemos encontrado un mayor número de referencias al tema que nos ocupa en el joven y pujante género del álbum ilustrado, el cual, como acertadamente señala José Morán, sirve para todas las edades.

Literatura infantil, pues, más recomendada que nunca para lectores de cualquier edad, lo que no deja de ser un paso más en su imparable camino hacia el reconocimiento social e intelectual que precisa.

Compañera de juegos

El juego es la forma natural de aprendizaje en la infancia, y también en la edad adulta. Pero el adulto suele vivir de espaldas a este hecho, por lo demás muy gratificante y creativo, mientras que el niño apoya en él su actividad, chocando incluso frontalmente con la actitud de los mayores. Es capaz de convertir en objeto de juego todo aquello que lo rodea, incluidas las palabras, de ahí su interés casi místico por los juegos verbales y musicales, su embeleso ante los objetos más rudimentarios o su espontánea integración con los elementos de la Naturaleza.

«Entonces miró por encima de los arbustos, hacia la enorme oscuridad de la noche. Nada podía estar más lejos que el cielo.

—Te quiero de aquí a la LUNA —dijo, y cerró los ojos.

—Eso está muy lejos —dijo la liebre grande—. Eso está lejísimos» (Adivina cuánto te quiero).

No es de extrañar, pues, que las únicas luces que nos regala la naturaleza en la oscuridad de la noche, las de la luna y las estrellas, se conviertan para los pequeños en compañeras de viaje en el tránsito entre la vigilia y el sueño. Y si, según las tradiciones europeas, para los adultos la luna simboliza frialdad e incluso negatividad, para los niños parece que se convierte en aliada, confidente o amiga (viva representación materna) con la que cruzar ese misterioso umbral, un momento no siempre placentero en las primeras edades. De ahí que el niño hable a la luna como si de un ser vivo se tratara, de ahí que incluso la invite a entrar en su habitación para compartir unos minutos o que sea elegida para recibir las buenas noches infantiles cuando los padres ya no están:

«Que baje la luna / hasta mi ventana. / Que su luz se meta / dentro de mi cama. / Que luego se acerque / y roce mi cara. / Que muy despacito / pueda yo abrazarla» (Rimas de luna).

Y también, ¿por qué no?, que se quede a dormir en la cama del niño y dé lugar al día siguiente a situaciones fantásticas que proceden de la lógica infantil:

«Esta mañana la luna / despertó sobre mi almohada / y pidió que el desayuno / le llevara. / ... / Esta mañana la luna / no pudo salir de casa / porque entró blanca creciente / y quedó llena y morada» («Luna llena», en Ajilimójili).

Entonces, por arte de magia, por arte del mágico pensamiento infantil, la luna puede entablar una conversación con el pequeño ser humano:

«—¡Buenas noches, mi dulce luna! Estoy preparado para mi viaje a la tierra de los sueños. Por favor, envíame uno de tus encantadores besos de buenas noches.

—Casi me olvidas —responde la luna.

—¡Eso nunca!... ¿cómo podría dormirme sin un beso tuyo?» (¡Dulces sueños, Teddy!).

«La luna cerró los ojos.

—¡Buenas noches! —dijo entre bostezos.

—¡Disculpe, señora Luna! —dijo Alicia—. No puede quedarse dormida. ¿Quién iluminará el cielo esta noche?

—Está bien —respondió la luna» (La luna y Alicia).

Y esta relación de acompañamiento y complicidad consigue que la protagonista valore de forma extraordinaria la presencia del astro de la noche en su vida:

«Hay momentos especiales en mi vida, si a la luna sé mirar cuando sonríe...» (Mi dinosaurio).

O que se despierten en ella las ganas de atraparla para prolongar el tiempo de su amistad:

«—¡Madre! ¡Padre! —dice Munia—. ¡Mirad la luna! ¡Parece de papel de envolver chocolates!

El padre, la madre, Andrea, llenan los cubos de agua y Munia, con su botellita vacía en las manos, corretea entre los juncos, pensando que sí que quiere agua. Pero agua de luna o agua con luna y mete su botella en el río, donde el reflejo de la luna es perfecto para atraparla.

—¡Agua de luna! —chilla Munia, cuando van subiendo despacito la cuesta hacia su casa—. ¡Me llevo la luna en botella!» (Munia y la luna).

Pero no siempre es un niño el que se relaciona con la luna con semejante intensidad. A veces se trata, y no por casualidad, de una persona mayor, aunque en estos casos se añade el trasfondo melancólico de la soledad:

«—¿Quién eres? ¡Pareces la luna!

—Es que soy la luna. Y tú, ¿qué estás haciendo?

—Estoy haciendo una bufanda. ¿Por qué has venido, luna?

—Es que estoy muy sola. Me aburro mucho allá arriba. Me canso de dar vueltas y vueltas. ¡Y la Tierra parece tan divertida!

Luna y Soledad se sentaron en lo alto de la colina y se contaron su vida» (La luna, doña Soledad y su gato).

También los animales, preferentemente los gatos, símbolo literario del deseo de libertad, eligen a la luna como compañera de sus andanzas por el mundo:

«La luna y el gato se hablan tan sólo con la mirada.

Una noche, la luna ayudó al gato callejero, que estaba en peligro» (Baile de luna).

O incluso una planta, llevando el pensamiento animista a nuevos terrenos:

«La palmera nació de un dátil que el viento había llevado lejos. Creció sola, muy alta y hermosa. Tan alta y tan hermosa que la luna bajaba para que la palmera le hiciera cosquillas, y se reían las dos» (El árbol de mi patio).

Y también, por qué no, la luna es capaz de despertar sentimientos en criaturas artificiales:

«Todas las noches, 03-OWE burlaba la vigilancia del robot supervisor y salía a contemplar la luna.

Apenas se dejaba ver por el horizonte, empezaba a sentir cosas raras: una vibración le hacía cosquillas en las placas de metal que cubrían su cuerpo y las células de visión se le nublaban.

En esos momentos, no podía evitar que se le saltaran las lágrimas. Y lloraba y reía, mirando a su alrededor, enamorado de todas las cosas.

—Ochenta y tres —decía entonces, emocionado, porque no sabía decir otra cosa que números.

Poco a poco, fue aceptando que tendría que vivir con aquella terrible maldición: porque en las noches de luna llena... 03-OWE sentía...» (El robot y la luna).

Es, en fin, la luna, compañera de juegos no sólo de los niños pequeños sino también de los adolescentes, que llegan a sentirse unidos a ella cuando la descubren como una excelente interlocutora ante la incomprensión familiar:

«A veces había pensado que la luna era la hermana que le gustaría tener: propicia a escucharlo, dispuesta a jugar con él cuando los padres salían de noche» (Cuentos para los que duermen con un ojo abierto).

«Muchas veces, si el sueño o el cansancio no me vencen, la contemplo, ama y señora, en el medio del cielo, y le confieso mis penas, mis sufrimientos. Le hablo de mis ilusiones y ella me aconseja» (La mirada de la luna).

Y es que la luna se muestra, como pudimos leer en la cita de Jules Verne, de forma dulce y humana, ayudando a todos los que se sienten desamparados en la noche:

«La luna canta una canción para que los personajes, uno por uno, vuelvan a esconderse en la caja de los sueños» (Cuando llega la noche).

En el lenguaje poético para niños

Si para Gómez de la Serna «la luna es el ojo de buey del barco de la noche» y para Bécquer «el amor es un rayo de luna», en los libros infantiles llama la atención la abundancia de lunas-objeto, como las lunas-queso:

«Igual que el sol, la luna es muy dada a desaparecer, pero lo hace muy poco a poco, como un queso tierno que alguien va comiendo con lentitud, o lentitud y pico» (Las bambulísticas historias de Bambulo: primeros pasos).

O las lunas-cometa:

«Luna de mediodía / con cara de payaso. / Señor del equilibrio. / Bailarín del espacio» («Escuela de pájaros», en Letras para armar poemas).

También las lunas-moneda:

«Estaba la rana / con la boca abierta; / le cayó la luna / como una moneda» (Pajarulí, poemas para seguir andando).

O lunas-superficie donde expresarse gráficamente:

«Quisiera pintar en la luna llena / de verdes colores: / de yerba y de menta. / De tonos rojizos: / de sándalo y fresa» («Pintar en la luna», en Zaranda).

Pero si alguna vez ha irrumpido en el medio escolar no lo hace como objeto cotidiano sino como maestra:

«Pin, pin, sabalín, / vamos al colegio. / La maestra luna / dicta la lección; / una nube negra / es el pizarrón, / y un trozo de viento, / como borrador» (Tungairá, mis primeras poesías).

Y de cara a los más pequeños, sin duda, es un recurso de primera recurrir a sus intereses más inmediatos, pudiendo convertirse en un globo de cumpleaños:

«—¿Cuándo viene papá?

—Cuando la luna se ponga redonda como un globo de cumpleaños —dijo la mamá osa, acariciándole la cabeza» (¿Cuándo viene papá?).

O también, por qué no, en una anciana entrañable:

«—¡Aullad, aullad siempre! —decía Loba Abuela a sus lobeznos—. No es que la luna sea terca, es que es muy viejecita; por eso anda tan despacio y tarda en darse la vuelta para enseñar su cara oscura, y en dejarnos dormir. Pero lo consigue. Claro que con los años que tiene, está desmemoriada, y cada poco tiempo vuelve a mostrarse con toda su luz» (Un lugar en el bosque).

Y como en los últimos años la tendencia en la LIJ es que las obras se posicionen «a favor del lector infantil» para reforzar su amor propio, no es extraño encontrarse con demostraciones del gran poder del niño frente al mundo; en alguna ocasión es capaz de apagar la luna como si de una gran vela se tratara:

«Estaba claro que el bandido aquel que aplaudía desde el balcón de sus brazos había apagado la luna de un soplido. Notó un escalofrío por la espalda, miró desconfiadamente a un lado y a otro por si alguien lo había visto y bajó a casa con los ojos redondos como lunas y la cara con una palidez lunática» (Cuentos para todo el año).

Pero no siempre ofrece la luna una imagen amable, también puede presentarse como un ser amenazador:

«Era luna llena. Parecía una cara roja que estaba mirándome, con los ojos serios y la boca abierta.

Sentí mucho miedo. [...]

Parecía un fantasma con sábana negra» (Aventuras de Picofino).

Un fantasma al que se aprende a conjurar a través del propio libro:

«Cuando una luna mala ilumina mi casa con luces fantasmales... ¡HUÁKALA!, le grito a la LUNA y mi conjuro enciende luces agradables» (¡Huákala! a los miedos).

Aunque otras veces nos ayuda como un talismán procurador de fortuna:

«Mirando en silencio la luna redonda / harás que la suerte te ayude a alcanzar / las cosas que quieras / del cielo y la tierra, / y también del mar…» (Fórmulas secretas y extraños hechizos).

Como ya hemos visto en el apartado anterior, la luna no sólo se relaciona con los humanos; a veces se divierte con seres paralelos que la convierten, por ejemplo, en los cuernos de un toro:

«CUARTO CRECIENTE / Alguien diría / que está jugando al toro / la angelería» (Un ave azul que vino de las islas del sueño).

O se dedica a la contemplación de su propia imagen con la misma vanagloria que cualquier ser humano:

«La luna es muy presumida. / Le gusta mirarse en el mar / y mecerse sobre las olas» (La luna y los espejos).

Aunque su mayor placer es contribuir con su presencia a la belleza de una muchacha:

«—Veo en medio del océano, en la isla de Buyán, a Elena la Hermosa, que está bordando un tapiz de seda sentada a la ventana de su palacio de oro.

—¿Es bonita? —preguntó el zar.

—Tan bonita que ni en los cuentos tiene igual. Bajo su trenza luce la luna y en cada cabello fulge una perla» («Los siete Simones», en Cuentos rusos).

Y su mayor orgullo, verse comparada nada menos que con una princesa:

«—Dentro de nueve meses tendrás una hija, y será tan hermosa como la luna» (La princesa Luna y el príncipe Sol).

Así, no es extraño que desee emular a los habitantes de la Tierra y que ande cada noche pensando en casarse:

«La señora Luna / le pidió al naranjo / un vestido verde / y un velillo blanco. / La señora Luna / se quiere casar / con un pajarito / de plata y coral» (Los sueños de Natacha).

Imágenes estas, en fin, que participan en el proceso de desarrollo del niño, pero que no menosprecian la belleza, la profundidad temática y el cuidado del lenguaje:

«El lobo del bosque tenía muchos años a las espaldas y muchas aventuras en su recuerdo.

Cuando la noche abría de par en par su boca de luna llena, el lobo miraba en su memoria» (El secreto del lobo).

Seres reales e imaginarios bajo su influjo

Quizás no sean las criaturas que Lorca atrapó en sus versos fotográficos de Poeta en Nueva York. Quizás distan mucho de los seres terribles que abundan en los relatos de ciencia-ficción. Pero lo cierto es que en los libros infantiles también nos encontramos con una generosa galería de personajes oriundos de la luna o de seres que se relacionan con ella de una forma tan intensa que acaban diferenciados del resto de los mortales.

Los primeros, en libros dirigidos a primeros lectores, suelen ser personajes que, a modo de animales humanizados, protagonizan situaciones cotidianas:

«—Buenos días, soy Tom y vengo de la luna. Se me ha estropeado el cohete... Estoy muy preocupado.

—Yo me llamo Tim y estás de suerte —dijo Tim muy amable. Soy un conejo mecánico» (Tim en la luna).

En otros casos se nos presentan en forma de duendecillos de colores fríos que, en la línea de las más antiguas tradiciones, surgen en momentos determinados y únicamente se hacen visibles a los seres humanos que poseen una mayor sensibilidad:

«Ahora recuerdo... / Sólo a la luz de la luna / acuden los niños azules / y sólo a la luz de la luna bailan su danza» (El capirote de Onofre).

Otras veces, estos personajes tratan de acercar al lector, a través de una explicación mágica, al origen de un hecho natural como los cambios de tamaño y forma de la luna:

«Esta noche busca la luna en el cielo.

Si no está, es que Ñam Ñam el Comelunas ya se la ha comido» (Ñam Ñam el comelunas).

O intentan explicar quién habita en la oscuridad de la noche:

«El cabello de la reina es negro, y lleva un vestido azul oscuro como el cielo nocturno. Por eso no podemos verla cuando de noche miramos al cielo, y tampoco distinguimos su varita mágica. Sólo podemos ver las estrellas que resplandecen en el cielo oscuro, y la corona de la reina: la luna» (La reina de la noche).

En unos y otros casos, son casi siempre seres entrañables que conectan a la perfección con las inquietudes y necesidades afectivas de los más pequeños:

«—¿Cómo es Lun?

—¿No te lo he dicho? ¡Qué memoria la mía! Lun mide apenas dos cuartas; es luminoso, como si tuviera una candela por dentro; no tiene alas, pero puede volar; y lleva siempre puesto un sombrerito azul, en el que ha prendido una pluma amarilla del Gran Búho» (Lun).

A veces, estos seres lunares no sólo son objeto de las miradas infantiles sino que participan activamente en la vida de los humanos y les ayudan a conseguir algo perdido o a resolver algún problema, a la manera de los donantes mágicos de los cuentos populares:

«Cuando estuvo más cerca, el rey distinguió que ese pedacito de luz de luna tenía brazos y piernas y una gran cabezota llena de pinchos, como un cardo o un erizo. El pequeño ser miró al rey con sus brillantes ojitos de estrellas, y su cara formó mil simpáticas arruguitas al moverse. Pero lo más sorprendente de ese personaje era su enorme bocaza, que se abría de continuo como el pico de un pajarito hambriento» (Tragasueños).

Pero hemos dicho que también existen en los libros infantiles ciertos terrícolas que se relacionan con la luna de una forma sobrenatural, como Rosa-Fría, que es como se llama la patinadora que María Teresa León, inspirándose en un poema de Alberti, lleva hasta la luna para competir junto al...

«Humo de los trenes y de las fábricas; el Vaho de los caballos y de los bueyes; los Suspiros de los hombres; el Ladrido de los perros; las Miradas a los globos que se escapan en las tardes sin viento» (Rosa-Fría, patinadora de la luna).

O como el ave que Teresa Duran identifica con la luna por su carácter inquieto y rebelde:

«¡Teníamos tantas cosas en común la luna y yo! Yo soy única en el mundo, y ella también» (La luna y yo).

Lunáticos, iluminados, selenitas, todos son bien recibidos en estos libros al encajar perfectamente con el pensamiento mágico de los principales destinatarios de sus textos.

La literatura nos acerca lo inalcanzable

¿Quién no ha sentido alguna vez el deseo de visitar la luna o, al menos, de acercarse a ella mientras flota por el espacio? Tanto tiempo en la pantalla del cielo cautivándonos con su presencia, tanto tiempo haciendo memorables determinados momentos de nuestra vida... han hecho que quien más, quien menos haya soñado con alcanzarla o con traerla hasta su lado. Y, claro está, la literatura infantil no ha quedado al margen de este deseo y ofrece una nutrida lista de títulos en los que los protagonistas viajan a la luna de muy diversas maneras, aunque para ello sea necesario pedir prestadas las alas de los sueños:

«Lola mira la luna desde su ventana.

—¡Qué bonita es, me gustaría ir allí!

—piensa—. Pero no sé volar y no podría alcanzarla saltando... ¿Cómo podría llegar hasta allí arriba?

Lola se acuesta, se duerme y sueña...» (Lola quiere ir a la luna).

Al parecer, algunos personajes han aprovechado determinadas circunstancias históricas para acceder al gran queso celeste, a pesar de que ningún humano ha reparado en ello:

«Las cámaras de televisión instaladas en la nave transmitieron a la Tierra la huella del primer hombre que posó el pie en el suelo lunar, pero no advirtieron que segundos antes había quedado dibujada otra huella diminuta, la de un incansable roedor, el ratón Ulises, que se convirtió así en el primer astronauta que pisó la luna, aunque su hazaña no se cuenta en los libros humanos» (Un ratón en la luna).

Otros dicen que esperaron a que llegara cierto momento del alba para encaramarse a sus bordes:

«Aquel día, en cuanto el sol comenzó a despuntar por el horizonte como cada amanecer, la luna se ocultó en su escondite. Llevaba a cuestas veinte toros de afilados cuernos y un pájaro» (Un pájaro sobre el cuerno de un toro).

Otros se han sentido más seguros a lomos de una bandada de seres alados:

«—... Me llamo Quique. ¡Sí, Quique me llamo! ¡Y quiero llegar hasta la luna! ¡Subidme a ella, amigos! ¡Llevadme hasta la luna!

Los patos hicieron un giro y volaron hacia arriba con fuerza, alto, muy alto, hasta la luna de Valencia» (En la luna de Valencia).

Y otros lo han conseguido aliándose con un pequeño animal que desafía la ley de la gravedad:

«Una noche de luna llena, la araña comenzó a hilar para arriba y Tono se fue hacia la luna» (Tono, el hilo y la araña).

Pero no nos engañemos. Subir a la luna, aunque sea con la imaginación, no es tan fácil como parece:

«Para subir a la luna / y secarle sus ojitos, / no me valen los luceros, / como humildes peldañitos. / ¿Será porque son dorados / en un cielo azul añil? / Sólo sé que no me sirven / para llegar hasta allí» (Volando por las palabras).

¿Y por qué es tan interesante alcanzar la luna? ¿Podría ser que ella precisara un poco de compañía y fuese necesario caminar sobre su superficie para hacerle cosquillas con los pies?

«¿Sabes por qué la luna parece que está triste allá arriba en el cielo? Pues porque se siente sola.» (Viaje a la luna).

¿Podría ser que algún amigo nos hubiera pedido lo inalcanzable y no nos pudiéramos negar a traérselo?

«Rodolfo trepó hasta la cima de una colina próxima y lo intentó de nuevo. Incluso usando el palo, la luna seguía estando demasiado lejos. Rodolfo agitó su palo a un lado y a otro, pero la luna parecía seguir riéndose de él» (Rodolfo y el cumpleaños).

¿Puede que sea un niño goloso y consentido el que nos lo pida?

«“Mamá, yo quiero la luna”, / le dijo a su madre un niño, / y ella dijo con cariño: / “Ya te compraré yo una”. / “Yo no quiero cualquier luna, / sino la luna del cielo”» («El niño que quería la luna», en Fábulas de ayer y hoy).

¿O quizás es que la curiosidad puede más que cualquier otra razón?

«Hacía mucho tiempo que los animales deseaban averiguar a qué sabía la luna.

¿Sería dulce o salada? Tan sólo querían probar un pedacito» (¿A qué sabe la luna?).

Lo cierto es que los pocos afortunados que lo consiguen quedan tan aturdidos que no suelen dar demasiados detalles:

“Es... es..., ¿cómo describirlo?... Un paisaje de pesadilla, de muerte, de espantosa desolación... Ni un árbol ni una flor, ni una brizna de hierba... Ni un pájaro, ni un ruido, ni una nube... En el cielo, negro como la tinta, brillan millones de estrellas... pero inmóviles, heladas, sin ese parpadeo que, desde la Tierra, las hace tan vivas...» (Aterrizaje en la luna).

Y, junto a los que se esfuerzan por alcanzarla, también hay quien intenta traerla hasta la Tierra con las mismas estrategias con las que ella nos embelesa a nosotros, aunque corriendo el peligro de quedar hechizado ante su presencia:

«El pirata se quedó mirándola extasiado. Sintió un escalofrío. Ya no tenía miedo. Ya no era feroz. Tiró el sable, dejó caer la coraza y murmuró:

—luna, maravillosa luna, eres tú quien me ha capturado a mí» (El pirata que quiso capturar la luna).

Algunos utilizan métodos caseros que acaban dando resultado:

«—¿Y cómo pensáis atraparla? [...]

Entonces el hombre sacó un tarro del cestito en el que llevaba la cena y explicó que tenían que untar de miel la punta del campanario.

—Así, cuando la luna aparezca, se quedará pegada» (Querer la luna).

Pero, a los que no conseguimos alcanzarla ni atraerla hacia nosotros, siempre nos queda el consuelo de acercarnos a ella a través de libros que, combinando literatura y divulgación, nos describen sus características:

«Es muy hermoso y gratificante para la vista contemplar el cuerpo de la luna. La luna no está envuelta en una capa suave y pulida, sino áspera y desigual cubierta por todas partes, igual que la superficie de la Tierra, con grandes promontorios, profundos valles, simas» (Mensajero de las estrellas).

Espectadora del teatro de la Tierra

La luna es el gran ojo de la noche. Lo saben todos los niños, incluso los que precisan de la voz de los adultos para leer un libro:

«La noche tiene ojos claros como la luna y un manto muy oscuro donde todo se esconde» (La noche).

Como ojo de la noche, la luna descubre el gran teatro de nuestro planeta, las penas y alegrías de sus habitantes, la vida que se oculta en los más recónditos lugares... Sobre la faz de la Tierra no hay secretos para ella:

«Y si la luna pudiera hablar... contaría que en el desierto el viento levanta la arena y los nómadas se cobijan detrás de una duna» (Si la luna pudiera hablar).

A diario asiste asombrada a los procesos de la vida sirviendo incluso como patrón de medida del tiempo:

«Cuando la luna asomaba por la colina, dio a luz un gatito.

Cuando la luna se encontraba sobre las ramas del roble negro, dio a luz otro gatito.

Cuando la luna se fue, Pandora ronroneaba de satisfacción, y lamía y mantenía calientes a sus dos gatitos» (Pandora).

Cuando la acción discurre en una extrema fantasía, la luna también puede entrar en acción y dar su opinión sobre lo que está ocurriendo:

«Ni nada revoloteó inundando todo de color.

Al sol y la luna les gustó lo que veían.

—¡Nos quedamos! –dijeron» (Cuando Lía dibujó el mundo).

Espectadora omnipresente, no sólo contempla, descubre y opina; también da sentido a la vida de los seres menos favorecidos por la Naturaleza:

«—Mamá, ya sabrá la luna / lo mucho que yo la quiero.

—La luna lo sabe todo, / se lo dijo el gallo viejo.

—¿Y también sabe la luna / que mis ojos están ciegos?

—La luna lo sabe todo, / hijo mío, y por eso / cada noche viene a verte / y se queda en nuestro pueblo» («La luna beso», en Poesía infantil).

A veces, se siente tan cercana a lo que ocurre en la Tierra que incluso decide integrarse en su vida cotidiana y juega a confundir a unos y a otros.

«La luna se puso anoche / una bufanda amarilla. / “Anda, si parece el sol. / ¡Mira!” / El gallo se equivocó y despertó a las gallinas. / “¡Quiquiriquí! Perezosas, / ¡arriba!” / Debajo de la bufanda / la luna se sonreía» (La bufanda amarilla y don Abecedario).

Por otra parte, la presencia de la luna en un acontecimiento es garantía de interés para el resto del mundo. Así, cuando la autora desea hacer patente la importancia de lo que ocurre en ese momento en su planeta-libro, apela a la presencia de la luna. Entonces esta se engalana y resplandece más que nunca y nosotros sabemos que lo que ocurre es algo que merece la pena contemplar:

«Hasta la luna, allí arriba, más hermosa y más brillante que nunca, se había parado para mirar y escuchar» (Manuela en el campo).

Pero no pensemos que la luna guarda para sí todo lo que ve desde el cielo. En lo más alto tiene un amigo con quien comparte sus observaciones y descubrimientos:

«En el cielo, el señor Sol y la señora Luna se saludan y, como cada día, se dan la mano.

—¿Cómo ha ido todo? —pregunta el señor Sol.

—Muy bien, sin novedad —le contesta la señora Luna» (La sorpresa).

¿Y dónde estará la luna cuando no es visible en el cielo? ¿Existe un lugar real o imaginario adonde acude una vez al mes, durante el tiempo que se ausenta de nuestra vista? ¿Qué habrá encontrado que pueda interesarle más que lo que nosotros hacemos? Es, de nuevo, un libro el que nos responde:

«Si una noche no ves a la luna en el cielo, seguro que la encontrarás en el teatro de medianoche... A la luna le encanta ir al teatro» (Teatro de medianoche).

A falta de sol...

Cuando el sol se oculta y se lleva consigo su luz tras el horizonte, aparece la luna para socorrernos y no dejarnos a oscuras. Esta apreciación primitiva surge como respuesta a la necesidad humana de iluminar la propia vida, bien físicamente o bien de forma figurada. La oscuridad no permite el control del entorno y por tanto produce miedo a lo imprevisto. Un pequeño reflejo luminoso es suficiente para devolvernos la seguridad y para permitir que volvamos a sentirnos dueños de nuestra vida.

«Aquella noche no había forma de dormirse. Cualquier ruido le sobresaltaba. Pero, finalmente, arropado por el resplandor de la luna, lo consiguió» (Gustavo y los miedos).

«—¡Ooooh!, ¡tengo miedo! —dijo Oso Pequeño abrazándose a Oso Grande.

Oso Grande lo cogió en brazos acunándole tiernamente y dijo:

—Mira la oscuridad, Osito.

Y Oso Pequeño miró.

—Te he traído la luna, Osito —dijo Oso Grande» (¿No duermes, osito?).

Pero, además, a la luz de la luna, todo se baña de magia...

«De todas las noches, aquellas en las que todo es azul y plata son las que prefiero para pasear» (Bajo las estrellas).

«Aquella noche, la niña se acostó en la cama que su madre le hizo extendiendo dos mantas sobre la arena. El mar se había puesto ya muy oscuro, hasta que salió la luna y entonces empezó a relucir» (Manuela y el mar).

... y de ternura:

«Bajo la pálida luz de la luna, Mamá Liebre miraba a su Pequeña que dormía sobre un lecho de heno. El cielo le servía de sábana» (¿Dónde dormirás, pequeña liebre?).

Es una situación ideal, pues, para expresar lo indefinible a través de la imagen poética:

«—Los sitios parecen distintos a la luz de la luna —expliqué—. Incluso aquellos sitios que conoces bien resultan hermosos y misteriosos. El amor verdadero es como ver a la luz de la luna» (A la luz de la luna).

El pensamiento infantil, en un nuevo paralelismo con el lenguaje literario, llega a convertir a la luna en la causa de la alternancia día / noche:

«—Señora Luna —exclamó suavemente la cigüeña—. He venido desde la Tierra para pedirte que vuelvas. Si tú no estás, no está la noche, y si no está la noche, no podemos dormir. Tenemos sueño. ¡Por favor, vuelve!» (Se ha ido la noche).

Por supuesto, la luna y la Tierra mantienen lazos recíprocos. No sólo la luz de la luna hace más bellos determinados momentos de la vida o rincones del planeta. Hay quien, tras relacionarse intensamente con la luna, acaba teniendo muy claro que no es lo mismo contemplarla desde un lugar de la Tierra que desde otro:

«—He estado por todo el mundo, pero he regresado a África, porque aquí es donde la luna es más bonita» (La sonrisa de la luna).

Y así, viajando por las diversas perspectivas literarias, volvemos a maravillarnos con el embrujo que ejerce sobre nosotros la luna. ¿Por qué ese hechizo por encima de estrellas y planetas e incluso del mismo sol? No buscaremos, obviamente, una respuesta científica, antropológica o filosófica, que las hay. Seguiremos indagando en las palabras de los poetas y, si no lo entendemos todo, al menos nos quedará la satisfacción de descubrir, una y otra vez, libro tras libro, que comprender la vida no es tanto encontrar respuestas perfectas como seguir buscando nuevas preguntas adecuadas.

Mientras eso ocurre, disfrutemos contemplando cómo la luna dibuja en la superficie de la noche todo aquello que los humanos deseamos ver:

«Nada más levantarse, / al anochecer, / se pone a dibujar / miles de estrellas / sobre la gran pizarra / azul del cielo» (La luna).

Juan Ignacio Pérez Palomares es miembro de Asociación LitOral (Literatura y Oralidad).

asociacionlitoral@hotmail.com

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