El escritor y sociólogo argentino Alberto Manguel en su ensayo Una historia de la lectura, [ 1 ] recuerda que el ser humano empezó a leer antes de iniciarse en la escritura. Dice que la lectura, en un primer momento, fue el intento de dar sentido a los signos de la naturaleza que el ser humano no podía dominar: las estrellas en el firmamento, el recorrido de las nubes en el cielo, el diseño del tronco de los árboles..., todo lo que veía a su alrededor constituía un pretexto para buscarle una interpretación. Más adelante, inspirándose en estos signos de la naturaleza, el hombre elaboró los fundamentos de lo que serían los complejos sistemas de escritura que conocemos.
Sabemos que la lectura no podría existir sin que antes haya existido la escritura, es decir, sin que tengamos ante nuestros ojos estos múltiples signos que nos son ya tan familiares, que vemos por todas partes y que descodificamos sin ni siquiera ser conscientes de ello. Unos signos que, no importa quién los haya escrito, nos provocan la risa y el llanto, nos incitan a soñar o nos hacen reaccionar a favor o en contra. Unos signos que nos interrogan y nos interpelan.
La escritura y la lectura son, pues, los dos elementos indisociables de un sistema de comunicación que el ser humano ha elaborado a través de los siglos y que evoluciona sin cesar.
No es mi pretensión detenerme en la invención de la escritura ni tampoco hablar sobre los alfabetos antiguos, ni tan siquiera sobre la lenta y progresiva popularización que ha experimentado la lectura desde la aparición de los alfabetos hasta el descubrimiento de la imprenta, y hasta nuestros días.
Sin embargo, me gustaría detenerme un momento para hacer una reflexión sobre la infancia y la lenta y paulatina preocupación de los adultos por proporcionar lecturas a los niños y niñas.
Un poco de historia: infancia, educación y lectura
Durante siglos la sociedad prestó escasa atención a la infancia como tal. El niño era considerado un adulto en miniatura y se esperaba que creciera lo suficiente para utilizarlo como fuerza de trabajo. En la familia era una boca más que alimentar y en la medida de lo posible, se le iba integrando en el mundo de los adultos. Con unas condiciones de vida difíciles para todos y una tasa de mortalidad muy alta, la familia inculcaba unos principios básicos: la conservación de los bienes, el trabajo y el aprendizaje de un oficio para la entrada en un mundo en el cual un individuo solo —menos todavía una mujer—, no podía sobrevivir. En casos extremos, la familia también era la encargada de proteger el honor y la vida de sus componentes. En esta estructura, la función afectiva era lo que menos contaba, aunque con ello no quiero indicar ausencia absoluta de afecto.
Evidentemente, planteado este contexto, sería inútil hablar de libros específicamente destinados a niños y jóvenes. Al finalizar la Edad Media, el desarrollo del comercio y el ascenso de la burguesía cambiaron la filosofía de la vida y el concepto de cultura, ampliando sus horizontes. El florecimiento de las lenguas vernáculas favoreció la multiplicación de los libros y los puso al alcance de un mayor número de personas, lo cual, a su vez, cambió las condiciones de la enseñanza.
Si nos fijamos en el continente europeo, especialmente en los países católicos, fue a mediados del siglo xvi (con la aparición de los colegios de los jesuitas) cuando los hijos de las familias burguesas empezaron a recibir una educación humanística —en latín, la lengua internacional, indispensable para entenderse en toda Europa—, basada en una amplia cultura general.
Durante los siglos xvii y xviii la educación siguió siendo aristocrática; las pocas escuelas concebidas para el pueblo eran parroquiales y gratuitas y en ellas se impartían clases de lectura, escritura, ortografía, aritmética y catecismo. Apenas existían libros específicamente destinados a los niños y se dirigían a los hijos de la nobleza. Recordemos, por ejemplo, el Télémaque (1699), escrito por Fénélon cuando era preceptor del duque de Borgoña. Cuando se elaboraban, estos libros infantiles respondían a unos objetivos precisos:
— Servían como ejemplos y proporcionaban alguna información.
— Su principal misión era asegurar la formación moral, intelectual y psicológica de los jóvenes, siguiendo los criterios propios de la sociedad de la época. La información era, pues, seleccionada con cuidado.
— Los libros destinados a los niños no podían ser los mismos que los destinados a las niñas.
— No era necesario que los textos hubieran sido escritos y pensados para los niños.
Así pues, no podemos hablar propiamente de literatura infantil, sino de unos textos de los que los jóvenes lectores se apropiaban y que estaban marcados por dos principios fundamentales:
— Su papel formativo en el contexto de un sistema educativo determinado.
— La estrecha relación de sus contenidos con las necesidades de la sociedad de la época.
A lo largo de los siglos xvii y xviii empieza a haber una preocupación por la educación de las mujeres —recluidas a las actividades domésticas—, en textos como L'éducation des filles (1680), de Fénélon que recomienda que se las forme en lectura y escritura, gramática, historia antigua y moderna y literatura para que estén más preparadas para la vida y para hacer frente a los problemas de la época.
Los cambios políticos, sociales y económicos que marcaron el final del siglo xviii y los comienzos del xix cambiaron los conceptos en materia de educación y establecieron los fundamentos de la educación moderna, que hace necesaria la formación de todos los individuos. Precursor indiscutible de este cambio en el concepto de la educación y de noción de infancia, el Émile (1762) de Rousseau, marca una nueva etapa en la consideración social del niño.
Así pues, la nueva educación —que cada vez más se acepta como derecho de todos—, se caracteriza por la ampliación de sus contenidos culturales y humanos y tiende a la formación del individuo para que evolucione hacia una sociedad en constante progreso.
En los años que siguieron a la primera guerra mundial empieza a darse una creciente demanda de libros infantiles para cubrir las necesidades de lectura y conocimiento en las escuelas. Como consecuencia de la necesidad de producto, a medida que la edición y la distribución de libros infantiles aumentan, el contenido de las obras destinadas al público infantil evoluciona. No se trata solamente de instruir, sino de reconocer, también, el derecho de los pequeños lectores al placer y a la distracción.
Esta nueva noción de la lectura coincide con la evolución de la propia sociedad, por lo que la edición se caracteriza, por un lado, por el hecho de que hay un público que reclama lectura y, por el otro, porque tanto los educadores como las familias son conscientes de la utilidad de los libros. Se ha introducido un cambio en la consideración con que la sociedad trata a la infancia.
El final de la primera y la segunda guerras mundiales supone un cambio cualitativo importante en el mundo de la edición de los libros infantiles. Los editores ven la necesidad de crear y promover colecciones de libros destinados a los pequeños lectores: adaptaciones de cuentos clásicos y populares que en muchas ocasiones sufren modificaciones y recortes para evitar herir la sensibilidad del pequeño lector y, también, en este primer momento, demandas a escritores de reconocido prestigio para que escriban específicamente para niños.
Sin embargo, sólo a partir de la década de 1970 empiezan a abordarse temas y problemáticas sociales de actualidad en forma de novelas realistas especialmente dirigidas a un público juvenil.
Actualmente podemos afirmar que estamos asistiendo a una época de auge en lo que concierne a la edición y al consumo de libros, aunque este consumo no nos otorga ni el título ni la condición de lectores.
La lectura y la autoafirmación del individuo
El desarrollo de las nuevas tecnolo-gías y de los medios audiovisuales ha acrecentado la importancia de la lectura, modificando sus funciones. Si a principios del siglo xx ser lector era un sello de prestigio social y denotaba la pertenencia a una determinada clase que disponía de tiempo y recursos para acercarse a la cultura, no serlo no presuponía un desequilibrio personal ni un condicionante para no sentirse integrado en el entorno social. Actualmente, las cosas han cambiado de manera radical, tal como hemos modificado nuestra filosofía de vida. Existen, ciertamente, muchas vías de acceso a la cultura —el cine, la televisión, internet, los viajes...—, pero el desarrollo de las nuevas tecnologías ha convertido la eficacia en la lectura en una de las actividades fundamentales de la vida diaria. Hemos ganado en capacidad de autonomía gracias al acceso a la información, pero al mismo tiempo necesitamos ser mucho más hábiles en comportamientos semióticos y lingüísticos, auditivos y visuales.
Leer es una forma de vida que requiere soltura en la manipulación de los soportes de lectura, seguridad en el planteamiento de las cuestiones y en la apropiación de los componentes del entorno de lectura: lugares (bibliotecas públicas, escolares, especializadas, y librerías), objetos específicos en cualquier soporte (periódicos y revistas, diccionarios, anuarios, libros diversos...) o bien situaciones vivenciales (rótulos de señalización, instrucciones de los aparatos, etiquetas de los productos de consumo corriente en casa...).
En el informe de la UNESCO: La educación encierra un tesoro, [ 2 ] se invita a los gobiernos a tomar medidas educativas para evitar que en el siglo xxi se incrementen todavía más las desigualdades sociales: «No albergamos ninguna duda de que la capacidad de los individuos para acceder y tratar la información será determinante para su integración en el mundo laboral y también en su entorno social y cultural».
La auténtica democratización de la lectura se basa en que todos los ciudadanos tengan la posibilidad de acceder libremente a la pluralidad de registros que supone adquirir la experiencia plena de la lectura: acceso al saber, conocimiento del lenguaje y construcción del propio yo.
Acceso al saber mediante la lectura funcional —mezcla de los aprendizajes funcionales de la vida cotidiana y de los aprendizajes motivados por la curiosidad personal—, que sirve de apoyo en la trayectoria formativa de cada individuo y le permite construir un capital cultural que, en el futuro, le dotará de unas habilidades que le permitirán el acceso a un puesto de trabajo más cualificado, a mantener el dominio sobre una sociedad que cambia de forma constante, a abordar la información con un sentido más crítico, a no estar al margen, a comprender el mundo y a sentirse partícipe de él. Conocer más el lenguaje para usarlo mejor.
Enriquecer el vocabulario a través de la lectura permite una mayor habilidad en el uso de la lengua y una mayor variedad de registros y recursos lingüísticos para expresarse con más agilidad y riqueza y, por consiguiente, una mayor eficacia para que cada individuo sepa defender con mejores argumentos sus derechos.
La antropóloga francesa Michèle Petit afirma que en la vida del ser humano es determinante el peso de las palabras o el peso de su ausencia: «Cuanto más capaz es uno de nombrar lo que vive, más apto será para vivirlo, y para transformarlo». [ 3 ] Si no somos capaces de dar nombre a lo que vivimos, si no tenemos palabras para pensarnos, sigue diciendo Petit, no nos queda más que la violencia del cuerpo o la expresión de los sentimientos mediante actos violentos.
El descubrimiento de los libros y la literatura
Conocimiento de uno mismo a través de la lectura de placer. Un camino privilegiado, a cualquier edad, para conocernos, dar sentido a la existencia, a la vida, poner voz al sufrimiento y dar forma a los deseos y los sueños. La lectura de placer, desde las primeras edades, debería propiciar la apertura de la imaginación, el lugar de expansión del repertorio de las posibles identificaciones, el lugar donde encontrar las palabras que sirvan para expresar lo más secreto, lo más íntimo de cada individuo. Pero hemos de convenir en que el placer es personal y, por tanto, cuando desarrollamos el gusto por la lectura en los niños, no debemos confundir el placer con la imposición. Hay que permitir que cada niño construya su propio placer porque ha integrado el dominio de la lectura y es capaz de utilizar la lectura y la escritura en cualquier circunstancia.
El escritor Emili Teixidor afirma que «el placer de la lectura sólo se produce cuando el acto de leer se convierte en una creación, en un acto productivo, cuando el libro sabe poner en juego las facultades del lector. Los mejores libros son los que dan al lector suficiente espacio para rehacer el texto a medida que lo está leyendo». [ 4 ]
El gusto por la lectura empieza antes de saber leer. «No sé leer», dice un pequeño de 2, 3 ó 4 años. Es cierto, porque todavía no ha adquirido la técnica que le permitirá descodificar los signos. Y sin embargo, es falso, porque desde los ocho meses manipula los libros, los abre y los cierra, los coloca en el estante, sabe escoger el que prefiere y, en alguna medida, sabe qué esconde cada uno de sus libros en su interior.
Desde el primer año de su existencia, el niño empieza a desplegar mecanismos complejos que lo preparan para la lectura autónoma, la lectura que practicará en un futuro próximo, tan pronto como haya descubierto los secretos de la descodificación de los signos.
Cuando damos un libro a un bebé nos divierte ver cómo le da vueltas, una vez tras otra, lo lame para conocer su sabor, lo muerde, lo mira de uno y otro lado. De pronto, percibe que aquel extraño y sorprendente juguete tiene posibilidades: cambia a cada página, se abre y duplica su tamaño, contiene dibujos distintos, las imágenes presentan colores diferentes, permite movimientos diversos según se abra de uno u otro lado. Son pocos los objetos o los juguetes que le ofrecen tantas posibilidades de transformación de una manera tan fácil y natural.
Desde que nace, el niño debe tener libros a su alcance, de una manera natural. Es el adulto de su entorno quien debe guiarlo en el funcionamiento del objeto-libro y en el descubrimiento de los lugares que lo contienen, seleccionando los álbumes y los libros más oportunos a su universo. El niño asocia el objeto-libro al mundo maravilloso que le desvela el adulto, un mundo distinto del suyo, aunque relacionado con él. Un mundo cuyos personajes se comportan de la misma manera que él o bien hacen todo lo que a él le gustaría hacer. Un mundo que le permite hacer preguntas y dar respuestas, y le ofrece la ocasión de expresar sus emociones.
Gracias a la intervención del adulto, el libro adquiere una dimensión extraordinaria porque, no solamente abre las puertas a un universo, sino que es un instrumento de intercambio y colaboración entre el adulto y el niño. Alrededor del libro compartido, lo demás no importa. En la memoria del niño estas imágenes estarán para siempre asociadas con la complicidad y la ternura compartidas; una ternura física —sentados uno junto al otro—, y una complicidad y ternura intelectuales porque, mientras dura la historia, el niño y el adulto estarán inmersos en la misma aventura, las mismas emociones. Están encerrados en una especie de burbuja, dentro de la cual puede suceder todo porque, pase lo que pase, lo comparten. Y en esta actividad no están solos sino que, apropiándose del patrimonio que el escritor y el ilustrador ponen a su alcance, a partir de un universo propuesto, unos personajes, unos temas, unas ideas, unas imágenes, se convierten en depositarios del imaginario colectivo.
Las historias leídas, contadas, repetidas, por los padres o los abuelos, en la escuela, en la biblioteca escolar o pública, permiten que el pequeño oyente construya un patrimonio colectivo que se instala en su memoria. Su imaginación almacena imágenes comunes a todos: bosques donde perderse hasta encontrar el camino; cabañas donde calentarse cuando hace mucho frío, donde saciar el hambre y apagar la sed; montañas altísimas que hay que escalar, ríos que hay que cruzar, desiertos que hay que recorrer hasta llegar al objetivo propuesto. Personajes bondadosos y personajes malvados; héroes diminutos o tan grandes como un edificio; seres valientes o miedosos, apuestos y hermosos o bien feos y terroríficos... Todos ellos les ayudan en el conocimiento de sí mismos, de los otros y del mundo que los rodea. Y, como vienen haciendo los lectores desde tiempos inmemoriales, los oyentes, en el futuro, transmitirán estas experiencias a otros, enriqueciendo todo este imaginario colectivo con sus propias experiencias y su sabiduría.
Las historias, los cuentos, las palabras repetidas, día tras día, por el adulto, construyen en el niño unos vínculos invisibles con la lectura y la escritura, pues el álbum es el primer encuentro del niño con la lectura, con la interpretación de la historia, compuesta por imágenes y texto. Poco a poco, el pequeño nota que hay una relación directa entre los signos misteriosos del libro y las palabras que pronuncia el adulto. Aquellos signos representan un código secreto que el niño quiere descifrar porque son la clave de un universo mágico. Esta herencia cultural que se inicia en el seno de la familia ayuda al niño a modelar una serie de habilidades que, una vez aprendidas, se desarrollan y se transforman, y le sirven, a lo largo de su vida, como estímulo para la creatividad.
De la misma manera que el juego despierta la curiosidad del niño y estimula su capacidad de imaginar y de imitar al adulto por medio de la exploración y la experimentación, el cuento maravilloso nutre su ilusión y «sirve de guía al niño en términos que su consciente y su inconsciente pueden interpretar y favorece el desarrollo de su personalidad». [ 5 ]
La doctora Teresa Colomer hablando sobre el descubrimiento de los libros y el progreso lector de los niños afirma que «la relación entre los niños y las niñas y los libros, hasta los 6 años, se construye básicamente a través de su lectura compartida con los adultos» [ 6 ] y hace hin-capié en una serie de aspectos de esta iniciación a la literatura que el adulto contribuye a desarrollar en el niño, entre los cuales destacaría el hecho de establecer una situación afectuosa y relajada que favorece el diálogo entre ambos, la creación de los mecanismos de anticipación y razonamiento que son propios de la lectura y la posibilidad de enseñar a fijar la atención en los detalles y de favorecer la interrogación y la ampliación del propio mundo.
Más adelante, el pequeño descubre que hay dos clases de lenguaje: el lenguaje hablado, que se utiliza todos los días y sirve para acompañar los actos de la vida, lo que pasa y lo que está a punto de pasar, formado por frases a veces inconexas, desordenadas e incompletas, pero que sirven para hacerse comprender, y otro lenguaje, el de los libros, que explica historias con un lenguaje preciso que tiene un comienzo, un desarrollo y un final. Un lenguaje que no deja de ser extraño, puesto que es hablado —la prueba de ello es que el adulto lo transmite con su voz—, pero también es escrito, con una organización de las palabras que permite contar la historia de la mejor manera posible.
Escuchando cuentos, repasando con los ojos y con el dedo las palabras que lee el adulto, compartiendo las historias que presentan los álbumes y los cuentos infantiles, el niño y la niña se apropian de formas gramaticales, de frases complejas, de formas sintácticas, de palabras desconocidas que saben a mágicas y parecen mensajes secretos. Todo ello añade encanto a la historia, porque para el pequeño todo en la historia es importante: el propio cuento, los personajes, la voz del adulto, el ritmo del texto y las palabras. Aunque sean palabras y formas gramaticales que no utilizan todavía en el lenguaje hablado, poco a poco, formarán un bagaje en su memoria, un equipaje que, llegado el momento del aprendizaje de la lectoescritura en el centro escolar, les ayudará a estar más familiarizados con el lenguaje.
Motivación e imitación
Los seres humanos no nacemos siendo lectores. La adquisición de las competencias que nos convierten en lectores expertos es lenta y progresiva. El comportamiento lector se adquiere a través de la motivación y la imitación, una imitación que el niño interioriza progresivamente mediante propuestas variadas, con libros de gran calidad, con diversidad de temáticas y autores, con el objetivo de que cada niño y niña encuentre lo que le interesa según su edad y madurez personal.
Así se logrará la implicación activa del pequeño lector, su identificación con los personajes, su proyección en la acción del libro, introduciendo sus interpretaciones, recuerdos y análisis o bien interrelacionando sus convicciones con las del libro, de manera que la comprensión lector-libro nacerá en algún momento de este proceso.
Para que la imitación inicial se convierta en motivación profunda, es imprescindible que el niño y la niña tengan la libertad de construir su proyecto de lector o lectora, pasando de saber leer a querer leer, es decir que, después de haber integrado las dimensiones afectiva, cognitiva y pragmática que comporta una lectura eficaz, sean lectores apasionados, interesados y críticos.
En busca de recetas
Buscar, seleccionar, leer en voz alta, acompañar la lectura de los niños y las niñas en el seno de la familia, aparte de alimentar la herencia literaria de los pequeños, propicia la comunicación entre el adulto y los niños y sirve, además, de garantía para la transmisión cultural. Con ello, las familias favorecen en los niños el placer y la experiencia del descubrimiento, la formulación de interrogantes que despertarán su imaginación y su inteligencia, ayudándoles a descubrir la realidad y a asumir su historia y las peculiaridades de su cultura.
«Contagiar el deseo de leer —afirma Emili Teixidor—, es como contagiar cualquier otra convicción profunda: sólo se puede conseguir, o mejor intentar, sin imposiciones, por simple contacto, imitación o seducción... El mejor contagio/contacto es el ejemplo.» Y añade a continuación en el primero de los «trucos» que sugiere: «primero lee tú y los demás imitarán el placer que tú expandas. Predica con el ejemplo». [ 7 ]
Cuando oímos contar un cuento «además del contenido de la historia, tenemos la voz de quien habla, y también la calidez de su mirada, las expresiones de su rostro, sus gestos... vivimos una situación única, porque la complicidad y la intensidad de las miradas y el juego de modulaciones de la voz hacen de aquel acto un momento único que no volverá a repetirse jamás de la misma forma. En este sentido, contar cuentos es una obra de arte, una obra de arte efímera que, sin embargo, deja una huella duradera. Cuando contamos un cuento a nuestros hijos..., hemos hecho un esfuerzo para apropiarnos de la historia, para memorizar las canciones o las fórmulas de repetición, o bien aquellas que ayudan a iniciar y a finalizar el relato. A través de nuestras palabras y de nuestro cuerpo se produce el milagro de la comunicación y, además, hacemos de puente entre personas de otras épocas que expresaron sus incertidumbres, alegrías y aprensiones mediante los cuentos, y los oyentes de hoy, los cuales —herederos del mismo legado humano—, se sienten cautivados por las mismas historias». [ 8 ]
Es importante que los niños desarrollen lo antes posible un sentimiento afectivo que les permita establecer una relación positiva con la lectura. Por ello, la familia debería propiciar en edades muy tempranas:
— El encuentro con los espacios, los objetos y las situaciones de lectura.
— Situaciones variadas de lectura para que los niños se den cuenta muy pronto de que leer sirve para muchas cosas.
— Situaciones de placer asociadas con la lectura: manipulación de los objetos de lectura con el adulto, lectura de cuentos en voz alta.
— Situaciones de aprendizaje para potenciar el conocimiento y la construcción de sentido, lo cual reforzará el sentimiento de seguridad de los niños.
La información —en forma de sugerencias, selecciones de novedades o temáticas—, es importante, especialmente ante la gran cantidad de ofertas del mercado editorial. La escuela, la biblioteca pública, los catálogos de librerías, las informaciones y reseñas que aparecen en periódicos y revistas especializadas, y actualmente las páginas web que ofrecen espacios de asesoramiento a las familias, son los canales que podemos utilizar para estar al día respecto a la producción editorial infantil y juvenil.
Si buscamos «recetas» concretas, cada familia tiene un repertorio propio y muy amplio: juegos, adivinanzas, cuentos leídos en voz alta...
— Por ejemplo, el periódico: una noticia leída y comentada en común; un chiste; la programación de televisión (¿pactamos con los niños lo que verán a lo largo de la semana?)
— La revista especializada: informática, música, deportes, automóviles, arte, literatura...
— La lectura de un folleto que reseña una película de actualidad.
— Las instrucciones para montar un juguete, un mueble infantil...
— Los cuentos leídos por la noche, el momento mágico de: todos los días, un cuento cortito; un día a la semana...
— Los recetarios y las revistas de cocina; con tiempo suficiente, es muy divertido preparar una receta fácil con los niños. Incluso, inventar una receta con ingredientes de la despensa, escribirla, leerla, ponerla en práctica...
— La lista de la compra, de vez en cuando, utilizando los catálogos que proporcionan las grandes superficies. Resulta una manera genial de aprender a valorar y escoger productos más económicos y de buena calidad, conocer los ingredientes de los productos, educar para el consumo, calcular los precios, el presupuesto de la semana...
— La visita a la librería, con tiempo y tranquilidad. Unas veces para mirar las novedades y otras para comprar un libro que queremos incorporar a nuestra biblioteca personal.
— La visita (semanal, mensual...), a la biblioteca pública, para escuchar al cuentacuentos, leer un ratito, llevarse libros y revistas en préstamo...
— La novela, leída en voz alta (¡qué maravilla recuperar esta costumbre!)
— La preparación de un viaje mediante catálogos de agencia, guías, sugerencias de los suplementos de los periódicos, mapas, atlas, consulta a internet, programas de televisión. Es un placer de días la exploración, búsqueda y recopilación de datos. Y, a la vuelta, el álbum de fotografías con pies de foto escritos por toda la familia, sirve para recuperar la memoria de los mejores momentos del viaje.
— La consulta de catálogos de artistas y de obras de arte antes y después de visitar una exposición.
— Con los más pequeños, la lectura de un álbum ilustrado con el pequeño sentado en el regazo.
Y un larguísimo etcétera...
Olvidaba algo importante. El tiempo, mejor dicho la falta de tiempo. Sólo hacen falta entre 10 y 15 minutos al día. Si no se dispone de tanto, cada dos días, incluso una vez por semana. Todo dependerá del trabajo y el horario de cada uno. Únicamente un consejo: que el rato dedicado a una actividad de lectura compartida, estemos contentos y relajados, sin prisas. ¿El momento del día? Tanto da si es por la mañana como por la tarde, lo mejor es buscar la hora del día más tranquila para todos. Los resultados son, puedo asegurarlo, muy gratificantes, para los adultos y para los niños y las niñas, tanto a corto como a largo plazo. ¡Os invito a probarlo!
Anna Gasol i Trullols es traductora, bibliotecaria escolar y estudiosa de la Lij.