CLIJ (Cuadernos de Literatura Infantil y Juvenil)

La inmigración en la LIJ actual

por Anabel Sáiz Ripoll

CLIJ (Cuadernos de Literatura Infantil y Juvenil) nº 183, junio 2005

Los pueblos, desde el origen de los tiempos, han llevado a cabo movimientos migratorios. Si buscamos en la más remota antigüedad veremos que ya entonces se tiene noticia de la emigración y la inmigración, según sea el punto de vista adoptado. En la Biblia se habla de estas cuestiones y de cómo el pueblo elegido tuvo que emigrar en diversos momentos de su historia. Sin ir más lejos, y por poner un único ejemplo, Abraham, inspirado por Dios, abandonó su lugar de origen: «Deja tu patria, sal de tu tierra y de la casa de tu padre. Ve al lugar que yo te indicaré». (La Biblia de los jóvenes. Antiguo Testamento, Espasa-Calpe, 2001).

Introducción. «Yo también soy inmigrante» [ 1 ]

El fenómeno de la inmigración no es nuevo para nosotros y no debería sorprender al pueblo español que, por distintas razones, se ha visto abocado en el pasado a emigrar. Así, Mercedes Neuschäfer-Carlón, en Antonio en el país del silencio, habla de una familia de emigrantes españoles en Alemania y de las reacciones de los vecinos al saber que vivirían en su misma escalera. La propia escritora se dedicó a dar clases a los hijos de los inmigrantes españoles y así surgió su vocación literaria: plasmó en sus libros los cuentos que les contaba a esos chicos. Los comentarios, pues, que se hacen en Antonio en el país del silencio no son muy halagüeños, al menos al principio: «Los vecinos de la casa, sin embargo, no se habían alegrado con la noticia de la venida de la familia extranjera. [...] Parece que para el piso de arriba nos van a traer asociales o trabajadores extranjeros, que es lo mismo. Lo mismo no, pero casi. Mañana voy yo al Ayuntamiento a ver si puedo arreglarlo» (p. 17).

Hoy nuestro país ya no es el punto de salida, sino el de llegada y acaso el de acogida porque España sigue siendo, igual que ocurriera en la Edad Media, el puente entre culturas, la europea y la africana. Eso más que molestarnos, como parece que aún ocurre, debería enorgullecernos. No sólo hablamos de la inmigración por motivos económicos, sino de esa otra forzada por cuestiones políticas, que se llama exilio y del que también se podría escribir en otro momento.

La inmigración no es una cuestión privada, que se pueda mantener en el secreto, sino que es algo público y social, algo que por otra parte nos viene desbordando en los últimos tiempos. Los gobiernos de todos los países que reciben inmigrantes tratan de regularizarla aplicando distintas leyes y normas. Y nuestro objetivo en este artículo no es cuestionarlas. Ahora bien, es un hecho que ni la enseñanza ni el trabajo ni la percepción del ocio son las mismas ni serán las mismas cuando los inmigrantes hayan dejado de serlo y se hayan consolidado diversas generaciones de ellos. Entonces quizá asistamos a otro fenómeno de mezcla, de intercambio, de riqueza; pero aún estamos empezando a conocernos y a respetarnos. Ya Diko, en el barrio de Lavapiés, se da cuenta de la mezcolanza: «Salí a una plaza como tantas otras, pero con algo que destacar: había marroquíes, chinos, negros... como si allí se dieran cita las variadas razas que pueblan Madrid» (África en el corazón, p. 139).

Mucho se podría escribir al respecto; pero aquí, en estas páginas, nos interesa registrar la forma en que los narradores plasman el hecho de la inmigración en sus obras y la reflejan desde un punto de vista humano más allá de cuestiones políticas o económicas, aunque sin desdeñarlas cuando surgen.

El Diccionario de la RAE define «inmigrante» como «que inmigra» e «inmigrar» como «Llegar a un país para establecerse en él los naturales de otro». Detrás de estas escuetas palabras hay toda una peripecia vital que la literatura pretende recrear, enfocar, analizar, narrar. Así, en Dieciocho inmigrantes y medio, de Roberto Santiago, leemos nada más empezar este diálogo:

«—Papá

—¿Qué?

—Papá, ¿qué es un emigrante?

—Pues... es... como..., o sea..., un emigrante es..., es..., un emigrante es uno que se va».

Y sigue:

«—¿Y un inmigrante?

—Pues uno que viene».

Al padre, como a otras muchas personas, le resulta incómodo hablar de estos temas con su hijo porque no sabe cómo abordarlos, porque tiene aún prejuicios, porque desconoce la realidad humana y profunda «de los que se van y de los que vienen». Y es Claudio, su hijo, quien le da una buena respuesta: «... en clase de Ética la profesora ha dicho que los inmigrantes son nuestros amigos y que hay que respetarlos y quererlos..., y también ha dicho que cualquiera de nosotros podría ser un inmigrante» (p. 10).

La literatura infantil y juvenil de los últimos tiempos presta especial atención a la inmigración y suele tratar temas relacionados con ella, como el racismo, el choque de culturas, el aprendizaje de la nueva lengua y otros más que iremos esbozando en las siguientes líneas. Muchas son las obras destinadas a públicos de todas las edades que abordan con seriedad y honestidad la inmigración; muchas de estas obras se centran en el ámbito que hoy nos ocupa. Trataremos de analizar distintos títulos, más de 25, en los que la inmigración ocupa un primer plano. Aunque nos refiramos tanto a obras destinadas para los más pequeños como a las destinadas a un público adolescente, por las citas y los planteamientos veremos que el tratamiento varía y que es más realista, por lógica, en las narraciones dirigidas a los jóvenes, y más tierno en las destinadas a los primeros lectores.

Hemos seleccionado, pues, una serie de libros, creemos que lo suficientemente significativos y atractivos de autores españoles en su mayoría, aunque no en exclusiva, puesto que aparecen títulos relevantes de autores extranjeros, que nos van a servir para ofrecer las líneas generales (nunca exhaustivas) del tratamiento de la inmigración.

País de origen. «He atravesado el desierto» [ 2 ]

El país de procedencia de los inmigrantes es básico porque nutre su memoria, a él vuelven en los momentos de añoranza y de él han sacado sus tradiciones y costumbres. La mayoría de los inmigrantes proceden del continente africano, de Marruecos sobre todo, de Argelia, de Camerún; otros, menos, de Sudamérica y ninguno, al menos de las obras tratadas, de China o Japón, ni de los llamados países del Este. Vamos a verlo con ejemplos, que serán la base de este análisis, puesto que lo que pretendemos es ofrecer no nuestra opinión (pese a que sea inevitable no hacerlo), sino la de los escritores.

Ahmed, el protagonista de ¿Dónde estás, Ahmed?, de Manuel Valls, acaba de integrarse al curso escolar y procede de Marruecos, aunque no se especifica muy bien: «... el muchacho marroquí que había entrado en el insti aquel curso» (p. 8). También es de Marruecos, sin precisar, Amina, en Frontera, de Jordi Sierra i Fabra.

Más específica resulta la procedencia de Saïd, en Un viento frío del infierno, de Carlos Puerto, que viene del Atlas: «Yo nací del lado del desierto, aunque el desierto está lejos de casa...» (p. 86). Habib, en Noche de luna en el Estrecho, de Sierra i Fabra, también es del Atlas.

Hamed y su familia, en ¡Ring!¡Ring!, de Montserrat del Amo, proceden igualmente de África; lo mismo que Mustafá, en El paso del Estrecho, de Fernando Lalana. Luna, en Las trenzas de Luna, de Alfredo Gómez Cerdá, comenta que «nací en un país muy bonito situado en el centro de África». Coincide con ella el abuelo de El árbol de los abuelos: «... hace mucho tiempo, yo vivía en un poblado de África. Muy lejos de aquí, pero muy cerca del desierto» (p. 19). Y en un oasis vivía la pequeña Kadina, de La reina de los mares, de Montserrat del Amo. El padre del muchacho que cuenta la historia en De una a otra orilla, de Azouz Begag, procede El Ouricia, una pequeña aldea del norte de África que echa de menos continuamente: «Cuando era joven, en África, mi padre vivía con mi madre en una aldea, que no era más que unas cuantas casas rudimentarias apretadas unas contra otras» (p. 19). El joven Diko, en África en el corazón, de Mª del Carmen de la Bandera, lleva a sus espaldas una historia durísima y, aunque procede de Camerún, puesto que es un dowayo, su vida se ha mezclado con turbios asuntos en Liberia.

Sin duda, vemos que la añoranza y el recuerdo de la tierra aflora más en los mayores que en los jóvenes. Ellos miran hacia delante, mientras que sus padres aún miran hacia atrás. La única excepción a lo que estamos diciendo es, precisamente, Diko, que nunca va a olvidar sus orígenes ni sus raíces, aunque siga buscando una nueva vida.

Aser, en A punta de navaja, de Carmen Gómez Ojea, es sirio. Y Sélima, en Anne aquí, Sélima allí, de Marie Féraud es argelina: «Así pues, soy argelina, “árabe” como se nos llama y como también nos llamamos nosotros mismos, porque árabes o cabileños o bereberes, los pueblos que forman el Magreb todavía son niños recién nacidos» (p. 22).

Otros inmigrantes proceden de Hispanoamérica, aunque son menos, pero también queremos mencionarlos aquí. De Haití son los inmigrantes que naufragan en El loro de Haydn, de Felipe Juaristi: «Del interior del barco, para sorpresa de los policías, comenzaron a salir, hasta contar veinte, hombres, mujeres y niños, de aspecto cansado, todos ellos de piel negra y brillante como el tizón» (p. 24). También de América proceden los inmigrantes en Dieciocho inmigrantes y medio, de Roberto Santiago: «Todos los niños y niñas que eran de América del Sur se repartieron por las clases del colegio» (p. 45). Dominicano es el inmigrante que es asesinado en A cielo abierto, de Fernando Claudín. Y de Cuba es Alain, el niño que ha dejado la isla con sus padres en pos de un nuevo futuro.

Y, finalmente, Samisam, personaje de En Pallapalla no crecen los almendros, de Amina Nasser, nos habla de un país desgraciado, de donde tuvo que huir su madre, Mamusaid, por motivos políticos: «Pallapalla era un pueblo rico, no como el de Mamusaid, que era un país mísero entre los míseros. Era el país más infortunado del mundo. Estaba gobernado por un tirano; un rey impuesto en contra de su pueblo al que nadie quería porque repartía injusticia. ¿Quién podía querer a un rey que robaba a su gente para aumentar su fortuna y condenaba a su pueblo a vivir en la tristeza?» (p. 15).

País de destino. «Acaso no había otro lugar donde naufragar» [ 3 ]

Encontramos un destino muy similar en los inmigrantes «ilegales» que es el estrecho de Gibraltar y sus zonas cercanas. Justo allí pierde la vida el abuelo de Mustafá, en El paso del Estrecho, y al Estrecho llega también Habib —Noche de luna en el Estrecho— cerca de El Ejido. Diko —África en el corazón— recala cerca, en Tarifa, aunque se menciona también Algeciras, pero acaba desplazándose a Madrid en donde encontrará un Centro de Acogida y el principio de una nueva vida. Saïd —Un viento frío del infierno— también vive y estudia en Madrid. Los dos inmigrantes ilegales que naufragan en Cuéntamelo de nuevo, de Pedro Sorela, lo hacen en la isla del Risco de las Alas, en Canarias, un lugar alejado y con pocos medios de comunicación.

Más al norte viven Aser, en A punta de navaja. Concretamente vive en Gijón. Y Luna, en Las trenzas de Luna, vive en algún lugar de Asturias. Los inmigrantes que proceden de Alemania y viajan hacia Marruecos, en ¡Ring!¡Ring!, llegan a Zaragoza en donde pasan una noche en casa de dos ancianas, al principio reticentes, pero luego acogedoras. Y en las preciosas playas de Zarautz, en El loro de Haydn, naufraga el Stella Maris: «... no todos los días viene un barco a naufragar a la playa más limpia y bonita del Cantábrico, a la joya de las playas; no todos los días aparece en la muy nombrada y poética playa de Zarautz un buque con bandera panameña» (p. 12).

Y ya fuera de España, Sélima, en Anne aquí, Sélima allí, vive en Marsella. En cambio, la familia De una a otra orilla vive en Lyón y el niño narrador reflexiona acerca de los contrastes entre la aldea de su padre y su nueva ciudad: «La soledad no existía. Los hombres vivían juntos en la época de las aldeas. Con el paso del tiempo las aldeas crecieron, sus habitantes se hicieron más numerosos, comenzaron a vivir unos separados de los otros y la soledad se instaló entre ellos. La gente empezó a marcharse; se iban a unas enormes construcciones llamadas rascacielos. No se cruzaban más que en los ascensores y no se atrevían a hablarse o a mirarse. La soledad creció tanto como los edificios. Muchos se volvieron locos, pero ya no eran los simpáticos locos de la aldea, sino locos que producían miedo a los demás. Se construyeron manicomios para cuidarlos, para separarlos de la gente. Para las personas viejas se inventó el término de “tercera edad” y se construyeron residencias para que estuviesen más tranquilas en su soledad. ¡O para que dejasen tranquilos a los demás!» (pp. 22-21).

La llegada. «¡Vamos, al agua! ¡Sólo tenéis que ganar la orilla!» [ 4 ]

¿Cómo llegan los inmigrantes a su nuevo país? Es una cuestión angustiosa en ocasiones porque muchos llegan de manera ilegal, ocultándose y, por lo tanto, son víctimas de mafias establecidas que los engañan y trafican con su dolor. Suele ocurrir con los africanos que, en muchas de las novelas leídas, llegan en patera, con todo lo que ello comporta, ya que son arrojados al mar para evitar que las lanchas de la Policía Nacional los intercepten. Leemos el momento con precisión en El paso del Estrecho: «Distinguió luces de posición moviéndose rápidamente en la distancia e imaginó lo que ocurría: las lanchas de la Policía Nacional trazaban rumbos de caza [...]. De pronto un chapuzón. Y otro más... Y otro. Y otro...[...] el aire se había llenado de gritos en árabe, aspavientos y chapoteos desesperados...» (p. 20).

Jordi Sierra i Fabra en Noche de luna en el Estrecho (Nit de lluna a l`estret) investiga en los preparativos de ese viaje, en cómo hay quien lo intenta una y otra vez y se deja toda la fortuna de su familia en el intento y cómo, al final, la embarcación es frágil y todo resulta una mentira en la que un puñado de inmigrantes se juegan la vida: «La pastera aixecà la primera onada d`escuma en picar de proa contra l`aigua, amb la pluja provocada pero això, sota la nit tan clara com bonica, i tan espectral como silenciosa, tret del soroll del motor i de les onades, els rostres dels seus ocupants es van desencaixar per primera vegada, amb les mans aferrades a la fusta i els cossos embolcallats en una tensió que ja no els abandonaria» (p. 157).

A Diko —África en el corazón— le proponen que sea él, ya que maneja muy bien las barcas, quien transporte a la gente «para quemar el Estrecho»; porque es menor, a cambio le ofrecen dinero. Carmen de la Bandera entra en todos los detalles de esos viajes hacia la tierra prometida. No sólo viajan hombres, sino mujeres con niños de pecho que han de ser silenciados para que la policía no los descubra. Y la llegada está llena de sobresaltos: «Antes del desembarque, unos focos de luz nos envolvieron mientras que las voces de “¡Alto!” sembraron el pánico. Se oyó la orden de los patrones: “¡Saltad! ¡Estamos cerca de tierra!” Los haces luminosos barrían la zona creando el desconcierto. Los bultos humanos caían por la borda. El chapoteo de los desesperados nadadores levantaba remolinos de espuma. La pateras viraron: rápidamente emprendieron el camino de vuelta sin importarles el destino de la carga que les servía para su negocio. Entre brazada y brazada observé cómo la guardia española detenía a los que llegaban a tierra» (p. 129).

A menudo saltan las alarmas y se encuentran cadáveres de inmigrantes en las costas andaluzas o canarias; son los que no han llegado, son los que han naufragado y han perdido la vida en ese empeño. En Cuéntamelo de nuevo, uno de esos inmigrantes salva milagrosamente la vida: «Sobre su piel negra aparecían unas manchas blancuzcas: sal; la sal del mar. Eso quería decir que el hombre se había mojado. Y eso y la sangre en la frente, además de su ropa destrozada y su aspecto general, querían decir que era un náufrago» (p. 106).

En De una a otra orilla el viaje a Lyón se hizo en un barco, en el Kaiorouan. El padre del niño que narra la historia llegó en ese barco y tuvo miedo, pero luego, con el tiempo se fue acostumbrando: «Después de dos o tres travesías, conocía bien el Kairouan. Ya se había acostumbrado a él, como se acostumbra un pequeño animal doméstico a una casa nueva. Ya no le tenía miedo» (p. 55).

En El loro de Haydn se destapa una trama de tráfico de personas: «El hombre, en una mezcla de español y francés, afirmó venir de Haití, añadió que pagaron mil dólares por persona a un pirata llamado Duvalier, traficante en carne humana y en todo ser vivo o muerto, en todo objeto que pudiera ser vendido. Su destino era Calais, donde pensaban tomar un boque para llegar a Lowestoft...» (p. 50).

En La reina de los mares se ofrece la mirada inocente de una niña, Kadina, quien dulcifica el dolor del viaje, aunque sin escatimar los detalles: «Kadina y sus padres se embarcaron de noche y a escondidas con otros muchos, en una playa solitaria. La luz de la luna abría en el mar un sendero de plata. La barca se mecía suavemente, como un camello de tablas. De pronto se oyó un ruido extraño apareció una luz que avanzaba rápida sobre las olas. No eran truenos ni relámpagos, sino sirenas y faros. Todos se movieron asustados y se volcó la barca. ¿La reina de los mares? Kadina tuvo suerte de alcanzar una playa con sus padres, pero llegó empapada tiritando, sin bultos, sin mantas, sin pañuelo, sin nada...» (p. 25-27).

Hamed y su familia en ¡Ring!¡Ring! vienen de Alemania y cruzan España en verano para ir a su tierra de vacaciones, ellos ya se han asentado; pero siguen siendo inmigrantes aunque puedan desplazarse en su propio coche. Es una estampa familiar en las carreteras españolas y en los últimos años se están habilitando zonas de descanso para estas personas que conducen sin parar más de 24 horas seguidas con un solo objetivo: volver a su tierra en vacaciones.

En Las cartas de Alain, la huida es en balsa, dado que la familia de Alain huye de Cuba en busca de una vida mejor: «El mar estuvo muy frío al principio. Luego nos acostumbramos, bueno, con un poco de miedo. Pues hay que ver lo grandes que son las olas cuando navegas en un barquito, pequeño como cáscara de nuez, en medio de un mar oscuro y profundo» (p. 13).

Luna y su familia —Las trenzas de Luna— son refugiados políticos, que han llegado a España huyendo de la guerra de su país: «Mis padres trabajaban las tierras y yo iba al colegio con mis hermanos mayores. Pero comenzó una guerra terrible que acabó con todo: nuestras tierras fueron arrasadas, nuestra casa y nuestro pueblo fueron incendiados; murieron muchas personas, entre ellas mis hermanos y llegaron el hambre y las enfermedades. Mis padres y yo conseguimos escapar a través de la selva, andando durante días y noches. Llegamos a otro país, y luego a otro, y a otro... Eran países muy diferentes al nuestro, con otras costumbres y otros idiomas. A veces me parece un milagro haber sobrevivido» (p. 88-89).

De otros no se dice cómo llegaron, aunque aquí habría que hacer una salvedad social. Depende de la procedencia y de los recursos económicos que se tengan, la acogida es mejor, más favorable. No llegaría igual el padre de Asar, que es cirujano y ejerce como tal —A punta de navaja—, que Diko o Habib, quienes apenas tenían algo que llevarse a la boca. Claro que, una vez en el destino, todos tendrán dificultades, como veremos.

Primeros momentos, legalización. «Eso lo arreglo yo.» [ 5 ]

Una vez que el inmigrante ha recalado en el país de acogida no acaban los problemas, sobre todo si es un inmigrante ilegal, como sucede en algunos de los relatos que hemos leído. Diko (África en el corazón) es «un mojaíto», que es el nombre que dan por la zona del Estrecho a los que llegan en patera. Primero recibe la ayuda de una pareja «comprometida con el sufrimiento de los demás. Vivían en una zona donde es frecuente la llegada de pateras. Formaban parte de una asociación que prestaba auxilio al que lo necesitase en los primeros momentos del desembarque. Los orientaban, les indicaban a dónde dirigirse según cada caso» (p. 132). Después acaba en un Centro de Acogida, regentado por el padre Ángel en Madrid y, por último, reencuentra a su amigo Juan y parece que empieza una nueva vida para él.

Carmen de la Bandera, a la hora de hablar de los primeros momentos de los inmigrantes que llegan en patera a España, se inspiró en el llamado Padre Pateras, Isidoro Macías, franciscano de la Cruz Blanca, quien desde el año 2000 se dedica a socorrer por todos los medios a los ancianos, las mujeres embarazadas y los niños que llegan en ese precario medio a las costas andaluzas.

Habib (Noche de luna en el Estrecho) se salva de una muerte casi segura y entra en Almería como inmigrante ilegal. Poco a poco va entendiendo su situación y acaba viviendo, más bien malviviendo, en Alicante. Llega hasta Barcelona y, por último, desengañado de todo, vuelve a su país. Habib llega a la conclusión de que es un ciudadano de tercera en un mundo que pensaba que era de primera.

El Chirlas, un muchacho (aunque luego resulta ser muchacha) metido en el negocio del contrabando, salva de morir a un inmigrante y luego siente que sus vidas se vinculan, por distintos motivos: «Era un muchacho. Un moro. Lloraba a moco tendido y decía cosas atropelladas que Chirlas no entendía» (p. 24).

En el Albergue de Zarautz (El loro de Haydn) acogen a los inmigrantes ilegales y les dan de comer: «Los polizones estaban en el comedor. Les habían prestado ropa usada, limpia y seca, pero no a todos les iba bien: a algunos excesivamente chica. Parecía salidos de algún circo abigarrado y extraño. Pero se les veía aseados, saludables y con apetito. [...] Comieron, según supo el comisario de labios de Estefanía Monte de Oca, la encargada del Albergue, un buen plato de arroz acompañado con tomate y calamares fritos y troceados, luego alubias del país, y al final pollo con patatas y pimientos fritos. Se comieron también todas las cerezas, naranjas y melones que pudieron» (p. 48).

Maura (Cuéntamelo de nuevo) quiere ayudar a un inmigrante que encuentra escondido; trata de hacer que coma y se sienta mejor, aunque no se puede mantener la situación y ahí entramos en otro aspecto. Una vez que llega el inmigrante, si es ilegal, tiene que tratar de hacerse con «los papeles» y a eso se dedica el padre de Maura: «De modo que mi padre viaja a Santa Cruz a cada poco para mover las gestiones los enchufes con el fin de conseguirle a Shandaniel los papeles que le permitan quedarse a trabajar, en las islas o donde prefiera. Y él no lo dice, pero no está resultando fácil: suele volver agotado y de mal humor...» (p. 153).

La profesora de Ética de Claudio, María Dolores, que es una inmigrante ilegal, les explica por qué deben marcharse ella y los otros chicos que la acompañaban: «Nos explicó que en todos los países hay leyes, y que las leyes hay que cumplirlas, y que algunas cosas se habían hecho demasiado deprisa. Que por intentar ayudar a los demás, ahora resultaba que su estancia en España no era legal porque no se habían hecho bien los trámites y los papeleos, y que con un poco de suerte a lo mejor en el futuro todo se arreglaba y a lo mejor podían volver otra vez al colegio» (Dieciocho inmigrantes y medio, p. 115).

A Luna sus padres le han prohibido salir y hablar porque tienen miedo de que los descubran, y ella así lo cuenta en una carta que escribe: «Ahora no puedo deciros dónde me encuentro. Mis padres me lo han prohibido, porque si nos descubriesen nos echarían. La culpa la tienen unos papeles que no podemos conseguir. Vivimos escondidos y sobrevivimos gracias a la ayuda de algunas personas buenas y generosas» (Las trenzas de Luna, p. 89).

También de papeles se habla a los más pequeños en La reina de los mares. Kadina debe irse y su compañero de pupitre no está muy de acuerdo con eso: «Dijo el maestro: “Kadina no estará aquí mucho tiempo porque no tiene sus papeles en regla”. El chico del pupitre de al lado pensó para sus adentros: “Eso lo arreglo yo”. Con una regla y un lápiz azul estuvo mucho rato haciendo rayas en unas hojas para que Kadina tuviera sus papeles en regla. Pero el maestro le dijo que no eran ésos los papeles que necesitaba Kadina y que se tendría que marchar» (p. 34).

Ahora bien, a nadie le cuesta tanto hacer el viaje como al bueno del rey Baltasar. En el cuento Noche de Reyes, de Joan de Déu Prats, se explica, de manera jocosa, la cantidad de trabas administrativas, burocráticas y humanas que tuvo que pasar el rey Baltasar para llevar su regalo al niño que le había escrito la carta: «El rey mago se encogió de hombros, dio media vuelta y decidió acampar con su camello en las mismas puertas de Europa. Fueron pasando los días, y cada mañana el rey se presentaba ante los guardias para preguntarles si ya podía entrar. Pero el permiso nunca llegaba». Al pobre rey le roban el camello, le ponen una multa, no lo dejan trabajar... En fin, que el cuento nos sirve de alegoría para entender el calvario por el que han de pasar los inmigrantes que llegan a «este lejano y extraño continente» que es el nuestro. En general no se habla mal ni de la policía, ni de la Guardia Civil, ni de las fuerzas del orden que interceptan a los inmigrantes ilegales; al contrario, se suele ponderar su humanidad y su disposición a ayudarlos.

Recelos y racismo. «El racismo no era ninguna tontería» [ 6 ]

Los países de acogida no siempre reciben bien a los inmigrantes y a menudo los miran con recelo, con desconfianza, puesto que lo que no se conoce suele despertar este tipo de sentimientos. Todos los narradores que estamos leyendo, de una manera o de otra, combaten el racismo y lo denuncian con crudeza en muchos casos. Dejemos que hablen ellos. Fran, en A punta de navaja, critica el racismo y manifiesta que: «... el racismo no era ninguna tontería ni un asunto baladí, sino algo dañino y tenebroso...» (p. 17). En su instituto están apareciendo pintadas muy ofensivas que ponen en alerta a la comunidad educativa y hacen que empiecen las sospechas: «Ocurrió una mañana en que en las paredes de todos los servicios destinados a uso del alumnado, aparecieron pintadas con enormes mayúsculas hechas con un spray: NEGRO=MIERDA=H. DE PUTA» (p. 17). «Poco después de la aparición de las pintadas en los servicios, Fran y la gente de su curso se quedaron patitiesas al encontrarse un día con su aula profusamente decorada con cruces gamadas y svásticas e infamias de este rango: Hay que echar a los moros al mar. Moros a la puta morería. Moro bueno, moro muerto» (pp. 17-18). Ante la nueva provocación que aparece en la pizarra del aula (p. 24), Fran estalla llena de indignación ante algunas risas de sus compañeros: «¿Os hace gracia, eh? La misma que a mí, si apareciera ahora mismo por la puerta un grupo de los defensores de la pureza aria y os llevaran a patadas en el culo a un campo de exterminio para gasearos por ser unos “aceitunos” latinos, morenos y que no llegáis al 1´90 de estatura» (p. 24).

Muy dramática es la confesión que hace Carlos en A cielo abierto: «¡No veas cómo se puso el Iván! Estaba superrabioso. “¡Yo no soy un cochino emigrante!”, gritó, y se tiró encima del otro. Se había sacado los luchacos de la Bomber. Fue visto y no visto. Cuando me quise dar cuenta le había abierto la cabeza. De repente vi al menda tirado en el suelo, con la mirada fija...» (p. 13). Selene, en este mismo libro, no entiende estos comportamientos faltos de coherencia y se pregunta: «Digo yo, ¿cómo se explica que, por una parte, a los skinheads les mueva el ska, que es ritmo nacido del corazón jamaicano, y por otra rechacen a los jamaicanos, es decir, al inmigrante? Si fueran coherentes, deberían rechazarlo todo del jamaicano, en lugar de aprovecharse hipócritamente de la parte de ellos que les interesa....» (p. 52).

El propio Aser, en A punta de navaja, sufre un ataque a manos del grupo radical de su instituto: «Aser en el suelo. Los otros huyendo en desbandada. La cara de Aser llena de sangre. Había sido una acción criminal, rápida, realizada al amparo de la oscuridad de la noche de invierno» (p. 45).

A menudo, tras las posturas racistas se esconden los grupos neonazis como en el ejemplo anterior los skins como en Un viento frío del infierno. Manu no soporta que su hermana Eva tenga relaciones con un marroquí y no descansa hasta acabar con él, aunque se equivoca y a quien acaba matando es a su propia hermana.

Ahmed (¿Dónde estás, Ahmed?) le explica a Claudia que las posturas racistas son mucho más frecuentes de lo que nos pensamos: «El racismo se confunde con la intolerancia. A la mayoría de la gente le cuesta respetar la diferencia que existe entre ellos y sus vecinos, y eso se acentúa cuando los vecinos son de otras razas, de otras religiones. Y si encima de ser inmigrantes son pobres, te aseguro que la cosa se complica todavía más» (p. 41).

Los inmigrantes despiertan recelos y muchos prejuicios, como el consejo que le da Toni a Claudia cuando le dice que no salga con Ahmed: «Yo que tú no saldría a la calle con el moro ese. A la que te descuides, te robará lo que pueda» (p. 65).

Los mismos recelos que encontramos en De una a otra orilla: «Hay que decir que el día en que nos vinimos a este apartamento había escrito sobre nuestra puerta: “¡Los árabes, a su país!”. Mi padre, intrigado por aquellos jeroglíficos, me pidió que los tradujese y le dije que la vecina nos daba la bienvenida. La señora Durand nos detesta y no pierde ocasión de demostrarlo. No quiere que los extranjeros vengan a perturbar su tranquilidad. Fue entonces cuando nos convertimos en los vecinos-extranjeros. No era muy divertido aquel ambiente» (p. 24).

Sélima (Anne aquí, Sélima allí) tampoco es propiamente ajena a estas muestras de racismo y nos ofrece una mirada muy lúcida y crítica sobre su experiencia que transcribimos íntegramente por su especial interés: «Y en el barrio donde vivo, aunque oigo gritar “asqueroso árabe”, también oigo “asqueroso italiano”, “asqueroso portugués”, etc... Con las variantes despectivas al uso “asqueroso moro”, “asqueroso macarrón”, “asqueroso porto”... Como todo el mundo que nos rodea puede, de la noche a la mañana, ser “asqueroso algo”, incluidos los franceses, “asqueroso borracho”, “asquerosa puta”, eso es algo que no me ha impresionado jamás. Ni las trifulcas, ni las fronteras entre los vecinos de las distintas escaleras. El racismo es la base de nuestras relaciones en el barrio. Todo ello es muy fluctuante en Pierrefort con alianzas complicadas, dominadas por las preocupaciones del momento. Por ejemplo, los franceses y los italianos se hacen muy amigos cuando los judíos critican a Palestina, pero los portugueses, los italianos y los árabes se unen en las huelgas para insultar a los “franchutes”, que organizan comandos de matones para darles una buena paliza» (p. 22).

Palabras como moro y otros calificativos ofensivos, como llamar a todos los marroquíes Mustafá, aunque no sea su nombre, aparecen como motivo recurrente del racismo en los libros leídos. Muy irónico es Chirlas (El paso del Estrecho) cuando se topa con un verdadero Mustafá: «Chico, pensaba que Mustafá era nombre de personaje de cuento» (p. 27).

A Claudio (Dieciocho inmigrantes y medio) le resulta ofensivo el tono de las palabras: «Y la palabra negro a mí me pareció que la decía como algo malo, no como cuando yo le pregunté a María Dolores si podía decir que era negra» (p. 55). Porque las palabras no son las que dañan, sino el tono con que se dicen y ésa es la gran lección que le da la profesora inmigrante a Claudio:

«—María Dolores, ¿a ti te molesta que digamos que eres negra?

María Dolores se rio y luego me dijo:

—¿A ti te molesta que digamos que eres blanco?» (p. 20).

A menudo los inmigrantes despiertan sospechas entre los ciudadanos del país que los recibe, que dudan de sus intenciones o, incluso, creen que van a resultar perjudicados por su llegada. Estos prejuicios se recogen en algunas de las novelas que hemos leído, aunque nunca los sostiene el personaje protagonista. Así, el padre de Claudia en ¿Dónde estás, Ahmed? asevera: «Cada día llegan más inmigrantes a este país, y cada día hay más en paro. A este paso, los españoles nos quedaremos sin trabajo y, en cambio, todos los moros y los negros acaban colocándose y estableciéndose aquí» (p. 33).

Ésta es una opinión bastante generalizada entre la población que acaso ignora, por ejemplo, que la Seguridad Social en parte se está sosteniendo gracias a las contribuciones de los inmigrantes. Es, en este mismo libro, la madre de Claudia quien lo rebate diciendo: «El trabajo que terminan haciendo los inmigrantes no hay ningún parado que lo quiera. Esa pobre gente no viene a robar el empleo a nadie. Tienen todo el derecho del mundo a buscarse la vida en otro país» (p. 33).

Un razonamiento similar se lee en A punta de navaja: «Otro día había asegurado que los inmigrantes que llegaban a España eran un peligro cuanto que ocupaban puestos de trabajo que podrían desempeñar gentes de aquí. Aquella vez había sido Vito el que le había replicado con su ironía y aparente indolencia, sin dejar de columpiarse en la silla: “Eso no es cierto. Pero, si lo fuera, yo los animaría a que no se conformaran con robar sólo trabajo, sino también las carteras de los políticos y de los mandamases del Banco Mundial”» (p. 42).

También se considera, a menudo, que los inmigrantes recién escolarizados son un problema para el colegio y el problema está en la falta de medios que tienen los profesores para integrarlos en las aulas, no en ellos mismos que suponen una riqueza para sus propios compañeros, ya que les abren los ojos a otras culturas y a otras posibilidades. No obstante, en Dieciocho inmigrantes y medio parece, en principio, triunfar la tesis de la influencia negativa de estos chicos sobre el resto de la población escolar: «Por lo visto, en la reunión de padres de alumnos del día anterior se había dicho que “los inmigrantes eran muy conflictivos” y también que “no eran una buena influencia para los demás”, y se habían dicho muchas cosas sobre nosotros y sobre los inmigrantes» (p. 96).

A Samisam, en En Parapalla no crecen los almendros, también lo expulsan del colegio y eso que aún no tiene 8 años: “Así fue como me echaron por primera vez del aula, en medio de las carcajadas de los demás niños que nunca me miraron bien. Después hubo otras muchas, hasta que cumplí los ocho años y me dijeron: “Negrito, estás expulsado. No vuelvas más a este colegio; no te dejaremos entrar”» (p. 11).

En otro frente, también es corriente que cuando hay un problema o un disturbio o cualquier asunto poco claro y se encuentran inmigrantes por en medio, lo primero que se piensa es que ellos son los culpables. De nuevo acudimos a ¿Dónde estás, Ahmed?: «En el reportaje se veía al vecindario muy alarmado. Por lo visto, el barrio está infestado de inmigrantes, y la delincuencia ha aumentado muchísimo en los últimos meses» (p. 115).

Resulta curioso que también haya otra perspectiva del racismo, muy llamativa, y es que pueden darse reacciones contradictorias y que los mismos inmigrantes muestran recelos hacia los autóctonos. Y otra vez nos sirve de ejemplo ¿Dónde estás, Ahmed? Un amigo de Ahmed, marroquí, echa en cara a Claudia los problemas que tiene el chico y se muestra radical y desconfiado:

«... es obvio que si Ahmed no se relacionara con gente como tú, no le pasaría nada de lo que le está pasando. Sus amigos, los de verdad, jamás le crearíamos problemas.

—O sea, que, según tu punto de vista, él solamente tendría que relacionarse con los de su raza.

—Exacto; su mundo es éste. Y sus verdaderos amigos, sus hermanos, somos nosotros, y nosotros jamás le trataríamos mal ni le haríamos sentir culpable por ser musulmán.

—¡Pero eso es racismo!» (p. 144).

En algún relato se explica cómo estos inmigrantes acaban en manos de la delincuencia. Así, Diko (África en el corazón) se topa con uno de esos grupos y acaba, antes de darse cuenta de su error, formando parte de una banda organizada. La razón que da este grupo de chicos es que «los españoles te miran de mala manera y siempre hay broncas. Por eso hemos decidido vivir por nuestra cuenta. Estamos bien organizados, sólo tenemos que procurar que no nos pesque la policía» (p. 139) y añade: «... aquí cada uno se dedica a hacer lo que mejor sabe: unos birlan bolsos o monederos donde pueden, en las aglomeraciones del metro, en las estaciones; otros comida o lo que sea en tiendas y grandes almacenes, y aunque esto cada día está más difícil porque hay mucha vigilancia, siempre cae algo» (p. 143).

Ahora bien, de todas las historias que hemos leído, una destaca sobre todas las demás por su crudeza y dramatismo. Es La isla, de Armin Greder. En ella, con unos dibujos muy sugestivos y con un texto parco y conciso, sin retoricismos, se nos narra «una historia cotidiana». La de un hombre que llega a una ciudad y nadie lo acepta, pero lo alimentan porque no quieren que muera, aunque lo tratan peor que a una alimaña porque nadie lo conoce y no saben nada de él y todos tienen miedo y sospechan: «... no podemos mantener a cualquiera que llegue hasta nosotros», se indignó el tendero, «porque nosotros mismos terminaríamos pasando hambre». Este hombre los atemoriza y tejen sobre él las más burdas historias porque es distinto, porque no es como ellos: «Estaba presente en sus días y también en sus noches, cuando se asustaban al soñar con él. Los hombres corrían la voz sobre una amenaza cuando se hablaba de él. Las mujeres se quedaban en la cocina y advertían a sus hijos de que no se acercaran al establo de las cabras». Por último, expulsan al extranjero y construyen una muralla alrededor de la isla porque no quieren recibir visitas de intrusos.

La isla más que un álbum ilustrado para los niños, es un alegato para los adultos, para que reflexionemos y entendamos que lo que es distinto no tiene por qué ser peor.

La lengua. «Es una manera que tienen ellos de hablar» [ 7 ]

La cuestión lingüística no es baladí en el caso que nos ocupa. Y quien esto escribe lo sabe muy bien por experiencia profesional. Cada año son muchos los chicos y chicas que se matriculan en nuestros colegios e institutos y muchos los problemas que se plantean a la hora de enseñarles la lengua o las lenguas, ya que en las comunidades autónomas con idioma propio son dos las lenguas que deben aprender, aunque éste sería tema para otro estudio que supera lo que hoy aquí estamos reseñando.

En el caso de los inmigrantes de Hispanoamérica el problema lingüístico desaparece, al menos en parte, aunque siempre hay alguna variedad en usos y acentos como nos cuenta Claudio: «Diego y Héctor, en lugar de decir “tú” dicen “usted” y en lugar de decir “vosotros habéis visto” dicen “ustedes han visto”. Es una manera que tienen ellos de hablar y, por lo visto, así hablan todos donde ellos viven» (Dieciocho inmigrantes y medio, p. 55).

El asunto se complica cuando el idioma que se habla está muy alejado de los románicos, como puede ser el árabe. El padre del muchacho en De una a otra orilla se siente impotente por no dominar el idioma: «Si supiese hablar bien el idioma, ya le hubiese hecho una visita a tu profesor hace mucho tiempo. ¡Habría visto cómo me las gasto! ¡Le hubiese enseñado a respetar a Dios!» (p. 82).

A Sélima en el colegio de Marsella al que acude le dicen los profesores: «Sélima, pequeña, tienes que olvidar tu lengua materna cuando entres en clase... Nadie pone en duda que es una bella lengua, pero piensa en un pastel, una tarta por ejemplo, una tarta en la que sustituyéramos el azúcar por la sal... Tendría un sabor malísimo, ¿no crees...? Ahora imagina que el francés es una tarta. Utiliza azúcar y no sal... Notarás que tiene un sabor maravilloso y ya no querrás probar otra» (Anne aquí, Sélima allí, p. 10).

Saïd (Un viento frío del infierno) entiende que debe hacer un esfuerzo y dominar el español: «Ahora vivo en España, ya no estoy en Marruecos, aquí nadie entiende el francés y menos el árabe, tengo que hablar y escribir bien el español. Sólo así podré dar clases a mis amigos sin cometer faltas. Aunque, la verdad, ellos con tal de hablar un poco, con tal de chapurrear y salir adelante, se apañarán. Como dicen las octavillas que entregamos a los posibles alumnos, “Clases gratis de español para extranjeros”. Tenía que haber puesto para “magrebíes”, porque si me sale un japonés o un ruso, la he fastidiado» (p. 30).

Villano, el gato de Samisam (En Pallapalla no crecen los almendros) razona con el niño para que entienda que no hace falta renunciar al idioma materno ni al nuevo: «¿Acaso Ma-musaid no te contaba cuentos en su lengua? ¿No te hablaba siempre en su idioma? ¿De dónde eran las nanas que te cantaba cuando te llevaba a dormir? [...] ¿Y aquí? Continuó Villano. ¿Es que no empezaste a gatear aquí? ¿No diste aquí tus primeros pasos? ¿En qué idioma te enseñan?» (p. 33).

Doña Carmen, la anciana de ¡Ring! ¡Ring!, admira que sus huéspedes sepan tantos idiomas: «¡Fíjate! Nosotras sólo sabemos español. Pero estos niños conocen dos lenguas, y Hamed, tres. ¡Son listísimos!» (p. 41).

Luna, la pequeña africana de Las trenzas de Luna, escribe en una carta lo mucho que le ha costado aprender el idioma, pero que su esfuerzo ha valido la pena porque se puede comunicar con otros niños como ella: «He aprendido a leer hace poco tiempo y aún me cuesta trabajo, pero como las cosas que me decíais en ellas eran tan bonitas, me costó menos esfuerzo. También he aprendido a escribir hace poco tiempo, por eso he tardado en contestaros. Tengo que pensar mucho cada palabra antes de escribirla para no equivocarme y, a pesar de todo, a veces me confundo y las escribo mal» (p. 87). En cambio, Diko (África en el corazón) domina el español cuando llega, porque lo aprendió en África con Juan, su amigo madrileño. Esto le facilitará una comunicación efectiva.

Kadina y el chico del pupitre de al lado nos dan una lección de convivencia porque se entienden sin ningún problema: «El chico del pupitre de al lado comentó en voz alta, muy contento: “Nosotros dos sí que nos entendemos”. Era verdad. “Hola” arriba y “Hola” abajo, con una sola palabra y unos gestos, Kadina y el chico del pupitre de al lado se entendían perfectamente» (La reina de los mares, p. 33).

Integración e identidad. «Las costumbres y las religiones separan más que la propia naturaleza de las personas» [ 8 ]

La mayoría de los libros que estamos analizando muestran que, en un principio, las distintas costumbres y la cultura propia de los inmigrantes chocan cuando entran en contacto con las nuevas costumbres y la nueva cultura. Aquí, sin ir más lejos se celebra la Navidad y esto resulta a veces un problema para estos chicos: «Intenté decirle que no éramos ricos, que mi padre no era más que un trabajador emigrado, y que nosotros no celebrábamos la Navidad porque éramos musulmanes» (De una a otra orilla, pp. 15-16). A este niño le gustaría celebrar la Navidad como el resto de sus compañeros y los envidia: «Aquella noche tuve pesadillas. Me imaginé entre una multitud de niños reunidos en una gran sala muy decorada. Todos habían recibido un regalo, salvo yo. Entonces, pasé por delante de cada uno de ellos para deleitarme con los regalos que tenían en sus manos. Lloré de envidia» (pp. 31-32).

En El regalo de la abuela de Sara, de Ghazi Abdel-Qadir, se resuelven sin estridencias estos problemas religiosos y culturales ya que «el pueblo constaba de dos partes. En una vivían principalmente los cristianos, cuyas casas se agrupaban alrededor de una vieja capilla; en la otra, los musulmanes, cuyas casas se levantaban en torno a una mezquita. El abuelo me había explicado una vez que esa separación no había sido intencionada, sino que se había producido por sí sola» (p. 51).

Muchos de los protagonistas, los más jóvenes, los que están en un momento de cambio en su vida, los que cuestionan sus raíces y buscan su futuro, sufren problemas de identidad que tratan de resolver como pueden, ayudados casi siempre por chicos y chicas de su nuevo país (y también, todo hay que decirlo, son acosados por chicos de su misma edad). En algunas ocasiones se logra ese equilibrio tan ansiado en la adolescencia gracias a la amistad y, en otras, gracias al amor, y ahí entraríamos en otras barreras también difíciles de superar; es el caso desgraciado de Saïd y Eva, el de Ahmed y Claudia, mucho más esperanzador, ya que Claudia puede esperar a Ahmed, quien se ha ido a buscar respuestas a sus preguntas, pero Eva ha muerto y Saïd llora esa sinrazón.

Los más radicales, los menos conciliadores, los intolerantes ponen barreras difíciles de franquear: «Ellos son musulmanes y tienen costumbres diferentes. Además, la mayoría de los que emigran de su país son unos ladrones y sólo vienen a España a huir de la justicia» (¿Dónde estás, Ahmed?, p. 9).

Esto sucede, como ya se puede deducir, con los inmigrantes de otra religión, con los musulmanes, ya que ahí entran en conflicto cuestiones religiosas y malos entendidos difíciles de superar. Ahmed anda confundido y desorientado y llega un momento en que no se siente ni de aquí ni de allí. Necesita afirmar su propia personalidad: «Ni yo mismo sé lo que soy. Según donde esté, soy una cosa u otra. Entre vosotros soy un inmigrante, un musulmán. Entre los míos, un renegado que ha abandonado sus tradiciones, casi un extraño. Ni tan siquiera en mi casa, en mi propia familia, sé de parte de quién estoy» (pp. 181-182).

A Sélima le ocurre prácticamente lo mismo e inventa un nombre cuando está en Marsella, Anne, para ser aceptada por los chicos del Liceo, y vuelve a ser Sélima cuando va a Argel: «Quizá soy Sélima en Argel porque Anne se ha quedado en Marsella. Quizá cuando aterrice en Marsella me faltará otra parte de mí, la Sélima que se ha quedado en este país; pero sabré que está bien allí donde esté. ¡Como ves, es un extraño batiburrillo!» (Anne aquí, Sélima allí, p. 117).

Malika (El árbol de los abuelos) no está muy segura de que deba hablar de su abuelo Karamoko y de sus andanzas en África, y decide inventarse una identidad más segura: dirá que es carnicero. El abuelo, no obstante, tiene otros planes y da una lección a su nieta. Se presenta en clase y habla a todos los niños y lo que a Malika le resultaba extraño, encanta a sus amigos: «Todos los niños y niñas quieren que el abuelo siga contando la historia del desierto. Yo me siento importante, segura... y muy orgullosa» (p. 40). El abuelo da en el clavo cuando habla de que nunca hay que prescindir de las raíces: «Porque los árboles que tienen raíces sólidas son más fuertes que todo. Más fuertes que la sed, más fuertes que el miedo, más fuertes que el desierto». (p. 43).

Samisam también se siente diferente porque es negro y no blanco, y eso le duele. Su gato, Villano, es la voz de la conciencia, quien pone las cosas en su sitio una vez más: «¿Te sientes diferente por el color? Todos los niños son diferentes, aunque tengan el mismo color. Mírame. Soy blanquito. Pero aquí, en Pallapalla, todos los gatos son negros, o grises con rayas negras, o marrones. ¿Crees que por eso quiero cambiar mi color?» (En Pallapalla no crecen los almendros, p. 29).

Muchas veces las costumbres relacionadas con la mujer a nosotros nos resultan intolerables, en unos casos, e incompresibles en otros. Cuando, por casualidad, Fran ve a la madre de Aser con el pelo al aire y ob-serva su reacción, reflexiona al respecto y no entiende las barreras culturales: «La madre usaba ropas largas y amplias, y se cubría la cabeza con una hijab, un pañuelo blanco anudado en la barbilla. En una ocasión, durante una fiesta de cumpleaños de Aser, todos los amigos y amigas entraron en la cocina, donde ella ultimaba los preparativos del festejo, a saludarla. Se encontraba con la melena suelta y al aire, recién lavada, por lo que, al ver aquel tropel de intrusos, se había puesto a gritar en árabe de forma desgarradora, cubriéndose presurosa la cara y la cabeza con el ampuloso delantal, para que nadie pudiera ver su cabello que, según su religión, debía ocultar. Aquello a Fran la había alterado vivamente. Había pensado que muchas religiones y morales dominantes no eran justas ni amorosas con sus adeptos y fieles, levantando fronteras y muros de recelo entre las gentes, en vez de unir y hacer que las personas caminaran juntas, codo con codo, hacia el hermanamiento universal» (p. 16). El padre de Aser, por ejemplo, pese a ser una persona culta, es reticente a la hora de contratar a una abogada por el hecho de que es mujer.

Las mismas costumbres que la madre de Aser tiene Amina, en Frontera, aunque no esté muy de acuerdo con ellas. «... a ella no la dejaban salir de casa los fines de semana... Estefanía nunca le prestó atención al hecho de que ella fuera de Marruecos, salvo por dos detalles: la imagen y lo que ella creía que era falta de libertad de su compañera. La imagen era ya habitual, el hiyab, el pañuelo blanco en la cabeza, y una única túnica de pies a cabeza. Siempre la misma ropa. La falta de libertad, a su juicio, se debía precisamente a las costumbres que la obligaban a quedarse en casa para cuidar de su madre y de sus hermanos pequeños» (p. 13). Amina guarda un secreto y un buen día lo desvela: quieren casarla en Marruecos con un hombre mucho mayor, y ella huye y se refugia en casa de Estefanía; ahí entramos en una disyuntiva: ¿son buenas las costumbres del país de origen oes bueno dejarlas y avanzar? Estefanía lo tiene muy claro: va a esconder a Amina porque ya basta de fronteras y así reflexiona: «Iban a llevársela de España, para confinarla en un pueblo que ya le era desconocido, y casarla con un hombre mayor que ella. Iban a arrancarla de sus estudios, de su vida, de su futuro, para convertirla en una esclava, nada más. Satisfacer a su marido, lavar, limpiar, tener hijos... La normalidad “de allí” se convertía en monstruosidad “aquí”. Y en medio, un abismo en apariencia irreconciliable» Frontera, (p. 21).

Sélima habla de estas contradicciones y opta por no decir nada y seguir su vida. Escucha lo que le dicen, pero ella no quiere ser «una joven pasiva»: «Tantas contradicciones confesadas con tanto candor me desarmaron completamente. Mientras volvía a su retahíla, comprendí que mi tía podía al mismo tiempo considerar a todas las universitarias como “perdidas” y alentar la vocación universitaria de su sobrina invocando al Buen Dios, condenar a Francia y mi educación demasiado libre mientras me ordenaba que prosiguiera tranquilamente mis estudios...» (Anne aquí, Sélima allí, p. 104).

Hamed (¡Ring!¡Ring!) se empeña en convencer a la que cree su prima Marta con estas palabras, que también hablan de un mundo en el que la tradición y la hospitalidad lo son todo: «Tú sólo eres la mujer de Alí, tú no perteneces a nuestro pueblo. Pero las costumbres del pasado, las leyes de la hospitalidad de los hombres y las mujeres del desierto, deberían seguirse en el mundo entero» (p. 27).

Acaso, una solución la da doña Carmen, en el mismo libro que acabamos de citar, cuando dice lo siguiente (y podemos entenderlo en sentido metafórico): «Nosotras hemos vivido solas, encerradas en casa, mucho tiempo. Y de pronto, sin buscarlo siquiera, en cuanto hemos abierto la puerta una rendija, nos han entrado nuevos amigos por la puerta» (p. 77).

Otro conflicto es el cultural y ahí el padre del muchacho de De una a otra orilla siente que su hijo se aleja de él, puesto que aprende cosas occidentales y él no cree ni en la fuerza centrífuga ni en las leyes de la física, sólo en sus oraciones. Y además tiene en muy mal concepto a todo lo que venga de América del Norte. El profesor del niño, enterado del conflicto, también da otra solución y provoca que se le pierda el respeto a su padre cuando le dice: «No olvides que tu padre tiene dentro de él otra fuerza». (p. 88).

Y completa muy bien esta idea de la búsqueda de identidad en el nuevo país, la carta que Amina (Frontera) dirige

a sus padres en la que les di-ce, entre otros aspectos, que valdría la pena leer despacio: «¿Qué soy? ¿Quién soy? Me llamo Amina El Hachmi, nací en Marruecos, soy española desde hace muchos más años de los que pueda recordar, y siempre me he sentido feliz de pertenecer a un mundo aunque viviera en otro». (p. 160).

Una novela que se aleja de lo que decimos, en cuanto a la perspectiva, no en cuanto al tema, es La llamada del muecín, de Helen Keiser. Aquí, la inmigración se produce de manera contraria a como la estamos viendo hasta hora. Es una joven alemana quien se casa con un joven de Bagdad que estudia Medicina en su país. Sibylle, que es el nombre de la chica, acompaña a su marido al país de las mil y una noches y allí pasa a ser Sita,

a la vez que pierde sus libertades: «Todos, incluidos sus suegros, eran amables. Sita no podía quejarse: la mimaban co-mo a una princesa. Con el único inconveniente de que no era dueña de sí misma: la manejaban, la dirigían; de un modo muy discreto; eso sí, pero muy real» (p. 43).

Ahora bien, Sita se acaba integrando y cuando tiene problemas de identidad con respecto a su hija es el suegro quien los acalla: «Y Sita manifestó al padre de Harun sus preocupaciones: quizá hubiera hecho mejor en escuchar a sus padres, no casarse con un oriental y no traer al mundo unos hijos carentes de una identidad precisa, con riesgo de ser despreciados y expulsados por una y otra parte. El viejo señor la tranquilizó:

—No te devanes los sesos con esa idea, hija. Todo depende del lugar donde un niño nace y crece. En Europa y América puede ser diferente porque allí hay discriminación. No así entre nosotros. Aquí la familia tiene más importancia» (p. 142).

Bien, con estas palabras de Harun se nos abre otra polémica: ¿qué civilización conserva los más altos valores? Aquí sí que sembraríamos la discordia y lo mejor es que cada uno analice sus propios comportamientos y aplique a sí mismo el mismo rasero con que mide a los demás.

Tono y persona narrativa. «Una palabra más alta que otra» [ 9 ]

No todas las novelas mantienen el mismo tono a la hora de enfocar el tema de la inmigración. Encontramos tono festivo y cordial en Dieciocho inmigrantes y medio, La reina de los mares o El árbol de los abuelos, o el tono irónico en El paso del Estrecho o El loro de Haydn. En cambio, observamos un tono de crítica, duro, realista y, en ocasiones descarnado, en Furia, Un viento frío del infierno, A punta de navaja, La isla y A cielo abierto. Todo depende del enfoque narrativo que le quiera dar el autor. A menudo la ironía nos sirve como escudo protector, para que podamos cuestionarnos sin dañarnos a nosotros mismos; en cambio el tono realista implica mayor atención a la hora de leer y un toma de posición por parte del narrador y, a la vez, del lector.

Distintas son las edades de los personajes protagonistas. La mayoría son adolescentes, chicos y chicas de 17 a 19 años; aunque, como hemos visto, también acompañamos a niños y niñas más pequeños que viven la inmigración sin entenderla muy bien. Y, por último, aunque no con un papel protagonista, también nos topamos con el personaje del inmigrante adulto (la primera generación de inmigrantes, en casi todos los casos, los padres y las madres de los niños protagonistas).

La tercera persona narrativa es la que más abunda, pero también son muchos los relatos narrados por los propios chicos y chicas (ya sea el inmigrante o un amigo). Claudio, Claudia, Fran, Diko o Sélima son quienes toman la batuta y nos cuentan la historia en sí. A veces aparecen otros recursos como son las cartas, el diario o los poemas. Todo ello enriquece la acción e identifica al autor, porque es lógico que, en una serie amplia de obras, resulta difícil unificar y cada novelista le da su impronta personal a los relatos. Unos resultan más poéticos, otros más directos, algunos son rápidos, otros se remansan en descripciones; en fin, que es un abanico lo suficientemente amplio como para que cada uno encuentre el título que más se ajuste a sus necesidades y gustos. Aquí nos hemos centrado en el texto, pero es obvio recalcar que las ilustraciones forman un todo con el relato y muchas veces depende de la ilustración el primer atractivo para el lector, sobre todo en el caso de los más pequeños. En general, los libros comentados están hermosamente ilustrados y con un punto de sobriedad y contención. Muchos sólo contienen texto.

En dos ocasiones vemos que el narrador no es una persona sino un animal, concretamente un ave: un mirlo y una golondrina. Ambos, desde el aire, cuestionan los comportamientos humanos y se preguntan por muchas tropelías que, visto así, no tienen sentido. La golondrina, en Los amigos de la golondrina, de Alfredo Gómez Cerdá, tiene dos amigos; uno blanco y otro negro y es feliz con ellos y sueña con que un día puedan conocerse, pero, ¡ay!, lo que ocurre es patético y la golondrina no lo entiende: «¡Piel Clara, Piel Oscura, soy yo! —grité—. ¡He soñado tanto con este momento! ¡Sé que vais a ser buenos amigos y eso me hace muy feliz!

Pero creo que no se dieron cuenta de mi presencia. Entonces alguien prendió fuego a las otras dos cabañas que comenzaron a arder con gran facilidad. [...] Piel Clara se abalanzó sobre Piel Oscura y los dos se enzarzaron en una pelea. Se intercambiaban golpes y patadas. Pronto, sus rostros se llenaron de sangre» (pp. 81-82).

El mirlo, en El sueño de mirlo blanco, de Agustín Fernández Paz, imagina que en el mundo de los humanos el «negro» ha de ser el color más valorado, como es el «blanco» en el mundo de los mirlos, pero también se da cuenta pronto de su error y entiende que el mundo de los mirlos es mejor que el de los humanos: «Porque ahora sé que todos los mirlos somos iguales, pero diferentes. O diferentes, pero iguales, tanto me da. Y que aunque las plumas sean pardas, o negras, o blancas, hay cosas más importantes que nos identifican a todos». (p. 72).

Mucho por hacer. «O diferentes, pero iguales, tanto me da» [ 10 ]

No hay respuestas tajantes ni dogmáticas en las novelas que hemos leído puesto que no son ensayos ni manuales, ni fórmulas magistrales, pero sí hay modelos de conducta y formas de comportarse. Se rechaza el racismo, se rechaza la visceralidad de ciertos comentarios que se hacen de manera gratuita en torno al inmigrante, y se invita a la reflexión y a participar en esta sociedad que ha de ser abierta y plural... o no ha de ser.

En suma, las historias que hemos analizado nos pueden ayudar, pueden ayudar a los niños y a los adolescentes a entender el mundo que les rodea, a saber que las diferencias nos hermanan y a no sospechar por principio de todo aquel que es distinto, que tiene otro color de piel, otra lengua, o bien otras costumbres.

Sin duda, en los próximos años, este tema que hoy sólo hemos abierto dará mayor juego en la literatura y, al fin, quizá, en un futuro, ya no se deba hablar de él porque la integración será un hecho consolidado. Ahora bien, algo queda muy claro y es que todos debemos hacer un esfuerzo para lograr esta integración —los políticos, los legisladores, los docentes—, toda la sociedad, incluyendo al propio inmigrante, quien tiene que saber alimentar sus propias raíces sin despreciar las raí-ces de su nuevo pueblo.

Anabel Sáiz Ripoll es doctora en Filología y profesora en el IES Jaume I de Salou (Tarragona).

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NOTAS

  • [ 1 ] Dieciocho inmigrantes y medio de Roberto Santiago, p. 104.
  • [ 2 ] El árbol de los abuelos, de Danièle Fossette
  • [ 3 ] El loro de Haydn, de Felipe Juaristi, p. 9.
  • [ 4 ] El paso del Estrecho, de Fernando Lalana, p. 20.
  • [ 5 ] La reina de los mares, de Montserrat del Amo, p. 34
  • [ 6 ] A punta de navaja, de Carmen Gómez Ojea, p. 16.
  • [ 7 ] Dieciocho inmigrantes y medio, de Roberto Santiago, p. 55.
  • [ 8 ] Frontera, de Jordi Sierra i Fabra, p. 13
  • [ 9 ] ¡Ring, ring!, de Montserrat del Amo, p. 64.
  • [ 10 ] El sueño del mirlo blanco, de Agustín Fernández Paz, p. 72.

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