Me escribes, querida muchacha, diciéndome que odias el Quijote. Que no soportas su lenguaje anticuado, sus pesadas digresiones, sus bobas ocurrencias, sus disparatadas hazañas, la falta de gracia de sus gags (sic) y los inevitables refranes con que uno y otro se despachan a gusto a lo largo de la obra; y, en fin, tantas y tantas páginas con las que tu cabeza ha sufrido el suplicio de una lectura obligada para un examen.
Y si no estoy de acuerdo en todo lo que dices, en algo sí lo estoy, o al menos lo estuve cuando tenía los mismos dieciséis años que tienes tú ahora.
Quizá, querida amiga, no habría que leer el Quijote todo de una vez, o al menos no de manera obligatoria —la obligación en la lectura no suele tener efectos beneficiosos—, con unos cuantos capítulos bien elegidos bastaría de momento. Ese cansancio que dices te produjo su lectura forzada también lo soporté yo —los profesores lo saben y por tanto no deberían extrañarse—.
Con tu edad me ocurrió lo mismo. El Quijote fue para mí un libro celador. Estaba en el segundo estante de la pequeña librería de mi casa. Con su lomo verde y sus letras doradas me vigilaba continuamente y al acercarme, me parecía oírle decir: «¿Cuándo vas a leerme?». Odiaba su presencia, su continua vigilancia, su amonestación perpetua. A veces lo abría, miraba las ilustraciones atormentadas de Doré, leía los pies de páginas y volvía a cerrarlo.
Antes que a él, leí otros muchos: me atraían más sus historias, estaban más cerca de mis preocupaciones. Leí incluso uno más antiguo que El Quijote, era el Decamerón: una sarta de cuentos que estimulaban la imaginación erótica. Leí con placer las Rimas de Bécquer, a Stevenson, El jorobado de París, Platero y yo… Lo confieso, querida amiga, no entré en el Quijote hasta muy tarde, y esto es ya tontería decirlo, porque no hay un orden ni un tiempo para entrar en los libros, aunque a veces agradecemos que alguien nos ponga alguno en las manos evitándonos así el largo camino y la torpeza de andar buscando a tientas cuando el tesoro está junto a nosotros.
Pues bien, amiga, un día entré de verdad en el Quijote y me pareció magnífico. Tenía entonces veinticinco o veintiséis años, diez más de los que tú tienes ahora, y desde entonces lo leo sin prisas: hoy, un capítulo; mañana, dos; este año, apenas unas páginas; otro, la primera parte; a veces busco una anécdota de la que oí hablar o un párrafo que va a servirme para ilustrar algo que quiero decir; y así, desde aquel día, he leído y no he leído el Quijote, ya que es un libro que voy leyendo a lo largo de mi vida. Tal vez esa compañía es lo que lo convierte en un clásico para mí. Pues, clásico es el que siempre responde.
Hallazgos de la novela
No obstante te diré algunos de los hallazgos que encontré en el Quijote y que me sedujeron:
El primero, la lengua, la manera de decir. Todos los que nacemos al español, si alguna vez tropezamos con Cervantes apreciamos su escritura, la manera sencilla, privilegiadamente clara con que cuenta los sucesos e hilvana las reflexiones. Y, claro, como amo la lengua con la que pienso y hablo, cuando leo sus páginas le envidio y le agradezco su obra.
El segundo, la sabiduría que hay disuelta en esas páginas. Con el tiempo verás que no es tan importante la aventura del personaje sino lo que él va diciendo, pensando y haciéndote pensar. Y todo ello con el gran humor con que lo hace, al hilo de las aventuras, y con la habilidad para enseñar sin fruncir el entrecejo.
El tercero, los modelos que presenta de hombres, que son dos espejos en los que uno puede mirarse. Porque en la vida siempre elegimos ser quijotes o sanchos, vivir quijotesca o sanchopancescamente, y aunque nunca somos lo uno o lo otro de forma íntegra, en cambio sí que nos acercamos a alguno de ellos. Tampoco ellos, los personajes de la novela, fijarán su carácter de una vez para siempre, pues ya verás al final a Sancho animoso y soñador y a don Quijote con la voluntad apagada y entrado en razones.
Y cuarto, como escritor —esto a ti te interesará menos— me gusta el juego de espejos, de puntos de vista que utiliza Cervantes. Por primera vez un autor se distancia y a la vez se introduce en la obra, asume su posición de autor y de personaje, y disuelve las fronteras entre realidad y ficción con un atrevimiento nunca antes visto. Esto, quizá después lo acentúen y lo exploten los autores barrocos. Recuerda, si no, Las Meninas de Velázquez y verás lo que te digo: Velázquez pinta un cuadro en el que hay un pintor que es Velázquez que está pintando la escena que ve otro que no es Velázquez. De la misma manera, pero antes, Cervantes escribe una historia en la que aparece Cervantes escribiendo lo que ha escrito otro alguien (Cide Hamete Benengeli) que conoció la historia. Me gusta mucho ese juego, sobre todo en la segunda parte en la que Cervantes lo hace con clara conciencia ya de su descubrimiento. Quizá sea eso, querida amiga, lo que algunos llaman placer estético.
Todo eso encontrarás tú también en el Quijote y mucho más. Pero debes saber que el libro sólo se entrega a quien encuentra un momento feliz en su lectura —yo he leído muchos libros de una manera desafortunada y, por supuesto, no me entregaron su secreto–. La lectura, al igual que el amor posee una virtud y una debilidad, según se quiera ver, y es que, por mucho que lo intentemos, no obedece órdenes y por tanto es inútil en ella toda obligación.
Así que olvídate del Quijote. Haz el examen del que me hablas, responde lo mejor que puedas a las preguntas que te hagan —también tus profesores se ven asaltados por la celebración del centenario—, y después déjalo ir. No te preocupes. Aunque tú no lo leas, don Quijote y Sancho siguen empeñados en sus aventuras. ¡Son caballeros andantes! ¡Cómo olvidarlo!
Mientras tú estás en las fiestas, en la playa o leyendo un libro de moda, Sancho ensilla el jumento, don Quijote monta a Rocinante y juntos salen a hacer el bien, a desfacer entuertos y a acercar un poco más la realidad al sueño. Ellos nos salvan de nuestro olvido, de nuestra desidia, mantienen limpio el azogue del espejo para cuando queramos mirarnos en él. Y un día, querida amiga, muchacha que ahora no soportas sus páginas, en un gesto de tu mano abrirás un libro y sin darte cuenta habrás empezado a leer el Quijote.
Eliacer Cansino es escritor