En nuestra habitación han puesto una biblioteca y mi hermana ya colocó en ella los libros que fue acumulando en sus trece años de vida. Yo tengo siete: con curiosidad, con cierto temor, observo por primera vez los lomos ordenados. Ahí hay un mundo deseable que me es ajeno. No es que desconozca del todo los rituales de la lectura: desde hace dos años sé leer. No sé cómo lo sé: el aprendizaje tiene que haber sido tan poco interesante que, en mi recuerdo, el proceso mismo de aprender a leer resultará menos perturbador que el de aprender a encender un fósforo. Me veo junto a mi madre ante un libro desabrido; señala la figura de un ala, y es obvio que los signos de al lado dicen «ala»; señala la figura de un oso, y es obvio que... Pero un buen día, sin que el hecho parezca tener vinculación con el oso o el ala, soy capaz de leer yo misma los cuentos que antes me leían otros. Tiene sus ventajas: puedo seguir cuantas veces quiera las vicisitudes de Piel de Asno sin provocar el fastidio de nadie y regresar una y otra vez a la pregunta que, al despertar, la Bella Durmiente le formuló al príncipe —«¿Quién sois, señor, y por qué estáis aquí?»— cuya perfección me subyuga (¿sería yo capaz de preguntar algo tan adecuado y cortés si alguien me despertara al cabo de cien años?). Pero ahí se me termina todo el encanto de la lectura y yo sospecho que hay algo más.

La magia de la lectura

He visto a mi hermana sumergida en cada uno de esos libros que ahora están ante mis ojos; por más que he hecho lo imposible, no he conseguido sacarla (más que alguna rara vez, y enojadísima) de esos mundos que me estaban vedados. ¿Son mundos que le pertenecen sólo a ella? Ante los títulos apenas familiares estoy a punto de decidir que también pueden ser míos. Basta elegir uno de entre todos y extender el brazo. Repaso los lomos marrón claro de Lecturas Juveniles y voy al que —lo recuerdo muy bien— tiene en la tapa a unas niñas con capelina. Ya está: ahora el libro está en mis manos y puedo contemplar la ilustración que tantas veces me ha cautivado: tres niñas antiguas en un bosque, rodeando a otra notoriamente pordiosera. Tal vez lo he elegido por las capelinas. Tal vez sólo por vanidad: el libro está escrito con letras pequeñas, tiene muchas páginas y ninguna ilustración, si soy capaz de leerlo, los adultos me van a admirar. Sea por lo que fuere, apenas comienzo la lectura me encuentro inmersa en el fenómeno más cautivante que me haya ocurrido hasta entonces. Estoy en una realidad que desconozco y de la que, sin embargo, puedo apoderarme a voluntad. Un carruaje vuelca y mi corazón también da un vuelco, las niñas meriendan en el bosque pan con ciruelas y esas palabras —pan con ciruelas— tintinean en mi cabeza como lo más delicioso que pueda comerse; una injusticia acaba de cometerse y yo, que lo sé mejor que la víctima, sigo la lectura con miedo y con esperanza, ansiosa por averiguar si esa injusticia por fin será reparada. Abandono el libro por razones de fuerza mayor, vuelvo y la historia sigue allí, esperándome. Entonces otra vez me dejo llevar por la trama y por el imán de las palabras. La felicidad es total. Acabo de descubrir de una vez para siempre la magia de la lectura.

A partir de entonces, los caminos son inagotables. O son mis posibilidades las que se han vuelto inagotables. Soy Sandokán lanzándome al abordaje con el kriss entre los dientes, y el Príncipe Valiente conquistando en duras justas el título de caballero, y Jo March viviendo a contramano y soñando con ser Shakespeare —¿quién es Shakespeare?: lo ignoro; ni siquiera sé cómo se pronuncia esa palabra dificilísima, pero algo en la veneración con que se lo nombra me hace olfatear una grandeza que algún día voy ser capaz de paladear—, lloro a mares con las desdichas de David Copperfield, tramo mi futura celebridad entre las páginas de Vida maravillosa de niños célebres, me embriago con la sonoridad de la Canción del pirata, reconstruyo con Monteiro Lobato el origen del universo, me río a carcajadas con los habitantes de La casa de la Troya; ¿qué puedo saber yo, a los once años, en el pequeño departamento de un barrio de Buenos Aires, de esos estudiantes universitarios de Santiago de Compostela? Y sin embargo ahí estoy, riéndome con ellos, y pronunciando con deleite palabras cuyo significado apenas adivino —Trouporroupos, ¿pra dónde vas, bela? Trouporroupos, pra Redondela— pero cuya cadencia seguirá arrullándome a lo largo de las edades. Leo Los miserables y, sin saber qué es una ideología ni qué significa opción, opto ideológicamente, leo Juan Cristóbal y vislumbro que solo el trabajo creador va a tener un sentido para mí, me enamoro y mi corazón canta con Bécquer: «Hoy la tierra y los cielos me sonríen, hoy llega al fondo de mi alma el sol...». La música de las palabras, y la magia de ciudades que nunca he visitado, la capacidad de belleza y de locura y de horror que guarda el corazón de los hombres, los enigmas que otros han pensado y formulado para mí, la incesante aventura de vivir, me llegan por primera vez, o se me vuelven comprensibles y compartibles, a través de los libros.

Refugio y consuelo

Y por si esto sonara demasiado grandioso, voy a decir algo más íntimo: la lectura, muchas veces, obró en mí sencillamente como un refugio o como un consuelo. Tenía seis años cuando, por primera vez, percibí esa virtud protectora. Mi madre había tenido que salir y yo me quedé sola en la casa. Horrores innominados me acechaban en la soledad. Desolada, o como quien huye, abrí un libro que me habían regalado el día anterior. Sólo recuerdo que tenía tapas anaranjadas, que trataba de unos conejos y que, apenas comencé a leer, el mundo exterior con sus acechanzas desapareció: no había otra cosa que las pequeñas catástrofes provocadas por mis conejos. En algún momento volvió mi madre y yo me sorprendí de la sencillez con que me había desentendido del miedo.

Podría contar muchas otras circunstancias en las que la lectura ofició de refugio; decir cómo ciertos libros consiguieron guardarme del tedio o de la soledad.

Pero, en honor a las simetrías, ya que hablé de la primera vez que experimenté esa cualidad salvadora, voy a detenerme también en la última. Fue a fines del 2001, cuando mi país, y el mundo, y mis propias convicciones a propósito de mi país y del mundo parecieron a punto de saltar en pedazos. Mi sensación era que ya no me quedaba suelo sobre el cual sustentarme. Fue entonces cuando, sin saber muy bien por qué, fui a la biblioteca y saqué Madame Bovary. Lo había leído muchos años atrás, y perduraba en mí esa resaca fulgurante que queda de los libros amados: fragmentos, escenas, personajes que uno reformula y acaban siendo parte de la propia memoria. No sé qué buscaba; sé que, a partir de ese momento, me sumergí en uno de los mayores placeres que puede tener un lector: el placer de la relectura. A Madame Bovary siguieron El rojo y el negro y La educación sentimental, y los cuentos de Maupassant. Todo estaba allí, tal como yo lo había leído hacía muchos años, y al mismo tiempo todo era nuevo y yo, que no era del todo la misma que había leído esos libros por primera vez, los iba descubriendo y también me iba descubriendo, me iba leyendo a mí misma, y reconocía que la capacidad de deslumbramiento no necesariamente muere cuando alrededor, y dentro de uno, todo parece estar muriendo. Quizá yo sólo había buscado comprobar lo que estaba comprobando: que aunque todo pareciera tambalearse, ese legado que es la literatura seguía en pie, y seguía hablándome.

A favor del hombre

De algún modo estaba intuyendo lo mismo que a los siete años, ante la pequeña biblioteca de mi hermana: que por la sencilla magia de la lectura —ese acto silencioso y tan democrático que nunca les quita a los demás el derecho a rea-lizarlo— yo podía hacerme dueña de un legado múltiple e inagotable.

Mientras escribo esto, sé muy bien que ese «hacerse dueño de» alude a hombres, mujeres y niños que tienen el alimento y el techo y el tiempo que hacen falta para acceder a ese legado, que en mi país y a lo largo y ancho del planeta la gente muere sin llegar siquiera a saber que los libros siguen abriéndose, generosos, para que cualquiera pueda descubrir sus secretos. Y a propósito, debo decir que no me resultaría para nada mal, como utopía, una humanidad de posibles buenos lectores. Porque el que es capaz de ser buen lector ha de tener resueltas, ante todo, sus necesidades primarias, y, además, posee la cualidad de discernir por sí mismo lo que le causa placer y de desentrañar por su cuenta, sin preconceptos y sin fanatismo, los significados de las palabras y de los actos. Dentro de la aureola de silencio de que se rodea, el buen lector sueña, viaja, teme, se ríe, se conmueve; establece un diálogo único e intransferible entre el libro y él.

Yo no puedo asegurar que la lectura vuelva mejores a los seres humanos, sospecho, en cambio, que de esa aventura —de esa posibilidad que da la lectura de entrar en el discurso del loco o en las razones del criminal, de caer en un maelstrom o ser el emperador Adriano, de hundirse hasta el límite de lo posible en el terror, en la muerte, en el absurdo, de descubrir la textura, y la violencia y la comicidad de las palabras—, de esa experiencia múltiple e interminable y siempre intensa que es la lectura, se regresa más libre, más complejo, y también, casi siempre, más sensible y más sabio. Y entonces digo que, para mí, la lectura es un acto a favor del hombre. Ya que, hoy como ayer, sigo creyendo que la única sociedad admisible sería aquella en que todos los hombres pudieran vivir con dignidad y elegir libremente su destino, y algo que ver con esa libertad y con esa dignidad tiene la lectura.

*Liliana Heker es escritora y directora del Fondo Nacional de las Artes de Argentina.

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