He visto a niños de 2, 3, 4 años embelesados ante espectáculos de teatro y danza como Toc, Toc, Toc o Pedro y el lobo o I colori dell'acqua o Mua, mua; [ 1 ] he visto a niños de 7 y 8 años silenciosos y felices ante obras de Alexander Calder o Joan Miró; he visto a niños de todas las edades intensamente atentos a la lectura, realizada por sí mismos o por adultos, de cuentos como No es fácil, pequeña ardilla, Elmer o El lugar más bonito del mundo. [ 2 ] Son observaciones personales y por tanto no tienen valor demostrativo, pero han sido tan reveladoras e incontestables esas experiencias que me afirman en la convicción de que la acostumbrada muralla que elevamos entre el mundo adulto y el infantil, «eso no lo entienden los niños», tiene más que ver con los prejuicios y las perezas de los mayores que con las capacidades intelectuales y emotivas de la infancia.
En el mundo de la vida, son precisamente las cosas que no entendemos del todo las que más nos subyugan, las que más nos incitan a preguntar e indagar.
Y lo dañino de ese prejuicio son las oportunidades desaprovechadas, quizá para siempre, de ofrecer a los niños experiencias irrepetibles, motivos para poder pensar junto a los adultos sobre las cosas que importan y les importan. Porque con la misma frecuencia con que he escuchado esas prevenciones —«esto no es apropiado para los niños»—, he escuchado también las manifestaciones de incredulidad que siguen al júbilo de una representación, un concierto o una lectura: «ni por asomo podía imaginar que los niños reaccionarían así de bien». Pero ¿acaso qué tipo de resistencia esperaban de ellos? ¿Qué insensibilidad les presuponían? ¿Qué escasa inteligencia les asignaban?
A propósito de ciertos libros infantiles percibo idéntica desconfianza. Sus argumentos, su lenguaje o sus ilustraciones resucitan con frecuencia el consabido dictamen. Y cuanto más valiente es el libro, es decir, cuanto más delicada es la cuestión que aborda o más arriesgado es su planteamiento visual, más insistentes son esos comentarios. Lo cierto es que muchos álbumes y libros para niños evidencian una hondura y una ambición difíciles de encontrar en tantos libros escritos para los adultos. Dos de esos peliagudos asuntos, la humillación y el perdón, que bien podrían encuadrarse en la categoría de «impropio de niños», tienen, sin embargo, en la literatura infantil ejemplos admirables que hacen que las historias que cuentan puedan equipararse a la más grande literatura.
Tu cuerpo ya no es tu cuerpo
Guardo un muy vivo recuerdo de la película Johnny cogió su fusil, dirigida en 1971 por Dalton Trumbo, autor a su vez de la novela que la inspiró. [ 3 ] Cuando la vi por primera vez, hace más de treinta años, me conmovió hondamente. Su concisión, su desnudez, su alternancia de tonalidades (blanco y negro para las secuencias de la sala del hospital; colores vivos para los recuerdos felices) me produjeron la impresión de haber presenciado una obra maestra, irrepetible, no tanto por su perfección técnica como por ser uno de los alegatos antibelicistas más feroces y sobrecogedores que había visto nunca. La posterior lectura de la novela corroboró esa sensación.
Lo más estremecedor era la imagen del cuerpo amputado de Joe Bonham, desmembrado en realidad, poco más que un torso palpitante y tendido en una aséptica sala de hospital, que mantenía intacta su conciencia a pesar de los destrozos físicos, que conservaba activa su capacidad de pensar, su memoria y sus emociones, y de las cuales se servía para narrar su vida, sus sueños aniquilados, sus días alegres, sus rencores contra la propaganda patriótica que puede conducir a un joven risueño hasta la mutilación o la muerte. Pocas metáforas contra las guerras tan transparentes y desasosegadas como aquel trozo de carne desgarrado, lúcido, aferrado a la vida gracias a su capacidad de razonar. Esa inconcebible condición de hombre vivo aunque deshecho. «Se preguntó cómo había podido salir con vida. Había tíos que se arañaban el pulgar y se morían. El alpinista se caía de un escalón, se fracturaba el cráneo y moría el jueves. Tu mejor amigo iba al hospital para operarse del apéndice y cuatro o cinco días después estabas junto a su tumba. Un pequeño microbio como el de la gripe acababa con la vida de alrededor de diez millones de personas en un solo invierno. Entonces ¿cómo era posible que un tío perdiese los brazos y las piernas y los oídos y los ojos y la nariz y la boca y siguiera viviendo? ¿Cómo entenderlo?», [ 4 ] esto se lee en la novela que sirvió a Dalton Trumbo para denunciar las atrocidades de las guerras gracias a la conciencia palpitante e irreductible que había subsistido a las mutilaciones.
Rememoro esa imagen del cuerpo descuartizado y pensante al leer libros de literatura infantil como Madrechillona o Juul. [ 5 ] También en ellos hay unos cuerpos pensantes y descuartizados. En el primero, un joven pingüino se deshace en pedazos después de un grito furibundo de su madre. El hijo se quiebra y sus miembros se dispersan por el universo, el mar, la jungla, las montañas, la ciudad y el desierto, a pesar de lo cual conserva su capacidad de razonamiento, igual que le ocurre a Joe, y gracias a ello el joven pingüino puede ir relatando su suplicio, su dificultad para pedir auxilio, su soledad. El estupor ante la humillación padecida, con su consecuente desarticulación física, no le paraliza sin embargo el pensamiento y la memoria. En Juul, por el contrario, es una mutilación voluntaria y dolorosa lo que sucede ante los ojos atónitos del lector. El protagonista —¿un muñeco, un niño?— va despedazándose brutalmente tras cada insulto, tras cada carcajada, tras cada reproche de sus compañeros. No es la explosión de una bomba, como en el caso de Joe, ni un grito desmesurado, como en el caso del pingüino, sino las burlas de los otros —anónimas voces sin rostro— lo que empuja a Juul a desprenderse sucesivamente de sus rizos, sus orejas, sus ojos, su lengua, sus piernas... hasta quedar reducido a una cabeza que sus verdugos usan finalmente como pelota para jugar al fútbol. Ingenuamente confía en que ese sucesivo desgarro corporal acabe calmando la saña de sus acosadores. A pesar de sus amputaciones físicas, Juul no pierde en ningún momento la conciencia de su tormento.
He advertido los silencios interrogativos y perplejos de los niños que escuchaban la historia del pingüino destrozado y sus inmediatas asociaciones con los momentos de afrenta e impotencia sufridos por ellos mismos, y también las risas nerviosas y las repugnancias de los adolescentes que precedían, en el caso de Juul, al estallido de rabia y al desahogo de las víctimas, a los reproches amargos a los compañeros por los insultos padecidos. En ambos casos —en Madrechillona con más suavidad; en Juul más descarnadamente— he comprobado la potestad reveladora de la literatura, su capacidad para provocar la reflexión, para liberar los silencios, para calmar las angustias acumuladas.
Ese suplicio del quebranto del cuerpo, que está presente metafóricamente tanto en Madrechillona como en Juul, es muy semejante al que sentían los prisioneros de los campos de concentración nazis, como atestiguan, entre otros, Primo Levi e Imre Kertész, [ 6 ] supervivientes respectivamente de los campos de exterminio de Auschwitz y Buchenwald. Sus testimonios acerca de la condición de no-hombre, que en la jerga de los campos se denominaba musulmán, [ 7 ] son sobrecogedores. Perturba comprobar la tenue frontera que separa la resistencia del abandono, lo humano de lo inhumano, y cómo el sentimiento de anulación corporal los atrapaba poco a poco y amenazaba con vencerlos. El primero de ellos rememora: «Ya me han salido, en el dorso de los pies, las llagas que no se curan. Empujo carretillas, trabajo con la pala, me fatigo con la lluvia, tiemblo ante el viento; ya mi propio cuerpo no es mío: tengo el vientre hinchado y las extremidades rígidas, la cara hinchada por la mañana y hundida por la noche; algunos de nosotros tienen la piel amarilla, otros gris: cuando no nos vemos durante tres o cuatro días nos reconocemos con dificultad». [ 8 ] Y el segundo confirma: «Observaba atónito con qué velocidad, con qué desenfrenada rapidez disminuía, día a día, la carne de mis huesos, hasta que no quedaba nada, hasta que desaparecía toda mi materia blanda. Cada día me sorprendía algo nuevo, algún nuevo fallo o algún defecto, en aquella cosa que me resultaba cada vez más rara y extraña, aunque hubiese sido un buen amigo: mi cuerpo. Ya no podía ni verlo sin tener una sensación de desequilibrio, de horror». [ 9 ] Son dos experiencias distintas, pero en ambos casos la sensación es la misma: la enajenación del cuerpo, la angustia de sentir la progresiva disociación entre la conciencia y la materia carnal.
No es mi intención equiparar burdamente el grito irritado y espontáneo de una madre a su hijo o las burlas crueles de unos niños hacia los más indefensos con las atrocidades despiadadas del nazismo en los campos de concentración. Únicamente trato de señalar que la dimensión interrogadora de la literatura, su autoridad para afrontar la naturaleza del abatimiento que ocasionan la ofensa o la humillación, puede estar presente también en libros destinados a los niños. Y tampoco reclamo la necesidad de abrumarlos con farragosas disquisiciones históricas. Lo que pretendo resaltar es la identidad de valores literarios y éticos entre ciertos libros infantiles y otros tantos de adultos. Es decir, destacar la contingencia de que con unos y otros pueden afrontarse, a diferentes niveles, cuestiones capitales de la experiencia humana. Porque, ¿no es esa sensación de desgarramiento la que se hace presente, con las diferencias de grado que quieran establecerse, en los álbumes infantiles antes mencionados? En ambos libros, el cuerpo sufre la embestida del entorno —un grito, los insultos— y como consecuencia se quiebra, se disgrega y se envilece («estoy descompuesto», decimos en español para significar la angustia por un agravio o una vejación). De pronto, el cuerpo ya no es nuestro cuerpo, lo sentimos desconocido y abominable, grueso o deforme o torpe u oscuro o pequeño. Lo sentimos definitivamente como un estorbo, como un castigo. Es la posibilidad de reflexionar, gracias a las metáforas, sobre la anulación y destrucción de lo específicamente humano lo que convierte a Madrechillona y Juul en libros admirables.
Alguien podría argüir con razón que la conciencia de la inhumanidad no es propia de los niños. No, desde luego, planteada en esos términos. Pero los signos de la humillación son claramente reconocibles por ellos. Muchos niños saben que el alarido materno en Madrechillona, aun sin saber ponerle nombre, también les concierne a ellos. El quebranto emocional que sigue a un grito injusto, arbitrario, es un sentimiento universal. Cuando se les permite expresarse, muchos niños hablan de esa experiencia. Y gracias a Juul he podido saber que el odio al propio cuerpo, el deseo incluso de amputarse los miembros que los demás desaprueban o de desvanecerse después de una crítica o una mofa, es más común de lo que se admite. He asistido incluso, conmovido y paralizado, al sollozo de un alumno universitario incapaz de reprimir las lágrimas después de escuchar en clase el relato de Juul porque, muchos años después, la reconocía como propia. Él también había sufrido las amenazas y la violencia de sus iguales y hasta el momento de escuchar el relato no había tenido oportunidad de liberar las lágrimas estancadas y casi corrompi-das. El libro, por fin, lo había aliviado. Y es en esos trances, en esa afluencia inesperada de recuerdos y sentimientos, donde la presencia de los adultos se hace realmente valiosa, donde resultan ineludibles su participación y su tacto. Es la solícita inteligencia de los mayores la que hará posible la introspección de los lectores o los oyentes, la que puede conducirlos hasta el umbral de la emoción y el pensamiento, la que inspira sin abrumar. Sobre ellos recae la responsabilidad de saber interpretar los comentarios de los niños y los jóvenes, de hacer las preguntas sutiles que les permitan ensanchar y dotar de significado su propia experiencia.
El daño reparado
Y luego está la gran iluminación.
Al final de Madrechillona vemos la amorosa y paciente labor de reconstrucción que emprende la madre recomponiendo lo que previamente había desmembrado. Al término del relato, y después de haber buscado y cosido los trozos diseminados del hijo, la madre pronuncia la palabra necesaria, rehabilitadora. «Perdón», le dice al hijo, tras lo cual ambos reanudan juntos el camino. La escueta palabra le permite rehacer la situación anterior al grito ofensivo.
Y asimismo está la labor de recomposición que afronta Nora, la niña compasiva que recoge los despojos de Juul y los va acumulando con suma delicadeza en su cochecito de muñecas, dispensándoles amor, cuidados y palabras amables, y ofreciéndole finalmente un lápiz para que Juul pueda rehacerse al pensar, al escribir, al narrar, igual que ocurría con Joe Bonham, cuya voz interior se manifestaba para contarnos su suplicio. Al pedir perdón —«la madre había recogido y cosido todo»—, el daño inicial se repara, el desgarro físico y emocional llega a su fin, de la misma manera que al interesarse Nora por la suerte de los restos de lo que fue un ser viviente —«¿Qué es lo que te ha pasado?»— está propiciando el alivio, la reparación de la identidad mediante la narración de su vida. Entonces el sentimiento de integridad reaparece, la plenitud sensorial e intelectiva que constituye la naturaleza de lo humano se restaura.
Porque el arrepentimiento es la condición necesaria para compensar el daño infligido. Es lo que afirma el filósofo Vladimir Jankélévitch a propósito de la naturaleza del perdón: «El arrepentimiento implica drama y vida moral: vida moral, es decir, actos de contrición; vida moral, es decir, pesar vergonzoso, acompañado del sabio propósito de mejorar en el porvenir, endosando valerosamente el sufrimiento; el arrepentimiento da vueltas y vueltas al recuerdo de la culpa y procura redimirla. El tiempo del arrepentimiento, por oposición a los veinte años huecos de la prescripción, es por lo tanto una plenitud meditativa y recogida: lo que opera en el arrepentimiento es la sinceridad del lamento y el ardor intensivo de la resolución». [ 10 ] Únicamente si hay reconocimiento de la deuda que uno ha contraído con la víctima y se esfuerza por compensarla, será posible la reconciliación. Fui protagonista involuntario de otro suceso ocurrido en un instituto de enseñanza Secundaria de Granada. En un encuentro con alumnos de Bachillerato, y como acostumbro a hacer cuando defiendo las virtudes de la literatura y la lectura, leí en voz alta el relato de Madrechillona. A aquel acto asistían igualmente algunas madres de alumnos, pues la propia Asociación de Madres y Padres de Alumnos del centro había organizado el acto junto a los profesores. Al término de la lectura, y para asombro y turbación de la propia hija allí presente, una de las madres, profundamente conmovida por la historia, le pidió perdón públicamente por si alguna vez la había herido con sus palabras y nunca lo había reconocido. La historia infantil del pingüino humillado había provocado una reacción tan espontánea como sincera, había suscitado en una madre real la necesidad de responder a las incitaciones de la literatura.
He percibido también el alivio de los niños y adolescentes a los que he leído ese libro cuando la madre del cuento, recién acabada la última puntada de los pies del hijo, le pide perdón y reanudan la marcha. Los comentarios de los niños —«La mamá del pingüino lo quiere mucho», «A mí también me grita mi mamá pero luego me quiere otra vez», «Un día le pedí perdón a mi hermano»— demuestran que son conscientes del sentido reparador de esa acción, del valor que tiene para la convivencia. Sólo así, haciendo ver, gracias a la experiencia poética, las secuelas del daño y el beneficio de la enmienda, podrá comprenderse el significado de las agresiones y hacer a los individuos conscientes de sus compromisos, no sólo en el espacio íntimo sino en el ámbito público. Otro filósofo, Rafael Argullol, y a propósito de los estragos que las guerras han ocasionado en todo el mundo, afirma que es necesario romper la cadena de complicidades que impide la aceptación de la culpa y la depuración de las responsabilidades, pues únicamente mediante la solicitud y el otorgamiento del perdón será posible eliminar la injusticia e impedir la impunidad. Y agrega: «Pero si con las de los Derechos Humanos llegáramos a formular una Declaración Universal de los Deberes Humanos —la única que daría efectividad a aquélla— no hay duda de que el arte de pedir perdón ocuparía el primer capítulo del texto». [ 11 ] Ese deber ineludible, ese compromiso ético, sería entonces uno de los aprendizajes cívicos fundamentales, al que la literatura podría sin duda contribuir.
La cuestión es que si la emoción y el conocimiento que pueden lograrse con esos libros para niños y jóvenes son semejantes a los que pueden alcanzarse con una novela o un ensayo filosófico, ¿cómo no reparar entonces en los espacios comunes que comparten la literatura más grande con la no menos grande que se refugia en los álbumes ilustrados o los cuentos infantiles? Porque si prestáramos la atención debida a esos espacios, tal vez la literatura infantil y juvenil dejaría de ser considerada un arte menor o subalterno, apto únicamente para la diversión o las prácticas escolares, y podría ser aceptada como un principio de sentimiento y de vida, como un modo de encender el amor por la literatura.