A veces, cuando el ser humano descubre un tesoro, en vez de mostrarlo y compartirlo prefiere esconderlo y guardárselo para su sola contemplación y gozo, aunque no pueda resistir la tentación de hablar de esa maravilla que tiene escondida. No hay más que ver lo que hace el general Menón de La hija del aire de Calderón cuando descubre la belleza extraordinaria de Semíramis: se la lleva a una finca en el campo para que nadie la vea, pero en seguida hablará al rey Nino de esa mujer bellísima que quiere convertir en su esposa. Y, como es de esperar, la va a perder, porque despertará en el rey el ansia por ver esa hermosura; y cuando la vea, por poseerla.
Con los libros nos sucede algo semejante, cosa que indica que los consideramos un «tesoro». No hay más que recordar ese día en que quisimos consultar un libro en una biblioteca y una persona, que creía que desempeñaba con sumo celo su oficio, nos lo impidió: no teníamos el permiso correspondiente, no podíamos todavía acceder a ese espacio reservado «a los que saben». Y tuvimos que ir a la búsqueda de esa firma mágica que abría el lugar vedado que guardaba el tesoro escondido: los libros. O tal vez lo que esa persona hacía era ejercer su poder sobre su semejante; como dice Francisco Ayala: una usurpación. El ser humano sólo demuestra que tiene cualquier brizna de poder actuando en contra de su prójimo; parece creer que si, aprovechando ese pequeñísimo dominio, lo hiciera a favor, no se notaría tanto su lugar privilegiado.
Lo curioso es que esto no sólo pasa con el acceso físico al tesoro de la lectura, sino con la posibilidad de acceder a las páginas de los libros que forman nuestra herencia, nuestro patrimonio cultural. Nadie puede negar que el más grande legado que nuestros antepasados nos han dejado, lo que forma nuestra cultura, son las obras de arte; entre ellas están los libros que llamamos «clásicos», es decir, «modélicos». Y también es evidente que a menudo son de difícil acceso para una persona de mediana formación, y mucho más para los aprendices de la lengua.
Abrir las páginas de los clásicos a los niños
Como es lógico, ni la capacidad lectora de los niños ni la de los adolescentes ni sus conocimientos de la lengua les permiten leer ni con gusto, ni con aprovechamiento, buena parte de nuestros clásicos, porque muchos están escritos en una lengua que no es exactamente igual a la que ahora usamos, al tener variantes léxicas o sintácticas propias de su época; o simplemente, por su misma condición de obra de arte, que nos habla de su belleza estilística, de su complejidad; y así, gozar de ella supone un lector ya formado. No es ninguna exageración decir que, en definitiva, las páginas de estas obras están cerradas para los aprendices. Imponerles la lectura del Quijote o del Cantar de Mio Cid —o del Guzmán de Alfarache o El conde Lucanor— es hoy un imposible o un camino hacia el fracaso, o incluso peor: una forma de que tengan una experiencia tan negativa que nunca más quieran oír hablar de estas extraordinarias obras y que vivan la lectura como un suplicio.
Una novela tan conocida como El Buscón de Quevedo tiene unas dificultades léxicas enormes; si no se liman, no está al alcance de un lector de una discreta competencia lingüística (y para él las notas eruditas no son siempre una ayuda, sino a veces una nueva barrera para alejarle del texto). Lo mismo sucede con La vida de Guzmán de Alfarache, en donde las digresiones moralizantes crean largos paréntesis en la exposición de las aventuras del pícaro; se suma así ese escollo narrativo al que ofrece a veces la lengua. Y lo mismo podría decirse de tantas obras maestras, clásicas.
No hay que olvidar además que los clásicos forman parte de nuestro patrimonio cultural con tal fuerza que no sólo nos enriquecen como personas, sino que nos proporcionan una serie de referencias indispensables para la comprensión de esa misma herencia o incluso para leer algunas páginas de la prensa diaria. Renunciar a ellos conlleva un empobrecimiento indiscutible de la cultura del individuo y, por tanto, del conjunto de la sociedad. Hoy a muy pocos adolescentes les suenan personajes literarios como Lázaro de Tormes o como Ana Ozores, y no pueden entendernos si decimos que una persona es tan avara como el dómine Cabra o un conocido nuestro tan aventurero y astuto como Ulises; y mucho menos si hablamos de la cobardía de los infantes de Carrión o de la fidelidad del moro Abengalbón. En cambio, su memoria prodigiosa atesora cientos de nombres de productos «culturales», que se les ofrecen a través de los poderosísimos medios de la sociedad de consumo.
Si pudieran acceder a esas páginas que el tiempo y otros mil factores les han cerrado, no sólo se les abriría la posibilidad de que en un futuro fueran ellos mismos al encuentro de los personajes ya conocidos y leyeran a fondo sus discursos novelescos, su transcurrir por las páginas de los libros inmortales, sino que además les serían familiares sus nombres y sabrían de sus fortunas y adversidades.
En Arucas, una hermosa villa de Gran Canaria, los niños en edad escolar saben quiénes son don Quijote y Sancho Panza; saben por quién lucha el hidalgo manchego y conocen su enfrentamiento con dos rebaños de ovejas y carneros y hablan de su valentía ante la jaula del león. La razón de ello es que el alcalde de Arucas les regaló a todos los escolares Don Quijote de la Mancha contado a los niños (mi adaptación de la obra, con maravillosas y tiernas ilustraciones de Francesc Rovira, publicado por Edebé) el año pasado, para celebrar el cuarto centenario de la primera parte de la genial obra de Cervantes. Una niña, con los ojos llenos de vida y de fantasía, me confesó que ya era la tercera vez que se lo leía… El tiempo borrará de su recuerdo muchas cosas, pero no a los personajes; son ya suyos, forman parte —ahora sí— de su patrimonio cultural. Esos mismos escolares ignoran, en cambio, el valor del Campeador frente a otro león, y no saben qué hicieron los cobardes yernos del Cid al ver a la fiera fuera de la jaula ni qué espantosa venganza maquinaron. El Cid no existe para ellos; don Quijote sí.
Nadie niega que hay que leer a los clásicos, pero ¿cómo se pueden acercar a esos aprendices de lectores? La única forma de abrir las páginas de los clásicos es quitar las barreras que impiden la entrada en ellas al niño, al adolescente, evitándole unas trabas que les hacen pensar que su lectura es un castigo.
¿De qué sirve un patrimonio literario tan rico como el nuestro si está sólo al alcance de muy pocos? ¿Por qué hay que negarle a nuestros alumnos y al gran público las grandes obras con la excusa de preservarlas? ¿De qué o de quién? A aquellas personas que defienden a capa y espada la fidelidad absoluta al original, con la excusa de «preservar» el tesoro, les pregunto ¿para quién va a ser, pues, ese tesoro? ¿No estarán pensando en el título del libro poético de Pedro Soto de Rojas: Paraíso cerrado para muchos, jardines abiertos para pocos?
Si no se acercan los textos literarios a todos los públicos, ese patrimonio literario tan rico será —lo es ya— un placer reservado a muy pocos. El mejor estímulo para la lectura es el fácil acceso al interior de las grandes obras literarias. Las puertas de los mundos maravillosos que están dentro de los libros tienen que abrirse a los niños. Sólo así no tendrá que ser casual el encuentro de los jóvenes con el gozo de la lectura de las grandes obras.
Pedro Salinas, en su modélica modernización del Poema de Mio Cid, manifestaba su propósito de acercar con ella la obra a un mayor número de lectores, porque ofrecía «una versión popular en español moderno y en metro romance, con el propósito de acercar esta hermosa obra poética, noble, tranquila y sonriente a un crecido número de lectores, que fatalmente se ven alejados de ella por las dificultades de lo arcaico». Y contaba su forma de proceder: «He deseado ser fiel y claro. Fidelidad absoluta al texto del poema, sin desviaciones en busca de ornato, sin amplificaciones ni desarrollos casi nunca».
De tan altísimo modelo, tomé ese doble propósito para mis adaptaciones: ser fiel y clara. Hace ya años escribí una obra, que tuvo un escaso éxito editorial, ¿Por qué hay que leer a los clásicos? En ella destacaba escenas que me habían impresionado, emocionado, sorprendido, como un anzuelo —creía yo inocentemente— para atraer a nuevos lectores al exquisito bocado de la obra. Según un crítico —supongo que experto— no iba a convencer a nadie. Y si no acertó del todo, no se alejó mucho de ello. Luego hice, con mejor fortuna, una adaptación de las Metamorfosis de Ovidio para Alianza Juvenil, que me titularon Mitos del mundo clásico. En ella inicié ya el camino que he seguido después en mis adaptaciones de clásicos: la selección de pasajes esenciales, el lenguaje accesible y la absoluta fidelidad al modelo.
Cómo adaptar un libro clásico
Hay algo peor que esconder el libro para que no se lea: falsearlo. Al ser humano le caracteriza el deseo de que sus referencias no cambien. Al niño le gusta oír siempre el mismo cuento relatado de la misma forma; no admite variantes. Este rasgo de la condición humana que nos lleva a aferrarnos a unas supuestas verdades inmutables dificulta mucho la investigación en la historia de la literatura cuando afecta a conceptos «esenciales», por ejemplo, a la anonimia de alguna obra fundamental, porque se tiende a considerar esa parcela de la historiografía como «sagrada», como invariable. Teniendo en cuenta tal hecho, la adaptación «infiel» de un clásico causaría más daños que los beneficios que aportaría; si se modifica la vida de los entes de ficción, si se miente, por tanto, sobre su historia, el niño que está haciéndose suyo tal mundo de fantasía, podría no aceptar luego la verdadera vida de esos seres imaginarios, o se daría cuenta de que la versión «fácil» era mentirosa y se sentiría engañado. ¿Cómo debe, pues, adaptarse un texto?
En una adaptación, lógicamente, es indispensable seleccionar; pero también lo es hacerlo con tino para mantener la unidad de la obra; hay, además, que eliminar la dificultad del texto y, sin embargo, no se debe cambiar su contenido. Suavizar algunos pasajes, quitar la hondura de otros, pero no modificar su papel en la obra.
El Quijote
Para adaptar Don Quijote de la Mancha, me puse como objetivo contarlo de forma que se pudiera aprehender como una unidad, como un todo, pero sin «traicionar» la historia. La vida de don Quijote y de su fiel escudero tenía que ser siempre reconocible y verdadera. Ello me llevó incluso a modificar su tan famoso comienzo —«En un lugar de la Mancha»— para ser fiel a lo que decía Cervantes. «Lugar» no significa aquí «sitio», sino «aldea, pueblo»; si man-tenía la palabra lugar (que Cervantes utiliza en esa frase para jugar con la dilogía de la palabra Mancha, región geográfica, pero también «suciedad»), los jóvenes lectores iban a entender «en un sitio de la Mancha», y no dice eso el texto. A pesar de las reticencias que provocó el cambio —¡otra vez la misma dificultad!—, veo con satisfacción que ha sido un acierto, porque así se entiende lo que dice Cervantes; por ejemplo, de este modo, la traducción al portugués de mi adaptación comienza «Numa aldeia da Mancha...». Sacrifiqué el juego cervantino entre «Mancha» y «mancha» (don Quijote es el único caballero que se pone él mismo una «mancha» en su nombre), que pasa inadvertido a la mayoría de los lectores adultos, para comenzar el relato con total fidelidad al texto de Cervantes.
Tenía además que empezar a contar la historia por el principio y acabar por el final; y no es una perogrullada, aunque lo parezca. Para mantener el sentido de la «fábula», en sentido aristotélico, debía preservar el inicio y el cierre: el de las dos partes, porque son dos obras distintas puesto que aparecieron impresas en tiempos distintos (1605 y 1615). No podía dejar de contar aventuras «esenciales», como la de los molinos, porque un don Quijote sin la batalla contra los molinos no sería un don Quijote de verdad; tal es la fuerza del recuerdo de ese pasaje en la memoria colectiva. Tuve, en cambio, que sacrificar una aventura esencial como la de la cueva de Montesinos porque está hecha de literatura, de la lectura de romances, y los niños no tenían los referentes que le dan sentido. Además, al suprimir ese descenso del caballero a las entrañas de la tierra, debía hacer lo mismo con el de su escudero, con su caída en la sima, que es un episodio paralelo. Era obligado hacer alusión al famoso escrutinio de la biblioteca de don Quijote; pero no podía precisar libro alguno porque también ese episodio era deudor de las referencias literarias; con él Cervantes da al lector una guía para avanzar por el interior del héroe porque le muestra los libros que ha leído; pero si las obras son desconocidas para ese lector, pierde su función.
Los escollos que encontré en la primera parte para la selección fueron menores que en la segunda, porque los relatos insertos me facilitaron la labor: era bastante fácil suprimirlos sin que afectase a la línea central del relato. No me planteó problema alguno eliminar El curioso impertinente o la historia de Cardenio y Luscina; pero sí, en cambio, la historia de Dorotea; porque si ella no aparecía me quedaba sin princesa Micomicona y, por tanto, ¿cómo devolvía a su casa a don Quijote si la razón de su encantamiento en parte desaparecía? Tuve que introducir la figura de esa espléndida dama, y lo hice con gran contento. Así los niños saben quién es Dorotea y no se extrañarán, si algún día leen La Dorotea de Lope, de que el gran rival de Cervantes le copiara los nombres de la dama y de su galán, Fernando, para su novela dialogada.
Confesaré que pensé esencialmente en la diversión de los niños al seleccionar episodios como el de la batalla de las ovejas y carneros que acababa en la escena cómica del vómito de los dos personajes; o al escoger la aventura de los batanes, que contiene un momento muy «oloroso» debido al miedo de Sancho. Y también pensé en ellos al presentar al personaje, que había enloquecido por la lectura de libros de caballerías, porque no quería que creyeran que leer fuera perjudicial; por ello subrayé el mundo de fantasía en el que entró el hidalgo manchego gracias a la lectura, y cómo incluso arrastró a él a Sancho, que no sabía leer.
Tirant lo Blanc
Al adaptar el libro que más había entusiasmado al amigo de don Quijote, al cura Pedro Pérez, Tirante el Blanco —la traducción al castellano de la genial obra de Joanot Martorell, Tirant lo Blanc—, las dificultades aumentaron. Tenía que contar la historia de Tirante en unas cuarenta páginas, que luego el equipo de la editorial Edebé transformaría en las doscientas que el diseño del libro requería. Era evidente que debía prescindir de la historia previa de Guillén de Varoy y co-menzar con la vida del caballero tal como se la cuenta al rey ermitaño; iniciaría el relato cuando Tirante le dice al ermitaño: «A mí dicen Tirante el Blanco, porque mi padre fue señor de la marca de Tirania, que por la mar confina con Inglaterra; y mi madre fue hija del duque de Bretaña, y ha nombre Blanca; por eso quisieron que yo fuese llamado Tirante el Blanco».
Debía concluir la narración con la muerte del héroe y de su amada Carmesina. Bien es cierto que, como no podía contar la historia del adulterio de la emperatriz con el joven Hipólito, iba a omitir precisiones; aunque sí les iba a dejar a ambos el reino, porque, de lo contrario, hubiera faltado a mi lema de la fidelidad absoluta al texto. Omito, como es lógico, muchísimas cosas; pero no añado absolutamente nada; así todos los detalles que figuran en el libro están tomados del original, desde el número de castillos que tenía el señor de Villas Yermas al vestido que llevaba Carmesina para recibir a su amado Tirante, que regresaba victorioso.
¿Qué episodios iba a seleccionar? No podía dejar de contar la batalla de Tirante con el alano (¡qué hubieran dicho Cervantes, don Quijote, el cura y cualquier lector del Quijote!), ni el momento en que el caballero bretón ve por primera vez a Carmesina, en la habitación a oscuras, en donde está recluida la emperatriz, su hija y sus damas, enlutadas por la muerte del amado hijo y hermano. La elección fue fruto a veces de una decisión muy medida; así quise que figurara esa intensificación de la blancura de la piel de la princesa de Francia: «según contaban, cuando bebía vino, se veía pasar el líquido rojo por su garganta»; o, mejor es oír al propio Tirante diciéndoselo al ermitaño: «Os puedo, señor, decir que, como la infanta bebía vino tinto, que su blancura es tan grande que por la garganta le vía pasar el vino, y todos cuantos allí estaban fueron maravillados». La infanta era un personaje que no tenía casi papel en la obra; pero no podía callar tal hallazgo literario; con su presencia en el texto para los niños facilitaba su germinación futura.
Como los límites del libro desbordaban sin remedio las cuarenta páginas obligadas de la versión infantil, tomé la decisión de cortar toda la campaña de conquistas de Tirante en el norte de África. Llevé al caballero y a Placer de mi Vida a esas tierras, aludí a sus muchas aventuras y las sellé con la noticia del éxito de Tirante en su conquista de toda la Berbería y la del matrimonio de la joven con el señor de Agramunte. El paréntesis no afectaba a la relación del héroe con su amada Carmesina ni con el emperador. Quedaban en Constantinopla esperando su vuelta en una situación militar muy comprometida; y para resolverla hacia allá se dirigió Tirante, de nuevo ya en las páginas de mi relato a los niños.
En el Tirante hay unos valores muy actuales, y me interesaba mucho subrayarlos. Por ejemplo, el papel activo de las mujeres: Carmesina interviene en el Consejo de Estado de su padre, y le da dinero a Tirante para sus campañas. La bella e inteligente Agnés tiene su capítulo: es ella la que dará lugar a ese espantoso combate en el que, en vez de armadura, el señor de las Villas Yermas exige a Tirante que lleven finas camisas de tela de Francia, escudos de papel y chapeles de flores: el peligro para los contendientes es enorme, y ha merecido dos ilustraciones magníficas de Francesc Rovira. Ante el terrible desenlace ahí está la desesperada Agnés con su «¡Mirad para qué sirven los combates!», que refleja lo que en realidad dijo a la reina: «¡Veis aquí las honras y grandes dolores!».
En el texto, las batallas son continuas, pero un cansado Tirante, deseoso de vivir en paz con su amada Carmesina, pone fin victorioso a todas ellas. Sólo que su dios no quiso que gozara de ese descanso, y a los lectores nos dejó desconsolados. El héroe es vencedor de tantos combates y batallas no sólo por su valor, sino por su inteligencia —es un espléndido estratega— y por sus condiciones físicas. En su lucha con el gigante Tomás de Montalbán, el narrador nos revela que al joven le duraba mucho el aliento, tenía que coger aire menos veces que sus rivales y, por tanto, se cansaba mucho menos. Esa condición física privilegiada, unida a su astucia, justifica su victoria ante el gigantesco personaje —también nombrado en su momento por el cura del Quijote—, al que Tirante llegaba a la cintura.
Y ese caballero tan valiente tiene amigos y es un tierno enamorado. Los sentimientos ocupan un lugar preferente en el relato de Joanot Martorell; en el héroe, sobre cuyo ánimo el supuesto desamor tiene efectos devastadores; y también en los personajes que le rodean: el cariño del emperador por su hija Carmesina está muy presente en todo el relato y justifica su súbita muerte al verla sin consuelo ante el cadáver de su amado Tirante. El propósito que me guió fue que todo ello quedase en las páginas de la adaptación para que los niños no olvidaran ya nunca a los personajes, y que recordaran a cada uno con su auténtica forma de ser.
Platero y yo
Mi tercera adaptación ha sido Platero y yo, la bellísima y lírica obra de Juan Ramón Jiménez. El principal escollo que esta vez tuve que salvar fue el punto de vista; no podía identificar mi yo con el del poeta porque lo hubiese traicionado, porque se hubiese podido leer mi adaptación como una mutilación del texto. No tuve más remedio que introducirme como narradora haciendo real en el relato el título de la portada «contado a los niños por...»; pero cuidé que esa intromisión pudiera advertirse fácilmente y no «contaminara» el texto; es sólo el enmarque del relato. La selección de los pasajes era mucho más fácil de hacer porque eran independientes entre sí en cuanto a la anécdota contada o el momento vivido; en muchos de ellos mi voz narrativa actúa de marco, los abre y cierra, pero luego dejo el camino libre al texto; introduzco a Juan Ramón como personaje, pero no falseo nunca ni su pensar ni sus palabras. He querido dejar precisamente los parlamentos pronunciados a lo andaluz —pero he incluido la versión escrita correcta junto a ellos— para mantener la atmósfera del relato. Y también he procurado reproducir el lirismo del texto, incluyendo además alguna palabra difícil, junto a una breve perífrasis explicativa.
Es un procedimiento que he seguido en las tres adaptaciones: a veces abro la puerta a alguna palabra clave del original que no es de uso cotidiano, para que los niños amplíen sin notarlo su vocabulario; y digo sin notarlo, porque junto al término pongo una breve explicación. No abuso del procedimiento para que después no sea un obstáculo para la agilidad del relato.
Final
El sistema educativo de este país lleva un rumbo equivocado porque se ha suprimido la Literatura como asignatura independiente de la Lengua en la ESO y se ha reducido a la mínima expresión en el Bachillerato. Pero no se puede cerrar los ojos a esa realidad, que además va acompañada, como muy bien se sabe, de la todopoderosa competencia que la lectura tiene en la televisión.
¿Acaso está al alcance de todos el Libro del caballero Cifar? ¿Quién conoce la apasionante historia de ese caballero al que cada diez días se le moría el caballo y que, por el coste que tal maldición suponía, ningún señor quería tenerlo como vasallo? ¿Tiene algún sentido dejar que esta maravillosa historia y tantas otras duerman el sueño del olvido porque hay que dar a leer los clásicos a los jóvenes sólo en su integridad y en «versión original»? Ver a los niños leyendo las aventuras de don Quijote o las de Tirante o siguiendo el trotar alegre de Platero, no sólo significa la posibilidad de que en el futuro vayan a las páginas, ya abiertas, de estos libros de Cervantes, de Joanot Martorell, de Juan Ramón Jiménez, sino también la garantía de que esos personajes formarán ya parte de su mundo de referencias; así se intensifica la vitalidad de un patrimonio cultural heredado.
*Rosa Navarro Durán es catedrática de Literatura Española de la Universidad de Barcelona.
Bibliografía citada
El Quijote contado a los niños, por Rosa Navarro Durán, il. de Francesc Rovira, Barcelona: Edebé, 2005.
Martorell, Joanot, Tirante, ed. de Vicent Josep Escartí, Valencia: Tirant lo Blanch, 2005.
Platero y yo contado a los niños, por Rosa Navarro Durán, con ilustraciones de Francesc Rovira, Barcelona: Edebé, 2006.
Poema de Mio Cid, versión de Pedro Salinas, Madrid: Revista de Occidente, 1934.
Tirante el Blanco contado a los niños, por Rosa Navarro Durán, il. de Francesc Rovira, Barcelona: Edebé, 2005.