Ínsula

Puertas abiertas en la narrativa en lengua española

por Juan Antonio Masoliver Ródenas

Ínsula nº 747, Marzo 2009

Un repaso a todo lo que se ha ido publicando a lo largo de 2008 muestra la infinita variedad de tendencias incluso entre aquellos escritores que han apoyado, cuando no justificado, su escritura en manifiestos que intentan demostrar la existencia de escuelas o grupos. Por su parte, los escritores españoles testigos de la guerra civil y de los años más duros de la posguerra, han mostrado las inagotables posibilidades del supuestamente inflexible realismo. Ana María Matute (Barcelona, 1926), en Paraíso inhabitado (Destino) se ha mantenido fiel a sus raíces estéticas. En un relato claramente autobiográfico, a la sórdida disciplina de un ambiente opresivo opone la rebeldía de la imaginación. Los cuentos infantiles que alimentan la novela, con Andersen a la cabeza, son tan delicados y encantadores como perversos, como lo es el mundo fantástico cercano a Olvidado Rey Gudú. Crónica de una época, historia del ansia o necesidad del amor y de la pérdida brutal de éste, Paraíso inhabitado es un acto de desmitificación, una reivindicación de la pureza, una denuncia de la frigidez emotiva y un desborde sentimental, expresados con una naturalidad y conciencia del buen escribir poco frecuentes en nuestros narradores.

Juan Goytisolo (Barcelona, 1931), como James Joyce en Ulises, ha ido destruyendo sistemáticamente el concepto tradicional de novela, suplantando el terrorismo político, que repudia, por el terrorismo expresivo. El exiliado de aquí y de allá (Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores) no sólo rompe radicalmente con la linealidad del relato, sino también con el argumento, dos pilares de la novela realista de tradición decimonónica. El lector queda así sin puntos de referencia, perdido en el interior del nihilismo más absoluto. Fiel a su trayectoria de rupturas y a la creación de un universo inconfundible, regresa a espacios y a personajes de sus novelas anteriores para testimoniar, con corrosivo sarcasmo, la ceremonia de la destrucción. Estamos en un mundo dantesco controlado por los ordenadores, por el terrorismo islámico y por la hipócrita moral católica. Una novela o singular crónica hecha pedazos que «brega con el Sistema y el Antisistema» y que testimonia «el desconcierto y la locura del universo».

De espaldas al realismo

No hay punto de referencia generacional para Javier Tomeo (Quicena, Huesca,1932). Se le ha querido identificar con el teatro del absurdo francés, pero hay en él la procacidad, un humor codornicesco inconfundiblemente español. Con un desparpajo casi obsceno, maneja fantoches que se convierten en patéticos seres humanos, una cualidad visible en Los amantes de silicona (Anagrama), donde unos muñecos de sex shop son en realidad auténticas criaturas desamparadas. Novela sórdida y homenaje al mal gusto que es preciso leer como una provocación a las convenciones morales. En las antípodas de Tomeo está Carlos Pujol (Barcelona, 1936), con una escritura cosmopolita, atenta al buen y comedido narrar, pese a lo que hay de aventura y de extravagancia. En Dos historias romanas (Destino) todo está al servicio de una naturalidad y una armonía que se enfrentan a los avatares de la historia y a tristes historias de amor. Ambientada en la época de la unificación de Italia y en los convulsos años en torno a la guerra civil española y la segunda guerra mundial, el suyo es un mundo esencialmente novelesco, alejado de discursos moralistas o de ambiciosas propuestas literarias.

Si el cosmopolitismo, sana reacción a lo carpetovetónico, en Pujol se expresa como una forma de narrar el mundo, en Julián Ríos (Vigo, 1942) es una forma de escribirlo. Larva -novela única en la literatura española contemporánea- es la mejor lectura que se ha hecho del Ulises de Joyce. Ríos ha penetrado en el corazón mismo de la lengua, para liberarla de unas cadenas muchos más rígidas en español que en inglés. Pero de la misma forma que Joyce, en oposición a Ulises o a Finnegans Wake creó, con Dublineses, unos relatos magistrales de corte clásico, Ríos, en Cortejo de sombras (Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores), recupera una novela de juventud ambientada y dominada por lo fúnebre, lo misterioso y lo fantasmagórico, y por un realismo opresivo, en un pueblo de ambientes cerrados y familias rencorosas. El Dublín del primer Joyce transportado al mundo rural de Galicia en una novela de tintes sombríos.

No ficción (Anagrama), de Vicente Verdú (Elche, 1942) es un buen ejemplo de cómo se borra la frontera entre lo imaginario y lo real. El mismo título invita al desconcierto. Estamos ante las memorias de un hipocondríaco con enfisema, problemas de estómago, hipertrofia del masetero, pinchazos en el abdomen, adicto a los fármacos, al alcohol o a los porros, obsesionado con la edad, vulnerable, neurótico, depresivo, que persigue la felicidad y la armonía del cuerpo y del espíritu como quien persigue a un fantasma. Novela concebida como una secreción, como un esfuerzo estéril por despojarse del yo. «El oficio del yo» se convierte en el pavesiano «oficio de vivir».

Un lugar muy destacado merece el Dietario voluble de Enrique Vila-Matas (Barcelona, 1948). Hay aquí mucho de autobiográfico y diarístico -la enfermedad que ha cambiado su vida, su ciudad, los viajes, el encuentro con amigos-, de artículo, de ensayo literario y de creación, con reflexiones sobre el paso del tiempo el azar o la búsqueda de un paisaje moral. Lo que originalmente es una selección de artículos de prensa se convierte en una fluida narración concebida como un proyecto unitario.

Campo de amapolas blancas (Tusquets), de Gonzalo Hidalgo Bayal (Higuera de Albalar, Cáceres, 1950), nos transporta, y no sólo por el acertado título, a un mundo cercano al de Los girasoles ciegos de Alberto Méndez, por lo que hay de sugerencias en las relaciones afectivas y de fatídica aceptación de la desgracia. Novela breve, sutil, de una realidad apenas insinuada, en la que destacan -como oportunamente señala Luis Landero en el epílogo- la misteriosa figura del padre de H, el tono del relato, la capacidad de rememorar hechos remotos en el tiempo y la distancia con el presente narrativo, la reconstrucción de una ciudad tan ficticia como real, Murania y, subrayo yo, el carácter simbólico a través de la reproducción del cuadro de Kandinsky, las referencias a William Saroyan o a La náusea de Jean-Paul Sartre, y el mismo título: «el mejor estímulo del espíritu se hallaba en las hojas blancas de las amapolas, porque éstas contenían la esencia del paraíso, su síntesis primordial»; la «¡Amapola, sangre de la tierra, amapola, herida del sol, boca de la primavera azul, amapola de mi corazón», de Juan Ramón Jiménez.

Escritor de numerosos registros, en Las fuentes del Pacífico (Siruela) Jesús Ferrero (Zamora, 1952) ha creado una novela de aventuras ambientada a finales del siglo XIX que gira en torno a la búsqueda de una civilización ideal, a la codicia y al deseo. A millas de distancia de su sorprendente y celebrado Belver Yin, Ferrero no teme caer en los lugares comunes más socorridos, manipulados con obvia complacencia, dando por supuesta la complicidad del lector. Esto no impide que en la búsqueda de las fuentes del Pacífico no haya momentos de intensidad. La voluntad de novelar y la complicidad con el lector es más obvia todavía en Todo eso que tanto nos gusta (Destino) de Pedro Zarraluki (Barcelona, 1954). Aquí la verdadera aventura consiste en la búsqueda de un espacio ideal que le permita huir de la civilización, tema latente también en la novela de Ferrero. Más que el previsible desarrollo argumental, con un más previsible y descarado final feliz, lo que le interesa son las situaciones, divertidas unas, sentimentales otras, con personajes que se ganan pronto la simpatía del lector. En El manuscrito de piedra (Alfaguara), la primera novela de Luis García Jambrina (Zamora, 1960), lo novelesco se sostiene sobre dos ingredientes, el histórico y el bibliográfico, sin el gratuito efectismo de los bestsellers, que los han utilizado como una fórmula. Centrada en la Salamanca del siglo XV y protagonizada por el autor de La Celestina, Fernando de Rojas, la reconstrucción histórica es impecable, con dos notables virtudes: la capacidad para recrear el mundo cotidiano de la época y al mismo tiempo las intrigas, la represión, el papel de los dominicos en la Inquisición, la persecución de los judíos y, de una forma muy sutil, los nexos, por ejemplo, entre La Celestina y Lazarillo de Tormes. A esta complicidad histórica y literaria se añade lo que tiene de novela de misterio, de aventuras y, si se me permite el anacronismo, de policíaca.

Perspectivas históricas

Ignacio Martínez de Pisón (Zaragoza, 1960), en un radical cambio de dirección, y alentado posiblemente por la reconstrucción que hizo, en Enterrar a los muertos, de la amistad de José Robles con el novelista norteamericano John Dos Passos y de su asesinato del primero en plena guerra civil, publica una de las mejores novelas del año, Dientes de leche (Seix Barral). El prólogo resume, a través de la imagen del niño Juan Cameroni y de su abuelo haciendo el saludo fascista, las vicisitudes de la familia desde que Raffaele Cameroni se establece en Zaragoza acabada la guerra, convertido en un héroe, hasta el frustrado golpe de Estado de 1981 y la llegada de los socialistas al poder. El espacio central está ocupado por la Falange, el fascismo -que, «a diferencia del falangismo, no era un instrumento para hacer política, sino una forma de vivir y entender la vida»- y la complicidad del clero. El prólogo oculta la razón por la que Juan, a los catorce años, acompaña a su abuelo pero se niega a levantar el brazo. Es decir, se añade un ingrediente misterioso que pondrá de relieve el drama de una familia enfrentada ideológicamente. A la historia colectiva se añade la personal y la dimensión sentimental triunfa sobre la política, la narración sobre la crónica.

Dos anomalías

Capítulo aparte merecen dos novelas de autores jóvenes pero con una sólida trayectoria. Francisco Casavella (Barcelona 1963-2008) ha sido considerado como el heredero directo de Juan Marsé, deuda que él mismo ha reconocido. Tienen en común su interés por la figura del antihéroe y por los barrios marginados de Barcelona, pero en Casavella hay una extravagancia y una extrañeza desgarradoras que han convertido obras como Un enano en Las Vegas o la extensa trilogía El dia del Watusi en inevitable punto de referencia como el creador de una nueva dirección de la tradición realista más descarnada. Lo que sé de los vampiros, ganadora del Premio Nadal 2008, fue una verdadera sorpresa, una dirección insólita que nos aleja de su mundo habitual. Se trata de una parodia del Siglo de las Luces que viene a serlo también de nuestro propio siglo, en un esfuerzo por fusionar historia y ficción como antes, con mucho más acierto, había fusionado crónica y ficción.

También en Ray Loriga (Madrid, 1967), en Ya sólo habla de amor (Alfaguara), se advierte un cambio radical con respecto a sus primeras novelas cercanas al realismo sucio norteamericano que lo convirtieron en uno de los mejores representantes de la nueva novela de la década de los noventa. Por más que nos movemos de nuevo en el vacío y en la incapacidad de vivir plenamente la realidad, aquí todo (ambientación en una embajada suiza, personajes, diálogos, el espejo de la Alicia de Lewis Carroll) se mueve en un plano de irrealidad que poco tiene que ver con el mejor Loriga. Incluso la atractiva prosa y la capacidad de convertir en cinematográfico lo que es pura narración están al servicio de un tipo de relato más distante y cerebral.

La novela apocalíptica

Nembrot, de José María Pérez Álvarez (O Barco de Valdeorras, Ourense, 1952) representó una de las novelas más nuevas y originales de 2003 y marcó una de las líneas más definidas de lo que podría llamarse la nueva novela. Línea que se reafirma ahora en La soledad de las vocales (Bruguera), dominada por la soledad, el vacío, la extrañeza y una visión apocalíptica que le acerca a las últimas novelas de Juan Goytisolo. Asistimos asimismo a la novela como proceso, es decir, al camino de incertidumbres sobre el que se construye o se escribe la realidad, para concluir que «la literatura nunca trata de nada, es un vacío, así que pienso que la literatura es como la vida». La misma visión desolada, aquí a través del humor y la ridiculización, la tenemos en España (DVD) de Manuel Vilas (Barbastro, 1962). La novela tiene mucho de crónica de una España heredera de la crisis del 98 pese a que «el noventayochismo era anacronía, inquisición, superstición, literatura antigua» y a que «nuestras preocupaciones históricas son reaccionarias». Hay, pues, necesidad de liberarse de pensamientos ajenos y tradicionales convertidos en lugares comunes por la crítica académica. Pero es también una novela sobre el mal, la impunidad del crimen o las grandes escombreras postindustiales. Se trata, pues, de la crónica de una época, la propuesta de una nueva literatura, una burla de la cultura oficial y una visión eminentemente apocalíptica del nuevo siglo.

Nocilla Dream, de Agustín Fernández Mallo (A Coruña, 1967), sirvió para definir las aspiraciones de todo un grupo de escritores interesados en codificar y hasta dogmatizar una serie de principios estéticos. Pero estamos ante una aventura individual por parte de un escritor que no necesita apoyos generacionales para mostrar su talento, como lo ha confirmado en Nocilla Experience (Alfaguara) -segundo volumen de una trilogía, Proyecto Nocilla, que se cerrará con Nocilla Lab-, con un experimentalismo plenamente integrado a las exigencias del relato. Nos movemos en un mundo extraño, en un paisaje exótico eminentemente industrial, con curiosas teorías y con un nuevo humanismo que consiste en «desafiar los límites humanos por medio de la ciencia y la tecnología combinadas con el pensamiento crítico y creativo». Novela asimismo que busca un nuevo ritmo que refleje el nuevo ritmo del mundo donde la linealidad tradicional (y se incluye aquí la linealidad de los diálogos) no tiene cabida.

La misma coherencia en sus planteamientos radicales advertimos en Ricardo Menéndez Salmón (Gijón, 1971) quien, tras la revelación que supuso La ofensa, reafirma en El derrumbe (Seix Barral) su fértil imaginación y su capacidad para estructurar un mundo complejo dominado por el mal, el caos y la violencia, en el que se escucha «el zumbido de los muertos». De nuevo nos encontramos en pleno progreso tecnológico, sin signos de heroísmo intelectual, donde los personajes lloran «por su edad, por su tiempo». Un tiempo apocalíptico dominado por lo monstruoso.

El país del miedo (Seix Barral) de Isaac Rosa (Sevilla, 1974) representa un giro muy notable con respecto a sus dos novelas anteriores y se integra plenamente dentro de la escritura apocalíptica. El marco narrativo se ha reducido para hacer más intenso el espacio opresivo en el que nos movemos. Estamos en un presente en el que la crónica está depurada hasta el máximo a favor de los sentimientos y de las situaciones dramáticas, en un crescendo de violencia y de miedo. Sordidez política y moral en una ciudad no identificada que se convierte en una verdadera metáfora de nuestro tiempo.

Exasperación psicológica

Hay dos novelas breves que merecen una atención especial, por su calidad y por lo que difieren del radicalismo que he estado señalando como rasgo representativo de los narradores del nuevo siglo. Andrés Barba (Madrid, 1975) se ha mantenido fiel, en Las manos pequeñas (Anagrama), a su trayectoria anterior, que incluye su celebrada La hermana de Katia. Se trata de una recreación del mundo del colegio en la línea de Cristina Fernández Cubas y del juego como ritual de tantos cuentos de Julio Cortázar, al que se añade la perversa inocencia de la pintura de Balthus, la desolada orfandad y el inquietante pasado que una niña perturba con su inesperada presencia. Una serie de motivos recurrentes acentúan la misteriosa fuerza del relato. La misma fuerza encontramos en Naturaleza infiel (RBA), primera novela de Cristina Grande (Lanaja, Huesca, 1962), una de las más gratas sorpresas del año. Confesiones en primera persona que van revelando, con una prosa dramáticamente serena, las fisuras de una familia, los afectos y los desafectos, las amenazas de un pasado ajeno a la armonía y a la belleza, la reconstrucción de una época sin afán de crónica. Relato en el que todo es esencial y modelo de novela breve.

Los cuentistas

En 2008 se consolida el creciente interés por el cuento, apoyado por la difusión del microrrelato y por la apuesta de editoriales como Menos Cuarto o Página de Espuma. José María Merino (A Coruña, 1941) nos ha sorprendido, en Las puertas de lo posible (Páginas de Espuma), con unos cuentos inspirados en el progreso científico, pero no para refugiarse en las manidas fantasías de la ciencia ficción, sino para ilustrar la realidad del presente y las consecuencias que ésta tendrá sobre el futuro. Más previsibles son los textos de Juan José Millás (Valencia 1946), en la línea de sus novelas y de sus creativas columnas periodísticas. Los objetos nos llaman (Seix Barral) son relatos que no siempre sortean el peligro más obvio del microrrelato: el dominio de la anécdota y del ingenio. Millás es un mago prodigioso al que de vez en cuando se le ven los trucos. Los mejores son aquellos en los que da una dimensión humana que justifica la inverosimilitud. La irregularidad es el rasgo principal del conjunto.

Muy oportuna la publicación de Todos los cuentos (Tusquets) de Cristina Fernández Cubas (Arenys de Mar, 1945), en el que se incluye un texto inédito, «El faro», a modo de homenaje a Edgar Allan Poe. Tenemos así la oportunidad de valorar en su justa dimensión la maestría de la que hoy por hoy es la más indiscutible cultivadora del género, voz clásica y moderna al mismo tiempo, con una enorme variedad de registros que giran en torno al miedo, el misterio, lo desconocido, lo fantasmagórico o el enfrentamiento con el mundo de los adultos. Pocos escritores pueden dirigirse a un número tan amplio de lectores sin hacer concesiones de ningún tipo, con una dificilísima sencillez y una entrañable complicidad.

Si Cristina Fernández Cubas representa la más feliz recuperación, Eduardo Lago (Madrid, 1954) la más feliz revelación, desde que en 2006 obtuviera el Premio Nadal con Llámame Brooklyn, una novela que trataba de incorporar las virtudes del cuento. En El ladrón de mapas (Destino) asistimos a la operación inversa: se sirve de un conjunto muy variado de cuentos para ir trazando un mundo narrativo propio de la novela. Escenarios muy variados, personajes extravagantes o marginados, homenaje a escritores o cineastas (Kipling, Conrad, Felipe Alfau, Dostoievski, el Visconti de Las noches blancas) que se integran en el relato. Estamos moviéndonos simultáneamente en la unidad y en el fragmento.

Si Cristina Grande representa la revelación del año como cultivadora de la novela breve, Sònia Hernández (Terrassa, 1976) lo es como escritora de relatos. Los enfermos erróneos (La otra orilla) comparte no pocos de los rasgos más poderosos de Naturaleza infiel: la enfermedad como síntoma de un malestar general, la exacerbación de la naturaleza individual, la ausencia de crónica, la creación de un mundo cerrado, obsesivo, en el que tiene poca cabida el humor, aunque no está del todo ausente. Sin que sus textos dejen de ser producto de la imaginación, dan la sensación de ser autobiográficos. Con Sònia Hernández estamos más cerca de la locura, su pesimismo es mucho más radical, los personajes buscan en vano su propia personalidad o identidad y hay un esfuerzo desesperado por integrarse al mundo. Crea, de este modo, una aguda sensación de ansiedad.

La narrativa latinoamericana

Imposible como resulta ofrecer un panorama completo de la mejor narrativa española del año, todavía más complejo es el de la narrativa latinoamericana, por la cantidad, la calidad y la diversidad y por la ignorancia de la crítica española, fruto tanto de la inercia como de la soberbia, como si nos bastase la innegable vitalidad (que con demasiada frecuencia se confunde con la calidad) de la narrativa española.

Inevitable celebrar la publicación de la novela inédita de Guillermo Cabrera Infante (Gíbara, 1929-Londres 2005) La ninfa inconstante (Círculo de Lectores/Galaxia Gutenberg), con la que completa la trilogía iniciada con lo que son ya dos clásicos de la literatura latinoamericana, Tres Tristes Tigres y La Habana para un infante difunto. Regresamos así a la Cuba de Fulgencio Batista, a las aventuras y fracasos amorosos («nos encontramos para perdernos»), a los paseos por La Habana, al cine, al bolero, a los amigos, a la imaginación verbal y a un continuo sentimiento de felicidad perdida.

Jorge Edwards (Santiago de Chile, 1931), en La Casa de Dostoievski (Planeta) regresa con renovada vitalidad a un Chile que nos es familiar, centrado ahora en la figura de un excéntrico poeta. Leyenda que no puede ocultar la ruina y la derrota, crónica y parodia de una época que se mueve entre Santiago y La Habana, es una novela divertida, accidentada y con situaciones conmovedoras. Una escritura inmediata que contrasta con la complejidad de Mario Levrero (Montevideo 1940-2004). Su inédita La novela luminosa (Mondadori) es inabarcable, voluntariamente irregular, tan llena de defectos como de virtudes, de iluminaciones como de reiteraciones, esencialmente fragmentaria, con una unidad que se nos escapa de las manos. La voluntad autobiográfica es obvia: su vida, su escritura, sus sueños, una mente atormentada, un carácter minuciosamente obsesivo, una voluntad destrozada por las adicciones. Novela dentro de una novela que no llega a serlo, inteligente, llena de situaciones tan absurdas como divertidas, ejercicio de sensibilidad e inteligencia que nos sumerge en un rompecabezas de infinitas piezas, en un laberinto onírico y en la luminosidad del caos.

Como Rodrigo Rey Rosa, Horacio Castellanos Moya (Honduras, 1957) se ha ido afirmando como uno de los valores más sólidos de la novela centroamericana. Tirana memoria (Tusquets) representa otro triunfo del dominio del relato. La novela se desarrolla como un contrapunto que muestra dos aspectos de una misma situación: la historia de dos fugitivos -la parte más ágil del relato, dominada por los diálogos, con escenas de tensión y otras abiertamente divertidas- y el retrato de una familia durante los últimos meses de la dictadura del general Maximiliano Hernández Martínez, escrito en forma de diario por doña Haydée. La novedad del relato es que los protagonistas son personas de la alta burguesía sin una ideología concreta, esencialmente religiosas y conservadoras, pero defensoras de los principios democráticos. De este modo, la novela evita el panfletarismo y se interesa tanto por el testimonio político como por el retrato de una clase social. Una tercera parte, el diario de Mingo escrito veinte años más tarde, subraya la dignidad humana frente a la falta de valores éticos de las clases dirigentes.

En Casi nunca (Anagrama), XXX Premio Herralde, se unen las dos vertientes de la escritura de Daniel Sada (Mexicali, México, 1953): la del cronista de los pueblos del desierto mexicano, con una prosa densa, de naturaleza poética, y la del inventor de situaciones melodramáticas, dominadas por la parodia, en torno a una historia amorosa. Los continuos desplazamientos y la variedad de las situaciones producen una extraña sensación de vitalidad que contrasta con una sociedad adormecida por el retraso, el aislamiento y el convencionalismo.

Con El mar de todos los muertos (Lumen), Javier Argüello (nacido en Chile en 1972, crecido en Buenos Aires y residente en Barcelona) regresa a los principios de la narración pura, con una novela de aventuras, fantasmagórica, misteriosa pero que tiene mucho de metaliteratura -el mar de Conrad y de Melville, el mundo de los muertos de Juan Rulfo- y de metaficción, con el pirandelliano enfrentamiento entre el escritor y sus personajes. Tal vez la carga de irrealidad y el efectismo resultan a veces excesivos, pero el relato no pierde en ningún momento su poderosa fuerza de atracción y de originalidad.

En los ocho relatos que integran Los amantes de Todos los Santos (Alfaguara), Juan Gabriel Vásquez (Bogotá, 1973), apoyándose en una cita de Tobias Wolff («un libro de relatos deber ser como una novela en la que los personajes se conocieran entre sí»), crea un hilo conductor que se apoya en maestros del género como Chejov, Kafka, Joyce o Raymond Carver y en un paisaje común, las Ardenas, en Bélgica, donde el autor pasó un año, para sumergirnos, también aquí, en la extrañeza, la soledad, los desencuentros amorosos, la vulnerabilidad, el miedo al abandono o el miedo compartido a estar solos. La sencillez expresiva y la contención de los sentimientos hacen más punzante la intensidad del fracaso.

Si en Vásquez es el distanciamiento sentimental el que intensifica la desolación, en Pétalos y otras historias incómodas (Anagrama), de Guadalupe Nettel (Ciudad de México, 1973), lo es la extrema delicadeza. Los escenarios son aquí muy variados, pero más que para ambientar sirven para intensificar la sensación de desazón, de extrañeza y de ausencia, de algo etéreo que nos seduce y se nos escapa de las manos, para sentirnos atraídos por una malsana o malherida «voluptuosidad desquiciante». No podría haber mejor broche para este tortuoso recorrido de la narrativa en lengua castellana de un 2008 que ha dejado tantas puertas abiertas.

Todos los artículos que aparecen en esta web cuentan con la autorización de las empresas editoras de las revistas en que han sido publicados, asumiendo dichas empresas, frente a ARCE, todas las responsabilidades derivadas de cualquier tipo de reclamación