«La suerte está echada: somos víctimas del vicio más antiguo que la literatura ha propagado, el afán de relatos espeluznantes. El buen gusto y todas las preceptivas literarias nos desautorizan» (Fernando Savater, La infancia recuperada, Madrid, Taurus, 1976, p. 153).
A nte todo he de confesar que este monográfico se inspira, desde la lejanía, por estas palabras de M. Baquero Goyanes —autoridad indiscutible en los saberes sobre la narrativa del siglo xix —: «En Dostoievski, como en Dickens o Galdós, está bastante enriquecido, transformado, pero perceptible, uno de los géneros más cultivados en su siglo: el folletín. Buena parte de los Episodios nacionales , Crimen y castigo y Oliverio Twist, reducidos a lo más externo, son, evidentemente, inequívocos folletines» [ 1 ] . Esta cita del profesor Baquero Goyanes invita, creo, a retomar una senda analítica que, a lo largo de cuatro decenios, ha sido explorada desde diversos ángulos por R. Benítez, J.-F. Botrel, J. I. Ferreras, J. Marco, L. Romero Tobar o Iris M. Zavala: enriquecimiento y transformación de un género (el relato fragmentario) en la textualidad de una narrativa ya más noble, conteniendo una voluntad de estilo en absoluto mecanicista, anhelosa por penetrar en la conciencia humana de aquel tiempo, pero sin silenciar enteramente algunas de las estrategias más genuinas del folletín: unas estrategias encaminadas, por supuesto, a atrapar al lector —esa «ansiedad» de los «suscriptores» a que hace alusión La Linterna Mágica, dando a conocer la ya no lejana salida de Pobres y ricos [ 2 ] —. Bien puede decirse, a este respecto, que la novela folletinesca fue, pese a su rudeza, un señuelo vocacional para innumerables novelistas cuya sensibilidad, aún no embridada por el intelecto, sería nutrida en su adolescencia por tales hojas periódicas. Diversos narradores del último tercio del xix lo atestiguan sin ambages a propósito de M. Fernández y González: así, Galdós reconocería el «placer indecible» que le produjo «en su juventud» el hormigueo «calenturiento» y monstruoso de rostros, cuerpos, aventuras que —según documentará más tarde Carmen de Burgos— brotaban de las páginas de «aquella maquinaria portentosa» dictando «dos o tres horas seguidas» [ 3 ] : la imaginación pura, pues, como la llave maestra tanto para el novelista en ciernes como para un lector diríase que hipnotizado, ya, por la factoría folletinesca …
El sebo de la bujía y la marca del lector
No sin nostalgia evocaba también Baroja en sus Memorias este culto juvenil por los folletones, o entregas, a lo largo de deslumbrantes noches en vela. Hasta logra dibujarnos, con gran maestría, el acto físico del consumo de dichas historias (subrayando, una vez más, al carácter nocturnal de esos ritos, o vicios, solitarios): algunos lectores —rememora— devoraban los fascículos en el lecho para después, advertidos por el canto de los primeros gallos, apagar «la vela con el cuadernillo, dejando marcado en la página un círculo de sebo de la bujía como un sello» [ 4 ] . Ahora bien, esta iniciación al arte de la novela sería bien pronto sometida por Baroja a un enfriamiento de la retórica folletinesca más convulsa, un mayor relleno psíquico de los personajes o una implacable poda de la maleza adjetival, aun cuando no renunciara nunca a la enunciación «itinerante» del folletín, el ir y venir de los personajes —a modo de ballet casi infernal—, el manejo recurrente de las catálisis que regulan el discurso y un afán, no por soterrado menos eficaz, en excitar a los lectores.
Y volvemos, aquí, al mecanismo fundamental de dicha literatura: la vampirización del lector, incluso una cierta incidencia catártica en él por grueso que sea el trazo escritural empleado (quizá justamente por esa elementalidad, el folletín transparenta sin rodeos los resortes psicológicos del juego que se establece entre el texto y su receptor, el ir y venir entre las ficciones plasmadas en el papel y la fantasía siempre voraz de los lectores). Como es bien sabido así lo patentiza Galdós con sus mujeres noveleras: recuérdese a Charito, el vivaz personaje de Rosalía, ejemplo de lector «fascinado» pero nada «receloso» —diríamos con A. Muñoz Molina— como mujer semiiletrada que es [ 5 ] . Se siente una Marie Duplessis, con idéntica belleza, los mismos amoríos, una parecida elegancia aunque rehúya a toda costa… su tisis. El autor logra, con ello, reproducir magistralmente el ejercicio de la lectura por parte del pueblo, afanoso por inventarse una «ilusión» —si vale el término de A. Moufflet que recoge, y matiza, Gramsci [ 6 ] —. Escribe, en fin, Galdós que Charo
«Una vez que se adentró en la lectura, dio en la flor de atiforrarse de novelas, y no es decible el alborozo con que veía entrar por debajo de la puerta de su casa las seductoras entregas de mil colores con que hacen su agosto algunos editores de Madrid. Ella, mientras tuvo dinero, se suscribió a todas, y las leyó, anhelando alimentar su espíritu en aquel parto literario que le parecía inmejorable. Pero entre todas leyó una que la impresionó extremadamente, con tal violencia que no se contentó con menos que con figurarse a la propia heroína de aquella fábula: esta obra era La dama de las camelias » [ 7 ] .
Rosalía se convierte, pues, en una ventana que permite atisbar cómo se debatía el Galdós joven de 1872 entre el folletín y la novela «lujosa», visualizándose la tensión entre dos formulaciones narrativas dispares aun cuando la segunda quedase por fuerza «contaminada» por la primera —de acuerdo con la feliz expresión de Romero Tobar [ 8 ] —. Pero en caso de trasladarnos a las letras inglesas, en Oliver Twist aflora también una jugosa intelección metanarrativa que brinda alguna pista más sobre tales «contaminaciones», a partir del hecho —entiende su autor— de que la vida es un mixtura de folletín y melodrama, dado que está repleta de fatalidades dictadas por alguien, o algo, no controlables por los humanos. Reflexionaba en efecto Dickens que
«Es habitual en el teatro, en todos los buenos y sangrientos melodramas, ir alternando las escenas trágicas con las cómicas, a semejanza de las capas rojas y blancas de una loncha de tocino bien entreverada. (…) Estos cambios podrían ser considerados puros disparates; pero no son tan artificiosos como parece a primera vista. En realidad, no resultan menos creíbles en la vida cotidiana las transiciones desde la mesa bien puesta al lecho de muerte, o desde los crespones de luto al ropaje de gala; sólo que ahora somos actores muy afanosos en lugar de espectadores inmóviles, lo que constituye a buen seguro una gran diferencia. Los actores, en la vida ilusoria del teatro, permanecen ciegos ante las transiciones violentas y los bruscos impulsos de furia o compasión que, por el contrario, y a los ojos del mero espectador, serán bien pronto juzgados por violentos e incongruentes» [ 9 ] .
Lo turbio y lo demoniaco
Para algunos de los mejores fabuladores del xix no había, por tanto, una ruptura entre la novela fragmentada y la narrativa suntuaria, si bien en el caso dickensiano su entrega al público fuese completa: el público como cómplice y, en ocasiones, juez que podía intervenir en el desarrollo de la novela. Así, los cuadernillos de La pequeña Dorritt iban a concluir dramáticamente, pero el clamor popular impuso, en buena parte, una rectificación que conllevaría un final feliz. (El propio Dickens rogó en una ocasión a la «audiencia» expectante que «tuviera un poco más de sosiego», y le aplaudiera «su destreza» en el «oficio» de contar historias, a propósito del argumento de Nuestro común amigo ) [ 10 ] . Y la anterior cita de Oliver Twist sugiere, además, un enriquecimiento mutuo entre la narrativa folletinesca y el teatro espectacular —tan convulso— concebido por los melodramaturgos: Baroja aludirá por cierto a su admirado Dickens diciendo que «En él todas son gesticulaciones, y gesticulaciones ambiguas. Cuando parece que va a llorar, ríe; cuando parece que va a reír, llora» [ 11 ] … La contorsión melodramática rige, pues, en sus ficciones en un sentido a la vez corporal y psíquico (lo corroboró ya, desde otro ángulo, Edmund Wilson) y la tira carnosa representada por las bruscas modulaciones entre lo rojo y lo blanco —que tanto solía enfurecer a Virginia Wolf— es signo identificatorio del narrador inglés [ 12 ] . Ahora bien, no se olvide que la mecanización de los aconteceres tan común en los más esquemáticos folletines no admite ningún claroscuro o ambigüedad: esos matices repletos de pulpa psíquica que en Dickens alcanzarán primacía con Casa desolada o Grandes esperanzas, muy especialmente entre los personajes secundarios o «envolventes». Conforme advierte A. Muñoz Molina —aludiendo a la fecunda concordancia en este autor entre el instinto popular y la habilidad en el relatar—,
«La maestría técnica, la ambición narrativa de Dickens, no interfieren su desatada vocación de folletinista que maneja exactamente los mismos materiales de la literatura popular, los crímenes, las desigualdades sociales, los hijos ilegítimos, las herencias perdidas, los matrimonios por obligación, los amores imposibles» [ 13 ] .
Como narrador que se adentra por la primera mitad del siglo xx representó Baroja, entre nosotros, el más incontrovertible novelista «literario» cuya inspiración está nutrida —que no deformada— por la tradición folletinesca o por autores que, a su vez, que no desdeñan tal escritura como el tantas veces mencionado Dickens o, sobre todo, Dostoyevski. Pero, tras el creador de Vidas sombrías, ¿es perceptible la presencia de otros narradores que asimilaran conscientemente alguna táctica compulsiva procedente del folletín en su sentido más «melodramático»? Acaso en nuestra primera posguerra se dieron algunas absorciones de tales fórmulas: no se olvide la fascinación que ejerció en más de una mente la textualidad, a medias goticista y melodramática, de Cumbres borrascosas, traducida al castellano en 1943 —obra en cuyas páginas impera lo «demoniaco», «turbio» y «patético», según reza el prólogo a dicha edición [ 14 ] —. Ahora bien, el arte de la novela se encaminará con la década de 1950 a construir una mirada de hielo que denuncie la penosa realidad del tiempo y, junto a ello, la técnica del recorte de situaciones excesivamente temblorosas con el fin de congelar cualquier instigación hipnótica en el lector, otorgándole a cambio un papel intelectualmente más activo. Había llegado la «cuaresma» en nuestras letras y Baroja fue —con esas elipsis de lo rojo y lo blanco — uno de los maestros para la generación del medio siglo, si bien, al lado de un Sánchez Ferlosio o un García Hortelano, no debiéramos olvidar la grata sorpresa, a la altura de 1950, de Los hijos de Máximo Judas, la novela de Luis Landínez que, con seco esguince, rehúye en lo posible la tentación «tremendista» a que invitaba el ruralismo [ 15 ] … Ahora bien, probablemente haya que situarse en el umbral, ya, de 1970 para avistar en nuestra narrativa algún rebrote folletinesco, al calor de las semillas diseminadas en la generación del 68 por Apocalípticos e integrados ante la cultura de masas: la obra de Umberto Eco que, a su vez, pudo acentuar también el interés de los estudiosos por la literatura «periférica» del xix (un análisis de su recepción en la España de aquel tiempo sacaría a la luz muchos desarrollos de nuestra cultura que irán madurando más y más en las últimas décadas del siglo xx) [ 16 ] .
Entre estos autores (piénsese en M. Vázquez Montalbán o Terenci Moix, incluso en algún experimento narrativo de Juan Marsé) la exaltación folletinesca queda, empero, entibiada por el guiño irónico, por el collage de sedimentos costumbristas como parodia que cuestiona los valores de la burguesía de aquel tiempo: así, La oscura historia de la prima Montse, donde se adivina algún repunte de tal escritura en forma de pastiche crítico y tan visible, incluso, en los epígrafes de capítulos como «Paco, hijo natural», «1.ª Jornada: el enigma de los ahorcados sonrientes», «2.ª Jornada: el pasadizo secreto» o «3.ª Jornada: el extraño caso del señorito y el teléfono»… Más tarde, y con la llamada posmodernidad, esa superposición maliciosa de materiales folletinescos pudo acrecentarse considerablemente: el manejo, astuto y suelto, de esquemas narratológicos nacidos de la literatura popular, según se deja ver en Eduardo Mendoza, A. Muñoz Molina, A. Pérez-Reverte o el último Álvaro Pombo. Y, asimismo, el fervor tan consciente, ya, por lo artificioso como modalidad narrativa alejada de cualquier rigidez canónica, al igual de lo que ocurre en otras disciplinas: pongo por caso, algún ensayo escenográfico de Francisco Nieva —con un manejo muy deliberado de las convenciones del romanticismo más «espectacular» [ 17 ] —. Sin olvidar, por supuesto, gran parte de los filmes de Pedro Almodóvar, en especial La ley del deseo, lujoso palimpsesto donde conviven el «melo» masculino a lo Carmen y múltiples citas procedentes, también, de la más ardorosa tradición literaria o fílmica [ 18 ] .
¿Un nuevo folletín electrónico?
Incluso hoy —y en el plano de la comunicación por internet o por la telefonía móvil— parece asomar un cierto revival del (micro)relato folletinesco que haría posible, además, que la escritura y su recepción pudieran coincidir en el tiempo real. ¿Podríamos hablar, en consecuencia, y a la altura del 2004, de unos primeros asomos de narrativa cibernética? Recientemente —y la noticia es harto reveladora— refería Antonio Astorga en ABC que «regresa el relato por entregas», pero no por obra del clásico procedimiento de Gutenberg sino mediante el «teléfono de bolsillo» y «a golpe de click». Para añadir que «Un ciberespacio llamado Ciberpunk ( imode.ciberpunk.com ) ofrece relatos, novelas y microcuentos escritos exclusivamente para teléfonos móviles» por algún premio nacional de literatura como Suso de Toro [ 19 ] . Precisamente a este escritor —quien tiene ya en su morral tres microcuentos para tales móviles — le recuerda dicho modelo los clásicos usos folletinescos, pero sustituyéndose ahora las hojas periódicas por las nuevas redes de comunicación electrónica: «Volvemos [pues] al principio, a la novela por entregas en un mundo en el que la cultura es el libro, pero en el que no se pueden olvidar los nuevos cambios culturales» [ 20 ] . ¿Prosperará esta novísima modalidad comunicadora, reestructurando en parte, además, la enunciación narrativa, conforme aconteció con las serpientes de papel, los episodios fílmicos, el serial radiofónico, o el culebrón televisivo? Como fácil resulta observar, en una secuencia de doscientos años a esta parte los «soportes» pueden variar pero, afortunadamente, la pertinaz curiosidad del hombre por espiar a sus semejantes, eso es, el poder contar relatos y leer/oír/contemplar tales relatos se mantiene tan fresca como antaño: de acuerdo con la leyenda china, estamos una y mil veces tentados por introducirnos en el lienzo pictórico y, allí, extraviarnos por sus sendas, aldeas, montañas sin ansias, casi siempre, por volver a la realidad cotidiana, una realidad por lo general poco apetitosa… Continúa, por tanto, vigente la viñeta que ofrece Galdós en Misericordia, donde el sagaz Almudena dosifica sabiamente sus relatos ante un corrillo de «mujeres embobadas, mudas, fijos sus ojos en la cara del ciego», quienes si —al comienzo de la historia— no se hallaban dispuestas a creer, «acabaron creyendo, por estímulo de sus almas, ávidas de cosas gratas y placenteras» [ 21 ] .
Resta sólo decir que el presente «Estado de la cuestión» pretende poner encima de la mesa, y en un tiempo como el actual donde el canon (pese a los desvelos de algún crítico) parece zozobrar en la literatura viva, ese viejo contar fragmentado tan propio de la sociedad urbana surgida a principios del xix y que se ha ido canalizando —reiterémoslo— por diversos regatos mediáticos. A saber, el relato popular, la novela por números, la entrega periódica, en suma, lo que la conciencia literaria de estos últimos dos siglos ha concluido por resumir con el calificativo de folletín: calificativo a todas luces incorrecto, como bien avisa Romero Tobar. Aunque, en descargo de tal error, podamos decir una vez más que, para muchos letraheridos, en la idea originaria de lo folletinesco han ido tomando gran fuerza «los matices significativos secundarios» de un relato ante todo «melodramático», o «dotado de una intriga ingenua y complicada artificiosamente», con la mira puesta en apresar, o enredar, al lector [ 22 ] . Atentado, qué duda cabe, contra el «núcleo significativo originario» del término aunque esa inexactitud descubra, por cierto, el nervio más secreto del hecho narrativo: la simulación de realidades ausentes en nuestro existir pero que, a la par, pueden absorberlo, condicionarlo —acaso trastornarlo.
Asimismo, y como advertirá el lector, los artículos impresos en estas páginas de Ínsula exploran con singular precisión algunos de los puntos que, muy a vuela pluma, he ido anotando en esta «Presentación»: sobre todo las tan recurrentes impregnaciones folletinescas en la novela literaria, los paralelos —o afinidades— entre la narrativa serializada y el melodrama escénico, o los mecanismos de articulación de un discurso ideológico a no dudarlo primario, pero siempre efectivo, que encerraba tal modalidad. Una modalidad, no se olvide, que significó un primer síntoma de democratización de lo literario entendido como texto, mercancía y consumo por parte del público inserto, especialmente, en la nueva ciudad «industrial» [ 23 ] . Hemos creído igualmente muy útil componer entre todos nosotros una bibliografía que recoja algunos de los más puntuales estudios aparecidos estos últimos cincuenta años: bibliografía tanto en torno al «núcleo duro» de la cuestión como acerca de aquellas otras experiencias que sugieren, a su vez, una particular retórica folletinesca al modo de la novela gótica angloamericana, la ghost-story o el relato a lo E. A. Poe: un sesgo narrativo que incidiría con cierta fuerza en nuestras letras del xix , como lo demuestran, entre otros, P. A. de Alarcón, J. M. de Pereda, el hoy tan olvidado Luis Alfonso —cuyos Cuentos raros sería útil recuperar— o, en la onda ya del modernismo, algunas de las Historias de locos concebidas por Miguel Sawa.