Compromiso y deserción [ 1 ] es el título de una colección de ensayos que José María Souvirón publica en Madrid, pocos años después de su regreso a España, tras una larga estancia en Chile donde desempeñó tareas docentes en la Universidad Católica de Santiago. En estos ensayos el autor recaba experiencias y juicios críticos sobre la literatura y arte del recién pasado siglo. Sus opiniones nunca exentas de una profunda reflexión invitan a conocer las obras más significativas de la literatura europea.
Sin abandonar el tono confidencial Souvirón avanza exponiendo determinadas hipótesis y subsiguientes apreciaciones de las cuestiones que para él son decisivas. Una y otra vez requiere la complicidad del lector ante el que se muestra sumamente respetuoso. Esa delicadeza manifiesta su excelente calidad humana, así como el sentido común que gobierna su pensamiento.
Quizá fue el afán por ser honesto consigo mismo y con los demás lo que le llevó repetidamente a situarse casi estratégicamente en la frontera de las situaciones más conflictivas, en las atalayas desde donde no se enturbiaba una visión de la realidad que se pretendía ecuánime. No en vano advierte con la melancolía del visionario que sus juicios son el fruto tanto de la lectura como de la observación durante muchos años de trabajo [ 2 ] .
Entre el miedo y la esperanza
En este primer volumen de ensayos parte de la base de que en la sociedad coetánea en metamorfosis; como en cada nuevo estado que implica transformación, el espíritu humano —el calificativo de humanista no le agrada— se debate entre el miedo y la esperanza. Confeso cristiano y convencido apela a la necesidad de cultivar la fe con la seguridad de estar ante un misterio cuyo conocimiento infunde la esperanza en los corazones. La esperanza descubierta en las manifestaciones artísticas más insospechadas es la luz que permite al hombre en medio de un mundo que amenaza caos y destrucción apostar por el Bien y por la alegría que su práctica conlleva.
Ese denodado intento de buscar el verdadero sentido a la vida supone el reconocimiento del Mal que afecta gravemente a sus contemporáneos, padecido ya desde la Edad Media por el rey sabio Alfonso X, que murió —como dice José María Souvirón— de «pasión de ánimo» [ 3 ] . El peligro acecha a los que tienen la inclinación de abandonarse al desencanto y naufragar en el aburrimiento. En el instinto destructor de los hombres se detecta una tendencia hacia la disolución, y aunque esa actitud haya estado presente en la historia de la humanidad, combatiendo los intentos civilizadores a base de revueltas, debe ser afrontada desde la superación de la crisis; mediante el establecimiento de un compromiso humano y artístico con la realidad.
No han sido pocas las veces, a juicio del autor, en las que determinados agentes modificadores del pensamiento, como fueron las corrientes utópicas, la revolución francesa con el terror, o la luz cegadora de la Ilustración, junto ciertas conclusiones positivistas, acrecentaron la confusión y la desesperanza De ahí que sorprenda la especial intuición del autor para captar dentro de manifestaciones artísticas, que van desde el Apocalipsis de San Juan a Las flores del mal de Baudelaire, el predominio de un sentimiento que habría definido Unamuno como el agónico brillo de la esperanza.
Recordando las ideas del jesuita Teilhard de Chardin, se cuestiona en estas páginas si la obra de la creación perpetuada en la génesis humana no llegará a tener un fin inesperado por culpa de la excesiva confianza del hombre en sí mismo. Adelantándose a su tiempo, a la hora de establecer las posibles consecuencias de una absoluta globalización con la visión del mundo de Orwell, apuesta por la espiritualidad, la vuelta a la trascendencia y a la religión en el sentido original de religo, vínculo con los orígenes de la creación y el Creador, como preconizaba Zubiri.
Para José María Souvirón los sistemas de fuerzas, ya sean de signo ideológico, como sucede en el caso de Marx, como psicológico, en el modelo de análisis freudiano, significan la negación del espíritu. El primero porque mira hacia fuera, el segundo por hacerlo hacia dentro. Para combatir el pesimismo que siembran en el corazón humano apela a la sencillez, la compasión y la gracia. El existencialismo, a su parecer, nace igualmente del cansancio, del aburrimiento de no estar interesado (inter-esse). Denosta el execrable ejemplo literario de Sartre, pero salva a Camus y sobre todo a León Bloy, que defendía la necesidad de misterio para el ser humano.
Un arte redentor
El poeta malagueño se aferra a la realidad y evade el ilusionismo que lleva a la destrucción. En sus observaciones invita a gozar de la libertad intelectual forjada en la autodisciplina y propone acrecentar la conciencia de eternidad mediante el compromiso en las manifestaciones artísticas, el conocimiento del oficio y el trabajo, garantizando así la función liberadora del arte. Un arte redentor, más humano, cuyo receptor sean los hombres y las mujeres que desean armonizar lo humano con lo intelectual, hará crecer a la par inteligencia y sensibilidad. A tal efecto recomienda la concentración, el ensimismamiento, porque la evasión conduce a la muerte por cansancio. El modesto deseo expresado de enfrentarse a la modernidad desde su limitación no es tal porque Souvirón cree sinceramente en la gran Verdad de la Eternidad.
No sólo las revoluciones ideológicas son objeto de su crítica perspicaz, sino también aquellas manifestaciones literarias que provocaron una ruptura retórica y abismaron al caos con sus manifestaciones desestructurantes. Picasso o Paul Klee, los surrealistas, que se fueron hacia la burguesía y «pintaron para ella, manteniendo en reserva su originalidad y hasta un tono de payaso y vedette cómica…» [ 4 ] , son igualmente responsables de la desesperanza y el vacío que domina en su tiempo.
Souvirón desvela con precisión la vía de acceso a su concepción del mundo y a la figuración artística del mismo. Hallamos en este volumen lo que podríamos llamar su poética, su credo. Con inteligencia, emocionadamente, en busca de la magia y con la seguridad que da el conocimiento poético de la realidad, cultiva su estilo y permite a la luz de la fe concebir el significado de la Gracia, gracia del amor, como la que concedió Beatriz a Dante.
Recomienda la concentración, mirar por el tiempo, gozar del paso del tiempo, adueñarse de él… Ahí está el secreto según el autor para alcanzar la felicidad. De manera irónica se refiere a la fórmula con la que los iniciados se comunicaban sobre esta cuestión con la frase: «¿Avez vous recemment pratiqué Plotin?»
Encontramos a José María Souvirón en la senda de Proust: «a la búsqueda del tiempo…», rechazando la literatura del ennui, la de la miseria o la corrupción, la de aquellos poetas mezquinos que frecuentan burdeles llenos de piojos; y, por igual, la de aquellas pobrecillas niñas vestidas con los engorrosos trajes de comunión. Lo situamos a la búsqueda de lo razonable, del equilibrio, y el aprecio por la bondad del ser humano.
La influencia del Mal
Ya avanzado el libro aparece el que será tema definitivo de su obra posterior: la influencia del Mal en la literatura del siglo xx . Presenta los preliminares, disecciona y localiza sus atributos, determina los indicios de esa fuerza disolutoria y destructiva que va minando la voluntad alentándola a la sublevación, hasta ponerle alas al espíritu y precipitarlo en el vacío. Para el autor el problema del Mal radica en su contagiosa seducción; de ahí que avise contra el maniqueísmo práctico que se hace lugar cuando se afianza la capacidad de diálogo con el malo. Al demonio no hay que darle conversación porque —según José María Souvirón— debilita la esperanza enfrentándola con la miseria, la desesperación y la propia frustración.
Las críticas del autor a los escritores europeos, franceses, ingleses, rusos o italianos, transmiten en su conjunto una amplia panorámica de literatura comparada desde una visión interdisciplinar que indudablemente lo sitúan en la vanguardia de la crítica literaria practicada en las universidades francesas y alemanas en una España que a finales de los cincuenta en general sólo se miraba al ombligo. Se aventura a desenmascarar el contenido de mentiras que tenían los personajes de Proust, la razón de la sinceridad de André Gide y la presencia oculta pero soberana del Mal en la obra de Henry James, conociendo bien a Joyce, Cocteau, Giradoux o Kafka, entre otros.
Su teoría aboga por una novela que más allá de la consabida especularidad, responda al concepto de obra poética con una visión personal del mundo, visión subjetiva que le asegure su individualidad En cuanto al teatro, constata que la soledad le ha ganado la batalla al sueño El protagonista del teatro del siglo xx se encuentra arrojado de sí, no se ama, no ama… Por lo que atañe a la poesía, admira sobre todo aquella que permanece en la memoria cordial. Se muestra severo con la social, refugiada en los salones, y expresa su favores por Góngora y García Lorca, avisando del temor que le invade al ver la poesía tan alejada de la realidad, convertida en una especie de bella durmiente, desconectada, absorta, lejos de la expresión del sentir humano.
El carácter heterodoxo de este malagueño, a quien le llamaban profesor, se manifiesta cuando leemos sus impresiones sobre pintura. Le apasiona Tintoretto que, junto a Roualt, revelaba el oficio en la materia pictórica. René Magritte o Henry Moore, así como George Morandi, son alabados en distintos lugares del ensayo.
Pero la idea que se hace sitio y que conducirá sus pasos en adelante es la certidumbre de que después de Nietzsche el hombre ha resultado endemoniado. Las huellas del demonio son identificadas en la pintura de El Bosco y en los trazos de Durero reconoce el genio diabólico, que empieza a cobrar terreno al Bien sembrando su estrategia de discontinuidad caótica y rebelión; produciendo belleza subversiva, antiarmónica. Doquiera que reine la contradicción se sentirá saciado el príncipe de lo deforme y lo heterogéneo.
El príncipe de este siglo. La literatura moderna y el demonio, publicado por Ediciones Cultura Hispánica en Madrid en 1967, se lleva a cabo desde el convencimiento absoluto de la redención cristiana. A partir de ahí José María Souvirón despliega una estrategia ensayística en la que se va combinando el avance ligero y decidido para plantear las bases desde las cuales se lleva a cabo su análisis de la realidad literaria, con el repliegue, en un estilo pausado, fruto de la reflexión sólida y apasionada donde domina la interpretación moral y la ética cristiana. Comprometido y con esa estrategia, apela a la conciencia de cada cual para considerar hasta qué punto somos partícipes del reinado del príncipe de este siglo y dedica emocionadas reflexiones a la ejemplaridad de Cristo cuando en el Huerto de los Olivos sufrió las tentaciones más fuertes.
Para José María Souvirón las manifestaciones del maligno son numerosas y adquieren en cada uno de los autores analizados diferentes formas. No sólo la aparición de una de sus figuraciones delata la presencia del maligno en una obra o la inspiración satánica de su autor; sino que, a menudo, la ausencia, el desdoblamiento, el predominio de la extrañeza inquietante, por ejemplo, son entendidas como tributos de la obra al príncipe de las tinieblas.
Puntualiza con detenimiento y agudeza —lo que demuestra un profundo conocimiento de los autores escogidos— que la aparición del demonio en la literatura moderna, disimulado o encarnado, implica la aceptación del mal por parte de los autores y recomienda una actitud de celo y vigilancia así como de cultivo de la fe para detectar su presencia del mal y combatirla. Una idea elevada de Dios permitirá hacer frente a la argucia más frecuente del demonio: hacer creer que no existe.
A José María Souvirón le parece que cuando el hombre abandona la idea de Dios, empieza a sentir la soledad, mera consecuencia del dominio diabólico. Entonces el individuo debe estar más atento al diablo a fin de evitarlo ya que de otra manera Lucifer se instalará en el corazón y será difícil arrojarlo de donde ha hecho su aposento.
Mitos como los de Prometeo o Sísifo, personajes como Fausto, revelan que el infierno particular es generado por la ausencia de Dios en un mundo ateo, donde ha desaparecido la relación gracia-pecado. Abandonado el catolicismo, surgen la teosofía, el demonismo, la negación del mal y la muerte definitiva de Dios. En la medida en la que avance el poder de la Iglesia de Cristo, como parece ser el deseo y la misión de esta obra, el mal dejará de estar oculto y saldrá a la luz arriesgándose a ser derrotado.
Algunos autores como Alistair Crowley optaron, a juicio del poeta malagueño, por posiciones satanistas declaradas, mientras que otros como Hölderlin o Rimbaud prefirieron librarse de la dialéctica del Bien y el Mal para ir en busca del demiurgo en el poeta. De igual modo afirma que a Victor Hugo, para quien el mal acababa con la Revolución francesa, su concepción pansexualista le llevaría al final de su días a confesar la visión de «la luz negra». En las obras de Dostoyevski el demonio se cobra sus piezas a través de crímenes y suicidios.
Son muchos los caminos que alejan al escritor del Bien. León Bloy, queriendo borrar las huellas del pecado original, niega la redención. Baudelaire, en su afán de búsqueda de la Belleza, se ve arrojado a los dominios de Satán, al abismo del vacío y la nada.
El demonio se hace evidente en aquellas situaciones de «pacto» como las que se dan en Balzac en virtud de la seducción económica o en Thomas Mann debido al influjo que ejerce en determinados individuos el ansia de conocimiento.
Avanzando en el siglo José María Souvirón recala en el caso de Samuel Beckett para poner en evidencia el intento denodado del ateísmo moderno al combatir la existencia de algo que previamente ha sido negado, queriendo echar tierra sobre las verdades. Reacciones tan desaforadas como las de James Joyce delatan su excatolicismo. Pero a Dios no se le mata tan fácilmente, por eso a menudo los autores recurren a la bufonada, el cinismo, la carcajada, o la mueca como hace Bertold Brecht en Mahagony . También los intentos de «echar abajo a Dios» de Paul Valéry encuentran su lugar dentro de la historia del infierno que pretende derrotar la soberanía de Dios en la tierra.
La tentación, la falsa inocencia, la usurpación del reino, la magia, la esclavitud de la belleza, el desorden de los sentidos, la rebeldía, los humillados y poseídos, los pactos, las negaciones y el vacío, las herejías intelectuales, el demonismo práctico como el de las misas negras de Huysmans, o la didascalia diabólica que contradice la Verdad de Dios… Todas estas instancias son identificadas aquí como espacios, o ámbitos de competencias del maligno en su incesante batalla contra las fuerzas del Bien por ganar el alma humana.
La Esperanza
Frente a esta estrategia, la Esperanza. Esperanza de autores católicos como Bernanos, que gracias a la lucidez puede penetrar en los aspectos maléficos para destacar los del Bien. León Bloy, Mauriac o Graham Greene también se dejaron llevar por una actitud convencional propiciando la pérdida del espíritu del Evangelio y desembocado en ocasiones en un verdadero campo de batalla. La lucha final de Julien Green no vence en «la Noche Oscura» de fogonazos y hogueras porque él mismo afirma ser todos los personajes del Leviatán.
La novela de la alemana Gertrud von le Fort El papa del Ghetto o Las siete columnas de Wenceslao Fernández Flórez son también objeto de reflexión en este ensayo que cita la ejemplaridad de los versos del poeta malagueño Alfonso Canales arraigado en la tierra de la esperanza: «Ahora el olvido te hace fuerte. / No hay ya necesidad de los caballos / para trillar la parva de las flores, / porque el yermo ya es yermo» [ 5 ] .
La tesis de José María Souvirón radica en que el Cristianismo debe recuperar un mundo que ha perdido la fe. La Iglesia tiene que avanzar y dejarse de conservadurismo. Debe asumir el papel de madre y maestra de la vida intelectual en el mundo moderno, lejos de la teología y la sacralización que han alejado al hombre del verdadero mensaje cristiano.
La negación del hombre a creer en la trascendencia cede terreno a una concepción del mundo tenebroso en el que reina la soledad y la falta de esperanza auspiciada por modelos literarios del siglo pasado que niegan cualquier resquicio de esperanza. Camus, pero sobre todo Sartre, especializado en el perfeccionamiento de la negatividad, centran el objetivo de su crítica. El sentido de culpa de la existencia de Heidegger, las obras de Proust y Sade describen igualmente estados de conciencia propiamente infernales.
La literatura, que favorece la libertad de elección de la palabra, propicia a su vez que esta palabra sea enunciada en el sentido original del Verbo o materializada, hecha objeto del comercio, desvirtuada, mentira. Mentira, una desviación del mundo de la Redención que Souvirón enfrenta a Verdad sentida por la Gracia o Verdad de Dios.
Además de los autores europeos a los que dedica su atención, los poetas españoles Cernuda y Guillén encuentran también un lugar en esta obra. De Cernuda selecciona Invocaciones a las gracias del mundo y La Noche del hombre y su demonio; demonio abatido. De Jorge Guillén elige Luzbel desconcertado, donde el ángel caído expresa su amor por el hombre.
A lo largo de todo su análisis la intervención directa del autor busca, como decía al principio, una complicidad o pacto tácito con su lector, que revela después de muchas páginas dedicadas al tema, que quizá él mismo esté cayendo en la trampa del que merodea demasiado. Observemos la cita a pie de página, cuando refiriéndose a la duplicidad de Poe —más mago que demonio—, dice:
«Téngase en cuenta que cuando usamos expresiones como “condenado” no nos referimos sino a estados transitorios. Incluso la aplicación de la palabra demoníaco a un escritor no tiene más alcance que el referente a una parte determinada de su obra en la mayoría de los casos. Rara vez se pude usar con carácter perdurable. Aunque…» [ 6 ] .
Las consideraciones sobre la figuración plástica del diablo aparecen a propósito de obras como Le Baphomet de Klosowsky, o el Moby Dick de Melville, figuraciones imaginativas del diablo que datan de la tradición bíblica y medieval, y que, después de Bosch, fueron adaptadas en la literatura moderna por Borges, provocando un vértigo inquietante como también lo hiciera Roger Callois. Ambos son exponentes para Souvirón de una cultura esotérica en la que los jeux de l'esprit acercan peligrosamente a la frontera de lo infernal.
En el ámbito de referencias literarias que hace José María Souvirón aparecen nombres como los de Michael Leiris o Gilles Deleuze, Mircea Eliade o Renato Pogioli, lo que evidencia el conocimiento profundo por parte del autor, no ya de las obras capitales de la literatura del pasado siglo, sino también las opiniones de los críticos coetáneos, aun cuando no fueran de su misma opinión. Esto nos da la certeza a la postre de estar en presencia de la obra de un «librepensador». Una obra reflexionada y madura de factura intelectual ecléctica.
Sobre el universo de Kafka destaca la problemática del condenado, el sufrimiento de quien no puede acogerse a la esperanza de la redención porque no reconoce a Cristo Salvador. André Gide aparece como el escritor que se recluye, y aunque se relaciona con el maligno apenas lo nombra. La Iglesia era para el escritor francés, que declaraba su familiaridad con Satán, un hospital de almas.
La relatividad moral es la idiosincrasia de los personajes de Marcel Proust, que son mentiras literarias interesantes. En cuanto a Henry James, pone de relieve su inteligencia peculiar al adoptar una técnica demorada que en The Turn of Screw socava con experiencia de psicólogo el sentido del Bien.
Al concluir el libro encontramos un «Epílogo» muy significativo donde el ensayista se encomienda a Dios para rogar la llegada de su reino salvador y expresa el deseo de hallar la libertad que dé una respuesta en la «patria» con Él, en Él y por Él. Esta opción, declaradamente cristiana y ratificada con fórmula de trisagio, le aseguraba a José María Souvirón el beneplácito de las autoridades políticas y eclesiásticas en una España que se concebía como reserva espiritual de Occidente, gobernada por un militar Jefe de Estado. Si bien el autor había manifestado repetidas veces el ideal de cristianismo que animaba su obra, no debe obviarse la crítica implícita a la suntuosidad y la ceremonia que caracterizaban a la Iglesia durante el régimen de Franco. No eran tiempos en los que la disidencia interna fuese bien recibida, pero también es cierto que a finales de los sesenta Europa vivía una revolución sociológica que necesariamente condicionó la tolerancia ante una oposición engendrada dentro de la propia dictadura y acaparada por el ideal cristiano.
* * *
Después de esta lectura nos quedamos con la sensación de que José María Souvirón fue un hombre de letras situado voluntariamente en la frontera para respetar actitudes y opiniones ajenas. Desde su sincero cristianismo supo apreciar la calidad de las obras literarias coetáneas y, aunque no fuera, como diríamos hoy «lo políticamente correcto», consiguió aprovechar las fisuras del sistema totalitario y ocuparse de un tema tan peliagudo como el del Mal. Así alumbra su crítica, convertido sin querer en «abogado del diablo» frente al proverbial: «con la Iglesia hemos topado».
A la «España, grande y libre», al «por dios, por la patria y el rey…», al laicismo republicano de «Libertad, Igualdad y Fraternidad», contrapone la ética social más primitiva y original, la Iglesia de Cristo como él la concibió: una comunidad de almas redimidas, que luchan porque impere el modelo de entrega y de amor al prójimo…