Ínsula

Fuerzas de flaqueza

por Eduardo Moga

Ínsula nº 702, junio 2005

Hormigas blancas , de Jordi Doce (Gijón, 1967), es un libro seductor y necesario. Seductor, porque rezuma inteligencia; y necesario, porque las letras españolas andan sobradas de poetas, pero ayunas de escritores que reflexionen sobre su oficio: que piensen la poesía, y que lo hagan con lucidez. Como todo libro transfronterizo, Hormigas blancas elude la estabulación: no se deja apresar por la taxonomía, y a cada anotación aumenta su ser: su geografía íntima. Quizá eso le granjee un tratamiento lateral por parte de la crítica, si es que llega a obtener alguno —porque, como ya sabemos, la crítica necesita seguridades—, pero no le resta ni un ápice de su valor. Por el contrario: en nuestro actual panorama literario, en el que predomina el diario maledicente, y hasta el chismorreo tenebroso, un volumen como este, iluminador al modo oblicuo de los libros de Bioy Casares, oxigena y esclarece.

Una obra miscelánea

Hormigas blancas es una obra miscelánea, en la que confluyen diversos géneros, como el diario, las memorias, el ensayo, el aforismo y la poesía. Diríase un cuaderno de bitácora —una versión impresa de los blogs internáuticos— o, mejor, la agenda de un vagabundo: de alguien que transita por la realidad alimentándose con sus fulguraciones y sus detritos. Trata, sobre todo, de literatura, pero también atiende a la pintura (Uccello, Francis Bacon, El Greco) y a la música (Miles Davis, Mozart), a los paisajes interiores y exteriores, al amor y al terror. No importa, en mi opinión, esta heterogeneidad; antes bien: es su esencia. La mezcla de asuntos y de registros —el libro alberga hasta escuetos poemas en prosa— dibuja una red turbulenta y polícroma, pero sostenida por una prosa tersa y una sensibilidad penetrante. Con ser un texto aluvial, cuyo zigzagueo resulta por completo imprevisible, pronto advertimos su condición unitaria: Hormigas blancas es un mosaico subterráneamente trabado. Y para ello es fundamental su talante omnívoro: Jordi Doce demuestra interés por todo, y todo lo integra en el prisma de su mirada. Muchos apuntes tienen que ver, precisamente, con el acto de mirar, con el hondo palpitar del ojo, un rasgo que se advierte también en su poesía, que es poesía de la contemplación activa: «Tiene el corazón en los ojos. El párpado late. El mundo es la arteria de la visión», dice una nota.

Pese a este afán plural, el grueso de las anotaciones de Jordi Doce se refiere al mundo de la literatura y, en un sentido más amplio, al fenómeno del lenguaje. En estos apuntes se percibe el pulso del creador, y constituyen una valiosa fuente de información sobre su taller poético. Sin embargo, ello no impide a Doce distanciarse de la tarea descrita y analizarla con agudeza. Acaso sea esta una de las características más reseñables del volumen, que resulta coherente con otros vaivenes, con otras alternancias en el juicio, que lo dotan de una textura polémica. Por ejemplo, la fascinación por el lenguaje, propia de un ser lingüístico, se combina con una ocasional desconfianza hacia el lenguaje («A veces la gente nos pregunta sólo para que nos traicionemos hablando») o la literatura («Uno que para no pensar se pasa el día escribiendo»). También su interés por el silencio refleja este péndulo expositivo, que es, en realidad, un péndulo vital: el de quien vacila e ignora, pero atiende a las intuiciones del sonido y de su conciencia vigilante. El silencio se afirma, a veces, frente al dragón de la lengua o a las hormigas de las palabras. El análisis metaliterario incorpora bucles metadiarísticos, esto es, apuntes sobre los apuntes: «El diarista tiene algo de coche escoba.» Y también juicios certeros sobre el habla, la escritura y el arte. Así define, por ejemplo, a César Vallejo: «Tartamudea, pero sin repetir una sílaba.» En Hormigas blancas se mezclan el apunte fugaz pero concluso y la anotación abierta, dibujada en un solo trazo, como un haikú, que se ofrece como una posibilidad, como una semilla a la espera de su eclosión: hay personajes esbozados, argumentos de poemas, sugerencias tan estrictas que se limitan a un simple sintagma nominal: «La sencilla terquedad de la sangre.» La brevedad es norma, y cuaja a menudo en greguería: «Corbatas como plomadas.» El arsenal retórico con el que Jordi Doce sustenta este heteróclito edificio está integrado, sobre todo, por la paradoja, la metáfora y la ironía, tres armas intensamente poéticas. La última se quiebra a veces y consiente alguna deriva cruel: «Hace una mueca de extrañeza o incredulidad, y su rostro parece el de un retrasado.» El ánimo lingüístico que preside Hormigas blancas se materializa también en frecuentes retruécanos y paronomasias; las proposiciones se invierten, como guantes dados la vuelta, para descubrir nuevas perspectivas, nuevas premisas desde las que comprender el mundo: «Sólo se canta lo que se pierde. (…) ¿Sólo se pierde lo que se canta?» Pese a ser un libro minuciosamente destilado, en el que se advierte una férrea labor de poda y selección, contiene leves deslices, como la repetición de algunas imágenes: así, la de plantar ideas como espantapájaros aparece en las páginas 19 y 51; y la del corazón que sólo corre detrás de lo que puede huir de él, en la 30 y la 34.

Un diálogo constante con la literatura contemporánea

En el repaso que hace el autor de la literatura contemporánea, con la que sostiene un diálogo constante, se aprecian valoraciones atinadas y siempre personales. Doce dedica una especial atención a algunos de los autores fundamentales de la modernidad, como Kafka, Valéry, Canetti, Celan, Pavese, Camus y Cernuda, amén de a una amplia nómina de autores en lengua inglesa: Beckett, Yeats, Salinger, Ginsberg —que no suscita su simpatía: «Algunos [como él], más que transgredir ningún límite, parece que lo festonearan»—, Ted Hugues, Stephen Spender y R. S. Thomas, entre otros. La biografía ha pesado, sin duda, en estas preferencias: Doce ha vivido muchos años en Gran Bretaña, donde ejerció de lector en la Universidad de Oxford y se doctoró en Filosofía y Letras por la de Sheffield. De su estancia en Inglaterra surgen las abundantes referencias a la vida en ese país —que no es alegre, sino interesante, como nos recuerda Turguéniev— y acaso, también, otros rasgos más anecdóticos de Hormigas blancas , como los muchos apuntes dedicados a los cuervos, tan frecuentes en la campiña inglesa. Así reza el primero del libro: «Es un cuervo en un campo de estrellas.»

Presencia de lo onírico Con ser sustancial la meditación sobre el hecho literario, el libro de Jordi Doce ofrece otro flanco al lector, angustiado, existencial, pero no menos persuasivo. Hormigas blancas es también un compendio de dudas y temores, un desaguadero de fracturas íntimas. Llama la atención el interés que Doce demuestra por la noche y el sueño, o el insomnio; la presencia de lo onírico revela un buceo en lo azaroso y lo irracional, que a veces se traspasa a la fabulación diurna. Así, muchos apuntes bosquejan mundos fantásticos, territorios en los que acontece lo maravilloso, la mayoría de los cuales se inicia con la frase «En aquel país…»: «En aquel país el tiempo es un pozo donde al caer la noche va a parar todo cuanto no se deja atrapar…» No es casual esta alusión al tiempo, que constituye una de las preocupaciones cardinales del autor de Gran angular , a menudo simbolizada en el reloj, como en esta sucinta imagen ourobórica: «Relojes que se muerden la cola.» La muerte es, invariablemente, el corolario fatal de esta fluyente circularidad: «Escucho el son remoto de mi cortejo fúnebre», escribe Doce. Quizá por esta sensación de opresión, de encierro en un ser agónicamente entregado a la nada, abunden en Hormigas blancas las puertas, las ventanas, las cerraduras: lugares de paso o de liberación, por los que puede accederse, siquiera un instante, a otra realidad de luz y plenitud.

E. M.—POETA, CRÍTICO Y TRADUCTOR

FICHA

Jordi DOCE: Hormigas blancas . Madrid, Bartleby, 2005, 111 pp.

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