Ínsula

La novela en España: 2004. Un espacio para el encuentro

por Germán Gullón

Ínsula nº 688, abril 2004

A Roger Wolfe

La novela parece hoy aprisionada. A la cadena que arrastra a perpetuidad, la historia literaria, se suma la impuesta por los editores y por la prensa, y la debida a la corta vida del libro en las librerías. Ningún lector se escapa al pernicioso triple efecto, a través de la permanente destilación en artículos y libros de texto de saberes enlatados y mediante la propaganda comercial.

Un canon flexible

La historia literaria ha conseguido con su escaso nivel discursivo, honrosas excepciones son la veterana de Ángel del Río o la historia de la narrativa de Gonzalo Sobejano, hacer de la lectura un asunto de la memoria, que no una recreación del inventarse humano. La mayoría de tales historias resultan perniciosas porque enjaulan las obras en marbetes que estrechan la significación de las mismas e incluso les roban el poder de sugerencia. A su vez los críticos actuales, hay excepciones, juzgan los textos de acuerdo a unos criterios que excluyen el poder de seducción de la obra literaria, y suelen temer las que atraen al lector, y gustan, sobre todo, de sancionar, excluir, su manera de imponer una necia autoridad, diciendo ésta es una obra maestra, los demás deberían tomar ejemplo, etcétera. Las razones que motivan tales palabras suelen ser de índole personal, llámese engreimiento, conveniencia o simple ignorancia. Necesitamos un canon, desde luego, para que el lector interesado o los jóvenes sepan orientarse, y adquieran una cierta inmunidad contra los horrores de la cultura de masas, pero flexible, no un corsé que exprima la vida del texto; y a los críticos y profesores atañe aplicarlo.

La novela en lengua española tiene una trayectoria impresionante, desde el XIX, cuando surgieron genios como Galdós y Clarín, que representaron en sus textos todo el universo de los deseos del hombre enfrentado con el poder de la iglesia (de Doña Perfecta a Electra, y La Regenta), apoyada en una sociedad ñoña y timorata, hasta el siglo XX, donde desde Pío Baroja a Juan Benet (o a Carlos Fuentes por la otra orilla, da lo mismo), no cejaron de plasmar la búsqueda de las identidades personales nacidas al albor de la vida moderna (Camino de perfección, Volverás a Región, La muerte de Artemio Cruz), qué riqueza, y todo ello acaba siendo reducido en el caso de los primeros a su realismo, y en los segundos ensalzado por su alto grado de literariedad. Cuando su valor es infinitamente superior, e inagotable en una condensación crítica. Esta cadena roba al lector, estudiante o mero aficionado, la posibilidad de leer por encima del tópico, de lo supuesto, y poner frente a sí mismo el espejo literario, para ver que siente él, en que se diferencia de lo que experimentan los personajes. Utilizar el texto no como un espejo estático, sino como un espejo vivo.

Dónde estamos y qué rumbo llevamos

La novela española actual parece además flotar en un estado gaseoso. Nadie sabe en verdad dónde estamos ni el rumbo que llevamos. Los editores mantienen las calderas encendidas y los títulos se suceden con celeridad en las librerías. La crítica parece limitarse a lo que Fernando Valls denomina primeras lecturas, es decir, las reseñas hechas a pie de publicación. Nadie exige más; los profesores universitarios siguen anclados en el anticuarismo. El lector típico escoge los libros como las prendas de vestir, por la marca -deme, por favor, un Javier Marías, un Dan Brown, y así-. Tamaña liviandad contrasta con el peso del producto hecho de papel, el que lleva el código de barras como insignia. Este es un producto comercial más, que se vende uno a uno en las librerías de novedades o al peso en las de saldo.

El hilo que une el libro, sus autores, editores, prensa y lectores, está hecho de plata amonedada, no de problemas reales ni ideologías o mundos imaginarios y demás ensueños decimonónicos. La década final del siglo XX auguraba este futuro, y los comienzos del siglo XXI lo han confirmado. El cambio parecía inevitable, lo triste es que las consecuencias del mismo socavan la libertad que garantiza su existencia. La evidencia de potencial literario, y hablo de novela, el buen estilo, la calidad de la exposición narrativa y el tema, hoy van subordinados a una serie de consideraciones ajenas a la calidad literaria o relevancia social del texto, si el autor es una marca o no. Lo inaceptable, sin embargo, es la connivencia entre los editores y la prensa. Ésta ha dejado de ser la encargada de proteger al lector de la invasión de la propaganda editorial y se ha convertido en un aliado, formando así una incestuosa amistad, de editores y prensa, para conseguir que el producto libro se venda bien, aceitado por reportajes sobre presentaciones de libros favorables y reseñas que dicen lo que tienen que decir, y sólo critican a los que carecen de marca reconocida. Hemos pasado de la censura de la posguerra a la presentación de información filtrada por los intereses comerciales. Con razón Jorge Herralde se queja de la situación (El Cultural, 15-21 de enero, 2004) y apunta a la levedad de la actuación de la mayoría de sus colegas editores, incapaces de organizar un catálogo con personalidad propia, porque tienen que caminar mirando al abismo, la inapelable exigencia de las ventas de los grandes grupos.

La prensa encargada de crear opinión se ha enmaridado, pues, con las editoriales para vender productos y no para ejercer la labor que les compete, y por ello comparten responsabilidad por la situación actual. Lo que no sé es qué artículo de la ley se les debe aplicar, pero la manera en que bastantes desempeñan su función resulta inaceptable, y si actuaran así en secciones no culturales de un periódico, su negativa a la hora de reportar los hechos de una manera objetiva llamaría más la atención. Por encima, la cultura de masas ha entrado a saco en el campo de la literatura, y con ella la vulgarización del gusto. O sea, los libros aparecen en las librerías precedidas de un orquestado proceso comercial, en la mayoría de los casos totalmente ajenos a los principios de calidad estética o relevancia social, destinados a un público lector que los reconocerá y comprará, en buena medida en las grandes superficies, gracias a la propaganda, y por ello las novelas, las de mayor venta, tendrán que acercarse a los gustos y demandas de un público que compra para consumir, que compra algo que hay que adquirir, por la marca que lleva.

Listas de los libros más vendidos

Y en tercer lugar, la paranoia que crean en lectores y libreros las listas de los libros más vendidos, que dicen de números y nada de calidades, tanto que las librerías desaparecen y son reemplazadas por librerías-almacén, donde sólo es posible adquirir lo más vendido, las novedades y los restos de naufragios editoriales que sestean en las estanterías. La desilusión de miles de lectores que compran un libro y en seguida saben que la propaganda y la crítica les ha vuelto a decepcionar ofrecen una cierta esperanza a que las librerías en algún momento reencuentren su camino. La rapidez con que los libros se suceden unos a otros en las estanterías es asimismo la última expresión de la literatura mercantilizada, el devenir de novedades equivale al permanente circular de capitales, insaciable en su búsqueda de revalorización del dinero invertido.

Hay aspectos que han mejorado, como el olvido por parte de la crítica del malentendimiento de lo que constituye una lengua literaria apropiada. Algunos creían que para escribir bien había que ser purista, no introducir neologismos, precisamente la fuente de renovación perpetua de la lengua, o fijarse en exceso en las posibles desviaciones ortográficas o sintácticas, los intentos de flexibilizar el ritmo de la frase. Nada más lejos de la verdad; la lengua es un organismo vivo y sus usuarios los que descubren nuevas funciones y usos. Otros han empeorado, como el creciente ensayismo en las reseñas de los suplementos literarios que sustituye la filiación y el comentario apropiado del libro por ocurrencias del reseñista. He visto crucificados algunos de los libros mejores de nuestra década por reseñistas que tienen una opinión sobre un tema del que en realidad no saben casi nada.

El lector actual culto, defraudado por el mercado, sabe todavía identificar entre la barahúnda del consumismo a los escritores que buscan consignar en la página el signo de interrogación, de incertidumbre, que cuelga sobre la realidad humana por numerosos caminos. Sea, por nombrar algunos, a través de la perpetua renovación temática y formal del maestro Miguel Delibes o de Juan Goytisolo, el literalismo de Ana María Matute, la rica prosa de una Paloma Díaz-Mas, de Luis Mateo Díaz o de Juan Manuel de Prada, o la nitidez expositiva y fuerza de convicción de Antonio Muñoz Molina y Luis Landero, el ahondamiento en la condición femenina de Josefina Aldecoa o en su veta pasional de Marina Mayoral, la inventiva formal y expositiva de José María Merino, de Quim Monzó, de Antonio Orejudo, de Benjamín Prado, de Ray Loriga, de Julián Rodríguez o de Vicente Luis Mora, o la fuerza crítica y de dicción poética renovadora de la prosa de un Jon Juaristi o un Roger Wolfe. Luego, hay también un importante número de escritores profesionales de talento como Javier Marías, Antonio Soler y Lorenzo Silva, que se han creado un público lector importante. Y hay autores de talento que nos mantienen a la expectativa y que nos deben una buena novela más; recuerdo los nombres de Ana María Moix y el de Eduardo Alonso, que mantienen tenso el arco del interés lectorial de otra manera. También hay traductores como Miguel Sáenz, pienso en su versión de Austerlitz de W. G. Sebald, que destilan textos extranjeros con palabras cinceladas con un verbo claro y vibrante.

Todavía existe, añado, un importante número de lectores independientes e inteligentes, los que además saben descubrir las perlas de ayer y los olvidos de hoy que se publican cada año, como El discípulo, de Paul Bourget; Tierra humana, de Pramoedya Ananta Toer, y aprecian el universalismo Elizabeth Costello, de J. M. Cotzee, que no supera al de los lectores consumidores. Digo eso de inteligentes porque ellos son los que consiguen con su flexibilidad mental apreciar los valores de los diferentes tipos de literatura, la de los difíciles, como Benet, o los más asequibles, como Arturo Pérez-Reverte o Manuel Vázquez Montalbán. Uno los lee por distintas razones; en el caso de Benet, con tiempo sobrado y buscando tras la cerrada malla de palabras que enrocan el significado, defendiendo la verdad secreta del texto; en el caso de Pérez-Reverte, para disfrutar de la galanura verbal, de la acción hecha ritmo narrativo. Quien no haya disfrutado leyendo El maestro de esgrima por esnobismo, que las musas lo confundan, y es probablemente un melón. Apoyados en esta esperanza, la existencia de una audiencia para la literatura constante e inteligente, podemos asegurar que la producción de novelas en los últimos años ha seguido su imparable progreso.

La Era de la Literatura ha terminado

Quejarse carece de sentido, la única solución es aceptar la realidad del estado de la literatura para poder entender la razón de ser de esta enorme masa de títulos que denominamos la narrativa española actual. Creo que una primera resolución debe de ser comprender que la Era de la Literatura, la del primer cuarto del siglo XX ha terminado definitivamente. Los grandes nombres de la literatura universal moderna, Marcel Proust, James Joyce, Frank Kafka, o nuestros, Unamuno, Valle-Inclán o Juan Ramón Jiménez, que marcan la cima literaria y editorial de la pasada centuria, surgieron debido a un momento concreto de la historia que propició su llegada al corazón de la literatura. La burguesía educada pedía un tipo de arte, sublime, y estos escritores y sus editores, Alfred Knopf o Gaston Gallimard, supieron estar a la altura de las circunstancias. Sin embargo, las condiciones actuales resultan muy diferentes. Tenemos una cultura de masas, con sus exigencias, entre las que destaca la masificación de la oferta, que pueda llegar a todos los bolsillos, y la normalización del gusto. Los editores con proyecto, como Herralde, han sabido hacer una oferta amplia de productos, que incluye a autores propiamente literarios, Félix de Azúa, y otros, como Michel Houellebecq, que gustan a un sector del publico diferente, menos educado (menos pasado por las aulas, apostillaría Pierre Bourdieu) en sus gustos, ansiosos de satisfacer su curiosidad por la verdad absoluta, vista desde cerquísima. Esto supone aceptar el papel social de la literatura. El engaño viene, y esto cada día es más frecuente, cuando hay editores que publican novelas para la masa, pero metidas en una funda literaria. Así por encima de la colusión existente entre editores y prensa, tenemos la doble cara de los editores, que rehúsan aceptar la masificación del mercado, y pretenden que ellos no tienen nada que ver con tal fenómeno.

Abundancia de premios literarios

La abundancia de premios literarios también ha contribuido a la comercialización de los editores y, a su vez, a su mejor distribución; sin ellos, algunas obras caerían en la oscuridad apenas nacidas. Lo malo es que no da para todos, y los que tienen la suerte de recibir un galardón, generalmente con la novela debut, suelen nacer estrellados. Lo malo es que los premios causan adicción en los autores y en los editores, y hay escritores que se cargan de laureles, y su nombre crece en sombra y cantidad, pero no en calidad de producción. Es posible llegar a ser el escritor premiado por excelencia y, sin embargo, que en el imaginario colectivo español no se reconozca ninguna contribución, digo como sería la figura de Pascual Duarte o el café de Doña Rosa, la expresión &laqno;Milana, Milana bonita», o Región, o Celama.

Donde la novela española actual parece estar doblando una vuelta en el camino es respecto a su contenido. Cada vez son menos los que creen que las novelas nacen con la literatura prendida en sus páginas; algunos críticos influyentes (y directores de suplementos literarios) han actuado durante décadas creyendo a pies juntillas que el trasfondo mítico y antropológico de la existencia humana, esa realidad o trasrealidad, en la que todos queremos creer, era la única fuente de la literatura. La experiencia literaria de los lectores, según esta creencia, adviene cuando la lectura evoca en nuestra imaginación sensorial una presencia irreal, o dicho de otra forma, cuando nuestros miedos y esperanzas asistidos por la sensibilidad son capaces de figurar presencias inexistentes. La novela retorna, como digo, al hombre, a la vida, al mundo. Yo lo llevo diciendo años, cuando constataba que la literatura española actual no me servía para explicar España, sino fabulaciones de mundos hipotéticos. Quizá escritores como Paul Auster, Martin Amis, Tom Wolfe, David Lodge, Julian Barnes, Carver o Patricia Highsmith, bien recibidos en España, ayudaron a que los críticos vieran la luz. Porque sus textos disputan a la imagen visual el poder de la cultura, sin permitir que la imagen del cine o de la televisión sea la única admisible en el universo cultural. De eso se trata en última instancia, la de ver si la novela sigue siendo capaz de generar en el lector imágenes e historias, o si la imagen de la tele o del DVD será la única resolución posible, con la consiguiente derrota de la conciencia individual.

Complementariedad de la novela con el cine

Otro fenómeno del presente parece ser la complementariedad de la novela con el cine. Pienso en muchas novelas, como La luz prodigiosa, de Fernando Marías, y la película de Miguel Hermoso, y Soldados de Salamina, de Javier Cercas, llevada al cine por David Trueba. No es tanto que se haga una reproducción de la película en la novela, sino de que la película diga otra cosa, quizá complementaria. Así le gustaba hacer a Luis Buñuel con las obras de Galdós, Nazarín y Tristana, a las que trataba con la libertad de quien quiere contribuir a diseminar el sentido de la obra original, a complementarla. Quien encuentre el punto donde convergen el texto verbal y el icónico obtendrá una recompensa en la riqueza de percepciones que le aguardan, el que se ciña a una y niegue a la otra es un torpe, al que su falta de agilidad le impide encontrar ese golpe de fuelle en que la inteligencia y la energía proveniente del interés se unen para hacer viva una experiencia cultural plena.

Las dos películas mencionadas, La luz prodigiosa y Soldados de Salamina, se complementan en efecto. La película en ambos casos suele auscultar el sentido simbólico del tema, el mal (Sánchez Mazas), perdonado por el bien (el soldado que le encañona), mientras que en la película los hechos están personificados en los personajes históricos, Sánchez Mazas, el soldado, que quizá se llamase Miralles. En este sentido, lo que los espectadores ven en la pantalla, digamos las personas hechas figura por medio de los actores, confirma la ficción y la hacen novela.

Otro fenómeno a destacar en la novela y en la cultura española en general es su posrealismo, es decir que los narradores o regidores en el cine, no suelen presentar sus obras con unas perspectivas cargadas de unos sistemas de valores definidos, eso es lo propio del realismo decimonónico, donde la voz del narrador dice y valora la actuación de sus personajes. Esto ha permitido a los textos literarios decir con una mayor libertad. La palabra la tienen ahora muchos agentes que nunca antes la pudieron tener, refleja mejor, en mi opinión, la situación social española, en que la España de Franco, con su inevitable techo ideológico, marcó a varias generaciones, que ahora van equilibrando los años vividos bajo la dictadura con los pasados en democracia, lo que supone una enorme liberación. Este posrealismo va emparejado con un descenso de interés por el hiperrealismo propio de los escritores de la generación X, aunque sus modos y métodos han sido asimilados, y permanecerá como una variante del realismo en el futuro.

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Mi conclusión provisional es que la novela española a la altura de 2004 goza de una salud razonable, porque hay creadores, novedades, y no digamos si sumamos como debiéramos a nuestros parientes de lengua de la otra orilla del Atlántico. Lo que sobra es un exceso de sanguijuelas, la historia literaria, una gran dama a la que los innumerables maquillajes que le ponen las editoriales para que aparezca remozada no ocultan su carácter de religión menor, su dogmatismo, que pretende conjurar la fuerza de seducción de la obra en sí, de domesticarla, y de paso al lector. Éste vive por otro lado sometido a un bombardeo permanente de novedades mercantiles, que no intelectuales. El atraer audiencia entre las nuevas generaciones parece una tarea esencial, porque los videojuegos están alejando a un amplio sector de la juventud de la lectura. No se olvide el dato: crear y desarrollar un videojuego de alcance trasnacional cuesta cinco veces lo que rodar una película, luego dedúzcase el poder del instrumento.

También debemos cuidar que los grandes nombres sean los que acaparen las ventas, y los demás sean publicados por la bondad de las superventas de algunos autores. Los menos conocidos suelen quejarse amargamente de la falta de proyección de sus libros, de las dificultades que encuentran a la hora de publicar, y no les falta razón, pero la escritura depende de una infatigable voluntad, como ha dicho Mario Vargas Llosa, y de trabajar en la esperanza, no en la certeza, de que el lector algún día pueda reconocer el mérito. Para quienes no lo consigan, el camino, las horas de lectura y escritura, será la recompensa, que no es poca. La satisfacción derivada de un momento de alta concentración emocional, la onda magnética producida por la escritura en sus momentos mejores, los que antes se decían presididos por la inspiración, son el verdadero premio de la actividad intelectual.

Lo positivo es mucho, la calidad de muchos autores, los citados, la amplia proyección en el extranjero de autores como Javier Marías, y de muchos más, el que algunos críticos empiezan a pedir más de la novela, como yo vengo haciendo desde fines de los ochenta, que diga con dignidad de nuestro mundo. Y quizá lo más importante, que muchos reconocemos hoy las cadenas que atan a la obra, y abogamos por un nuevo estatus en el trato concedido a la novela, de responsabilidad por parte de los medios de comunicación y por los críticos y profesores universitarios. Quizá lo que estamos haciendo, escribir libros sobre la literatura con una perspectiva cultural, donde la literatura sea una parte de la lectura del un período; por ejemplo, que si estudiamos el 98 no todo sea el dolor de España, lo expresado por los literatos, sino que lo complementemos con la explotación colonial española de los cubanos o la llegada de la representación del color con el simbolismo al texto.

La novela debe reclamar el espacio que le corresponde en el campo cultural, un lugar donde las representaciones del hombre, de sus ideas y imaginaciones, en espacios reconocibles o inventados, un purgatorio, donde la puerta de la esperanza de un futuro mejor quede abierta, porque el presente, manchado por la omnipresente conflictividad política, de unos protagonistas patéticos, sean presidentes de la mayor potencia del mundo o del país donde nació la civilización occidental, producen desánimo. La cultura debe seguir siendo el espacio abierto, y la novela el lugar donde los lectores podemos vivir la realidad con la esperanza de que todo será mejor. La experiencia de libertad y pisar un espacio propio lo sentimos hoy al leer, visitando una exposición de pintura, admirando un edificio recién inaugurado de Hans Kolhoff o un puente de Santiago Calatrava, viendo una obra de teatro, tan distinto al guirigay político, y su reivindicación un derecho fundamental del hombre. Por eso el espacio de la cultura no puede estar dominado por el dogma ni por el comercio, porque ambos le encadenan y desnaturalizan. Un autor literario es aquel que extiende una red, hecha de palabras, y en ella captura la experiencia humana, y nos la trasmite. Y la novela más que ningún género tiene la responsabilidad de ofrecer su inacabable alfombra de papel para que el lector reconsidere su estatus de ser humano que vive el aquí y el ahora y, a la vez, explore los impredecibles y posibles futuros, que no son marcados por el tiempo, por el lugar, sino por esa marca imprevista que denominamos vida, una mezcla de proyecto y de descubrimiento.

La novela española a la altura del 2004 se debate entre ser un producto mercantil o un lugar de encuentro entre autores y lectores. El equilibrio parece romperse a favor del primero, pero quizá sea sólo un estado transitorio.

G. G.-UNIVERSIDAD DE ÁMSTERDAM

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