Las últimas dos décadas han atestiguado la proliferación de nuevas aproximaciones críticas y objetivos de análisis en el campo de la cultura aurisecular, entre los que ha destacado, como se sabe, una mayor atención a ciertas voces femeninas que antaño parecían relegadas al olvido o a la más injusta de las ignorancias. Ediciones y monografías recientes han permitido conocer más a fondo a nuestras damas de la escena barroca, que no sólo fueron las famosas actrices que tanto escándalo provocaron en su momento, sino también aquellas creadoras que, desde el espacio doméstico, proyectaron sus deseos, frustraciones y preocupaciones en la página escrita. Si en un primer impulso fueron María de Zayas, Mariana de Carvajal y Ana Caro las recuperaciones iniciales de un deslizamiento canónico que arrancaba ya desde los esfuerzos pioneros de la crítica norteamericana Caroline B. Bourland, [ 1 ] estos primeros años del nuevo siglo han presenciado también la restauración crítica de figuras como Leonor de Meneses, Catalina de Eraúso, Leonor de la Cueva o Ángela de Azevedo, de las cuales apenas existían estudios de mérito hasta hace muy poco. Las “hermanas de Zayas”, como bien han titulado Judith A. Whitenack y Gwyn Campbell su reciente compilación, nos han comenzado a desvelar un ámbito de nuestro siglo XVII apenas conocido anteriormente, al tiempo que nos han hecho ver también la enorme cantidad de territorio que queda aún por explorar. [ 2 ]
En relación al fenómeno de la escritura, las sucesivas intervenciones feministas que desde el mundo del hispanismo han reivindicado un canon literario más equilibrado—y, en cierto sentido, más relevante al presente—nos han indicado ya que el espacio conventual nunca fue obstáculo para que dentro de él florecieran los talentos más variados y se liberaran las energías creativas de muchas “monjas intelectuales”. Pero es cierto también que no sólo fue éste el único escenario desde el cual se proyectaron algunos de los testimonios que hoy conocemos, como tampoco fue el universo espiritual y rigurosamente femenino el que presenció tal escritura; más bien fue opuesta la tendencia durante el siglo XVII, que tuvo en ciudades como Sevilla y Madrid el estímulo público y privado necesario para dar a conocer una nueva generación de creadoras que supieron, desde el sarao y la sobremesa hecha tertulia, abrirnos las puertas a lo que daba de sí la casa, el patio y la alcoba. El universo doméstico se había convertido así en un fértil microcosmos desde el que imaginar ficciones que conectaran lo humano con lo divino tanto como inauguraran nuevas formas de idolatría más conectadas a lo mundano. Así pues, si la mujer barroca aprendió a relatar la existencia femenina de puertas adentro, ¿qué decir entonces del resto de sus contemporáneos? ¿Es el espacio doméstico una cartografía exclusivamente ginocéntrica? ¿Debemos, entonces, asumir que el cortesano madrileño no tuvo interés en domesticar su literatura, en hablar de su propia intimidad? Si la casa, como sabemos ya, forma parte de un sinfín de comedias áureas a modo de escenario de enredo o seducción, ¿qué decir de un género como la novela? El estudio detenido de ciertas piezas del momento confirma que el “ángel del hogar”—como buen ángel asexuado —fue tanto masculino como femenino. Por ello, quiero sugerir en este trabajo que el acto de penetrar en los espacios domésticos de nuestra literatura áurea no sólo debería entonces llevarse a cabo de la mano de la mujer escritora, sino también del varón y de su cuarto propio . El hombre doméstico, además, nos dará la pauta de lo que fueron también todas las desviaciones del paradigma masculino/femenino que se manifestaron, de manera más o menos evidente, durante estos dos siglos de fascinación visual: si la plaza pública permitía el espectáculo de lo raro, el ámbito privado daba pie también a otro tipo de desinhibición no menos inquietante. [ 3 ]
Motivados por la atractiva complejidad de estos espacios, los últimos años han visto florecer un variado catálogo de estudios de indudable interés. El fenómeno ya recibió atención interdisciplinaria en el libro pionero de Raffaella Sarti, Vita di casa . Abitare, mangiare, vestire nell'Europa moderna (Gius, Laterza & Figli, 1999, con traducciones tanto al español como al inglés), en el que, si bien su autora no se adentraba en la España doméstica, conseguía al menos ofrecer un panorama muy completo de lo que fue la existencia del europeo en su intimidad familiar. Semejante fue el caso de la compilación At Home: An Anthropology of Domestic Space a cargo de Irene Cieraad (Syracuse: Syracuse University Press, 1999), en donde se discutía, en diversos artículos, la noción del hogar en las culturas francesas, inglesas, u holandesas, evitando, sin embargo, el fenómeno hispano. En su Introducción, Cieraad subrayaba la variedad de disciplinas que, en los últimos veinte años, se habían dedicado a este asunto: la geografía humana, los housing sociologists , la tradición etnográfica, los estudios de cultura material y la psicología ambiental de las escuelas norteamericanas, que se añadían a otras exploraciones del espacio como tal ya abordadas en la primera mitad del siglo XX a través de la semiótica o la fenomenología. Todas estas formas de leer el mundo doméstico adelantan, qué duda cabe, nuevas maneras de estudiar asuntos como el concepto de ambiente , la novedad del diseño interior —que, evidentemente, no es invención tan moderna como parece, a tenor de nuestros testimonios barrocos—o la misma idea de vecindad , por citar tan sólo tres conceptos de indudable relevancia. Pienso entonces que la elección de una u otra aproximación teórica, en el terreno de las letras áureas, dará en diferentes lenguajes y en conexiones particulares tocantes en cuestiones de género, raza, clase u orientación sexual, con la casa como un espacio de mediación fundamental donde puede ocurrir de todo. No hay más que recordar, según nos indica William Egginton en su trabajo aquí recogido, el fenomenal rendimiento ético y estético del escenario doméstico en El celoso extremeño cervantino, meollo de la trama de su novela ejemplar. Estamos, por consiguiente, ante atractivas perspectivas desde las que abordar el análisis de estos espacios barrocos convertidos ya en literatura.
Algunas de estas aproximaciones teóricas han sido puestas en práctica en los contextos más dispares tanto geográfica como cronológicamente, haciéndonos ver con ello la carestía de estudios en el campo de las letras hispánicas. En los últimos cinco años la noción de lo doméstico ha sido objeto de estudio desde diferentes perspectivas literarias e históricas que han abierto el campo de investigación a procesos socioculturales apenas explorados anteriormente, internándose en problemáticas tocantes en sociología y economía, así como en lo que se consideraría “historia de las mentalidades”, vida cotidiana, relaciones familiares, sexuales y comerciales, expresiones de diversidad racial, religiosa, etc. [ 4 ] Continúan, por ejemplo, la labor realizada por Steve Ozment en sus estudios sobre la historia de la familia, o la colección dirigida por Philippe Ariès y Georges Duby sobre la vida privada de los europeos. [ 5 ] Por otra parte, en su interés por la conjunción entre urbanismo y creación literaria heredan la trayectoria iniciada por Nancy Armstrong en Deseo y ficción doméstica: una historia política de la novela —trabajo pionero donde los haya, a pesar de contar ya con varias décadas de existencia—continuada posteriormente por críticos como Diana Fuss y su investigación sobre espacios interiores más cercanos a nuestro presente. [ 6 ] Con todo este arsenal de nueva información , el espacio doméstico, antaño coto privado, empieza a abrir sus puertas a recorridos críticos de fascinante trazado, y es por ello que el presente ejemplar quiere dar cuenta de cómo la literatura del siglo XVII articuló algunas de estas inquietudes, ya fuera desde la escritura femenina como desde la imaginación de aquellos escritores que, acaso desde la lejanía de la hipótesis, recrearon estos territorios como lugares de libertad, pero también de libertinaje y de pecado. A fin de cuentas, hablar del hogar es hablar del capital cultural, social y económico de quien lo habita, pero también del envite amoroso, de la gravitación hacia el exterior o de la más íntima experiencia religiosa. Es por ello que un ejercicio crítico interdisciplinario de esta naturaleza resulta ser de extraordinario atractivo para la crítica contemporánea. Prueba de que los tiempos están cambiando es el reciente estudio de María del Cristo González Marrero, La casa de Isabel la Católica: Espacios domésticos y vida cotidiana (Ávila: Institución “Grand Duque de Alba”, 2005), en donde ya vemos, tal y como había hecho Sarti en su libro, una atención exclusiva al “fenómeno casero”.
Interiores urbanos
Quiero subrayar, por consiguiente, que la creación del entorno doméstico es fundamental a la hora de comprender la evolución de la subjetividad y la consolidación del nuevo yo urbano a lo largo del siglo XVII, ya sea masculino o femenino. La plaza, la calle, el cruce de avenidas, la cazuela de los corrales o la tienda son todos espacios públicos de un marcado capital social en cuanto que definen, desde códigos ya ampliamente conocidos, a sus pobladores. Sin embargo, las letras del siglo XVII carecen de un análisis pormenorizado que dé cuenta de cómo la arquitectura interna de lo habitable, fuera del tipo que fuera, reflejó—o se vio reflejada—en la otra arquitectura , la del individuo que buscaba proyectarse y encontrar orden en el caos de la modernidad y de su propia crisis de valores. Ya en Las Moradas teresianas veíamos, con transparencia paladina, una yuxtaposición total de estas dos arquitecturas, con dos entidades que se unían en perfecta armonía dentro de una estrategia pedagógica saturada de imágenes espacio-corporales. [ 7 ] Pero en la sociedad civil del Madrid de los Austrias, las tareas domésticas, ya fueran asociadas al ocio o a la explotación, mantenimiento y mejora del espacio privado, fueron plasmadas en la expresión estética como reflejo, en la mayoría de las ocasiones, del anhelo de su dueño o dueña por encontrar el lugar adecuado en su entramado social, por muy limitado que fuera. Las ambiciones se habían tornado ya paganas, materialistas, modernas a fin de cuentas. La casa—y, por extensión el coche, brazo flexible de lo doméstico—tenía como fin algo más que simplemente ofrecer descanso y recogimiento y, de hecho, pocas fueron las veces en que se representó de esta forma. La casa era una excusa, como también podía ser una herramienta para el medro y, por consiguiente, al poblarse de elementos no necesariamente decorosos—amantes furtivos, pretendientes, substancias prohibidas…—se borraba con ello la distinción entre lo público y lo privado o, si se quiere, se reescribía la noción de lo que la privacidad significaba. Incluso era la propia casa la que se parcelaba en diferentes grados de privacidad, como demuestran muchas piezas dedicadas a explorar el tema de la honra y de aquellos que la amenazan. Al igual que el cuerpo femenino, la invasión de la mirada se fragmentaba en partes a través de un proceso que iba abriendo paulatinamente territorios anteriormente inaccesibles: el pie, el ojo, la mano sin guante podían leerse como ese zaguán, ese balcón o esa sala para los visitantes que tan sólo era preludio de estímulos mayores. Piénsese, por ejemplo, en la radical propuesta de María de Zayas en su novela El prevenido, engañado : su protagonista, don Fadrique, se adentra furtivamente en la casa de una viuda a la que pretende para espiarla en su alcoba—descubriendo una escandalosa relación sexual con un esclavo negro que yace moribundo—para después quedarse atrapado en el zaguán toda la noche al haber cerrado las puertas el cochero de la dama. Por ello, si hoy en día pensamos en todo lo que se puede saber del vecino gracias a la contemplación y disfrute de su hogar, debemos también tener presente que esta misma reflexión fue ya plasmada en la página a lo largo y ancho de los testimonios ofrecidos por los Lope, Tirso, Calderón, Salas Barbadillo, Castillo Solórzano, María de Zayas, Mariana de Carvajal, Juan de Zabaleta o Francisco Santos, por dar tan sólo un reducido parnaso. Fácil es recordar, a modo de ejemplo, un paradigma bien estudiado: la casa de Lope—todavía abierta al público ávido de un conocimiento de primera mano de nuestro pasado—que, desde su huerto deshecho , fue poetizada como imagen del retiro, de la musa, de la familia, de la enfermedad y de la muerte.
Por espacio doméstico en la literatura áurea entiendo entonces todos aquellos recintos que, durante la expansión demográfica experimentada por el Madrid de Felipe III y Felipe IV (y en particular de 1606 a 1665), fueron construidos para albergar particulares y grandes familias nobiliarias bajo la protección de los muros citadinos. En una sociedad siempre atenta a estímulos externos, no sorprende la circunstancia de que se viviera de puertas para afuera, con la Calle Mayor como principal arteria de Madrid y la mayoría de los ciudadanos apiñados en los barrios más castizos de la parte occidental de la Corte. El fenómeno de la “regalía de aposento”, impuesto directo que atribuía a la Corona el disfrute parcial de las casas levantadas y reedificadas en Madrid, y que obligaba a albergar a los funcionarios públicos o servidores palatinos por parte de aquellos que tuvieran casas de más de un piso, contribuyó a una peligrosa saturación espacial debido al gran aparato burocrático que arrastraba la Corte consigo; la mezcla y el desorden de lo local y lo foráneo, así como el deseo de evitar la convivencia con extraños, provocó la existencia de las llamadas “casas a malicia”, de un solo piso. Fueron inmuebles muy populares en la época, construidos y habitados por los madrileños que no querían compartir el espacio doméstico con extraños, construcciones deliberadamente pequeñas para que ni censores ni aposentadores pudieran extraer de ellas espacios habitables. [ 8 ] El hecho de vivir con gente que no se conocía llevaba, lógicamente, a recelo, excesos y miedos, dado que el espacio privado se convertía de pronto en una vía de acceso fácil a todo tipo de desmanes mediante la convivencia, bajo el mismo techo, de perfectos desconocidos; incluso era más fácil que se transmitieran enfermedades, debido a la falta general de ventilación en muchas de ellas. Y, sin embargo, los testimonios literarios nos hacen ver que tampoco era tan grave la presencia de extraños en el hogar, sobre todo si guardaban algún tipo de interés que acababa convirtiendo lo doméstico en un teatrillo de intrigas y pasiones clandestinas.
Esta ocupación de lo nuevo provocó el desconcierto en un oriundo como Salas Barbadillo, quien en El tribunal de los majaderos comentó que la noción de centro había comenzado a resultar peligrosamente deslizante en un momento histórico en que las jerarquías cambiaban de acuerdo a las nuevas necesidades cartográficas: “Suspéndeme infinito… el ver en Madrid tanto edificio nuevo y luego ocupado. Nácenle nuevas casas, y las que ayer fueron arrabales hoy son principales”. El sentimiento de magnitud, así como el de continua renovación, habían hecho también mella en un Lope que, en La villana de Getafe , comentaba cómo la ciudad se iba poblando “de ricos edificios”, donde “ya sus casas enanas son gigantes”, admitiendo a través del galán Félix en La portuguesa y dicha del forastero que “Lucida cosa es Madrid. / Como en su ceniza el Fénix, / él se renueva en sus casas”. Algunos cronistas como Gil González Dávila, Jerónimo de Quintana o Liñán y Verdugo elogiaron igualmente muchos de los elementos emblemáticos de la urbe gracias a sus crónicas en donde lo monumental y lo grandioso iba dibujando ya un preciso mapa de la ciudad [ 9 ] . El sentido de espacio resultaba entonces fundamental, no sólo como un acto de ocupación, sino también como cultivo de ese ámbito desde nuevas propuestas. Se intentaban así fijar los límites urbanos, pero dando rienda suelta a lo que germinaba en su interior, en ese “puchero humano” que era el “pastelón de Madrid” con su “pepitoria humana”, según la acertada imagen de Vélez de Guevara. [ 10 ]
Espacios domésticos rigurosamente masculinos
Es el propio Vélez de Guevara quien, en su sorprendente novela El Diablo Cojuelo , nos da una de las primeras visiones del urbanita madrileño en su alcoba, si bien se trata ésta de una estampa desprovista de toda dignidad. En su vuelo nocturno por los tejados de Madrid, Cleofás y Cojuelo espían a un vecino desnudándose en la penumbra, construyendo así una metáfora, muy típica de la época, sobre la vacuidad de los interiores—arquitectónicos tanto como espirituales—que se cobijan tras la grandiosidad de las apariencias: “Pero vuelve allí los ojos: verás cómo se va desnudando aquel hidalgo que ha rondado toda la noche, tan caballero del milagro en la tripas como en las demás facciones, pues quitándose una cabellera, queda calvo; y las narices de carátula, chato; y unos bigotes postizos, lampiño; y un brazo de palo, estropeado, que pudiera irse más camino de la sepultura que de la cama”. [ 11 ] El retrato es patético, ridículo, indicativo de una sociedad hambrienta y hecha jirones, gracias al uso del tópico, muy manido en la sátira del XVII, del caballero del milagro. La intimidad de la carne desprotegida, que ya había sido explotada con fines burlescos por Quevedo en El Buscón , es ahora trasladada al vacío de un ámbito doméstico en donde, al igual que ocurría con el hogar del escudero en el Lazarillo de Tormes , no hay nada más allá de la fachada. Se trata, no obstante, de todo un desfile de tipos que se van satirizando, desde el motivo del viaje, en la intimidad de sus casas “destapadas” por el ojo censor de sus protagonistas.
Sin embargo, si hay algo que la modernidad precapitalista trae consigo en el siglo XVII, es, como indica también esta propia cita, la abundancia de nuevos mercados y nuevas formas de consumo urbano. El ajuar doméstico se hace cada vez más rico y complejo, y tanto la ropa como los muebles o las piezas de arte comienzan a ser elementos de suma importancia en las historias que se cuentan. El vocabulario barroco inventa términos asociados a modos de producción— holandas, charquíes , fúcar , cambray —al tiempo que establece jerarquías con respecto a la calidad de cada producto donde el poseedor es definido por lo poseído. En muchas ocasiones, la casa se convierte entonces en una suerte de museo que alberga los objetos más dispares, muchas veces agrupados en colecciones que acogen lo exclusivo y lo raro, pero que empiezan a ser superadas ya por el producto hecho en serie. Tal es el caso, por ejemplo, de la novela dialogada El cortesano descortés de Salas Barbadillo, en donde su protagonista es dueño de una extraordinaria colección de sombreros que acaba por convertirse en el centro de una intriga que gira, evidentemente, alrededor de este territorio de fetiches exclusivamente masculino. El lector penetra varias veces en la casa de don Lázaro, pero en cambio la mujer siempre queda afuera hasta el final de la pieza. El matrimonio final con la dama a la que pretende no es tanto un compromiso de amor como más bien la recuperación final de lo doméstico, fragmentado tras la ausencia de uno de sus componentes.
Si Vélez vaciaba el hogar de todo confort, Salas se encarga de llenarlo de vida. En su pieza La casa del placer honesto se nos habla precisamente de esto, del placer honesto del estímulo intelectual inaugurado por cuatro jóvenes de familias acaudaladas, don Fernando, don Próspero, don García y don Diego. La fundación de esta academia madrileña a imagen y semejanza de las grandes tertulias nobiliarias—como la del Conde de Saldaña, en la que participó el autor—convierte el universo doméstico en lugar de entretenimiento. Las tareas caseras son realizadas por sirvientes, mientras que las actividades intelectuales que dan sentido a este solar se organizan por estos jóvenes con apetito de alta cultura una vez superados los fiascos de la universidad, que poco les puede ofrecer en erudición y disciplina. En esta casa madrileña, sin embargo, se quiere cultivar la oratoria, la poesía y la música, y todo el que sea invitado tiene que estar al día en estas artes. Salas se preocupa, además, de detallar su arquitectura interior, dividida en dos niveles—con apartamentos en la planta alta para el invierno y en la planta baja para el verano—, poseedora de una biblioteca a la que denomina “armería del ingenio” y un salón musical al que denomina “recreación de los sentidos”. Capta con ello la consolidación de un espíritu burgués no muy diferente del que, a partir de la década de los veinte, se empezará a cultivar en otras colecciones famosas como Los cigarrales de Toledo , que a lo largo del tiempo derivará en la imaginación doméstica como marco narrativo, tal y como nos muestran, por dar tan sólo dos casos de los analizados en este ejemplar, las novelas de María de Zayas y Mariana de Carvajal y Saavedra.
Sin embargo, no siempre se le asigna al hogar madrileño del siglo XVII un fin tan noble. En la mayoría de los casos, de hecho, la mirada a lo doméstico es una mirada impertinente y curiosa, frecuentemente entrometida, que incluso comienza a definirse durante estas décadas por las nuevas conductas y los nuevos productos que invaden el mercado citadino. El barro mejicano de Natá—tan apreciado para la opilación—, el chocolate o el tabaco inauguran, al convertirse en moda nacional, nuevas maneras de aproximarse al espacio urbano en una sociedad temerosa de lo raro, de lo sensorialmente inexplicable o lo difícil de clasificar. La transición del bodegón, de la casa de juego o de la casa de conversación hacia la intimidad del hogar que llevan a término algunos de estos nuevos productos repercute en la visión del espacio doméstico masculino, complicado ahora por la mezcla de lo local y lo foráneo. Fumar en casa, por ejemplo, se convierte en algo perfectamente aceptable, saturando así el ámbito privado de los humos americanos que también son, para muchos, humos fantasmagóricos.
Quizá el ejemplo más conocido de lo importante que pueden llegar a ser determinados ingredientes del espacio privado es la famosa alacena del cuarto de Don Manuel en La dama duende calderoniana, que tanto ha dado que hablar a la crítica moderna—John Varey, Fausta Antonucci, Marc Vitse, José María Ruano de la Haza o Agustín de la Granja entre otros. El ámbito masculino, condimentado con todos los objetos personales de su nuevo inquilino, se ve continuamente expuesto a la invasión de lo femenino desde los secretos ofrecidos por esta arquitectura interior diseñada, originalmente, para proteger el honor de su dama duende . El anonimato de los cambios en la sintaxis masculina representada no tanto por tan ilustre invitado como por su ajuar, llevaba a un desplazamiento de códigos espaciales en cuanto que estos objetos eran reordenados—mediante la adición—o eliminados—mediante el hurto—desde la mano invasora de lo femenino. La casa se tornaba, entonces, en un espacio autónomo que no necesitaba de exteriores para la maduración del conflicto dramático, pues en él se daban todos los ingredientes para hacerlo rentable. Cuando don Manuel no conseguía explicar los cambios ocurridos en su cuarto, el criado Cosme llegaba a conjeturar lo inexplicable: “pues yo en efecto presumo / que algún demonio los trae; / que esto y más habrá donde hay / quien tome tabaco de humo.” (vv. 1099-1102).
Don Manuel es parte, qué duda cabe, de toda una trayectoria que irá recorriendo espacios masculinos tanto en el teatro—a través de la figura del lindo, por ejemplo—como de la poesía y/o de la novela. Cuando, a partir de la década de los treinta, comience a tomar impulso la prosa costumbrista con figuras como Salas Barbadillo y su pieza de senectud El curioso y sabio Alejandro , el hogar del cortesano será retratado con cada vez mayor frecuencia. La casa como botica, como lugar de experimentación con el cuerpo a través del efecto de la ropa, la cosmética, o la visita de barberos y zapateros, dará pie a intervenciones moralistas por parte de escritores algo posteriores como Juan de Zabaleta o Francisco Santos. Salas inaugurará además un tipo de prosa que luego hará las delicias de estos mismos novelistas: frase corta, retruécano frecuente, ambigüedad deliberada desde la misma riqueza del lenguaje. El hombre afeminado que surcaba Madrid en el confort de su coche volverá aquí a ser censurado por el culto excesivo a su belleza, a lo que Judith Halberstam estudia como female masculinity en su libro homónimo. [ 12 ] Nuevamente, se establecerá como en Santa Teresa una analogía entre cuerpo humano y cuerpo simbólico, con la diferencia de que ahora este simbolismo será asignado al cuerpo social o político y no al espiritual. Las dificultades de la boca abierta en la visita al dentista o del pie torturado por el zapato demasiado estrecho darán pie a un comentario sobre las miserias de la Corte y la trágica obsesión por las apariencias. La habitación masculina se convertirá entonces en cámara de los horrores, no muy lejos ya de lo que será el último uso posible de estos espacios íntimos: el hogar como el escenario de la muerte, de la extremaunción y las últimas voluntades.
Es por ello que si el espacio doméstico femenino dará mucho que hablar en este siglo de tantas novedades, también será el ámbito privado masculino una extendida motivación para otro tipo de inquisiciones. A la pregunta de qué hacía el hombre en casa podemos asignarle, como he indicado en este breve recorrido, múltiples respuestas que nos aportan una visión más completa de las preocupaciones de este tiempo. Si algo debemos tener siempre en cuenta es que las distinciones entre uno y otro género, al tratarse de estas perspectivas domésticas, son frecuentemente inestables, como lo es la asignación de un determinado espacio al hombre o la mujer. Esta aproximación nos dará también materiales necesarios para investigar nociones poco conocidas en el siglo XVII relacionadas con el concepto de amistad masculina, relaciones homoeróticas, y lo que estos paradigmas repercutían en la cultura oral del período—por ejemplo, en la consideración de lo que era o no era obsceno o escandaloso. [ 13 ] Creo que es éste, por tanto, un asunto relevante apenas considerado hasta ahora: el siglo XVII nos enseña que la modernidad trae consigo muchos placeres, y que el nuevo escenario de la casa sirve para poner a prueba la estabilidad de nociones aparentemente inamovibles de género, clase, casta... Y las letras del período resultan verdaderamente instrumentales a la hora de formular ciertas preguntas, tal y como demuestran, ya sea en Cervantes (Luciano García Lorenzo, Guillermo Serés, William Egginton), Lope de Vega (Teresa Ferrer Valls, Antonio Sánchez Jiménez, Javier Rubiera), Rojas Zorrilla (María Teresa Julio) o en Salas Barbadillo (Enrique García Santo-Tomás), los trabajos reunidos en el presente ejemplar.